1 de enero de 2011
LA LIBERTAD RELIGIOSA,
CAMINO PARA LA PAZ
1. Al comienzo de un nuevo año deseo hacer llegar a todos mi
felicitación; es un deseo de serenidad y de prosperidad, pero sobre todo de
paz.
El año que termina también ha estado marcado lamentablemente por persecuciones, discriminaciones, por terribles actos de violencia y de intolerancia religiosa.
El año que termina también ha estado marcado lamentablemente por persecuciones, discriminaciones, por terribles actos de violencia y de intolerancia religiosa.
Pienso de modo particular en la querida tierra de Irak, que en su
camino hacia la deseada estabilidad y reconciliación sigue siendo escenario de
violencias y atentados. Vienen a la memoria los recientes sufrimientos de la
comunidad cristiana, y de modo especial el vil ataque contra la catedral
sirio-católica Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, de Bagdad, en la que el 31
de octubre pasado fueron asesinados dos sacerdotes y más de cincuenta fieles,
mientras estaban reunidos para la celebración de la Santa Misa. En los días
siguientes se han sucedido otros ataques, también a casas privadas, provocando
miedo en la comunidad cristiana y el deseo en muchos de sus miembros de emigrar
para encontrar mejores condiciones de vida. Deseo manifestarles mi cercanía,
así como la de toda la Iglesia, y que se ha expresado de una manera concreta en
la reciente Asamblea
Especial para Medio Oriente del Sínodo de los Obispos. Ésta ha dirigido una
palabra de aliento a las comunidades católicas en Irak y en Medio Oriente para
vivir la comunión y seguir dando en aquellas tierras un testimonio valiente de
fe.
En efecto, en la libertad religiosa se expresa la especificidad de
la persona humana, por la que puede ordenar la propia vida personal y social a Dios,
a cuya luz se comprende plenamente la identidad, el sentido y el fin de la
persona. Negar o limitar de manera arbitraria esa libertad, significa cultivar
una visión reductiva de la persona humana, oscurecer el papel público de la
religión; significa generar una sociedad injusta, que no se ajusta a la
verdadera naturaleza de la persona humana; significa
hacer imposible la afirmación de una paz auténtica y estable para toda la
familia humana.
Por tanto, exhorto a los hombres y mujeres de buena voluntad a
renovar su compromiso por la construcción de un mundo en el que todos puedan
profesar libremente su religión o su fe, y vivir su amor a Dios con todo el
corazón, con toda el alma y con toda la mente (cf. Mt 22, 37). Éste es el sentimiento que
inspira y guía el Mensaje para
la XLIV Jornada Mundial de la Paz, dedicado al tema: La libertad religiosa, camino para
la paz.
Derecho sagrado a la vida y a una vida
espiritual.
2. El derecho a la
libertad religiosa se funda en la misma dignidad de la persona humana [Dignitatis humanae], cuya naturaleza trascendente no se
puede ignorar o descuidar. Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y
semejanza (cf. Gn 1, 27). Por eso, toda persona es
titular del derecho sagrado a una vida íntegra, también desde el
punto de vista espiritual. Si no se reconoce su propio ser espiritual, sin la
apertura a la trascendencia, la persona humana se repliega sobre sí misma, no
logra encontrar respuestas a los interrogantes de su corazón sobre el sentido
de la vida, ni conquistar valores y principios éticos duraderos, y tampoco
consigue siquiera experimentar una auténtica libertad y desarrollar una
sociedad justa [Caritas in veritate, 78].
La Sagrada Escritura, en sintonía con nuestra propia experiencia,
revela el valor profundo de la dignidad humana: «Cuando contemplo el cielo,
obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre,
para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder?. Lo hiciste poco
inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando
sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies» (Sal 8, 4-7).
Ante la sublime realidad de la naturaleza humana, podemos
experimentar el mismo asombro del salmista. Ella se manifiesta como apertura al
Misterio, como capacidad de interrogarse en profundidad sobre sí mismo y sobre
el origen del universo, como íntima resonancia del Amor supremo de Dios,
principio y fin de todas las cosas, de cada persona y de los pueblos [Nostra aetate]. La dignidad trascendente de la persona
es un valor esencial de la sabiduría judeo-cristiana, pero, gracias a la razón,
puede ser reconocida por todos. Esta dignidad, entendida como capacidad de
trascender la propia materialidad y buscar la verdad, ha de ser reconocida como
un bien universal,
indispensable para la construcción de una sociedad orientada a la realización y
plenitud del hombre. El respeto de los elementos esenciales de la dignidad del
hombre, como el derecho a la vida y a la libertad religiosa, es una condición
para la legitimidad moral de toda norma social y jurídica.
Libertad religiosa y respeto recíproco.
3. La libertad
religiosa está en el origen de la libertad moral. En efecto, la apertura a
la verdad y al bien, la apertura a Dios, enraizada en la naturaleza humana,
confiere a cada hombre plena dignidad, y es garantía del respeto pleno y
recíproco entre las personas. Por tanto, la libertad religiosa se ha de
entender no sólo como ausencia de coacción, sino antes aún como capacidad de
ordenar las propias opciones según la verdad.
Entre libertad y respeto hay un vínculo inseparable; en efecto,
«al ejercer sus derechos, los individuos y grupos sociales están obligados por
la ley moral a tener en cuenta los derechos de los demás y sus deberes con
relación a los otros y al bien común de todos» [Dignitatis humanae,7].
Una libertad enemiga o indiferente con respecto a Dios termina por
negarse a sí misma y no garantiza el pleno respeto del otro. Una voluntad que
se cree radicalmente incapaz de buscar la verdad y el bien no tiene razones
objetivas y motivos para obrar, sino aquéllos que provienen de sus intereses
momentáneos y pasajeros; no tiene una “identidad” que custodiar y construir a
través de las opciones verdaderamente libres y conscientes. No puede, pues,
reclamar el respeto por parte de otras “voluntades”, que también están desconectadas
de su ser más profundo, y que pueden hacer prevalecer otras “razones” o incluso
ninguna “razón”. La ilusión de encontrar en el relativismo moral la clave para
una pacífica convivencia, es en realidad el origen de la división y negación de
la dignidad de los seres humanos. Se comprende entonces la necesidad de
reconocer una doble dimensión en la unidad de la persona humana: la religiosa y la social.
A este respecto, es inconcebible que los creyentes «tengan que suprimir una
parte de sí mismos –su fe– para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser
necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos» [Discurso a los Representantes de otras Religiones del Reino Unido (17 septiembre 2010)].
La familia, escuela de libertad y de paz.
4. Si la libertad religiosa es camino para la paz, la educación religiosa es una vía privilegiada que capacita a
las nuevas generaciones para reconocer en el otro a su propio hermano o hermana,
con quienes camina y colabora para que todos se sientan miembros vivos de la
misma familia humana, de la que ninguno debe ser excluido.
La familia fundada sobre el matrimonio, expresión de la unión
íntima y de la complementariedad entre un hombre y una mujer, se inserta en
este contexto como la primera escuela de formación y crecimiento social,
cultural, moral y espiritual de los hijos, que deberían ver siempre en el padre
y la madre el primer testimonio de una vida orientada a la búsqueda de la
verdad y al amor de Dios. Los mismos padres deberían tener la libertad de poder
transmitir a los hijos, sin constricciones y con responsabilidad, su propio
patrimonio de fe, valores y cultura. La familia, primera célula de la sociedad
humana, sigue siendo el ámbito primordial de formación para unas relaciones
armoniosas en todos los ámbitos de la convivencia humana, nacional e
internacional. Éste es el camino que se ha de recorrer con sabiduría para
construir un tejido social sólido y solidario, y preparar a los jóvenes para
que, con un espíritu de comprensión y de paz, asuman su propia responsabilidad
en la vida, en una sociedad libre.
Un patrimonio común.
5. Se puede decir que, entre
los derechos y libertades fundamentales enraizados en la dignidad de la
persona, la libertad religiosa goza de un estatuto especial. Cuando se reconoce la libertad
religiosa, la dignidad de la persona humana se respeta en su raíz, y se
refuerzan el ethos y las instituciones de los pueblos. Y
viceversa, cuando se niega la libertad religiosa, cuando se intenta impedir la
profesión de la propia religión o fe y vivir conforme a ellas, se ofende la
dignidad humana, a la vez que se amenaza la justicia y la paz, que se fundan en
el recto orden social construido a la luz de la Suma Verdad y Sumo Bien.
La libertad religiosa significa también, en este sentido, una
conquista de progreso político y jurídico. Es un bien esencial: toda persona ha de
poder ejercer libremente el derecho a profesar y manifestar, individualmente o
comunitariamente, la propia religión o fe, tanto en público como en privado,
por la enseñanza, la práctica, las publicaciones, el culto o la observancia de
los ritos. No debería haber obstáculos si quisiera adherirse eventualmente a
otra religión, o no profesar ninguna. En este ámbito, el ordenamiento
internacional resulta emblemático y es una referencia esencial para los
Estados, ya que no consiente ninguna derogación de la libertad religiosa, salvo
la legítima exigencia del justo orden público [Dignitatis humanae,2]. El ordenamiento internacional, por
tanto, reconoce a los derechos de naturaleza religiosa el mismo status que el derecho a la vida y a la
libertad personal, como prueba de su pertenencia al núcleo esencial de los derechos del hombre, de los
derechos universales y naturales que la ley humana jamás puede negar.
La libertad religiosa no es patrimonio exclusivo de los creyentes,
sino de toda la familia de los pueblos de la tierra. Es un elemento
imprescindible de un Estado de derecho; no se puede negar sin dañar al mismo
tiempo los demás derechos y libertades fundamentales, pues es su síntesis y su
cumbre. Es un «indicador para verificar el respeto de todos los demás derechos
humanos». Al mismo tiempo que favorece el
ejercicio de las facultades humanas más específicas, crea las condiciones
necesarias para la realización de un desarrollo
integral, que concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en
todas sus dimensiones [Caritas in veritate,11].
La dimensión pública de la religión.
6. La libertad
religiosa, como toda libertad, aunque proviene de la esfera personal, se
realiza en la relación con los demás. Una libertad sin relación no es una
libertad completa. La libertad religiosa no se agota en la simple dimensión
individual, sino que se realiza en la propia comunidad y en la sociedad, en
coherencia con el ser relacional de la persona y la naturaleza pública de la
religión.
La relacionalidad es un componente decisivo de la
libertad religiosa, que impulsa a las comunidades de los creyentes a practicar
la solidaridad con vistas al bien común. En esta dimensión comunitaria cada
persona sigue siendo única e irrepetible y, al mismo tiempo, se completa y
realiza plenamente.
Es innegable la aportación que las comunidades religiosas dan a la
sociedad. Son muchas las instituciones caritativas y culturales que dan
testimonio del papel constructivo de los creyentes en la vida social. Más
importante aún es la contribución ética de la religión en el ámbito político.
No se la debería marginar o prohibir, sino considerarla como una aportación
válida para la promoción del bien común. En esta perspectiva, hay que mencionar
la dimensión religiosa de la cultura, que a lo largo de los siglos se ha
forjado gracias a la contribución social y, sobre todo, ética de la religión.
Esa dimensión no constituye de ninguna manera una discriminación para los que
no participan de la creencia, sino que más bien refuerza la cohesión social, la
integración y la solidaridad.
La libertad religiosa, fuerza de libertad y
de civilización:
los peligros de su instrumentalización.
los peligros de su instrumentalización.
7. La
instrumentalización de la libertad religiosa para enmascarar intereses ocultos,
como por ejemplo la subversión del orden constituido, la acumulación de
recursos o la retención del poder por parte de un grupo, puede provocar daños
enormes a la sociedad. El fanatismo, el fundamentalismo, las prácticas
contrarias a la dignidad humana, nunca se pueden justificar y mucho menos si se
realizan en nombre de la religión. La profesión de una religión no se puede
instrumentalizar ni imponer por la fuerza. Es necesario, entonces, que los
Estados y las diferentes comunidades humanas no olviden nunca que la libertad religiosa es condición
para la búsqueda de la verdad y que la verdad no se impone con la violencia
sino por «la fuerza de la misma verdad» [Dignitatis humanae,1]. En este sentido, la religión es una
fuerza positiva y promotora de la construcción de la sociedad
civil y política.
¿Cómo negar la aportación de las grandes religiones del mundo al
desarrollo de la civilización?. La búsqueda sincera de Dios ha llevado a un
mayor respeto de la dignidad del hombre. Las comunidades cristianas, con su
patrimonio de valores y principios, han contribuido mucho a que las personas y
los pueblos hayan tomado conciencia de su propia identidad y dignidad, así como
a la conquista de instituciones democráticas y a la afirmación de los derechos
del hombre con sus respectivas obligaciones.
También hoy, en una sociedad cada vez más globalizada, los
cristianos están llamados a dar su aportación preciosa al fatigoso y
apasionante compromiso por la justicia, al desarrollo humano integral y a la
recta ordenación de las realidades humanas, no sólo con un compromiso civil,
económico y político responsable, sino también con el testimonio de su propia
fe y caridad. La exclusión de la religión de la vida pública, priva a ésta de
un espacio vital que abre a la trascendencia. Sin esta experiencia primaria
resulta difícil orientar la sociedad hacia principios éticos universales, así
como al establecimiento de ordenamientos nacionales e internacionales en que
los derechos y libertades fundamentales puedan ser reconocidos y realizados
plenamente, conforme a lo propuesto en los objetivos de la DeclaraciónUniversal de los derechos del hombre de
1948, aún hoy por desgracia incumplidos o negados.
Una cuestión de justicia y de civilización:
el fundamentalismo y la hostilidad contra los creyentes comprometen la laicidad positiva de los Estados.
el fundamentalismo y la hostilidad contra los creyentes comprometen la laicidad positiva de los Estados.
8. La misma determinación con la que se condenan todas las formas
de fanatismo y fundamentalismo religioso ha de animar la oposición a todas las
formas de hostilidad contra la religión, que limitan el papel público de los
creyentes en la vida civil y política.
No se ha de olvidar que el
fundamentalismo religioso y el laicismo son formas especulares y extremas de
rechazo del legítimo pluralismo y del principio de laicidad. En efecto,
ambos absolutizan una visión reductiva y parcial de la persona humana,
favoreciendo, en el primer caso, formas de integrismo religioso y, en el
segundo, de racionalismo. La
sociedad que quiere imponer o, al contrario, negar la religión con la
violencia, es injusta con la persona y con Dios, pero también consigo misma.
Dios llama a sí a la humanidad con un designio de amor que, implicando a toda
la persona en su dimensión natural y espiritual, reclama una correspondencia en
términos de libertad y responsabilidad, con todo el corazón y el propio ser,
individual y comunitario. Por tanto, también la sociedad, en cuanto
expresión de la persona y del conjunto de sus dimensiones constitutivas, debe
vivir y organizarse de tal manera que favorezca la apertura a la trascendencia.
Por eso, las leyes y las instituciones de una sociedad no se pueden configurar
ignorando la dimensión religiosa de los ciudadanos, o de manera que prescinda
totalmente de ella. A través de la acción democrática de ciudadanos conscientes
de su alta vocación, se han de conmensurar con el ser de la persona, para poder
secundarlo en su dimensión religiosa. Al no ser ésta una creación del Estado,
no puede ser manipulada, sino que más bien debe reconocerla y respetarla.
El ordenamiento jurídico en todos los niveles, nacional e
internacional, cuando consiente o tolera el fanatismo religioso o
antirreligioso, no cumple con su misión, que consiste en la tutela y promoción
de la justicia y el derecho de cada uno. Éstas últimas no pueden quedar al
arbitrio del legislador o de la mayoría porque, como ya enseñaba Cicerón, la
justicia consiste en algo más que un mero acto productor de la ley y su
aplicación. Implica el reconocimiento
de la dignidad de cada uno, la cual, sin libertad religiosa
garantizada y vivida en su esencia, resulta mutilada y vejada, expuesta al
peligro de caer en el predominio de los ídolos, de bienes relativos
transformados en absolutos. Todo esto expone a la sociedad al riesgo de
totalitarismos políticos e ideológicos, que enfatizan el poder público, mientras
se menoscaba y coarta la libertad de conciencia, de pensamiento y de religión,
como si fueran rivales.
Diálogo entre instituciones civiles y
religiosas.
9. El patrimonio de principios y valores expresados en una
religiosidad auténtica es una riqueza para los pueblos y su ethos. Se dirige directamente a
la conciencia y a la razón de los hombres y mujeres, recuerda el imperativo de
la conversión moral, motiva el cultivo y la práctica de las virtudes y la
cercanía hacia los demás con amor, bajo el signo de la fraternidad, como
miembros de la gran familia humana [Discurso a los Representantes de otras Religiones del Reino Unido (17 septiembre 2010)].
La dimensión pública de la religión ha de ser siempre reconocida,
respetando la laicidad positiva de las instituciones estatales. Para dicho fin,
es fundamental un sano diálogo
entre las instituciones civiles y las religiosas para el desarrollo integral de la
persona humana y la armonía de la sociedad.
Vivir en el amor y en la verdad.
10. En un mundo globalizado, caracterizado por sociedades cada vez
más multiétnicas y multiconfesionales, las grandes religiones pueden constituir
un importante factor de unidad y de paz para la familia humana. Sobre la base
de las respectivas convicciones religiosas y de la búsqueda racional del bien
común, sus seguidores están llamados a vivir con responsabilidad su propio
compromiso en un contexto de libertad religiosa. En las diversas culturas
religiosas, a la vez que se debe rechazar todo aquello que va contra la
dignidad del hombre y la mujer, se ha de tener en cuenta lo que resulta
positivo para la convivencia civil.
El espacio público, que la comunidad internacional pone a
disposición de las religiones y su propuesta de “vida buena”, favorece el
surgir de un criterio compartido de verdad y de bien, y de un consenso moral,
fundamentales para una convivencia justa y pacífica. Los líderes de las grandes
religiones, por su papel, su influencia y su autoridad en las propias
comunidades, son los primeros en ser llamados a vivir en el respeto recíproco y
en el diálogo.
Los cristianos, por su parte, están llamados por la misma fe en
Dios, Padre del Señor Jesucristo, a vivir como hermanos que se encuentran en la
Iglesia y colaboran en la edificación de un mundo en el que las personas y los pueblos «no harán daño ni estrago
[…], porque está lleno el país de la ciencia del Señor, como las aguas colman
el mar» (Is 11, 9).
El diálogo como búsqueda en común.
11. El diálogo entre los seguidores de las diferentes religiones
constituye para la Iglesia un instrumento importante para colaborar con todas
las comunidades religiosas al bien común. La Iglesia no rechaza nada de lo que
en las diversas religiones es verdadero y santo. «Considera con sincero respeto
los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepen
mucho de los que ella mantiene y propone, no pocas veces reflejan, sin embargo,
un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» [Nostra aetate,2].
Con eso no se quiere señalar el camino del relativismo o del
sincretismo religioso. La Iglesia, en efecto, «anuncia y tiene la obligación de
anunciar sin cesar a Cristo, que es “camino, verdad y vida” (Jn 14, 6), en quien los hombres
encuentran la plenitud de la vida religiosa, en quien Dios reconcilió consigo
todas las cosas». Sin embargo, esto no excluye el
diálogo y la búsqueda común de la verdad en los diferentes ámbitos vitales,
pues, como afirma a menudo santo Tomás, «toda verdad, independientemente de
quien la diga, viene del Espíritu Santo».
En el año 2011 se cumplirá el 25 aniversario de la Jornada mundial de oración por la paz, que fue convocada en Asís por el Venerable Juan Pablo II, en 1986. En
dicha ocasión, los líderes de las grandes religiones del mundo testimoniaron
que las religiones son un factor de unión y de paz, no de división y de
conflicto. El recuerdo de aquella experiencia es un motivo de esperanza en un
futuro en el que todos los creyentes se sientan y sean auténticos trabajadores
por la justicia y la paz.
Verdad moral en la política y en la
diplomacia.
12. La política y la diplomacia deberían contemplar el patrimonio
moral y espiritual que ofrecen las grandes religiones del mundo, para reconocer
y afirmar aquellas verdades, principios y valores universales que no pueden
negarse sin negar la dignidad de la persona humana. Pero, ¿qué significa, de
manera práctica, promover la verdad moral en el mundo de la política y de la
diplomacia?. Significa actuar de manera responsable sobre la base del
conocimiento objetivo e íntegro de los hechos; quiere decir desarticular
aquellas ideologías políticas que terminan por suplantar la verdad y la
dignidad humana, y promueven falsos valores con el pretexto de la paz, el
desarrollo y los derechos humanos; significa favorecer un compromiso constante
para fundar la ley positiva sobre los principios de la ley natural. Todo
esto es necesario y coherente con el respeto de la dignidad y el valor de la
persona humana, ratificado por los Pueblos de la tierra en la Carta de la Organización de las Naciones Unidas de 1945, que
presenta valores y principios morales universales como referencia para las
normas, instituciones y sistemas de convivencia en el ámbito nacional e
internacional.
Más allá del odio y el prejuicio.
13. A pesar de las enseñanzas de la historia y el esfuerzo de los
Estados, las Organizaciones internacionales a nivel mundial y local, de las
Organizaciones no gubernamentales y de todos los hombres y mujeres de buena
voluntad, que cada día se esfuerzan por tutelar los derechos y libertades
fundamentales, se siguen constatando en el mundo persecuciones,
discriminaciones, actos de violencia y de intolerancia por motivos religiosos.
Particularmente en Asia y África, las víctimas son principalmente miembros de
las minorías religiosas, a los que se les impide profesar libremente o cambiar
la propia religión a través de la intimidación y la violación de los derechos,
de las libertades fundamentales y de los bienes esenciales, llegando incluso a
la privación de la libertad personal o de la misma vida.
Como ya he afirmado, se dan también formas más sofisticadas de
hostilidad contra la religión, que en los Países occidentales se expresan a
veces renegando de la historia y de los símbolos religiosos, en los que se
reflejan la identidad y la cultura de la mayoría de los ciudadanos. Son formas
que fomentan a menudo el odio y el prejuicio, y no coinciden con una visión
serena y equilibrada del pluralismo y la laicidad de las instituciones, además
del riesgo para las nuevas generaciones de perder el contacto con el precioso
patrimonio espiritual de sus Países.
La defensa de la religión pasa a través de la defensa de los
derechos y de las libertades de las comunidades religiosas. Que los líderes de
las grandes religiones del mundo y los responsables de las naciones, renueven
el compromiso por la promoción y tutela de la libertad religiosa, en
particular, por la defensa de las minorías religiosas, que no constituyen una
amenaza contra la identidad de la mayoría, sino que, por el contrario, son una
oportunidad para el diálogo y el recíproco enriquecimiento cultural. Su defensa
representa la manera ideal para consolidar el espíritu de benevolencia, de
apertura y de reciprocidad con el que se tutelan los derechos y libertades
fundamentales en todas las áreas y regiones del mundo.
La libertad religiosa en el mundo.
14. Por último, me dirijo a las comunidades cristianas que sufren
persecuciones, discriminaciones, actos de violencia e intolerancia, en
particular en Asia, en África, en Oriente Medio y especialmente en Tierra
Santa, lugar elegido y bendecido por Dios. A la vez que les renuevo mi afecto
paterno y les aseguro mi oración, pido a todos los responsables que actúen
prontamente para poner fin a todo atropello contra los cristianos que viven en
esas regiones. Que los discípulos de Cristo no se desanimen ante las
adversidades actuales, porque el
testimonio del Evangelio es y será siempre un signo de contradicción.
Meditemos en nuestro corazón las palabras del Señor Jesús:
«Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que
tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados […].
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier
modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será
grande en el cielo» (Mt 5,
5-12). Renovemos, pues, «el compromiso de indulgencia y de perdón que hemos
adquirido, y que invocamos en el Pater
Noster, al poner nosotros mismos la condición y la medida de la
misericordia que deseamos obtener: “Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores” (Mt 6, 12)» [Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1976]. La violencia no se vence con la
violencia. Que nuestro grito de dolor vaya siempre acompañado por la fe, la
esperanza y el testimonio del amor de Dios. Expreso también mi deseo de que en
Occidente, especialmente en Europa, cesen la hostilidad y los prejuicios contra
los cristianos, por el simple hecho de que intentan orientar su vida en
coherencia con los valores y principios contenidos en el Evangelio. Que Europa
sepa más bien reconciliarse con sus propias raíces cristianas, que son
fundamentales para comprender el papel que ha tenido, que tiene y que quiere
tener en la historia; de esta manera, sabrá experimentar la justicia, la
concordia y la paz, cultivando un sincero diálogo con todos los pueblos.
La libertad religiosa, camino para la paz.
15. El mundo tiene necesidad de Dios. Tiene necesidad de valores
éticos y espirituales, universales y compartidos, y la religión puede
contribuir de manera preciosa a su búsqueda, para la construcción de un orden
social justo y pacífico, a nivel nacional e internacional.
La paz es un don de Dios y al mismo tiempo un proyecto que
realizar, pero que nunca se cumplirá totalmente. Una sociedad
reconciliada con Dios está más cerca de la paz, que no es la simple ausencia de
la guerra, ni el mero fruto del predominio militar o económico, ni mucho menos
de astucias engañosas o de hábiles manipulaciones. La paz, por el contrario, es
el resultado de un proceso de purificación y elevación cultural, moral y
espiritual de cada persona y cada pueblo, en el que la dignidad humana es
respetada plenamente. Invito a todos los que desean ser constructores de paz, y
sobre todo a los jóvenes, a escuchar la propia voz interior, para encontrar en
Dios referencia segura para la conquista de una auténtica libertad, la fuerza
inagotable para orientar el mundo con un espíritu nuevo, capaz de no repetir
los errores del pasado. Como enseña el Siervo de Dios Pablo VI, a cuya
sabiduría y clarividencia se debe la institución de la Jornada Mundial de la
Paz: «Ante todo, hay que dar a la Paz otras armas que no sean las destinadas a
matar y a exterminar a la humanidad. Son necesarias, sobre todo, las armas
morales, que den fuerza y prestigio al derecho internacional; primeramente, la
de observar los pactos». La libertad religiosa es un arma
auténtica de la paz, con una misión
histórica y profética. En efecto, ella valoriza y hace fructificar las más
profundas cualidades y potencialidades de la persona humana, capaces de cambiar
y mejorar el mundo. Ella permite alimentar la esperanza en un futuro de
justicia y paz, también ante las graves injusticias y miserias materiales y
morales. Que todos los hombres y las sociedades, en todos los ámbitos y ángulos
de la Tierra, puedan experimentar pronto la libertad
religiosa, camino para la paz.
Vaticano, 8 de diciembre de 2010
BENEDICTUS PP XVI
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