La
Jornada Mundial de la Paz, ha sido instituida por el Papa Pablo VI y se celebra
cada año el primero de enero. El Mensaje del Papa se envía a las Cancillerías
de todo el mundo y, también, señala la línea diplomática de la Santa Sede para
el año que inicia.
1. Dios
no es indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios no la abandona.
Al
comienzo del nuevo año, quisiera acompañar con esta profunda convicción los
mejores deseos de abundantes bendiciones y de paz, en el signo de la esperanza,
para el futuro de cada hombre y cada mujer, de cada familia, pueblo y nación
del mundo, así como para los Jefes de Estado y de Gobierno y de los
Responsables de las religiones. Por tanto, no perdamos la esperanza de que 2016
nos encuentre a todos firme y confiadamente comprometidos, en realizar la
justicia y trabajar por la paz en los diversos ámbitos. Sí, la paz es don de
Dios y obra de los hombres. La paz es don de Dios, pero confiado a todos los
hombres y a todas las mujeres, llamados a llevarlo a la práctica.
Custodiar
las razones de la esperanza.
2. Las
guerras y los atentados terroristas, con sus trágicas consecuencias, los
secuestros de personas, las persecuciones por motivos étnicos o religiosos, las
prevaricaciones, han marcado de hecho el año pasado, de principio a fin,
multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo, hasta asumir las
formas de la que podría llamar una «tercera guerra mundial en fases». Pero
algunos acontecimientos de los años pasados y del año apenas concluido me
invitan, en la perspectiva del nuevo año, a renovar la exhortación a no perder
la esperanza en la capacidad del hombre de superar el mal, con la gracia de
Dios, y a no caer en la resignación y en la indiferencia. Los acontecimientos a
los que me refiero representan la capacidad de la humanidad de actuar con
solidaridad, más allá de los intereses individualistas, de la apatía y de la
indiferencia ante las situaciones críticas.
Quisiera
recordar entre dichos acontecimientos el esfuerzo realizado para favorecer el
encuentro de los líderes mundiales en el ámbito de la COP 21, con la finalidad
de buscar nuevas vías para afrontar los cambios climáticos y proteger el
bienestar de la Tierra, nuestra casa común. Esto nos remite a dos eventos
precedentes de carácter global: La Conferencia Mundial de Addis Abeba para
recoger fondos con el objetivo de un desarrollo sostenible del mundo, y la
adopción por parte de las Naciones Unidas de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, con el objetivo de asegurar para ese año una existencia más digna
para todos, sobre todo para las poblaciones pobres del planeta.
El año
2015 ha sido también especial para la Iglesia, al haberse celebrado el 50
aniversario de la publicación de dos documentos del Concilio Vaticano II que
expresan de modo muy elocuente el sentido de solidaridad de la Iglesia con el
mundo. El papa Juan XXIII, al inicio del Concilio, quiso abrir de par en par las
ventanas de la Iglesia para que fuese más abierta la comunicación entre ella y
el mundo. Los dos documentos, Nostra aetate y Gaudium et spes, son expresiones
emblemáticas de la nueva relación de diálogo, solidaridad y acompañamiento que
la Iglesia pretendía introducir en la humanidad. En la Declaración Nostra aetate, la Iglesia ha sido llamada a abrirse al diálogo con las expresiones
religiosas no cristianas. En la Constitución pastoral Gaudium et spes, desde el
momento que «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los
hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a
la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de
Cristo», la Iglesia deseaba instaurar un diálogo con la familia humana sobre
los problemas del mundo, como signo de solidaridad y de respetuoso afecto [Gaudium et spes,3].
En esta
misma perspectiva, con el Jubileo de la Misericordia, deseo invitar a la
Iglesia a rezar y trabajar para que todo cristiano pueda desarrollar un corazón
humilde y compasivo, capaz de anunciar y testimoniar la misericordia, de
«perdonar y de dar», de abrirse «a cuantos viven en las más contradictorias
periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente
crea», sin caer «en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que
anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que
destruye» [Misericordiae vultus, 14-15].
Hay
muchas razones para creer en la capacidad de la humanidad que actúa
conjuntamente en solidaridad, en el reconocimiento de la propia interconexión e
interdependencia, preocupándose por los miembros más frágiles y la protección
del bien común. Esta actitud de corresponsabilidad solidaria está en la raíz de
la vocación fundamental a la fraternidad y a la vida común. La dignidad y las
relaciones interpersonales nos constituyen como seres humanos, queridos por
Dios a su imagen y semejanza. Como creaturas dotadas de inalienable dignidad,
nosotros existimos en relación con nuestros hermanos y hermanas, ante los que
tenemos una responsabilidad y con los cuales actuamos en solidaridad. Fuera de
esta relación, seríamos menos humanos. Precisamente por eso, la indiferencia
representa una amenaza para la familia humana. Cuando nos encaminamos por un
nuevo año, deseo invitar a todos a reconocer este hecho, para vencer la
indiferencia y conquistar la paz.
Algunas
formas de indiferencia.
3. Es
cierto que la actitud del indiferente, de quien cierra el corazón para no tomar
en consideración a los otros, de quien cierra los ojos para no ver aquello que
lo circunda o se evade para no ser tocado por los problemas de los demás,
caracteriza una tipología humana bastante difundida y presente en cada época de
la historia. Pero en nuestros días, esta tipología ha superado decididamente el
ámbito individual para asumir una dimensión global y producir el fenómeno de la
«globalización de la indiferencia».
La
primera forma de indiferencia en la sociedad humana es la indiferencia ante
Dios, de la cual brota también la indiferencia ante el prójimo y ante lo
creado. Esto es uno de los graves efectos de un falso humanismo y del
materialismo práctico, combinados con un pensamiento relativista y nihilista.
El hombre piensa ser el autor de sí mismo, de la propia vida y de la sociedad;
se siente autosuficiente; busca no sólo reemplazar a Dios, sino prescindir
completamente de él. Por consiguiente, cree que no debe nada a nadie, excepto a
sí mismo, y pretende tener sólo derechos. Contra esta autocomprensión
errónea de la persona, Benedicto XVI recordaba que ni el hombre ni su
desarrollo son capaces de darse su significado último por sí mismo [Caritas in veritate, 16]; y,
precedentemente, Pablo VI había afirmado que «no hay, pues, más que un
humanismo verdadero que se abre a lo Absoluto, en el reconocimiento de una
vocación, que da la idea verdadera de la vida humana» [Populorum progressio, 42].
La
indiferencia ante el prójimo asume diferentes formas. Hay quien está bien
informado, escucha la radio, lee los periódicos o ve programas de televisión,
pero lo hace de manera frívola, casi por mera costumbre: estas personas conocen
vagamente los dramas que afligen a la humanidad pero no se sienten
comprometidas, no viven la compasión.
Esta es
la actitud de quien sabe, pero tiene la mirada, la mente y la acción dirigida
hacia sí mismo. Desgraciadamente, debemos constatar que el aumento de las
informaciones, propias de nuestro tiempo, no significa de por sí un aumento de
atención a los problemas, si no va acompañado por una apertura de las
conciencias en sentido solidario [Caritas in veritate, 19]. Más aún, esto puede comportar una cierta
saturación que anestesia y, en cierta medida, relativiza la gravedad de los
problemas. «Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los
países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden
encontrar la solución en una “educación” que los tranquilice y los convierta en
seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los
excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente
arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones—,
cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes» [Evangelii gaudium, 60].
La
indiferencia se manifiesta en otros casos como falta de atención ante la
realidad circunstante, especialmente la más lejana. Algunas personas prefieren
no buscar, no informarse y viven su bienestar y su comodidad indiferentes al
grito de dolor de la humanidad que sufre. Casi sin darnos cuenta, nos hemos
convertido en incapaces de sentir compasión por los otros, por sus dramas; no
nos interesa preocuparnos de ellos, como si aquello que les acontece fuera una
responsabilidad que nos es ajena, que no nos compete [Evangelii gaudium, 54]. «Cuando estamos bien
y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace
jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias
que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente
bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien» [Mensaje para la Cuaresma 2015].
Al
vivir en una casa común, no podemos dejar de interrogarnos sobre su estado de
salud, como he intentado hacer en la Laudato si’. La contaminación de las aguas
y del aire, la explotación indiscriminada de los bosques, la destrucción del
ambiente, son a menudo fruto de la indiferencia del hombre respecto a los
demás, porque todo está relacionado.
Como
también el comportamiento del hombre con los animales influye sobre sus
relaciones con los demás [Laudato si’, 92], por no hablar de quien se permite hacer en otra
parte aquello que no osa hacer en su propia casa [Laudato si’, 51].
En éstos y en otros casos, la indiferencia provoca sobre todo cerrazón y
distanciamiento, y termina de este modo contribuyendo a la falta de paz con
Dios, con el prójimo y con la creación.
La paz
amenazada por la indiferencia globalizada.
4. La
indiferencia ante Dios supera la esfera íntima y espiritual de cada persona y
alcanza a la esfera pública y social. Como afirmaba Benedicto XVI, «existe un
vínculo íntimo entre la glorificación de Dios y la paz de los hombres sobre la
tierra». En efecto, «sin una apertura a la trascendencia, el hombre cae
fácilmente presa del relativismo, resultándole difícil actuar de acuerdo con la
justicia y trabajar por la paz». El olvido y la negación de Dios, que
llevan al hombre a no reconocer alguna norma por encima de sí y a tomar
solamente a sí mismo como norma, han producido crueldad y violencia sin medida.
En el
plano individual y comunitario, la indiferencia ante el prójimo, hija de la
indiferencia ante Dios, asume el aspecto de inercia y despreocupación, que
alimenta el persistir de situaciones de injusticia y grave desequilibrio
social, los cuales, a su vez, pueden conducir a conflictos o, en todo caso,
generar un clima de insatisfacción que corre el riesgo de terminar, antes o
después, en violencia e inseguridad.
En este
sentido la indiferencia, y la despreocupación que se deriva, constituyen una
grave falta al deber que tiene cada persona de contribuir, en la medida de sus
capacidades y del papel que desempeña en la sociedad, al bien común, de modo
particular a la paz, que es uno de los bienes más preciosos de la
humanidad [Evangelii gaudium, 217-237].
Cuando
afecta al plano institucional, la indiferencia respecto al otro, a su dignidad,
a sus derechos fundamentales y a su libertad, unida a una cultura orientada a
la ganancia y al hedonismo, favorece, y a veces justifica, actuaciones y
políticas que terminan por constituir amenazas a la paz. Dicha actitud de indiferencia
puede llegar también a justificar algunas políticas económicas deplorables,
premonitoras de injusticias, divisiones y violencias, con vistas a conseguir el
bienestar propio o el de la nación. En efecto, no es raro que los proyectos
económicos y políticos de los hombres tengan como objetivo conquistar o
mantener el poder y la riqueza, incluso a costa de pisotear los derechos y las
exigencias fundamentales de los otros. Cuando las poblaciones se ven privadas
de sus derechos elementales, como el alimento, el agua, la asistencia sanitaria
o el trabajo, se sienten tentadas a tomárselos por la fuerza [Evangelii gaudium, 59].
Además,
la indiferencia respecto al ambiente natural, favoreciendo la deforestación, la
contaminación y las catástrofes naturales que desarraigan comunidades enteras
de su ambiente de vida, forzándolas a la precariedad y a la inseguridad, crea
nuevas pobrezas, nuevas situaciones de injusticia de consecuencias a menudo
nefastas en términos de seguridad y de paz social. ¿Cuántas guerras ha habido y
cuántas se combatirán aún a causa de la falta de recursos o para satisfacer a
la insaciable demanda de recursos naturales? [Laudato si’, 31; 48].
De la
indiferencia a la misericordia: la conversión del corazón.
5. Hace
un año, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz «no más esclavos, sino
hermanos», me referí al primer icono bíblico de la fraternidad humana, la de
Caín y Abel (cf. Gn 4,1-16), y lo hice para llamar la atención sobre el modo en
que fue traicionada esta primera fraternidad. Caín y Abel son hermanos.
Provienen los dos del mismo vientre, son iguales en dignidad, y creados a
imagen y semejanza de Dios; pero su fraternidad creacional se rompe. «Caín,
además de no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia cometiendo el
primer fratricidio»[Jornada Mundial de la Paz 2015, 2]. El fratricidio se convierte en paradigma de la
traición, y el rechazo por parte de Caín a la fraternidad de Abel es la primera
ruptura de las relaciones de hermandad, solidaridad y respeto mutuo.
Dios
interviene entonces para llamar al hombre a la responsabilidad ante su semejante,
como hizo con Adán y Eva, los primeros padres, cuando rompieron la comunión con
el Creador. «El Señor dijo a Caín: “Dónde está Abel, tu hermano?. Respondió
Caín: “No sé; ¿soy yo el guardián de mi hermano?”. El Señor le replicó: ¿Qué
has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo”» (Gn
4,9-10).
Caín
dice que no sabe lo que le ha sucedido a su hermano, dice que no es su
guardián. No se siente responsable de su vida, de su suerte. No se siente
implicado. Es indiferente ante su hermano, a pesar de que ambos estén unidos
por el mismo origen. ¡Qué tristeza!. ¡Qué drama fraterno, familiar, humano!. Esta
es la primera manifestación de la indiferencia entre hermanos. En cambio, Dios
no es indiferente: la sangre de Abel tiene gran valor ante sus ojos y pide a
Caín que rinda cuentas de ella. Por tanto, Dios se revela desde el inicio de la
humanidad como Aquel que se interesa por la suerte del hombre. Cuando más tarde
los hijos de Israel están bajo la esclavitud en Egipto, Dios interviene nuevamente.
Dice a Moisés: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus
quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a liberarlo de
los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y
espaciosa, tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). Es importante destacar los
verbos que describen la intervención de Dios: Él ve, oye, conoce, baja, libera.
Dios no es indiferente. Está atento y actúa.
Del
mismo modo, Dios, en su Hijo Jesús, ha bajado entre los hombres, se ha
encarnado y se ha mostrado solidario con la humanidad en todo, menos en el
pecado. Jesús se identificaba con la humanidad: «el primogénito entre muchos
hermanos» (Rm 8,29). Él no se limitaba a enseñar a la muchedumbre, sino que se
preocupaba de ella, especialmente cuando la veía hambrienta (cf. Mc 6,34-44) o
desocupada (cf. Mt 20,3). Su mirada no estaba dirigida solamente a los hombres,
sino también a los peces del mar, a las aves del cielo, a las plantas y a los
árboles, pequeños y grandes: abrazaba a toda la creación. Ciertamente, él ve,
pero no se limita a esto, puesto que toca a las personas, habla con ellas,
actúa en su favor y hace el bien a quien se encuentra en necesidad. No sólo,
sino que se deja conmover y llora (cf. Jn 11,33-44). Y actúa para poner fin al
sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la muerte.
Jesús
nos enseña a ser misericordiosos como el Padre (cf. Lc 6,36). En la parábola
del buen samaritano (cf. Lc 10,29-37) denuncia la omisión de ayuda frente a la
urgente necesidad de los semejantes: «lo vio y pasó de largo» (cf. Lc 6,31.32).
De la misma manera, mediante este ejemplo, invita a sus oyentes, y en
particular a sus discípulos, a que aprendan a detenerse ante los sufrimientos
de este mundo para aliviarlos, ante las heridas de los demás para curarlas, con
los medios que tengan, comenzando por el propio tiempo, a pesar de tantas
ocupaciones. En efecto, la indiferencia busca a menudo pretextos: el
cumplimiento de los preceptos rituales, la cantidad de cosas que hay que hacer,
los antagonismos que nos alejan los unos de los otros, los prejuicios de todo
tipo que nos impiden hacernos prójimo.
La
misericordia es el corazón de Dios. Por ello debe ser también el corazón de
todos los que se reconocen miembros de la única gran familia de sus hijos; un
corazón que bate fuerte allí donde la dignidad humana —reflejo del rostro de
Dios en sus creaturas— esté en juego. Jesús nos advierte: el amor a los demás
—los extranjeros, los enfermos, los encarcelados, los que no tienen hogar,
incluso los enemigos— es la medida con la que Dios juzgará nuestras acciones.
De esto
depende nuestro destino eterno. No es de extrañar que el apóstol Pablo invite a
los cristianos de Roma a alegrarse con los que se alegran y a llorar con los
que lloran (cf. Rm 12,15), o que aconseje a los de Corinto organizar colectas
como signo de solidaridad con los miembros de la Iglesia que sufren (cf. 1 Co
16,2-3). Y san Juan escribe: «Si uno tiene bienes del mundo y, viendo a su
hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de
Dios?» (1 Jn 3,17; cf. St 2,15-16).
Por eso
«es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella
viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos
deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y
motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre. La primera verdad de la
Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al don
de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres.
Por
tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia
del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y
movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder
encontrar un oasis de misericordia».
También
nosotros estamos llamados a que el amor, la compasión, la misericordia y la
solidaridad sean nuestro verdadero programa de vida, un estilo de
comportamiento en nuestras relaciones de los unos con los otros. Esto pide
la conversión del corazón: que la gracia de Dios transforme nuestro corazón de
piedra en un corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de abrirse a los otros con
auténtica solidaridad. Esta es mucho más que un «sentimiento superficial por
los males de tantas personas, cercanas o lejanas» [Sollecitudo rei socialis, 38]. La solidaridad «es la
determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir,
por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente
responsables de todos», porque la compasión surge de la fraternidad.
Así
entendida, la solidaridad constituye la actitud moral y social que mejor
responde a la toma de conciencia de las heridas de nuestro tiempo y de la
innegable interdependencia que aumenta cada vez más, especialmente en un mundo
globalizado, entre la vida de la persona y de su comunidad en un determinado
lugar, así como la de los demás hombres y mujeres del resto del mundo.
Promover
una cultura de solidaridad y misericordia para vencer la indiferencia.
6. La
solidaridad como virtud moral y actitud social, fruto de la conversión personal,
exige el compromiso de todos aquéllos que tienen responsabilidades educativas y
formativas.
En
primer lugar me dirijo a las familias, llamadas a una misión educativa primaria
e imprescindible. Ellas constituyen el primer lugar en el que se viven y se
transmiten los valores del amor y de la fraternidad, de la convivencia y del
compartir, de la atención y del cuidado del otro. Ellas son también el ámbito
privilegiado para la transmisión de la fe desde aquellos primeros simples
gestos de devoción que las madres enseñan a los hijos.
Los
educadores y los formadores que, en la escuela o en los diferentes centros de
asociación infantil y juvenil, tienen la ardua tarea de educar a los niños y
jóvenes, están llamados a tomar conciencia de que su responsabilidad tiene que
ver con las dimensiones morales, espirituales y sociales de la persona. Los
valores de la libertad, del respeto recíproco y de la solidaridad se transmiten
desde la más tierna infancia. Dirigiéndose a los responsables de las instituciones
que tienen responsabilidades educativas, Benedicto XVI afirmaba: «Que todo
ambiente educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo transcendente; lugar
de diálogo, de cohesión y de escucha, en el que el joven se sienta valorado en
sus propias potencialidades y riqueza interior, y aprenda a apreciar a los
hermanos. Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a día la
caridad y la compasión por el prójimo, y de participar activamente en la
construcción de una sociedad más humana y fraterna» [Jornada Mundial de la Paz 2012, 2].
Quienes
se dedican al mundo de la cultura y de los medios de comunicación social tienen
también una responsabilidad en el campo de la educación y la formación,
especialmente en la sociedad contemporánea, en la que el acceso a los
instrumentos de formación y de comunicación está cada vez más extendido. Su
cometido es sobre todo el de ponerse al servicio de la verdad y no de intereses
particulares. En efecto, los medios de comunicación «no sólo informan, sino que
también forman el espíritu de sus destinatarios y, por tanto, pueden dar una
aportación notable a la educación de los jóvenes. Es importante tener presente
que los lazos entre educación y comunicación son muy estrechos: en efecto, la
educación se produce mediante la comunicación, que influye positiva o
negativamente en la formación de la persona». Quienes se ocupan de la
cultura y los medios deberían también vigilar para que el modo en el que se
obtienen y se difunden las informaciones sea siempre jurídicamente y moralmente
lícito.
La paz:
fruto de una cultura de solidaridad, misericordia y compasión.
7.
Conscientes de la amenaza de la globalización de la indiferencia, no podemos
dejar de reconocer que, en el escenario descrito anteriormente, se dan también
numerosas iniciativas y acciones positivas que testimonian la compasión, la
misericordia y la solidaridad de las que el hombre es capaz.
Quisiera
recordar algunos ejemplos de actuaciones loables, que demuestran cómo cada uno
puede vencer la indiferencia si no aparta la mirada de su prójimo, y que
constituyen buenas prácticas en el camino hacia una sociedad más humana.
- Hay muchas organizaciones no gubernativas y asociaciones caritativas dentro de la Iglesia, y fuera de ella, cuyos miembros, con ocasión de epidemias, calamidades o conflictos armados, afrontan fatigas y peligros para cuidar a los heridos y enfermos, como también para enterrar a los difuntos. Junto a ellos, deseo mencionar a las personas y a las asociaciones que ayudan a los emigrantes que atraviesan desiertos y surcan los mares en busca de mejores condiciones de vida. Estas acciones son obras de misericordia, corporales y espirituales, sobre las que seremos juzgados al término de nuestra vida.
- Me dirijo también a los periodistas y fotógrafos que informan a la opinión pública sobre las situaciones difíciles que interpelan las conciencias, y a los que se baten en defensa de los derechos humanos, sobre todo de las minorías étnicas y religiosas, de los pueblos indígenas, de las mujeres y de los niños, así como de todos aquellos que viven en condiciones de mayor vulnerabilidad.
- Entre ellos hay también muchos sacerdotes y misioneros que, como buenos pastores, permanecen junto a sus fieles y los sostienen a pesar de los peligros y dificultades, de modo particular durante los conflictos armados.
- Además, numerosas familias, en medio de tantas dificultades laborales y sociales, se esfuerzan concretamente en educar a sus hijos «contracorriente», con tantos sacrificios, en los valores de la solidaridad, la compasión y la fraternidad. Muchas familias abren sus corazones y sus casas a quien tiene necesidad, como los refugiados y los emigrantes.
- Deseo agradecer particularmente a todas las personas, las familias, las parroquias, las comunidades religiosas, los monasterios y los santuarios, que han respondido rápidamente a mi llamamiento a acoger una familia de refugiados.
- Por último, deseo mencionar a los jóvenes que se unen para realizar proyectos de solidaridad, y a todos aquellos que abren sus manos para ayudar al prójimo necesitado en sus ciudades, en su país o en otras regiones del mundo. Quiero agradecer y animar a todos aquellos que se trabajan en acciones de este tipo, aunque no se les dé publicidad: su hambre y sed de justicia será saciada, su misericordia hará que encuentren misericordia y, como trabajadores de la paz, serán llamados hijos de Dios (cf. Mt 5,6-9).
La paz
en el signo del Jubileo de la Misericordia.
8. En
el espíritu del Jubileo de la Misericordia, cada uno está llamado a reconocer
cómo se manifiesta la indiferencia en la propia vida, y a adoptar un compromiso
concreto para contribuir a mejorar la realidad donde vive, a partir de la
propia familia, de su vecindario o el ambiente de trabajo.
Los
Estados están llamados también a hacer gestos concretos, actos de valentía para
con las personas más frágiles de su sociedad, como los encarcelados, los
emigrantes, los desempleados y los enfermos.
Por lo
que se refiere a los detenidos, en muchos casos es urgente que se adopten
medidas concretas para mejorar las condiciones de vida en las cárceles, con una
atención especial para quienes están detenidos en espera de juicio,
teniendo en cuenta la finalidad reeducativa de la sanción penal y evaluando la
posibilidad de introducir en las legislaciones nacionales penas alternativas a
la prisión. En este contexto, deseo renovar el llamamiento a las autoridades
estatales para abolir la pena de muerte allí donde está todavía en vigor, y
considerar la posibilidad de una amnistía.
Respecto
a los emigrantes, quisiera dirigir una invitación a repensar las legislaciones
sobre los emigrantes, para que estén inspiradas en la voluntad de acogida, en
el respeto de los recíprocos deberes y responsabilidades, y puedan facilitar la
integración de los emigrantes. En esta perspectiva, se debería prestar una
atención especial a las condiciones de residencia de los emigrantes, recordando
que la clandestinidad corre el riesgo de arrastrarles a la criminalidad.
Deseo,
además, en este Año jubilar, formular un llamamiento urgente a los responsables
de los Estados para hacer gestos concretos en favor de nuestros hermanos y
hermanas que sufren por la falta de trabajo, tierra y techo. Pienso en la
creación de puestos de trabajo digno para afrontar la herida social de la
desocupación, que afecta a un gran número de familias y de jóvenes y tiene
consecuencias gravísimas sobre toda la sociedad. La falta de trabajo incide
gravemente en el sentido de dignidad y en la esperanza, y puede ser compensada
sólo parcialmente por los subsidios, si bien necesarios, destinados a los desempleados
y a sus familias. Una atención especial debería ser dedicada a las mujeres
—desgraciadamente todavía discriminadas en el campo del trabajo— y a algunas
categorías de trabajadores, cuyas condiciones son precarias o peligrosas y
cuyas retribuciones no son adecuadas a la importancia de su misión social.
Por
último, quisiera invitar a realizar acciones eficaces para mejorar las
condiciones de vida de los enfermos, garantizando a todos el acceso a los
tratamientos médicos y a los medicamentos indispensables para la vida, incluida
la posibilidad de atención domiciliaria.
Los
responsables de los Estados, dirigiendo la mirada más allá de las propias
fronteras, también están llamados e invitados a renovar sus relaciones con
otros pueblos, permitiendo a todos una efectiva participación e inclusión en la
vida de la comunidad internacional, para que se llegue a la fraternidad también
dentro de la familia de las naciones.
En esta
perspectiva, deseo dirigir un triple llamamiento para que se evite arrastrar a
otros pueblos a conflictos o guerras que destruyen no sólo las riquezas
materiales, culturales y sociales, sino también —y por mucho tiempo— la
integridad moral y espiritual; para abolir o gestionar de manera sostenible la
deuda internacional de los Estados más pobres; para la adoptar políticas de
cooperación que, más que doblegarse a las dictaduras de algunas ideologías,
sean respetuosas de los valores de las poblaciones locales y que, en cualquier
caso, no perjudiquen el derecho fundamental e inalienable de los niños por
nacer.
Confío
estas reflexiones, junto con los mejores deseos para el nuevo año, a la
intercesión de María Santísima, Madre atenta a las necesidades de la humanidad,
para que nos obtenga de su Hijo Jesús, Príncipe de la Paz, el cumplimento de
nuestras súplicas y la bendición de nuestro compromiso cotidiano en favor de un
mundo fraterno y solidario.
Vaticano,
8 de diciembre de 2015.
Solemnidad
de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María.
Apertura
del Jubileo Extraordinario de la Misericordia.
FRANCISCUS
No hay comentarios:
Publicar un comentario