A los
obispos, a los sacerdotes, a las familias religiosas, a los hijos e hijas de la
iglesia, así como a todos los hombres de buena voluntad al cumplirse el
vigésimo aniversario de la
Populorum
progressio.
Venerables
Hermanos, amadísimos Hijos e Hijas: salud y Bendición Apostólica
I. INTRODUCCIÓN.
1. La
preocupación social de la Iglesia, orientada al desarrollo auténtico del hombre
y de la sociedad, que respete y promueva en toda su dimensión la persona
humana, se ha expresado siempre de modo muy diverso.
Uno de los medios destacados de intervención ha sido, en los últimos tiempos, el Magisterio de los Romanos Pontífices, que, a partir de la Encíclica Rerum Novarum de León XIII como punto de referencia, ha tratado frecuentemente la cuestión, haciendo coincidir a veces las fechas de publicación de los diversos documentos sociales con los aniversarios de aquel primer documento.
Los Sumos Pontífices no han dejado de iluminar con tales intervenciones aspectos también nuevos de la doctrina social de la Iglesia. Por consiguiente, a partir de la aportación valiosísima de León XIII, enriquecida por las sucesivas aportaciones del Magisterio, se ha formado ya un «corpus» doctrinal renovado, que se va articulando a medida que la Iglesia, en la plenitud de la Palabra revelada por Jesucristo (Dei Verbum,4) y mediante la asistencia del Espíritu Santo (cf. Jn 14,16.26; 16,13-15), lee los hechos según se desenvuelven en el curso de la historia. Intenta guiar de este modo a los hombres para que ellos mismos den una respuesta, con la ayuda también de la razón y de las ciencias humanas, a su vocación de constructores responsables de la sociedad terrena.
Uno de los medios destacados de intervención ha sido, en los últimos tiempos, el Magisterio de los Romanos Pontífices, que, a partir de la Encíclica Rerum Novarum de León XIII como punto de referencia, ha tratado frecuentemente la cuestión, haciendo coincidir a veces las fechas de publicación de los diversos documentos sociales con los aniversarios de aquel primer documento.
Los Sumos Pontífices no han dejado de iluminar con tales intervenciones aspectos también nuevos de la doctrina social de la Iglesia. Por consiguiente, a partir de la aportación valiosísima de León XIII, enriquecida por las sucesivas aportaciones del Magisterio, se ha formado ya un «corpus» doctrinal renovado, que se va articulando a medida que la Iglesia, en la plenitud de la Palabra revelada por Jesucristo (Dei Verbum,4) y mediante la asistencia del Espíritu Santo (cf. Jn 14,16.26; 16,13-15), lee los hechos según se desenvuelven en el curso de la historia. Intenta guiar de este modo a los hombres para que ellos mismos den una respuesta, con la ayuda también de la razón y de las ciencias humanas, a su vocación de constructores responsables de la sociedad terrena.
2. En
este notable cuerpo de enseñanza social se encuadra y distingue la Encíclica
Populorum Progressio, que mi venerado Predecesor Pablo VI publicó el 26 de
marzo de 1967.
La constante
actualidad de esta Encíclica se reconoce fácilmente, si se tiene en cuenta las
conmemoraciones que han tenido lugar a lo largo de este año, de distinto modo y
en muchos ambientes del mundo eclesiástico y civil. Con esta misma finalidad la
Pontificia Comisión Iustitia et Pax envió el año pasado una carta circular a
los Sínodos de las Iglesias católicas Orientales así como a las Conferencias Episcopales, pidiendo opiniones y propuestas sobre el mejor modo de celebrar el
aniversario de esta Encíclica, enriquecer asimismo sus enseñanzas y
eventualmente actualizarlas. La misma Comisión promovió, a la conclusión del
vigésimo aniversario, una solemne conmemoración a la cual yo mismo creí
oportuno tomar parte con una alocución final. Y ahora, tomado en consideración
también el contenido de las respuestas dadas a la mencionada carta circular,
creo conveniente, al término de 1987, dedicar una Encíclica al tema de la
Populorum Progressio.
3. Con
esto me propongo alcanzar principalmente dos objetivos de no poca importancia:
por un lado, rendir homenaje a este histórico documento de Pablo VI y a la
importancia de su enseñanza; por el otro, manteniéndome en la línea trazada por
mis venerados Predecesores en la Cátedra de Pedro, afirmar una vez más la
continuidad de la doctrina social junto con su constante renovación. En efecto,
continuidad y renovación son una prueba de la perenne validez de la enseñanza
de la Iglesia.
Esta
doble connotación es característica de su enseñanza en el ámbito social. Por un
lado, es constante porque se mantiene idéntica en su inspiración de fondo, en
sus «principios de reflexión», en sus fundamentales «directrices de acción» y, sobre todo, en su unión vital con el Evangelio del Señor. Por el otro, es
a la vez siempre nueva, dado que está sometida a las necesarias y oportunas
adaptaciones sugeridas por la variación de las condiciones históricas así como
por el constante flujo de los acontecimientos en que se mueve la vida de los
hombres y de las sociedades.
4.
Convencido de que las enseñanzas de la Encíclica Populorum Progressio,
dirigidas a los hombres y a la sociedad de la década de los sesenta, conservan
toda su fuerza de llamado a la conciencia, ahora, en la recta final de los
ochenta, en un esfuerzo por trazar las líneas maestras del mundo actual,
—siempre bajo la óptica del motivo inspirador, « el desarrollo de los pueblos
», bien lejos todavía de haberse alcanzado— me propongo prolongar su eco,
uniéndolo con las posibles aplicaciones al actual momento histórico, tan dramático
como el de hace veinte años.
El
tiempo —lo sabemos bien— tiene siempre la misma cadencia; hoy, sin embargo, se
tiene la impresión de que está sometido a un movimiento de continua
aceleración, en razón sobre todo de la multiplicación y complejidad de los
fenómenos que nos tocan vivir. En consecuencia, la configuración del mundo, en
el curso de los últimos veinte años, aún manteniendo algunas constantes
fundamentales, ha sufrido notables cambios y presenta aspectos totalmente
nuevos.
Este
período de tiempo, caracterizado a la vigilia del tercer milenio cristiano por
una extendida espera, como si se tratara de un nuevo «adviento» (Redemptoris Mater) que en
cierto modo concierne a todos los hombres, ofrece la ocasión de profundizar la
enseñanza de la Encíclica, para ver juntos también sus perspectivas.
La
presente reflexión tiene la finalidad de subrayar, mediante la ayuda de la
investigación teológica sobre las realidades contemporáneas, la necesidad de
una concepción más rica y diferenciada del desarrollo, según las propuestas de
la Encíclica, y de indicar asimismo algunas formas de actuación.
II. NOVEDAD
DE LA ENCÍCLICA POPULORUM PROGRESSIO.
5. Ya
en su aparición, el documento del Papa Pablo VI llamó la atención de la opinión
pública por su novedad. Se tuvo la posibilidad de verificar concretamente, con
gran claridad, dichas características de continuidad y de renovación, dentro de
la doctrina social de la Iglesia. Por tanto, el tentativo de volver a descubrir
numerosos aspectos de esta enseñanza, a través de una lectura atenta de la
Encíclica, constituirá el hilo conductor de la presente reflexión.
Pero
antes deseo detenerme sobre la fecha de publicación: el año 1967. El hecho
mismo de que el Papa Pablo VI tomó la decisión de publicar su Encíclica social
aquel año, nos lleva a considerar el documento en relación al Concilio Ecuménico Vaticano II, que se había clausurado el 8 de diciembre de 1965.
6. En
este hecho debemos ver más de una simple cercanía cronológica. La encíclica
Populorum Progressio se presenta, en cierto modo, como un documento de
aplicación de las enseñanzas del Concilio. Y esto no sólo porque la Encíclica
haga continuas referencias a los texto conciliares, sino porque nace de la
preocupación de la Iglesia, que inspiró todo el trabajo conciliar —de modo particular
la Constitución pastoral Gaudium et spes— en la labor de coordinar y
desarrollar algunos temas de su enseñanza social.
Por
consiguiente, se puede afirmar que la Encíclica Populorum Progressio es como la
respuesta a la llamada del Concilio, con la que comienza la Constitución
Gaudium et spes: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de
los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren,
son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de
Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón». Estas palabras expresan el motivo fundamental que inspiró el gran documento del
Concilio, el cual parte de la constatación de la situación de miseria y de
subdesarrollo, en las que viven tantos millones de seres humanos.
Esta
miseria y el subdesarrollo son, bajo otro nombre, «las tristezas y las
angustias» de hoy, sobre todo de los pobres; ante este vasto panorama de dolor
y sufrimiento, el Concilio quiere indicar horizontes de «gozo y esperanza».
Al mismo objetivo apunta la Encíclica de Pablo VI, plenamente fiel a la
inspiración conciliar.
7. Pero
también en el orden temático, la Encíclica, siguiendo la gran tradición de la
enseñanza social de la Iglesia, propone directamente, la nueva exposición y la
rica síntesis, que el Concilio ha elaborado de modo particular en la
Constitución Gaudium et spes. Respecto al contenido y a los temas, nuevamente
propuestos por la Encíclica, cabe subrayar: la conciencia del deber que tiene
la Iglesia, «experta en humanidad», de «escrutar los signos de los tiempos y
de interpretarlos a la luz del Evangelio» (Populorum Progressio,13); la conciencia, igualmente
profunda de su misión de «servicio», distinta de la función del Estado, aun
cuando se preocupa de la suerte de las personas en concreto; la referencia a
las diferencias clamorosas en la situación de estas mismas personas; la
confirmación de la enseñanza conciliar, eco fiel de la secular tradición de la
Iglesia, respecto al «destino universal de los bienes»; el aprecio por la
cultura y la civilización técnica que contribuyen a la liberación del hombre, sin dejar de reconocer sus límites; y finalmente, sobre el tema del
desarrollo, propio de la Encíclica, la insistencia sobre el «deber gravísimo», que atañe a las naciones más desarrolladas. El mismo concepto de
desarrollo, propuesto por la Encíclica, surge directamente de la impostación
que la Constitución pastoral da a este problema (Gaudium et Spes y Populorum Progressio).
Estas y
otras referencias explícitas a la Constitución pastoral llevan a la conclusión
de que la Encíclica se presenta como una aplicación de la enseñanza conciliar
en materia social respecto al problema específico del desarrollo así como del
subdesarrollo de los pueblos.
8. El
breve análisis efectuado nos ayuda a valorar mejor la novedad de la Encíclica,
que se puede articular en tres puntos. El primero está constituido por el hecho
mismo de un documento emanado por la máxima autoridad de la Iglesia católica y
destinado a la vez a la misma Iglesia y «a todos los hombres de buena voluntad» (Populorum Progressio), sobre una materia que a primera vista es sólo económica y social: el
desarrollo de los pueblos. Aquí el vocablo «desarrollo» proviene del
vocabulario de las ciencias sociales y económicas. Bajo este aspecto, la
Encíclica Populorum Progressio se coloca inmediatamente en la línea de la RerumNovarum, que trata de la «situación de los obreros». Vistas
superficialmente, ambas cuestiones podrían parecer extrañas a la legítima
preocupación de la Iglesia considerada como institución religiosa. Más aún el «desarrollo» que la «condición obrera».
En
sintonía con la Encíclica de León XIII, al documento de Pablo VI hay que
reconocer el mérito de haber señalado el carácter ético y cultural de la
problemática relativa al desarrollo y, asimismo a la legitimidad y necesidad de
la intervención de la Iglesia en este campo.
Con
esto, la doctrina social cristiana ha reivindicado una vez más su carácter de
aplicación de la Palabra de Dios a la vida de los hombres y de la sociedad así
como a las realidades terrenas, que con ellas se enlazan, ofreciendo «principios de reflexión», «criterios de juicio» y «directrices de acción» (Octogesima Adveniens). Pues bien, en el documento de Pablo VI se encuentran estos tres elementos
con una orientación eminentemente práctica, o sea, orientada a la conducta
moral. Por eso, cuando la Iglesia se ocupa del «desarrollo de los pueblos» no
puede ser acusada de sobrepasar su campo específico de competencia y, mucho
menos, el mandato recibido del Señor.
9. El
segundo punto es la novedad de la Populorum Progressio, como se manifiesta por
la amplitud de horizonte, abierto a lo que comúnmente se conoce bajo el nombre
de «cuestión social». En realidad, la Encíclica Mater et Magistra del Papa
Juan XXIII había entrado ya en este horizonte más amplio y el Concilio, en
la Constitución Pastoral Gaudium et spes (GS,63), se había hecho eco de ello. Sin
embargo el magisterio social de la Iglesia no había llegado a afirmar todavía
con toda claridad que la cuestión social ha adquirido una dimensión mundial (Populorum Progressio,3) ni había llegado a hacer de esta afirmación y de su análisis una «directriz de
acción», como hace el Papa Pablo VI en su Encíclica.
Semejante
toma de posición tan explícita ofrece una gran riqueza de contenidos, que es
oportuno indicar.
Ante
todo, es menester eliminar un posible equívoco. El reconocimiento de que la «cuestión social» haya tomado una dimensión mundial, no significa de hecho que
haya disminuido su fuerza de incidencia o que haya perdido su importancia en el
ámbito nacional o local. Significa, por el contrario, que la problemática en
los lugares de trabajo o en el movimiento obrero y sindical de un determinado
país no debe considerarse como algo aislado, sin conexión, sino que depende de
modo creciente del influjo de factores existentes por encima de los confines
regionales o de las fronteras nacionales.
Por
desgracia, bajo el aspecto económico, los países en vías de desarrollo son
muchos más que los desarrollados; las multitudes humanas que carecen de los
bienes y de los servicios ofrecidos por el desarrollo, son bastante más
numerosas de las que disfrutan de ellos.
Nos
encontramos, por tanto, frente a un grave problema de distribución desigual de
los medios de subsistencia, destinados originariamente a todos los hombres, y
también de los beneficios de ellos derivantes. Y esto sucede no por
responsabilidad de las poblaciones indigentes, ni mucho menos por una especie
de fatalidad dependiente de las condiciones naturales o del conjunto de las
circunstancias.
La
Encíclica de Pablo VI, al declarar que la cuestión social ha adquirido una
dimensión mundial, se propone ante todo señalar un hecho moral, que tiene su
fundamento en el análisis objetivo de la realidad. Según las palabras mismas de
la Encíclica, «cada uno debe tomar conciencia» de este hecho, precisamente
porque interpela directamente a la conciencia, que es fuente de las decisiones
morales.
En este
marco, la novedad de la Encíclica, no consiste tanto en la afirmación, de
carácter histórico, sobre la universalidad de la cuestión social cuanto en la
valoración moral de esta realidad. Por consiguiente, los responsables de la
gestión pública, los ciudadanos de los países ricos, individualmente
considerados, especialmente si son cristianos, tienen la obligación moral
—según el correspondiente grado de responsabilidad— de tomar en consideración,
en las decisiones personales y de gobierno, esta relación de universalidad,
esta interdependencia que subsiste entre su forma de comportarse y la miseria y
el subdesarrollo de tantos miles de hombres. Con mayor precisión la Encíclica
de Pablo VI traduce la obligación moral como «deber de solidaridad» (Populorum Progressio,48), y
semejante afirmación, aunque muchas cosas han cambiado en el mundo, tiene ahora
la misma fuerza y validez de cuando se escribió.
Por
otro lado, sin abandonar la línea de esta visión moral, la novedad de la
Encíclica consiste también en el planteamiento de fondo, según el cual la
concepción misma del desarrollo, si se le considera en la perspectiva de la
interdependencia universal, cambia notablemente. El verdadero desarrollo no
puede consistir en una mera acumulación de riquezas o en la mayor
disponibilidad de los bienes y de los servicios, si esto se obtiene a costa del
subdesarrollo de muchos, y sin la debida consideración por la dimensión social,
cultural y espiritual del ser humano.
10.
Como tercer punto la Encíclica da un considerable aporte de novedad a la
doctrina social de la Iglesia en su conjunto y a la misma concepción de
desarrollo. Esta novedad se halla en una frase que se lee en el párrafo final
del documento, y que puede ser considerada como su fórmula recapituladora,
además de su importancia histórica: «el desarrollo es el nombre nuevo de la
paz» (Populorum Progressio,87).
De
hecho, si la cuestión social ha adquirido dimensión mundial, es porque la
exigencia de justicia puede ser satisfecha únicamente en este mismo plano. No
atender a dicha exigencia podría favorecer el surgir de una tentación de
respuesta violenta por parte de las víctimas de la injusticia, como acontece al
origen de muchas guerras. Las poblaciones excluidas de la distribución equitativa
de los bienes, destinados en origen a todos, podrían preguntarse: ¿por qué no
responder con la violencia a los que, en primer lugar, nos tratan con
violencia?. Si la situación se considera a la luz de la división del mundo en
bloques ideológicos —ya existentes en 1967— y de las consecuentes repercusiones
y dependencias económicas y políticas, el peligro resulta harto significativo.
A esta
primera consideración sobre el dramático contenido de la fórmula de la
Encíclica se añade otra, al que el mismo documento alude: (Populorum Progressio,53) ¿cómo justificar
el hecho de que grandes cantidades de dinero, que podrían y deberían destinarse
a incrementar el desarrollo de los pueblos, son, por el contrario utilizados
para el enriquecimiento de individuos o grupos, o bien asignadas al aumento de
arsenales, tanto en los Países desarrollados como en aquellos en vías de
desarrollo, trastocando de este modo las verdaderas prioridades?. Esto es aún
más grave vistas las dificultades que a menudo obstaculizan el paso directo de
los capitales destinados a ayudar a los Países necesitados. Si «el desarrollo
es el nuevo nombre de la paz», la guerra y los preparativos militares son el
mayor enemigo del desarrollo integral de los pueblos.
De este
modo, a la luz de la expresión del Papa Pablo VI, somos invitados a revisar el
concepto de desarrollo, que no coincide ciertamente con el que se limita a
satisfacer los deseos materiales mediante el crecimiento de los bienes, sin
prestar atención al sufrimiento de tantos y haciendo del egoísmo de las
personas y de las naciones la principal razón. Como acertadamente nos recuerda
la carta de Santiago: «el egoísmo es la fuente de donde tantas guerras y
contiendas ... de vuestras voluptuosidades que luchan en vuestros miembros.
Codiciáis y no tenéis» (Sant 4,1 s).
Por el
contrario, en un mundo distinto, dominado por la solicitud por el bien común de
toda la humanidad, o sea por la preocupación por el «desarrollo espiritual y
humano de todos», en lugar de la búsqueda del provecho particular, la paz sería
posible como fruto de una «justicia más perfecta entre los hombres» (Populorum Progressio,76).
Esta
novedad de la Encíclica tiene además un valor permanente y actual, considerada
la mentalidad actual que es tan sensible al íntimo vínculo que existe entre el
respeto de la justicia y la instauración de la paz verdadera.
III. PANORAMA
DEL MUNDO CONTEMPORÁNEO.
11. La
enseñanza fundamental de la Encíclica Populorum Progressio tuvo en su día gran
eco por su novedad. El contexto social en que vivimos en la actualidad no se
puede decir que sea exactamente igual al de hace veinte años. Es, esto, por lo
que quiero detenerme, a través de una breve exposición, sobre algunas
características del mundo actual, con el fin de profundizar la enseñanza de la
Encíclica de Pablo VI, siempre bajo el punto de vista del «desarrollo de los
pueblos».
12. El
primer aspecto a destacar es que la esperanza de desarrollo, entonces tan viva,
aparece en la actualidad muy lejana de la realidad.
A este
propósito, la Encíclica no se hacía ilusión alguna. Su lenguaje grave, a veces
dramático, se limitaba a subrayar el peso de la situación y a proponer a la
conciencia de todos la obligación urgente de contribuir a resolverla. En
aquellos años prevalecía un cierto optimismo sobre la posibilidad de colmar,
sin esfuerzos excesivos, el retraso económico de los pueblos pobres, de
proveerlos de infraestructuras y de asistirlos en el proceso de
industrialización. En aquel contexto histórico, por encima de los esfuerzos de
cada país, la Organización de las Naciones Unidas promovió consecutivamente dos
decenios de desarrollo. Se tomaron, en efecto, algunas medidas, bilaterales y
multilaterales, con el fin de ayudar a muchas Naciones, algunas de ellas
independientes desde hacía tiempo, otras —la mayoría— nacidas como Estados a
raíz del proceso de descolonización. Por su parte, la Iglesia sintió el deber
de profundizar los problemas planteados por la nueva situación, pensando
sostener con su inspiración religiosa y humana estos esfuerzos para darles un
alma y un empuje eficaz.
13. No
se puede afirmar que estas diversas iniciativas religiosas, humanas, económicas
y técnicas, hayan sido superfluas, dado que han podido alcanzar algunos
resultados. Pero en línea general, teniendo en cuenta los diversos factores, no
se puede negar que la actual situación del mundo, bajo el aspecto de
desarrollo, ofrezca una impresión más bien negativa.
Por
ello, deseo llamar la atención sobre algunos indicadores genéricos, sin excluir
otros más específicos. Dejando a un lado el análisis de cifras y estadísticas,
es suficiente mirar la realidad de una multitud ingente de hombres y mujeres,
niños, adultos y ancianos, en una palabra, de personas humanas concretas e
irrepetibles, que sufren el peso intolerable de la miseria. Son muchos millones
los que carecen de esperanza debido al hecho de que, en muchos lugares de la
tierra, su situación se ha agravado sensiblemente. Ante estos dramas de total
indigencia y necesidad, en que viven muchos de nuestros hermanos y hermanas, es
el mismo Señor Jesús quien viene a interpelarnos (cf. Mt 25, 31-46).
14. La
primera constatación negativa que se debe hacer es la persistencia y a veces el
alargamiento del abismo entre las áreas del llamado Norte desarrollado y la del
Sur en vías de desarrollo. Esta terminología geográfica es sólo indicativa,
pues no se puede ignorar que las fronteras de la riqueza y de la pobreza
atraviesan en su interior las mismas sociedades tanto desarrolladas como en
vías de desarrollo. Pues, al igual que existen desigualdades sociales hasta
llegar a los niveles de miseria en los países ricos, también, de forma
paralela, en los países menos desarrollados se ven a menudo manifestaciones de
egoísmo y ostentación desconcertantes y escandalosas.
A la
abundancia de bienes y servicios disponibles en algunas partes del mundo, sobre
todo en el Norte desarrollado, corresponde en el Sur un inadmisible retraso y
es precisamente en esta zona geopolítica donde vive la mayor parte de la
humanidad.
Al
mirar la gama de los diversos sectores producción y distribución de alimentos,
higiene, salud y vivienda, disponibilidad de agua potable, condiciones de
trabajo, en especial el femenino, duración de la vida y otros indicadores
económicos y sociales, el cuadro general resulta desolador, bien considerándolo
en sí mismo, bien en relación a los datos correspondientes de los países más
desarrollados del mundo. La palabra «abismo» vuelve a los labios
espontáneamente.
Tal vez
no es éste el vocablo adecuado para indicar la verdadera realidad, ya que puede
dar la impresión de un fenómeno estacionario. Sin embargo, no es así. En el
camino de los países desarrollados y en vías de desarrollo se ha verificado a
lo largo de estos años una velocidad diversa de aceleración, que impulsa a
aumentar las distancias. Así los países en vías de desarrollo, especialmente
los más pobres, se encuentran en una situación de gravísimo retraso. A lo dicho
hay que añadir todavía las diferencias de cultura y de los sistemas de valores
entre los distintos grupos de población, que no coinciden siempre con el grado
de desarrollo económico, sino que contribuyen a crear distancias. Son éstos los
elementos y los aspectos que hacen mucho más compleja la cuestión social,
debido a que ha asumido una dimensión mundial.
Al
observar las diversas partes del mundo separadas por la distancia creciente de
este abismo, al advertir que cada una de ellas parece seguir una determinada
ruta, con sus realizaciones, se comprende por qué en el lenguaje corriente se
hable de mundos distintos dentro de nuestro único mundo: Primer Mundo, Segundo
Mundo, Tercer Mundo y, alguna vez, Cuarto Mundo. Estas expresiones, que no
pretenden obviamente clasificar de manera satisfactoria a todos los Países, son
muy significativas. Son el signo de una percepción difundida de que la unidad
del mundo, en otras palabras, la unidad del género humano, está seriamente
comprometida. Esta terminología, por encima de su valor más o menos objetivo,
esconde sin lugar a duda un contenido moral, frente al cual la Iglesia, que es
«sacramento o signo e instrumento... de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium,1) no puede permanecer indiferente.
15. El
cuadro trazado precedentemente sería sin embargo incompleto, si a los «indicadores económicos y sociales» del subdesarrollo no se añadieran otros
igualmente negativos, más preocupantes todavía, comenzando por el plano
cultural. Éstos son: el analfabetismo, la dificultad o imposibilidad de acceder
a los niveles superiores de instrucción, la incapacidad de participar en la
construcción de la propia Nación, las diversas formas de explotación y de
opresión económica, social, política y también religiosa de la persona humana y
de sus derechos, las discriminaciones de todo tipo, de modo especial la más
odiosa basada en la diferencia racial. Si alguna de estas plagas se halla en
algunas zonas del Norte más desarrollado, sin lugar a duda éstas son más
frecuentes, más duraderas y más difíciles de extirpar en los países en vías de
desarrollo y menos avanzados.
Es
menester indicar que en el mundo actual, entre otros derechos, es reprimido a
menudo el derecho de iniciativa económica. No obstante eso, se trata de un
derecho importante no sólo para el individuo en particular, sino además para el
bien común. La experiencia nos demuestra que la negación de tal derecho o su
limitación en nombre de una pretendida «igualdad» de todos en la sociedad,
reduce o, sin más, destruye de hecho el espíritu de iniciativa, es decir, la
subjetividad creativa del ciudadano. En consecuencia, surge, de este modo, no
sólo una verdadera igualdad, sino una «nivelación descendente». En lugar de
la iniciativa creadora nace la pasividad, la dependencia y la sumisión al
aparato burocrático que, como único órgano que «dispone» y «decide» —aunque
no sea «Poseedor»— de la totalidad de los bienes y medios de producción, pone
a todos en una posición de dependencia casi absoluta, similar a la tradicional
dependencia del obrero-proletario en el sistema capitalista. Esto provoca un
sentido de frustración o desesperación y predispone a la despreocupación de la
vida nacional, empujando a muchos a la emigración y favoreciendo, a la vez, una
forma de emigración «psicológica».
Una
situación semejante tiene sus consecuencias también desde el punto de vista de
los «derechos de cada Nación». En efecto, acontece a menudo que una Nación es
privada de su subjetividad, o sea, de la «soberanía» que le compete, en el
significado económico así como en el político-social y en cierto modo en el cultural,
ya que en una comunidad nacional todas estas dimensiones de la vida están
unidas entre sí.
Es
necesario recalcar, además, que ningún grupo social, por ejemplo un partido,
tiene derecho a usurpar el papel de único guía porque ello supone la destrucción
de la verdadera subjetividad de la sociedad y de las personas-ciudadanos, como
ocurre en todo totalitarismo. En esta situación el hombre y el pueblo se
convierten en «objeto», no obstante todas las declaraciones contrarias y las
promesas verbales. Llegados a este punto conviene añadir que el mundo actual se
dan otras muchas formas de pobreza. En efecto, ciertas carencias o privaciones
merecen tal vez este nombre. La negación o limitación de los derechos humanos
—como, por ejemplo, el derecho a la libertad religiosa, el derecho a participar
en la construcción de la sociedad, la libertad de asociación o de formar
sindicatos o de tomar iniciativas en materia económica— ¿no empobrecen tal vez
a la persona humana igual o más que la privación de los bienes materiales?. Y un
desarrollo que no tenga en cuenta la plena afirmación de estos derechos ¿es
verdaderamente desarrollo humano?.
En
pocas palabras, el subdesarrollo de nuestros días no es sólo económico, sino
también cultural, político y simplemente humano, como ya indicaba hace veinte
años la Encíclica Populorum Progressio. Por consiguiente, es menester
preguntarse si la triste realidad de hoy no sea, al menos en parte, el
resultado de una concepción demasiado limitada, es decir, prevalentemente
económica, del desarrollo.
La
responsabilidad de este empeoramiento tiene causas diversas. Hay que indicar
las indudables graves omisiones por parte de las mismas naciones en vías de
desarrollo, y especialmente por parte de los que detentan su poder económico y
político. Pero tampoco podemos soslayar la responsabilidad de las naciones
desarrolladas, que no siempre, al menos en la debida medida, han sentido el
deber de ayudar a aquellos países que se separan cada vez más del mundo del
bienestar al que pertenecen.
No
obstante, es necesario denunciar la existencia de unos mecanismos económicos,
financieros y sociales, los cuales, aunque manejados por la voluntad de los
hombres, funcionan de modo casi automático, haciendo más rígida las situaciones
de riqueza de los unos y de pobreza de los otros. Estos mecanismos, maniobrados
por los países más desarrollados de modo directo o indirecto, favorecen a causa
de su mismo funcionamento los intereses de los que los maniobran, aunque
terminan por sofocar o condicionar las economías de los países menos
desarrollados. Es necesario someter en el futuro estos mecanismos a un análisis
atento bajo el aspecto ético-moral.
La
Populorum Progressio (PP,33) preveía ya que con semejantes sistemas aumentaría la
riqueza de los ricos, manteniéndose la miseria de los pobres. Una prueba de
esta previsión se tiene con la aparición del llamado Cuarto Mundo.
17. A
pesar de que la sociedad mundial ofrezca aspectos fragmentarios, expresados con
los nombres convencionales de Primero, Segundo, Tercero y también Cuarto mundo,
permanece más profunda su interdependencia la cual, cuando se separa de las
exigencias éticas, tiene unas consecuencias funestas para los más débiles. Más
aún, esta interdependencia, por una especie de dinámica interior y bajo el
empuje de mecanismos que no puedan dejar de ser calificados como perversos,
provoca efectos negativos hasta en los Países ricos. Precisamente dentro de
estos Países se encuentran, aunque en menor medida, las manifestaciones más
específicas del subdesarrollo. De suerte que debería ser una cosa sabida que el
desarrollo o se convierte en un hecho común a todas las partes del mundo, o
sufre un proceso de retroceso aún en las zonas marcadas por un constante
progreso. Fenómeno este particularmente indicador de la naturaleza del
auténtico desarrollo: o participan de él todas las naciones del mundo o no será
tal ciertamente.
Entre
los indicadores específicos del subdesarrollo, que afectan de modo creciente
también a los países desarrollados, hay dos particularmente reveladores de una
situación dramática. En primer lugar, la crisis de la vivienda. En el Año
Internacional de las personas sin techo, querido por la Organización de las Naciones Unidas, la atención se dirigía a los millones de seres humanos carentes de una
vivienda adecuada o hasta sin vivienda alguna, con el fin de despertar la
conciencia de todos y de encontrar una solución a este grave problema, que
comporta consecuencias negativas a nivel individual, familiar y social (Justitia et Pax,1987).
La
falta de viviendas se verifica a nivel universal y se debe, en parte, al
fenómeno siempre creciente de la urbanización (Octogesima Adveniens,8-9). Hasta los mismos pueblos más
desarrollados presentan el triste espectáculo de individuos y familias que se
esfuerzan literalmente por sobrevivir, sin techo o con uno tan precario que es
como si no se tuviera.
La
falta de vivienda, que es un problema en sí mismo bastante grave, es digno de
ser considerado como signo o síntesis de toda una serie de insuficiencias
económicas, sociales, culturales o simplemente humanas; y, teniendo en cuenta
la extensión del fenómeno, no debería ser difícil convencerse de cuan lejos
estamos del auténtico desarrollo de los pueblos.
18.
Otro indicador, común a gran parte de las naciones, es el fenómeno del
desempleo y del subempleo.
No hay
persona que no se dé cuenta de la actualidad y de la creciente gravedad de
semejante fenómeno en los países industrializados. Si éste aparece de modo
alarmante en los países en vía de desarrollo, con su alto índice de crecimiento
demográfico y el número tan elevado de población juvenil, en los países de gran
desarrollo económico parece que se contraen las fuentes de trabajo, y así, las
posibilidades de empleo, en vez de aumentar, disminuyen.
También
este triste fenómeno, con su secuela de efectos negativos a nivel individual y
social, desde la degradación hasta la pérdida del respeto que todo hombre y
mujer se debe a sí mismo, nos lleva a preguntarnos seriamente sobre el tipo de
desarrollo, que se ha perseguido en el curso de los últimos veinte años.
A este
propósito viene muy oportunamente la consideración de la Encíclica Laborem exercens: «Es necesario subrayar que el elemento constitutivo y a su vez la
verificación más adecuada de este progreso en el espíritu de justicia y paz,
que la Iglesia proclama y por el que no cesa de orar (...), es precisamente la
continua revalorización del trabajo humano, tanto bajo el aspecto de su
finalidad objetiva, como bajo el aspecto de la dignidad del sujeto de todo
trabajo, que es el hombre». Antes bien, «no se puede menos de quedar
impresionados ante un hecho desconcertante de grandes proporciones», es decir,
que «existen ... grupos enteros de desocupados o subocupados (...): un hecho
que atestigua sin duda el que, dentro de las comunidades políticas como en las
relaciones existentes entre ellas a nivel continental y mundial —en lo
concerniente a la organización del trabajo y del empleo— hay algo que no
funciona y concretamente en los puntos más críticos y de mayor relieve social» (Laborem exercens,14).
Como el
precedente, también este fenómeno, por su carácter universal y en cierto
sentido multiplicador, representa un signo sumamente indicativo, por su
incidencia negativa, del estado y de la calidad del desarrollo de los pueblos,
ante el cual nos encontramos hoy.
19.
Otro fenómeno, también típico del último período —si bien no se encuentra en
todos los lugares—, es sin duda igualmente indicador de la interdependencia
existente entre los países desarrollados y menos desarrollados. Es la cuestión
de la deuda internacional, a la que la Pontificia Comisión Iustitia et Pax ha dedicado
un documento.
No se
puede aquí silenciar el profundo vínculo que existe entre este problema, cuya
creciente gravedad había sido ya prevista por la Populorum Progressio (PP,54) y la
cuestión del desarrollo de los pueblos.
La
razón que movió a los países en vías de desarrollo a acoger el ofrecimiento de
abundantes capitales disponibles fue la esperanza de poderlos invertir en
actividades de desarrollo. En consecuencia, la disponibilidad de los capitales
y el hecho de aceptarlos a título de préstamo puede considerarse una
contribución al desarrollo mismo, cosa deseable y legítima en sí misma, aunque
quizás imprudente y en alguna ocasión apresurada.
Habiendo
cambiado las circunstancias tanto en los países endeudados como en el mercado
internacional financiador, el instrumento elegido para dar una ayuda al
desarrollo se ha transformado en un mecanismo contraproducente. Y esto ya sea
porque los Países endeudados, para satisfacer los compromisos de la deuda, se
ven obligados a exportar los capitales que serían necesarios para aumentar o,
incluso, para mantener su nivel de vida, ya sea porque, por la misma razón, no
pueden obtener nuevas fuentes de financiación indispensables igualmente.
Por
este mecanismo, el medio destinado al desarrollo de los pueblos se ha convertido
en un freno, por no hablar, en ciertos casos, hasta de una acentuación del
subdesarrollo.
Estas
circunstancias nos mueven a reflexionar —como afirma un reciente Documento de
la Pontificia Comisión Iustitia et Pax — sobre el carácter ético de la
interdependencia de los pueblos; y, para mantenernos en la línea de la presente
consideración, sobre las exigencias y las condiciones, inspiradas igualmente en
los principios éticos, de la cooperación al desarrollo.
20. Si
examinamos ahora las causas de este grave retraso en el proceso del desarrollo,
verificado en sentido opuesto a las indicaciones de la Encíclica Populorum Progressio que había suscitado tantas esperanzas, nuestra atención se centra de
modo particular en las causas políticas de la situación actual.
Encontrándonos
ante un conjunto de factores indudablemente complejos, no es posible hacer aquí
un análisis completo. Pero no se puede silenciar un hecho sobresaliente del
cuadro político que caracteriza el período histórico posterior al segundo
conflicto mundial y es un factor que no se puede omitir en el tema del
desarrollo de los pueblos.
Nos
referimos a la existencia de dos bloques contrapuestos, designados comúnmente
con los nombres convencionales de Este y Oeste, o bien de Oriente y Occidente.
La razón de esta connotación no es meramente política, sino también, como se
dice, geopolítica. Cada uno de ambos bloques tiende a asimilar y a agregar
alrededor de sí, con diversos grados de adhesión y participación, a otros
Países o grupos de Países.
La
contraposición es ante todo política, en cuanto cada bloque encuentra su
identidad en un sistema de organización de la sociedad y de la gestión del
poder, que intenta ser alternativo al otro; a su vez, la contraposición
política tiene su origen en una contraposición más profunda que es de orden
ideológico.
En
Occidente existe, en efecto, un sistema inspirado históricamente en el
capitalismo liberal, tal como se desarrolló en el siglo pasado; en Oriente se
da un sistema inspirado en el colectivismo marxista, que nació de la
interpretación de la condición de la clase proletaria, realizada a la luz de
una peculiar lectura de la historia.
Cada
una de estas dos ideologías, al hacer referencia a dos visiones tan diversas
del hombre, de su libertad y de su cometido social, ha propuesto y promueve,
bajo el aspecto económico, unas formas antitésicas de organización del trabajo
y de estructuras de la propiedad, especialmente en lo referente a los llamados
medios de producción.
Es
inevitable que la contraposición ideológica, al desarrollar sistemas y centros
antagónicos de poder, con sus formas de propaganda y de doctrina, se
convirtiera en una creciente contraposición militar, dando origen a dos bloques
de potencias armadas, cada uno desconfiado y temeroso del prevalecer ajeno.
A su
vez, las relaciones internacionales no podían dejar de resentir los efectos de
esta «lógica de los bloques» y de sus respectivas «esferas de influencia».
Nacida al final de la segunda guerra mundial, la tensión entre ambos bloques ha
dominado los cuarenta años sucesivos, asumiendo unas veces el carácter de «guerra fría», otras de «guerra por poder» mediante la instrumentalización de
conflictos locales, o bien teniendo el ánimo angustiado y en suspenso ante la
amenaza de una guerra abierta y total.
Si en
el momento actual tal peligro parece que es más remoto, aun sin haber desaparecido
completamente, y si se ha llegado a un primer acuerdo sobre las destrucción de
cierto tipo de armamento nuclear, la existencia y la contraposición de bloques
no deja de ser todavía un hecho real y preocupante, que sigue condicionando el
panorama mundial.
21.
Esto se verifica con un efecto particularmente negativo en las relaciones
internacionales, que miran a los Países en vías de desarrollo. En efecto, como
es sabido, la tensión entre Oriente y Occidente no refleja de por sí una
oposición entre dos diversos grados de desarrollo, sino más bien entre dos
concepciones del desarrollo mismo de los hombres y de los pueblos, de tal modo
imperfectas que exigen una corrección radical. Dicha oposición se refleja en el
interior de aquellos países, contribuyendo así a ensanchar el abismo que ya
existe a nivel económico entre Norte y Sur, y que es consecuencia de la
distancia entre los dos mundos más desarrollados y los menos desarrollados.
Esta es
una de las razones por las que la doctrina social de la Iglesia asume una
actitud crítica tanto ante el capitalismo liberal como ante el colectivismo
marxista. En efecto, desde el punto de vista del desarrollo surge espontánea la
pregunta: ¿de qué manera o en qué medida estos dos sistemas son susceptibles de
transformaciones y capaces de ponerse al día, de modo que favorezcan o
promuevan un desarrollo verdadero e integral del hombre y de los pueblos en la
sociedad actual?. De hecho, estas transformaciones y puestas al día son urgentes
e indispensables para la causa de un desarrollo común a todos.
Los
Países independizados recientemente, que esforzándose en conseguir su propia
identidad cultural y política necesitarían la aportación eficaz y desinteresada
de los Países más ricos y desarrollados, se encuentran comprometidos —y a veces
incluso desbordados— en conflictos ideológicos que producen inevitables
divisiones internas, llegando incluso a provocar en algunos casos verdaderas
guerras civiles. Esto sucede porque las inversiones y las ayudas para el
desarrollo a menudo son desviadas de su propio fin e instrumentalizadas para
alimentar los contrastes, por encima y en contra de los intereses de los Países
que deberían beneficiarse de ello. Muchos de ellos son cada vez más conscientes
del peligro de caer víctimas de un neocolonialismo y tratan de librarse. Esta
conciencia es tal que ha dado origen, aunque con dificultades, oscilaciones y a
veces contradicciones, al Movimiento internacional de los Países No Alineados,
el cual, en lo que constituye su aspecto positivo, quisiera afirmar
efectivamente el derecho de cada pueblo a su propia identidad, a su propia
independencia y seguridad, así como a la participación, sobre la base de la
igualdad y de la solidaridad, de los bienes que están destinados a todos los
hombres.
22.
Hechas estas consideraciones es más fácil tener una visión más clara del cuadro
de los últimos veinte años y comprender mejor los contrastes existentes en la
parte Norte del mundo, es decir, entre Oriente y Occidente, como causa no
última del retraso o del estancamiento del Sur.
Los
Países subdesarrollados, en vez de transformarse en Naciones autónomas,
preocupadas de su propia marcha hacia la justa participación en los bienes y
servicios destinados a todos, se convierten en piezas de un mecanismo y de un
engranaje gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios de
comunicación social, los cuales, al estar dirigidos mayormente por centros de
la parte Norte del mundo, no siempre tienen en la debida consideración las
prioridades y los problemas propios de estos Países, ni respetan su fisonomía
cultural; a menudo, imponen una visión desviada de la vida y del hombre y así
no responden a las exigencias del verdadero desarrollo.
Cada
uno de los dos bloques lleva oculta internamente, a su manera, la tendencia al
imperialismo, como se dice comúnmente, o a formas de neocolonialismo: tentación
nada fácil en la que se cae muchas veces, como enseña la historia incluso
reciente.
Esta
situación anormal —consecuencia de una guerra y de una preocupación exagerada,
más allá de lo lícito, por razones de la propia seguridad— impide radicalmente
la cooperación solidaria de todos por el bien común del género humano, con
perjuicio sobre todo de los pueblos pacíficos, privados de su derecho de acceso
a los bienes destinados a todos los hombres.
Desde
este punto de vista, la actual división del mundo es un obstáculo directo para
la verdadera transformación de las condiciones de subdesarrollo en los Países
en vías de desarrollo y en aquéllos menos avanzados. Sin embargo, los pueblos
no siempre se resignan a su suerte. Además, la misma necesidad de una economía
sofocada por los gastos militares, así como por la burocracia y su ineficiencia
intrínseca, parece favorecer ahora unos procesos que podrán hacer menos rígida
la contraposición y más fácil el comienzo de un diálogo útil y de una verdadera
colaboración para la paz.
23. La
afirmación de la Encíclica (Populorum Progressio,53) de que los recursos destinados
a la producción de armas deben ser empleados en aliviar la miseria de las
poblaciones necesitadas, hace más urgente el llamado a superar la
contraposición entre los dos bloques.
Hoy, en
la práctica, tales recursos sirven para asegurar que cada uno de los dos
bloques pueda prevalecer sobre el otro, y garantizar así la propia seguridad.
Esta distorsión, que es un vicio de origen, dificulta a aquellas Naciones que,
desde un punto de vista histórico, económico y político tienen la posibilidad
de ejercer un liderazgo, al cumplir adecuadamente su deber de solidaridad en
favor de los pueblos que aspiran a su pleno desarrollo.
Es
oportuno afirmar aquí —y no debe parecer esto una exageración— que un papel de
liderazgo entre las Naciones se puede justificar solamente con la posibilidad y
la voluntad de contribuir, de manera más amplia y generosa, al bien común de
todos.
Una
Nación que cediese, más o menos conscientemente, a la tentación de cerrarse en
sí misma, olvidando la responsabilidad que le confiere una cierta superioridad
en el concierto de las Naciones, faltaría gravemente a un preciso deber ético.
Esto es fácilmente reconocible en la contingencia histórica, en la que los
creyentes entrevén las disposiciones de la divina Providencia que se sirve de
las Naciones para la realización de sus planes, pero que también «hace vanos
los proyectos de los pueblos» (cf. Sal 33 (32) 10).
Cuando
Occidente parece inclinarse a unas formas de aislamiento creciente y egoísta, y
Oriente, a su vez, parece ignorar por motivos discutibles su deber de
cooperación para aliviar la miseria de los pueblos, uno se encuentra no sólo
ante una traición de las legítimas esperanzas de la humanidad con consecuencias
imprevisibles, sino ante una defección verdadera y propia respecto de una
obligación moral.
24. Si
la producción de armas es un grave desorden que reina en el mundo actual
respecto a las verdaderas necesidades de los hombres y al uso de los medios
adecuados para satisfacerlas, no lo es menos el comercio de las mismas. Más
aún, a propósito de esto, es preciso añadir que el juicio moral es todavía más
severo. Como se sabe, se trata de un comercio sin fronteras capaz de sobrepasar
incluso las de los bloques. Supera la división entre Oriente y Occidente y,
sobre todo, la que hay entre Norte y Sur, llegando hasta los diversos
componentes de la parte meridional del mundo. Nos hallamos así ante un fenómeno
extraño: mientras las ayudas económicas y los planes de desarrollo tropiezan
con el obstáculo de barreras ideológicas insuperables, arancelarias y de
mercado, las armas de cualquier procedencia circulan con libertad casi absoluta
en las diversas partes del mundo. Y nadie ignora —como destaca el reciente
documento de la Pontificia Comisión Iustitia et Pax sobre la deuda internacional — que en algunos casos, los capitales prestados por el mundo
desarrollado han servido para comprar armamentos en el mundo subdesarrollado.
Si a
todo esto se añade el peligro tremendo, conocido por todos, que representan las
armas atómicas acumuladas hasta lo increíble, la conclusión lógica es la
siguiente: el panorama del mundo actual, incluso el económico, en vez de causar
preocupación por un verdadero desarrollo que conduzca a todos hacia una vida «más humana», —como deseaba la Encíclica (Populorum Progressio,20-21) — parece
destinado a encaminarnos más rápidamente hacia la muerte.
Las
consecuencias de este estado de cosas se manifiestan en el acentuarse de una
plaga típica y reveladora de los desequilibrios y conflictos del mundo
contemporáneo: los millones de refugiados, a quienes las guerras, calamidades
naturales, persecuciones y discriminaciones de todo tipo han hecho perder casa,
trabajo, familia y patria. La tragedia de estas multitudes se refleja en el
rostro descompuesto de hombres, mujeres y niños que, en un mundo dividido e
inhóspito, no consiguen encontrar ya un hogar.
Ni se
pueden cerrar los ojos a otra dolorosa plaga del mundo actual: el fenómeno del
terrorismo, entendido como propósito de matar y destruir indistintamente
hombres y bienes, y crear precisamente un clima de terror y de inseguridad, a
menudo incluso con la captura de rehenes. Aun cuando se aduce como motivación
de esta actuación inhumana cualquier ideología o la creación de una sociedad
mejor, los actos de terrorismo nunca son justificables. Pero mucho menos lo son
cuando, como sucede hoy, tales decisiones y actos, que a veces llegan a
verdaderas mortandades, ciertos secuestros de personas inocentes y ajenas a los
conflictos, se proponen un fin propagandístico en favor de la propia causa; o,
peor aún, cuando son un fin en sí mismos, de forma que se mata sólo por matar.
Ante tanto horror y tanto sufrimiento siguen siendo siempre válidas las palabras
que pronuncié hace algunos años y que quisiera repetir una vez más: «El cristianismo prohíbe ... el recurso a las vías del odio, al asesinato depersonas indefensas y a los métodos del terrorismo».
25. A
este respecto conviene hacer una referencia al problema demográfico y a la
manera cómo se trata hoy, siguiendo lo que Pablo VI indicó en su Encíclica (PP,37) y
lo que expuse más extensamente en la Exhortación Apostólica Familiaris consortio.
No se
puede negar la existencia —sobre todo en la parte Sur de nuestro planeta— de un
problema demográfico que crea dificultades al desarrollo. Es preciso afirmar
enseguida que en la parte Norte este problema es de signo inverso: aquí lo que
preocupa es la caída de la tasa de la natalidad, con repercusiones en el envejecimiento
de la población, incapaz incluso de renovarse biológicamente. Fenómeno éste
capaz de obstaculizar de por sí el desarrollo. Como tampoco es exacto afirmar
que tales dificultades provengan solamente del crecimiento demográfico; no está
demostrado siquiera que cualquier crecimiento demográfico sea incompatible con
un desarrollo ordenado.
Por
otra parte, resulta muy alarmante constatar en muchos Países el lanzamiento de
campañas sistemáticas contra la natalidad, por iniciativa de sus Gobiernos, en
contraste no sólo con la identidad cultural y religiosa de los mismos Países,
sino también con la naturaleza del verdadero desarrollo. Sucede a menudo que
tales campañas son debidas a presiones y están financiadas por capitales
provenientes del extranjero y, en algún caso, están subordinadas a las mismas y
a la asistencia económico-financiera. En todo caso, se trata de una falta
absoluta de respeto por la libertad de decisión de las personas afectadas,
hombres y mujeres, sometidos a veces a intolerables presiones, incluso
económicas para someterlas a esta nueva forma de opresión. Son las poblaciones
más pobres las que sufren los atropellos, y ello llega a originar en ocasiones
la tendencia a un cierto racismo, o favorece la aplicación de ciertas formas de
eugenismo, igualmente racistas.
También
este hecho, que reclama la condena más enérgica, es indicio de una concepción
errada y perversa del verdadero desarrollo humano.
26.
Este panorama, predominantemente negativo, sobre la situación real del
desarrollo en el mundo contemporáneo, no sería completo si no señalara la
existencia de aspectos positivos.
El
primero es la "plena conciencia, en muchísimos hombres y mujeres, de su propia
dignidad y de la de cada ser humano". Esta conciencia se expresa, por ejemplo,
en una viva preocupación por el respeto de los derechos humanos y en el más
decidido rechazo de sus violaciones. De esto es un signo revelador el número de
asociaciones privadas, algunas de alcance mundial, de reciente creación, y casi
todas comprometidas en seguir con extremo cuidado y loable objetividad los
acontecimientos internacionales en un campo tan delicado.
En este
sentido hay que reconocer la influencia ejercida por la Declaración de los Derechos Humanos, promulgada hace casi cuarenta años por la Organización de las
Naciones Unidas. Su misma existencia y su aceptación progresiva por la comunidad
internacional son ya testimonio de una mayor conciencia que se está imponiendo.
Lo mismo cabe decir —siempre en el campo de los derechos humanos— sobre los
otros instrumentos jurídicos de la misma Organización de las Naciones Unidas o
de otros Organismos internacionales (Redemptor hominis,17).
La
conciencia de la que hablamos no se refiere solamente a los individuos, sino
también a las Naciones y a los pueblos, los cuales, como entidades con una
determinada identidad cultural, son particularmente sensibles a la conservación,
libre gestión y promoción de su precioso patrimonio.
Aquí se
inserta también, como signo del respeto por la vida, —no obstante todas las
tentaciones por destruirla, desde el aborto a la eutanasia— la "preocupación
concomitante por la paz; y, una vez más, se es consciente de que ésta es
indivisible: o es de todos, o de nadie". Una paz que exige, cada vez más, el
respeto riguroso de la justicia, y, por consiguiente, la distribución
equitativa de los frutos del verdadero desarrollo (Populorum progresio,76).
Entre
las señales positivas del presente, hay que señalar igualmente la "mayor conciencia
de la limitación de los recursos disponibles, la necesidad de respetar la
integridad y los ritmos de la naturaleza y de tenerlos en cuenta en la
programación del desarrollo", en lugar de sacrificarlo a ciertas concepciones
demagógicas del mismo. Es lo que hoy se llama la preocupación ecológica.
Es
justo reconocer también el "empeño de gobernantes, políticos, economistas,
sindicalistas, hombres de ciencia y funcionarios internacionales —muchos de
ellos inspirados por su fe religiosa— por resolver generosamente con no pocos
sacrificios personales, los males del mundo" y procurar por todos los medios que
un número cada vez mayor de hombres y mujeres disfruten del beneficio de la paz
y de una calidad de vida digna de este hombre.
A ello
contribuyen en gran medida las grandes Organizaciones internacionales y algunas
Organizaciones regionales, cuyos esfuerzos conjuntos permiten intervenciones de
mayor eficacia.
Gracias
a estas aportaciones, algunos Países del Tercer Mundo, no obstante el peso de
numerosos condicionamientos negativos, han logrado alcanzar una cierta
autosuficiencia alimentaria, o un grado de industrialización que les permite
subsistir dignamente y garantizar fuentes de trabajo a la población activa.
Por
consiguiente, no todo es negativo en el mundo contemporáneo —y no podía ser de
otra manera— porque la Providencia del Padre celestial vigila con amor también
sobre nuestras preocupaciones diarias (cf. Mt 6,25-32; 10,23-31; Lc 12,6-7;
22,20); es más, los valores positivos señalados revelan una nueva preocupación
moral, sobre todo en orden a los grandes problemas humanos, como son el
desarrollo y la paz.
Esta
realidad me mueve a reflexionar sobre la verdadera naturaleza del desarrollo de
los pueblos, de acuerdo con la Encíclica cuyo aniversario celebramos, y como
homenaje a su enseñanza.
IV. EL
AUTÉNTICO DESARROLLO HUMANO.
27. La
mirada que la Encíclica invita a dar sobre el mundo contemporáneo nos hace
constatar, ante todo, que el desarrollo no es un proceso rectilíneo, casi
automático y de por sí ilimitado, como si, en ciertas condiciones, el género
humano marchara seguro hacia una especie de perfección indefinida (Familiaris consortio,6). Esta
concepción —unida a una noción de «progreso» de connotaciones filosóficas de
tipo iluminista, más bien que a la de «desarrollo», usada en sentido
específicamente económico-social— parece puesta ahora seriamente en duda, sobre
todo después de la trágica experiencia de las dos guerras mundiales, de la
destrucción planeada y en parte realizada de poblaciones enteras y del peligro
atómico que amenaza. A un ingenuo optimismo mecanicista le reemplaza una
fundada inquietud por el destino de la humanidad.
28.
Pero al mismo tiempo ha entrado en crisis la misma concepción «económica» o «economicista» vinculada a la palabra desarrollo. En efecto, hoy se comprende
mejor que la mera acumulación de bienes y servicios, incluso en favor de una
mayoría, no basta para proporcionar la felicidad humana. Ni, por consiguiente,
la disponibilidad de múltiples beneficios reales, aportados en los tiempos
recientes por la ciencia y la técnica, incluida la informática, traen consigo
la liberación de cualquier forma de esclavitud. Al contrario, la experiencia de
los últimos años demuestra que si toda esta considerable masa de recursos y
potencialidades, puestas a disposición del hombre, no es regida por un objetivo
moral y por una orientación que vaya dirigida al verdadero bien del género
humano, se vuelve fácilmente contra él para oprimirlo.
Debería
ser altamente instructiva una constatación desconcertante de este período más
reciente: junto a las miserias del subdesarrollo, que son intolerables, nos
encontramos con una especie de superdesarrollo, igualmente inaceptable porque,
como el primero, es contrario al bien y a la felicidad auténtica. En efecto,
este superdesarrollo, consistente en la excesiva disponibilidad de toda clase
de bienes materiales para algunas categorías sociales, fácilmente hace a los
hombres esclavos de la «posesión» y del goce inmediato, sin otro horizonte
que la multiplicación o la continua sustitución de los objetos que se poseen
por otros todavía más perfectos. Es la llamada civilización del «consumo» o consumismo, que comporta tantos «desechos» o «basuras». Un objeto poseído,
y ya superado por otro más perfecto, es descartado simplemente, sin tener en
cuenta su posible valor permanente para uno mismo o para otro ser humano más
pobre.
Todos
somos testigos de los tristes efectos de esta ciega sumisión al mero consumo:
en primer término, una forma de materialismo craso, y al mismo tiempo una
radical insatisfacción, porque se comprende rápidamente que, —si no se está
prevenido contra la inundación de mensajes publicitarios y la oferta incesante
y tentadora de productos— cuanto más se posee más se desea, mientras las
aspiraciones más profundas quedan sin satisfacer, y quizás incluso sofocadas.
La
Encíclica del Papa Pablo VI señalaba esta diferencia, hoy tan frecuentemente
acentuada, entre el «tener» y el «ser» (Populorum progressio,19) que el Concilio Vaticano II había
expresado con palabras precisas (Gaudium et Spes,35). «Tener» objetos y bienes no perfecciona de
por sí al sujeto, si no contribuye a la maduración y enriquecimiento de su «ser», es decir, a la realización de la vocación humana como tal.
Ciertamente,
la diferencia entre «ser» y «tener», y el peligro inherente a una mera
multiplicación o sustitución de cosas poseídas respecto al valor del «ser»,
no debe transformarse necesariamente en una antinomia. Una de las mayores
injusticias del mundo contemporáneo consiste precisamente en esto: en que son
relativamente pocos los que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada.
Es la injusticia de la mala distribución de los bienes y servicios destinados
originariamente a todos.
Este es
pues el cuadro: están aquéllos —los pocos que poseen mucho— que no llegan
verdaderamente a «ser», porque, por una inversión de la jerarquía de los
valores, se encuentran impedidos por el culto del «tener»; y están los otros
—los muchos que poseen poco o nada— los cuales no consiguen realizar su
vocación humana fundamental al carecer de los bienes indispensables.
El mal
no consiste en el «tener» como tal, sino en el poseer que no respeta la
calidad y la ordenada jerarquía de los bienes que se tienen. Calidad y
jerarquía que derivan de la subordinación de los bienes y de su disponibilidad
al «ser» del hombre y a su verdadera vocación.
Con
esto se demuestra que si el desarrollo tiene una necesaria dimensión económica,
puesto que debe procurar al mayor número posible de habitantes del mundo la
disponibilidad de bienes indispensables para «ser», sin embargo no se agota
con esta dimensión. En cambio, si se limita a ésta, el desarrollo se vuelve
contra aquéllos mismos a quienes se desea beneficiar.
Las
características de un desarrollo pleno, «más humano», el cual —sin negar las
necesidades económicas— procure estar a la altura de la auténtica vocación del
hombre y de la mujer, han sido descritas por Pablo VI (Populorum progressio, 20-21).
29. Por
eso, un desarrollo no solamente económico se mide y se orienta según esta
realidad y vocación del hombre visto globalmente, es decir, según un propio
parámetro interior. Este, ciertamente, necesita de los bienes creados y de los
productos de la industria, enriquecida constantemente por el progreso
científico y tecnológico. Y la disponibilidad siempre nueva de los bienes
materiales, mientras satisface las necesidades, abre nuevos horizontes. El
peligro del abuso consumístico y de la aparición de necesidades artificiales,
de ninguna manera deben impedir la estima y utilización de los nuevos bienes y
recursos puestos a nuestra disposición. Al contrario, en ello debemos ver un
don de Dios y una respuesta a la vocación del hombre, que se realiza plenamente
en Cristo.
Mas
para alcanzar el verdadero desarrollo es necesario no perder de vista dicho
parámetro, que está en la naturaleza específica del hombre, creado por Dios a
su imagen y semejanza (cf. Gén 1,26). Naturaleza corporal y espiritual,
simbolizada en el segundo relato de la creación por dos elementos: la tierra,
con la que Dios modela al hombre, y el hálito de vida infundido en su rostro
(cf. Gén 2,7).
El
hombre tiene así una cierta afinidad con las demás creaturas: está llamado a
utilizarlas, a ocuparse de ellas y —siempre según la narración del Génesis (2,15)— es colocado en el jardín para cultivarlo y custodiarlo, por encima de
todos los demás seres puestos por Dios bajo su dominio.
Pero al mismo tiempo, el hombre debe someterse a la voluntad de Dios, que le pone
límites en el uso y dominio de las cosas (cf. Gn. 2,16 s.), a la par que le
promete la inmortalidad (cf. Gn. 2,9; Sab 2,23). El hombre, pues, al ser
imagen de Dios, tiene una verdadera afinidad con El. Según esta enseñanza, el
desarrollo no puede consistir solamente en el uso, dominio y posesión
indiscriminada de las cosas creadas y de los productos de la industria humana,
sino más bien en subordinar la posesión, el dominio y el uso a la semejanza
divina del hombre y a su vocación a la inmortalidad. Esta es la realidad
trascendente del ser humano, la cual desde el principio aparece participada por
una pareja, hombre y mujer (cf. Gén 1,27), y es por consiguiente
fundamentalmente social.
30.
Según la Sagrada Escritura, pues, la noción de desarrollo no es solamente «laica» o «profana», sino que aparece también, aunque con una fuerte
acentuación socioeconómica, como la expresión moderna de una dimensión esencial
de la vocación del hombre. En efecto, el hombre no ha sido creado, por así
decir, inmóvil y estático. La primera presentación que de él ofrece la Biblia,
lo describe ciertamente como creatura y como imagen, determinada en su realidad
profunda por el origen y el parentesco que lo constituye. Pero esto mismo pone
en el ser humano, hombre y mujer, el germen y la exigencia de una tarea
originaria a realizar, cada uno por separado y también como pareja. La tarea es
«dominar» las demás creaturas, «cultivar el jardín»; pero hay que hacerlo
en el marco de obediencia a la ley divina y, por consiguiente, en el respeto de
la imagen recibida, fundamento claro del poder de dominio, concedido en orden a
su perfeccionamiento (cf. Gén 1,26-30; 2,15 s.; Sab 9,2 s.).
Cuando
el hombre desobedece a Dios y se niega a someterse a su potestad, entonces la naturaleza
se le rebela y ya no le reconoce como señor, porque ha empañado en sí mismo la
imagen divina. La llamada a poseer y usar lo creado permanece siempre válida,
pero después del pecado su ejercicio será arduo y lleno de sufrimientos (cf.
Gén 3,17-19).
En
efecto, el capítulo siguiente del Génesis nos presenta la descendencia de Caín,
la cual construye una ciudad, se dedica a la ganadería, a las artes (la música)
y a la técnica (la metalurgia), y al mismo tiempo se empezó a «invocar el
nombre del Señor» (cf. Gn. 4,17-26).
La
historia del género humano, descrita en la Sagrada Escritura, incluso después
de la caída en el pecado, es una historia de continuas realizaciones que,
aunque puestas siempre en crisis y en peligro por el pecado, se repiten, enriquecen
y se difunden como respuesta a la vocación divina señalada desde el principio
al hombre y a la mujer (cf. Gén 1,26-28) y grabada en la imagen recibida por
ellos.
Es
lógico concluir, al menos para quienes creen en la Palabra de Dios, que el «desarrollo» actual debe ser considerado como un momento de la historia
iniciada en la creación y constantemente puesta en peligro por la infidelidad a
la voluntad del Creador, sobre todo por la tentación de la idolatría, pero que
corresponde fundamentalmente a las premisas iniciales. Quien quisiera renunciar
a la tarea, difícil pero exaltante, de elevar la suerte de todo el hombre y de
todos los hombre, bajo el pretexto del peso de la lucha y del esfuerzo
incesante de superación, o incluso por la experiencia de la derrota y del
retorno al punto de partida, faltaría a la voluntad de Dios Creador. Bajo este
aspecto en la Encíclica Laborem exercens me he referido a la vocación del hombre
al trabajo, para subrayar el concepto de que siempre es él el protagonista del
desarrollo.
Más
aún, el mismo Señor Jesús, en la parábola de los talentos pone de relieve el
trato severo reservado al que osó esconder el talento recibido: «Siervo malo y
perezoso, sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí...
Quitadle, por tanto, su talento y dádselo al que tiene los diez talentos» (Mt
25,26-28). A nosotros, que recibimos los dones de Dios para hacerlos
fructificar, nos toca «sembrar» y «recoger». Si no lo hacemos, se nos
quitará incluso lo que tenemos.
Meditar
sobre estas severas palabras nos ayudará a comprometernos más resueltamente en
el deber, hoy urgente para todos, de cooperar en el desarrollo pleno de los
demás: «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres» (Populorum progressio,42).
31. La
fe en Cristo Redentor, mientras ilumina interiormente la naturaleza del
desarrollo, guía también en la tarea de colaboración. En la Carta de San Pablo
a los Colosenses leemos que Cristo es «el primogénito de toda la creación» y
que «todo fue creado por él y para él» (Col.1,15-16). En efecto, «todo tiene en
él su consistencia» porque «Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la
plenitud y reconciliar por él y para él todas las cosas». (Col. 1,20).
En este
plan divino, que comienza desde la eternidad en Cristo, «Imagen» perfecta del
Padre, y culmina en él, «Primogénito de entre los muertos» (Col. 1,15.18), se inserta nuestra historia, marcada por nuestro esfuerzo personal y colectivo
por elevar la condición humana, vencer los obstáculos que surgen siempre en
nuestro camino, disponiéndonos así a participar en la plenitud que « reside en
el Señor » y que la comunica «a su Cuerpo, la Iglesia» (Col. 1,18; cf. Ef
1,22-23), mientras el pecado, que siempre nos acecha y compromete nuestras
realizaciones humanas, es vencido y rescatado por la «reconciliación» obrada
por Cristo (cf. Col 1,20).
Aquí se
abren las perspectivas. El sueño de un «progreso indefinido» se verifica,
transformado radicalmente por la nueva óptica que abre la fe cristiana,
asegurándonos que este progreso es posible solamente porque Dios Padre ha
decidido desde el principio hacer al hombre partícipe de su gloria en
Jesucristo resucitado, porque «en él tenemos por medio de su sangre el perdón
de los delitos» (Ef 1,7), y en él ha querido vencer al pecado y hacerlo
servir para nuestro bien más grande, que supera infinitamente lo que el
progreso podría realizar.
Podemos
decir, pues, —mientras nos debatimos en medio de las oscuridades y carencias
del subdesarrollo y del superdesarrollo— que un día, cuando a este ser
corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de
inmortalidad (1 Cor 15,54), cuando el Señor «entregue a Dios Padre el Reino» (1 Cor 15,24), todas las obras y acciones, dignas del hombre, serán
rescatadas.
Además,
esta concepción de la fe explica claramente por qué la Iglesia se preocupa de
la problemática del desarrollo, lo considera un deber de su ministerio pastoral,
y ayuda a todos a reflexionar sobre la naturaleza y las características del
auténtico desarrollo humano. Al hacerlo, desea por una parte, servir al plan
divino que ordena todas las cosas hacia la plenitud que reside en Cristo (cf.
Col 1,19) y que él comunicó a su Cuerpo, y por otra, responde a la vocación
fundamental de «sacramento; o sea, signo e instrumento de la íntima unión con
Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium,1).
Algunos
Padres de la Iglesia se han inspirado en esta visión para elaborar, de forma
original, su concepción del sentido de la historia y del trabajo humano, como
encaminado a un fin que lo supera y definido siempre por su relación con la
obra de Cristo. En otras palabras, es posible encontrar en la enseñanza
patrística una visión optimista de la historia y del trabajo, o sea, del valor
perenne de las auténticas realizaciones humanas, en cuanto rescatadas por
Cristo y destinadas al Reino prometido. Así, pertenece a la enseñanza y a la
praxis más antigua de la Iglesia la convicción de que ella misma, sus ministros
y cada uno de sus miembros, están llamados a aliviar la miseria de los que
sufren cerca o lejos, no sólo con lo «superfluo», sino con lo «necesario».
Ante los casos de necesidad, no se debe dar preferencia a los adornos
superfluos de los templos y a los objetos preciosos del culto divino; al
contrario, podría ser obligatorio enajenar estos bienes para dar pan, bebida,
vestido y casa a quien carece de ello. Como ya se ha dicho, se nos presenta
aquí una «jerarquía de valores» —en el marco del derecho de propiedad— entre
el «tener» y el «ser», sobre todo cuando el «tener» de algunos puede ser
a expensas del «ser» de tantos otros.
El Papa
Pablo VI, en su Encíclica, sigue esta enseñanza, inspirándose en la Constitución
pastoral Gaudium et spes y ésta en textos como el de 1 Jn 3,17. Por mi parte, deseo insistir también sobre su
gravedad y urgencia, pidiendo al Señor fuerza para todos los cristianos a fin
de poder pasar fielmente a su aplicación práctica.
32. La
obligación de empeñarse por el desarrollo de los pueblos no es un deber
solamente individual, ni mucho menos individualista, como si se pudiera
conseguir con los esfuerzos aislados de cada uno. Es un imperativo para todos y
cada uno de los hombres y mujeres, para las sociedades y las naciones, en
particular para la Iglesia católica y para las otras Iglesias y Comunidades
eclesiales, con las que estamos plenamente dispuestos a colaborar en este
campo. En este sentido, así como nosotros los católicos invitamos a los
hermanos separados a participar en nuestras iniciativas, del mismo modo nos
declaramos dispuestos a colaborar en las suyas, aceptando las invitaciones que
nos han dirigido. En esta búsqueda del desarrollo integral del hombre podemos
hacer mucho también con los creyentes de las otras religiones, como en realidad
ya se está haciendo en diversos lugares. En efecto, la cooperación al
desarrollo de todo el hombre y de cada hombre es un deber de todos para con
todos y, al mismo tiempo, debe ser común a las cuatro partes del mundo: Este y
Oeste, Norte y Sur; o, a los diversos «mundos», como suele decirse hoy. De lo
contrario, si trata de realizarlo en una sola parte, o en un solo mundo, se
hace a expensas de los otros; y allí donde comienza, se hipertrofia y se
pervierte al no tener en cuenta a los demás. Los pueblos y las Naciones también
tienen derecho a su desarrollo pleno, que, si bien implica —como se ha dicho—
los aspectos económicos y sociales, debe comprender también su identidad
cultural y la apertura a lo trascendente. Ni siquiera la necesidad del
desarrollo puede tomarse como pretexto para imponer a los demás el propio modo
de vivir o la propia fe religiosa.
33. No
sería verdaderamente digno del hombre un tipo de desarrollo que no respetara y
promoviera los derechos humanos, personales y sociales, económicos y políticos,
incluidos los derechos de las Naciones y de los pueblos.
Hoy,
quizá más que antes, se percibe con mayor claridad la contradicción intrínseca
de un desarrollo que fuera solamente económico. Este subordina fácilmente la
persona humana y sus necesidades más profundas a las exigencias de la
planificación económica o de la ganancia exclusiva.
La
conexión intrínseca entre desarrollo auténtico y respeto de los derechos del
hombre, demuestra una vez más su carácter moral: la verdadera elevación del
hombre, conforme a la vocación natural e histórica de cada uno, no se alcanza
explotando solamente la abundancia de bienes y servicios, o disponiendo de
infraestructuras perfectas.
Cuando
los individuos y las comunidades no ven rigurosamente respetadas las exigencias
morales, culturales y espirituales fundadas sobre la dignidad de la persona y
sobre la identidad propia de cada comunidad, comenzando por la familia y las
sociedades religiosas, todo lo demás —disponibilidad de bienes, abundancia de
recursos técnicos aplicados a la vida diaria, un cierto nivel de bienestar
material— resultará insatisfactorio y, a la larga, despreciable. Lo dice
claramente el Señor en el Evangelio, llamando la atención de todos sobre la
verdadera jerarquía de valores: «¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo
entero, si arruina su vida?» (Mt 16, 26).
El
verdadero desarrollo, según las exigencias propias del ser humano, hombre o
mujer, niño, adulto o anciano, implica sobre todo por parte de cuantos
intervienen activamente en ese proceso y son sus responsables, una viva
conciencia del valor de los derechos de todos y de cada uno, así como de la
necesidad de respetar el derecho de cada uno a la utilización plena de los
beneficios ofrecidos por la ciencia y la técnica. En el orden interno de cada
Nación, es muy importante que sean respetados todos los derechos: especialmente
el derecho a la vida en todas las fases de la existencia; los derechos de la
familia, como comunidad social básica o «célula de la sociedad»; la justicia
en las relaciones laborales; los derechos concernientes a la vida de la
comunidad política en cuanto tal, así como los basados en la vocación
trascendente del ser humano, empezando por el derecho a la libertad de profesar
y practicar el propio credo religioso.
En el
orden internacional, o sea, en las relaciones entre los Estados o, según el
lenguaje corriente, entre los diversos «mundos», es necesario el pleno
respeto de la identidad de cada pueblo, con sus características históricas y
culturales. Es indispensable además, como ya pedía la Encíclica Populorum Progressio (PP,47) que se reconozca a cada pueblo igual derecho a «sentarse a la mesa
del banquete común», en lugar de yacer a la puerta como Lázaro, mientras «los perros vienen y lamen las llagas» (cf. Lc 16,21). Tanto los pueblos como
las personas individualmente deben disfrutar de una igualdad fundamental (Gaudium et Spes,29) sobre la que se basa, por ejemplo, la Carta de la Organización de las Naciones
Unidas: igualdad que es el fundamento del derecho de todos a la participación
en el proceso de desarrollo pleno. Para ser tal, el desarrollo debe realizarse
en el marco de la solidaridad y de la libertad, sin sacrificar nunca la una a
la otra bajo ningún pretexto. El carácter moral del desarrollo y la necesidad
de promoverlo son exaltados cuando se respetan rigurosamente todas las
exigencias derivadas del orden de la verdad y del bien propios de la creatura
humana. El cristiano, además, educado a ver en el hombre la imagen de Dios,
llamado a la participación de la verdad y del bien que es Dios mismo, no
comprende un empeño por el desarrollo y su realización sin la observancia y el
respeto de la dignidad única de esta «imagen». En otras palabras, el
verdadero desarrollo debe fundarse en el amor a Dios y al prójimo, y favorecer
las relaciones entre los individuos y las sociedades. Esta es la « civilización
del amor », de la que hablaba con frecuencia el Papa Pablo VI.
La
primera consiste en la conveniencia de tomar mayor conciencia de que no se
pueden utilizar impunemente las diversas categorías de seres, vivos o
inanimados —animales, plantas, elementos naturales— como mejor apetezca, según
las propias exigencias económicas. Al contrario, conviene tener en cuenta la
naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema ordenado, que es
precisamente el cosmos.
La
segunda consideración se funda, en cambio, en la convicción, cada vez mayor
también de la limitación de los recursos naturales, algunos de los cuales no
son, como suele decirse, renovables. Usarlos como si fueran inagotables, con
dominio absoluto, pone seriamente en peligro su futura disponibilidad, no sólo
para la generación presente, sino sobre todo para las futuras.
La
tercera consideración se refiere directamente a las consecuencias de un cierto
tipo de desarrollo sobre la calidad de la vida en las zonas industrializadas.
Todos sabemos que el resultado directo o indirecto de la industrialización es,
cada vez más, la contaminación del ambiente, con graves consecuencias para la
salud de la población.
Una vez
más, es evidente que el desarrollo, así como la voluntad de planificación que
lo dirige, el uso de los recursos y el modo de utilizarlos no están exentos de
respetar las exigencias morales. Una de éstas impone sin duda límites al uso de
la naturaleza visible. El dominio confiado al hombre por el Creador no es un
poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de «usar y abusar», o de
disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo
Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de «comer del fruto del árbol» (cf. Gén 2,16 s.), muestra claramente que, ante la
naturaleza visible, estamos sometidos a leyes no sólo biológicas sino también
morales, cuya transgresión no queda impune. Una justa concepción del desarrollo
no puede prescindir de estas consideraciones —relativas al uso de los elementos
de la naturaleza, a la renovabilidad de los recursos y a las consecuencias de
una industrialización desordenada—, las cuales ponen ante nuestra conciencia la
dimensión moral, que debe distinguir el desarrollo (Octogesima Adveniens,21).
V. UNA
LECTURA TEOLÓGICA DE LOS
PROBLEMAS MODERNOS.
36. Por
tanto, hay que destacar que un mundo dividido en bloques, presididos a su vez
por ideologías rígidas, donde en lugar de la interdependencia y la solidaridad,
dominan diferentes formas de imperialismo, no es más que un mundo sometido a
estructuras de pecado. La suma de factores negativos, que actúan contrariamente
a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de
favorecerlo, parece crear, en las personas e instituciones, un obstáculo
difícil de superar (Gaudium et Spes 25). Si la situación actual hay que atribuirla a dificultades
de diversa índole, se debe hablar de «estructuras de pecado», las cuales —como
ya he dicho en la Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia— se
fundan en el pecado personal y, por consiguiente, están unidas siempre a actos
concretos de las personas, que las introducen, y hacen difícil su
eliminación (RP,16). Y así estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son
fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres.
«Pecado» y «estructuras de pecado», son categorías que no se aplican
frecuentemente a la situación del mundo contemporáneo. Sin embargo, no se puede
llegar fácilmente a una comprensión profunda de la realidad que tenemos ante
nuestros ojos, sin dar un nombre a la raíz de los males que nos aquejan.
Se
puede hablar ciertamente de «egoísmo» y de «estrechez de miras». Se puede
hablar también de «cálculos políticos errados» y de «decisiones económicas
imprudentes». Y en cada una de estas calificaciones se percibe una resonancia
de carácter ético-moral. En efecto la condición del hombre es tal que resulta
difícil analizar profundamente las acciones y omisiones de las personas sin que
implique, de una u otra forma, juicios o referencias de orden ético.
Esta
valoración es de por sí positiva, sobre todo si llega a ser plenamente
coherente y si se funda en la fe en Dios y en su ley, que ordena el bien y
prohíbe el mal.
En esto
está la diferencia entre la clase de análisis socio-político y la referencia
formal al «pecado» y a las «estructuras de pecado». Según esta última
visión, se hace presente la voluntad de Dios tres veces Santo, su plan sobre
los hombres, su justicia y su misericordia. Dios «rico en misericordia», «Redentor del hombre», «Señor y dador de vida», exige de los hombres
actitudes precisas que se expresan también en acciones u omisiones ante el
prójimo. Aquí hay una referencia a la llamada «segunda tabla» de los diez
Mandamientos (cf. Ex 20,12-17; Dt 5,16-21). Cuando no se cumplen éstos se
ofende a Dios y se perjudica al prójimo, introduciendo en el mundo
condicionamientos y obstáculos que van mucho más allá de las acciones y de la
breve vida del individuo. Afectan asimismo al desarrollo de los pueblos, cuya
aparente dilación o lenta marcha debe ser juzgada también bajo esta luz.
37. A
este análisis genérico de orden religioso se pueden añadir algunas
consideraciones particulares, para indicar que entre las opiniones y actitudes
opuestas a la voluntad divina y al bien del prójimo y las «estructuras» que
conllevan, dos parecen ser las más características: el afán de ganancia
exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con el propósito de
imponer a los demás la propia voluntad. A cada una de estas actitudes podría
añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión: «a cualquier precio».
En otras palabras, nos hallamos ante la absolutización de actitudes humanas,
con todas sus posibles consecuencias.
Ambas
actitudes, aunque sean de por sí separables y cada una pueda darse sin la otra,
se encuentran —en el panorama que tenemos ante nuestros ojos— indisolublemente
unidas, tanto si predomina la una como la otra.
Y como
es obvio, no son solamente los individuos quienes pueden ser víctimas de estas
dos actitudes de pecado pueden serlo también las Naciones y los bloques. Y esto
favorece mayormente la introducción de las «estructuras de pecado», de las
cuales he hablado antes. Si ciertas formas de «imperialismo» moderno se
consideraran a la luz de estos criterios morales, se descubriría que bajo
ciertas decisiones, aparentemente inspiradas solamente por la economía o la
política, se ocultan verdaderas formas de idolatría: dinero, ideología, clase
social y tecnología.
He
creído oportuno señalar este tipo de análisis, ante todo para mostrar cuál es
la naturaleza real del mal al que nos enfrentamos en la cuestión del desarrollo
de los pueblos; es un mal moral, fruto de muchos pecados que llevan a «estructuras de pecado». Diagnosticar el mal de esta manera es también
identificar adecuadamente, a nivel de conducta humana, el camino a seguir para
superarlo.
38.
Este camino es largo y complejo y además está amenazado constantemente tanto por
la intrínseca fragilidad de los propósitos y realizaciones humanas, cuanto por
la mutabilidad de las circunstancias externas tan imprevisibles. Sin embargo,
debe ser emprendido decididamente y, en donde se hayan dado ya algunos pasos, o
incluso recorrido una parte del mismo, seguirlo hasta el final. En el plano de
la consideración presente, la decisión de emprender ese camino o seguir
avanzando implica ante todo un valor moral, que los hombres y mujeres creyentes
reconocen como requerido por la voluntad de Dios, único fundamento verdadero de
una ética absolutamente vinculante.
Es de
desear que también los hombres y mujeres sin una fe explícita se convenzan de
que los obstáculos opuestos al pleno desarrollo no son solamente de orden
económico, sino que dependen de actitudes más profundas que se traducen, para
el ser humano, en valores absolutos. En este sentido, es de esperar que todos
aquéllos que, en una u otra medida, son responsables de una «vida más humana»
para sus semejantes —estén inspirados o no por una fe religiosa— se den cuenta
plenamente de la necesidad urgente de un cambio en las actitudes espirituales
que definen las relaciones de cada hombre consigo mismo, con el prójimo, con
las comunidades humanas, incluso las más lejanas y con la naturaleza; y ello en
función de unos valores superiores, como el bien común, o el pleno desarrollo «de todo el hombre y de todos los hombres», según la feliz expresión de la
Encíclica (Populorum Progressio,42).
Para
los cristianos, así como para quienes la palabra «pecado» tiene un
significado teológico preciso, este cambio de actitud o de mentalidad, o de
modo de ser, se llama, en el lenguaje bíblico: «conversión» (cf. Mc 1,15; Lc
13,35; Is 30,15). Esta conversión indica especialmente relación a Dios, al
pecado cometido, a sus consecuencias, y, por tanto, al prójimo, individuo o
comunidad. Es Dios, en «cuyas manos están los corazones de los poderosos», y los de todos, quien puede, según su promesa, transformar por obra de su
Espíritu los «corazones de piedra», en «corazones de carne» (cf. Ez 36,
26).
En el
camino hacia esta deseada conversión hacia la superación de los obstáculos
morales para el desarrollo, se puede señalar ya, como un valor positivo y
moral, la conciencia creciente de la interdependencia entre los hombres y entre
las Naciones. El hecho de que los hombres y mujeres, en muchas partes del
mundo, sientan como propias las injusticias y las violaciones de los derechos
humanos cometidas en países lejanos, que posiblemente nunca visitarán, es un
signo más de que esta realidad es transformada en conciencia, que adquiere así
una connotación moral.
Ante
todo se trata de la interdependencia, percibida como sistema determinante de
relaciones en el mundo actual, en sus aspectos económico, cultural, político y
religioso, y asumida como categoría moral. Cuando la interdependencia es
reconocida así, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y
como «virtud», es la solidaridad. Esta no es, pues, un sentimiento
superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario,
es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es
decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente
responsables de todos. Esta determinación se funda en la firme convicción de
que lo que frena el pleno desarrollo es aquel afán de ganancia y aquella sed de
poder de que ya se ha hablado. Tales «actitudes y estructuras de pecado»
solamente se vencen —con la ayuda de la gracia divina— mediante una actitud
diametralmente opuesta: la entrega por el bien del prójimo, que está dispuesto
a «perderse», en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo, y a
«servirlo» en lugar de oprimirlo para el propio provecho (cf. Mt 10,40-42;
20,25; Mc 10,42-45; Lc 22,25-27).
39. El
ejercicio de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo cuando sus
miembros se reconocen unos a otros como personas. Los que cuentan más, al
disponer de una porción mayor de bienes y servicios comunes, han de sentirse
responsables de los más débiles, dispuestos a compartir con ellos lo que
poseen. Estos, por su parte, en la misma línea de solidaridad, no deben adoptar
una actitud meramente pasiva o destructiva del tejido social y, aunque
reivindicando sus legítimos derechos, han de realizar lo que les corresponde,
para el bien de todos. Por su parte, los grupos intermedios no han de insistir
egoísticamente en sus intereses particulares, sino que deben respetar los
intereses de los demás.
Signos
positivos del mundo contemporáneo son la creciente conciencia de solidaridad de
los pobres entre sí, así como también sus iniciativas de mutuo apoyo y su
afirmación pública en el escenario social, no recurriendo a la violencia, sino
presentando sus carencias y sus derechos frente a la ineficiencia o a la
corrupción de los poderes públicos. La Iglesia, en virtud de su compromiso
evangélico, se siente llamada a estar junto a esas multitudes pobres, a
discernir la justicia de sus reclamaciones y a ayudar a hacerlas realidad sin perder
de vista al bien de los grupos en función del bien común. El mismo criterio se
aplica, por analogía, en las relaciones internacionales. La interdependencia
debe convertirse en solidaridad, fundada en el principio de que los bienes de
la creación están destinados a todos. Y lo que la industria humana produce con
la elaboración de las materias primas y con la aportación del trabajo, debe
servir igualmente al bien de todos.
Superando
los imperialismos de todo tipo y los propósitos por mantener la propia
hegemonía, las Naciones más fuertes y más dotadas deben sentirse moralmente
responsables de las otras, con el fin de instaurar un verdadero sistema
internacional que se base en la igualdad de todos los pueblos y en el debido
respeto de sus legítimas diferencias. Los Países económicamente más débiles, o
que están en el límite de la supervivencia, asistidos por los demás pueblos y
por la comunidad internacional, deben ser capaces de aportar a su vez al bien
común sus tesoros de humanidad y de cultura, que de otro modo se perderían para
siempre.
La
solidaridad nos ayuda a ver al «otro» —persona, pueblo o Nación—, no como un
instrumento cualquiera para explotar a poco coste su capacidad de trabajo y
resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un «semejante» nuestro, una «ayuda» (cf. Gén 2,18. 20), para hacerlo partícipe, como
nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente
invitados por Dios. De aquí la importancia de despertar la conciencia religiosa
de los hombres y de los pueblos.
Se
excluyen así la explotación, la opresión y la anulación de los demás. Tales
hechos, en la presente división del mundo en bloques contrapuestos, van a
confluir en el peligro de guerra y en la excesiva preocupación por la propia
seguridad, frecuentemente a expensas de la autonomía, de la libre decisión y de
la misma integridad territorial de las Naciones más débiles, que se encuentran
en las llamadas «zonas de influencia» o en los «cinturones de seguridad».
Las «estructuras de pecado», y los pecados que conducen a ellas, se oponen con
igual radicalidad a la paz y al desarrollo, pues el desarrollo, según la
conocida expresión de la Encíclica de Pablo VI, es «el nuevo nombre de la paz» (Populorum Progressio,87).
De esta
manera, la solidaridad que proponemos es un camino hacia la paz y hacia el
desarrollo. En efecto, la paz del mundo es inconcebible si no se logra
reconocer, por parte de los responsable, que la interdependencia exige de por
sí la superación de la política de los bloques, la renuncia a toda forma de
imperialismo económico, militar o político, y la transformación de la mutua
desconfianza en colaboración. Este es, precisamente, el acto propio de la
solidaridad entre los individuos y entre las Naciones.
EL lema
del pontificado de mi venerado predecesor Pío XII era Opus iustitiae pax, la paz
como fruto de la justicia. Hoy se podría decir, con la misma exactitud y
análoga fuerza de inspiración bíblica (cf. Is 32,17; Sant 32,17), Opus
solidaritatis pax, la paz como fruto de la solidaridad. El objetivo de la paz, tan
deseada por todos, sólo se alcanzará con la realización de la justicia social e
internacional, y además con la práctica de las virtudes que favorecen la
convivencia y nos enseñan a vivir unidos, para construir juntos, dando y
recibiendo, una sociedad nueva y un mundo mejor.
40. La
solidaridad es sin duda una virtud cristiana. Ya en la exposición precedente se
podían vislumbrar numerosos puntos de contacto entre ella y la caridad, que es
signo distintivo de los discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35).
A la luz
de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí misma, al revestirse de las
dimensiones específicamente cristianas de gratuidad total, perdón y
reconciliación. Entonces el prójimo no es solamente un ser humano con sus
derechos y su igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la
imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo
la acción permanente del Espíritu Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea
enemigo, con el mismo amor con que le ama el Señor, y por él se debe estar
dispuestos al sacrificio, incluso extremo: «dar la vida por los hermanos»
(cf. 1 Jn 3,16).
Entonces
la conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los
hombres en Cristo, «hijos en el Hijo», de la presencia y acción vivificadora
del Espíritu Santo, conferirá a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio
para interpretarlo. Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes
y profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género
humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este
supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres
Personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra «comunión». Esta
comunión, específicamente cristiana, celosamente custodiada, extendida y
enriquecida con la ayuda del Señor, es el alma de la vocación de la Iglesia a
ser «sacramento», en el sentido ya indicado.
Por eso
la solidaridad debe cooperar en la realización de este designio divino, tanto a
nivel individual, como a nivel nacional e internacional. Los «mecanismos
perversos» y las «estructuras de pecado», de que hemos hablado, sólo podrán
ser vencidos mediante el ejercicio de la solidaridad humana y cristiana, a la
que la Iglesia invita y que promueve incansablemente. Sólo así tantas energías
positivas podrán ser dedicadas plenamente en favor del desarrollo y de la paz.
Muchos santos canonizados por la Iglesia dan admirable testimonio de esta
solidaridad y sirven de ejemplo en las difíciles circunstancias actuales. Entre
ellos deseo recordar a San Pedro Claver, con su servicio a los esclavos en
Cartagena de Indias, y a San Maximiliano María Kolbe, dando su vida por un
prisionero desconocido en el campo de concentración de Auschwitz-Oswiecim.
VI. ALGUNAS
ORIENTACIONES PARTICULARES.
41. La
Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer al problema del subdesarrollo
en cuanto tal, como ya afirmó el Papa Pablo VI, en su Encíclica (Populorum Progressio,87). En efecto,
no propone sistemas o programas económicos y políticos, ni manifiesta
preferencias por unos o por otros, con tal que la dignidad del hombre sea
debidamente respetada y promovida, y ella goce del espacio necesario para
ejercer su ministerio en el mundo. Pero la Iglesia es «experta en humanidad» (Populorum Progressio 13 y 81) y esto la mueve a extender necesariamente su misión religiosa a los
diversos campos en que los hombres y mujeres desarrollan sus actividades, en
busca de la felicidad, aunque siempre relativa, que es posible en este mundo,
de acuerdo con su dignidad de personas.
Siguiendo
a mis predecesores, he de repetir que el desarrollo para que sea auténtico, es
decir, conforme a la dignidad del hombre y de los pueblos, no puede ser
reducido solamente a un problema «técnico». Si se le reduce a esto, se le
despoja de su verdadero contenido y se traiciona al hombre y a los pueblos, a
cuyo servicio debe ponerse.
Por
esto la Iglesia tiene una palabra que decir, tanto hoy como hace veinte años,
así como en el futuro, sobre la naturaleza, condiciones exigencias y finalidades
del verdadero desarrollo y sobre los obstáculos que se oponen a él. Al hacerlo
así, cumple su misión evangelizadora, ya que da su primera contribución a la
solución del problema urgente del desarrollo cuando proclama la verdad sobre
Cristo, sobre sí misma y sobre el hombre, aplicándola a una situación
concreta (Discurso de Apertura de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano).
A este
fin la Iglesia utiliza como instrumento su doctrina social. En la difícil
coyuntura actual, para favorecer tanto el planteamiento correcto de los
problemas como sus soluciones mejores, podrá ayudar mucho un conocimiento más
exacto y una difusión más amplia del «conjunto de principios de reflexión, de
criterios de juicio y de directrices de acción» propuestos por su enseñanza.
Se
observará así inmediatamente, que las cuestiones que afrontamos son ante todo
morales; y que ni el análisis del problema del desarrollo como tal, ni los
medios para superar las presentes dificultades pueden prescindir de esta
dimensión esencial.
La
doctrina social de la Iglesia no es, pues, una «tercera vía» entre el
capitalismo liberal y el colectivismo marxista, y ni siquiera una posible
alternativa a otras soluciones menos contrapuestas radicalmente, sino que tiene
una categoría propia. No es tampoco una ideología, sino la cuidadosa
formulación del resultado de una atenta reflexión sobre las complejas
realidades de la vida del hombre en la sociedad y en el contexto internacional,
a la luz de la fe y de la tradición eclesial. Su objetivo principal es
interpretar esas realidades, examinando su conformidad o diferencia con lo que
el Evangelio enseña acerca del hombre y su vocación terrena y, a la vez,
trascendente, para orientar en consecuencia la conducta cristiana. Por tanto,
no pertenece al ámbito de la ideología, sino al de la teología y especialmente
de la teología moral.
La
enseñanza y la difusión de esta doctrina social forma parte de la misión
evangelizadora de la Iglesia. Y como se trata de una doctrina que debe orientar
la conducta de las personas, tiene como consecuencia el «compromiso por la
justicia» según la función, vocación y circunstancias de cada uno.
Al
ejercicio de este ministerio de evangelización en el campo social, que es un
aspecto de la función profética de la Iglesia, pertenece también la denuncia de
los males y de las injusticias. Pero conviene aclarar que el anuncio es siempre
mas importante que la denuncia, y que ésta no puede prescindir de aquél, que le
brinda su verdadera consistencia y la fuerza de su motivación más alta.
Entre
dichos temas quiero señalar aquí la opción o amor preferencial por los pobres.
Esta es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la
caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia. Se
refiere a la vida de cada cristiano, en cuanto imitador de la vida de Cristo,
pero se aplica igualmente a nuestras responsabilidades sociales y,
consiguientemente, a nuestro modo de vivir y a las decisiones que se deben
tomar coherentemente sobre la propiedad y el uso de los bienes.
Pero
hoy, vista la dimensión mundial que ha adquirido la cuestión social, este
amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de
abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin
cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor: no se puede
olvidar la existencia de esta realidad. Ignorarlo significaría parecernos al «rico epulón» que fingía no conocer al mendigo Lázaro, postrado a su puerta
(cf. Lc 16,19-31).
Nuestra
vida cotidiana, así como nuestras decisiones en el campo político y económico
deben estar marcadas por estas realidades. Igualmente los responsables de las
Naciones y los mismos Organismos internacionales, mientras han de tener siempre
presente como prioritaria en sus planes la verdadera dimensión humana, no han
de olvidar dar la precedencia al fenómeno de la creciente pobreza. Por
desgracia, los pobres, lejos de disminuir, se multiplican no sólo en los Países
menos desarrollados sino también en los más desarrollados, lo cual resulta no
menos escandaloso.
Es
necesario recordar una vez más aquel principio peculiar de la doctrina
cristiana: los bienes de este mundo están originariamente destinados a todos. El derecho a la propiedad privada es válido y necesario, pero no anula el valor
de tal principio. En efecto, sobre ella grava «una hipoteca social», es
decir, posee, como cualidad intrínseca, una función social fundada y
justificada precisamente sobre el principio del destino universal de los
bienes. En este empeño por los pobres, no ha de olvidarse aquella forma
especial de pobreza que es la privación de los derechos fundamentales de la
persona, en concreto el derecho a la libertad religiosa y el derecho, también,
a la iniciativa económica.
43.
Esta preocupación acuciante por los pobres —que, según la significativa
fórmula, son «los pobres del Señor» (Mt 25,31-46)— debe traducirse, a todos los niveles,
en acciones concretas hasta alcanzar decididamente algunas reformas necesarias.
Depende de cada situación local determinar las más urgentes y los modos para
realizarlas; pero no conviene olvidar las exigidas por la situación de desequilibrio
internacional que hemos descrito.
A este
respecto, deseo recordar particularmente: la reforma del sistema internacional de comercio, hipotecado por el proteccionismo y el creciente bilateralismo; la
reforma del sistema monetario y financiero mundial, reconocido hoy como
insuficiente; la cuestión de los intercambios de tecnologías y de su uso
adecuado; la necesidad de una revisión de la estructura de las Organizaciones
internacionales existentes, en el marco de un orden jurídico internacional.
El
sistema internacional de comercio hoy discrimina frecuentemente los productos
de las industrias incipientes de los Países en vías de desarrollo, mientras
desalienta a los productores de materias primas. Existe, además, una cierta
división internacional del trabajo por la cual los productos a bajo coste de
algunos Países, carentes de leyes laborales eficaces o demasiado débiles en
aplicarlas, se venden en otras partes del mundo con considerables beneficios
para las empresas dedicadas a este tipo de producción, que no conoce fronteras.
El
sistema monetario y financiero mundial se caracteriza por la excesiva
fluctuación de los métodos de intercambio y de interés, en detrimento de la
balanza de pagos y de la situación de endeudamiento de los Países pobres.
Las
tecnologías y sus transferencias constituyen hoy uno de los problemas
principales del intercambio internacional y de los graves daños que se derivan
de ellos. No son raros los casos de Países en vías de desarrollo a los que se
niegan las tecnologías necesarias o se les envían las inútiles.
Las
Organizaciones internacionales, en opinión de muchos, habrían llegado a un
momento de su existencia, en el que sus mecanismos de funcionamiento, los
costes operativos y su eficacia requieren un examen atento y eventuales
correciones. Evidentemente no se conseguirá tan delicado proceso sin la
colaboración de todos. Esto supone la superación de las rivalidades políticas y
la renuncia a la voluntad de instrumentalizar dichas Organizaciones, cuya razón
única de ser es el bien común.
Las
instituciones y las Organizaciones existentes han actuado bien en favor de los
pueblos. Sin embargo, la humanidad, enfrentada a una etapa nueva y más difícil
de su auténtico desarrollo, necesita hoy un grado superior de ordenamiento internacional,
al servicio de las sociedades, de las económicas y de las culturas del mundo
entero.
44. El
desarrollo requiere sobre todo espíritu de iniciativa por parte de los mismos
Países que lo necesitan (Populorum Progressio,55). Cada uno de ellos ha de actuar según sus propias
responsabilidades, sin esperarlo todo de los Países más favorecidos y actuando
en colaboración con los que se encuentran en la misma situación. Cada uno debe
descubrir y aprovechar lo mejor posible el espacio de su propia libertad. Cada
uno debería llegar a ser capaz de iniciativas que respondan a las propias
exigencias de la sociedad. Cada uno debería darse cuenta también de las
necesidades reales, así, como de los derechos y deberes a que tienen que hacer
frente. El desarrollo de los pueblos comienza y encuentra su realización más
adecuada en el compromiso de cada pueblo para su desarrollo, en colaboración
con todos los demás.
Es
importante, además, que las mismas Naciones en vías de desarrollo favorezcan la
autoafirmación de cada uno de sus ciudadanos mediante el acceso a una mayor
cultura y a una libre circulación de las informaciones. Todo lo que favorezca
la alfabetización y la educación de base, que la profundice y complete, como
proponía la Encíclica (Populorum Progressio,35) —metas todavía lejos de ser
realidad en tantas partes del mundo— es una contribución directa al verdadero
desarrollo.
Para
caminar en esta dirección, las mismas Naciones han de individuar sus
prioridades y detectar bien las propias necesidades según las particulares
condiciones de su población, de su ambiente geográfico y de sus tradiciones
culturales. Algunas Naciones deberán incrementar la producción alimentaria para
tener siempre a su disposición lo necesario para la nutrición y la vida. En el
mundo contemporáneo,—en el que el hambre causa tantas víctimas, especialmente
entre los niños— existen algunas Naciones particularmente no desarrolladas que
han conseguido el objetivo de la autosuficiencia alimentaria y que se han
convertido en exportadoras de alimentos.
Otras
Naciones necesitan reformar algunas estructuras y, en particular, sus
instituciones políticas, para sustituir regímenes corrompidos, dictatoriales o
autoritarios, por otros democráticos y participativos. Es un proceso que, es de
esperar, se extienda y consolide, porque la «salud» de una comunidad política
—en cuanto se expresa mediante la libre participación y responsabilidad de
todos los ciudadanos en la gestión pública, la seguridad del derecho, el
respeto y la promoción de los derechos humanos— es condición necesaria y
garantía segura para el desarrollo de «todo el hombre y de todos los hombres».
45. Cuanto
se ha dicho no se podrá realizar sin la colaboración de todos, especialmente de
la comunidad internacional, en el marco de una solidaridad que abarque a todos,
empezando por los más marginados. Pero las mismas Naciones en vías de
desarrollo tienen el deber de practicar la solidaridad entre sí y con los
Países más marginados del mundo.
Es de
desear, por ejemplo, que Naciones de una misma área geográfica establezcan
formas de cooperación que las hagan menos dependientes de productores más
poderosos; que abran sus fronteras a los productos de esa zona; que examinen la
eventual complementariedad de sus productos; que se asocien para la dotación de
servicios, que cada una por separado no sería capaz de proveer; que extiendan
esa cooperación al sector monetario y financiero.
La
interdependencia es ya una realidad en muchos de estos Países. Reconocerla, de
manera que sea más activa, representa una alternativa a la excesiva dependencia
de Países más ricos y poderosos, en el orden mismo del desarrollo deseado, sin
oponerse a nadie, sino descubriendo y valorizando al máximo las propias
responsabilidades. Los Países en vías de desarrollo de una misma área
geográfica, sobre todo los comprendidos en la zona «Sur» pueden y deben
constituir —como ya se comienza a hacer con resultados prometedores— nuevas
organizaciones regionales inspiradas en criterios de igualdad, libertad y
participación en el concierto de las Naciones.
La
solidaridad universal requiere, como condición indispensable su autonomía y
libre disponibilidad, incluso dentro de asociaciones como las indicadas. Pero,
al mismo tiempo, requiere disponibilidad para aceptar los sacrificios
necesarios por el bien de la comunidad mundial.
VII. CONCLUSIÓN.
46. Los
pueblos y los individuos aspiran a su liberación: la búsqueda del pleno
desarrollo es el signo de su deseo de superar los múltiples obstáculos que les
impiden gozar de una «vida más humana».
Recientemente,
en el período siguiente a la publicación de la Encíclica Populorum Progressio,
en algunas áreas de la Iglesia católica, particularmente en América Latina, se
ha difundido un nuevo modo de afrontar los problemas de la miseria y del
subdesarrollo, que hace de la liberación su categoría fundamental y su primer
principio de acción. Los valores positivos, pero también las desviaciones y los
peligros de desviación, unidos a esta forma de reflexión y de elaboración
teológica, han sido convenientemente señalados por el Magisterio de la Iglesia.
Conviene
añadir que la aspiración a la liberación de toda forma de esclavitud, relativa
al hombre y a la sociedad, es algo noble y válido. A esto mira propiamente el
desarrollo y la liberación, dada la íntima conexión existente entre estas dos
realidades.
Un
desarrollo solamente económico no es capaz de liberar al hombre, al contrario,
lo esclaviza todavía más. Un desarrollo que no abarque la dimensión cultural,
trascendente y religiosa del hombre y de la sociedad, en la medida en que no
reconoce la existencia de tales dimensiones, no orienta en función de las mismas
sus objetivos y prioridades, contribuiría aún menos a la verdadera liberación.
El ser humano es totalmente libre sólo cuando es él mismo, en la plenitud de
sus derechos y deberes; y lo mismo cabe decir de toda la sociedad.
El
principal obstáculo que la verdadera liberación debe vencer es el pecado y las
estructuras que llevan al mismo, a medida que se multiplican y se extienden.84
La
libertad con la cual Cristo nos ha liberado (cf. Gál 5, 1) nos mueve a
convertirnos en siervos de todos. De esta manera el proceso del desarrollo y de
la liberación se concreta en el ejercicio de la solidaridad, es decir, del amor
y servicio al prójimo, particularmente a los más pobres. «Porque donde faltan
la verdad y el amor, el proceso de liberación lleva a la muerte de una libertad
que habría perdido todo apoyo» (Reconciliatio et paenitentia y Libertatis Conscientia).
47. En
el marco de las tristes experiencias de estos últimos años y del panorama prevalentemente
negativo del momento presente, la Iglesia debe afirmar con fuerza la
posibilidad de la superación de las trabas que por exceso o por defecto, se
interponen al desarrollo, y la confianza en una verdadera liberación. Confianza
y posibilidad fundadas, en última instancia, en la conciencia que la Iglesia
tiene de la promesa divina, en virtud de la cual la historia presente no está
cerrada en sí misma sino abierta al Reino de Dios.
La
Iglesia tiene también confianza en el hombre, aun conociendo la maldad de que
es capaz, porque sabe bien —no obstante el pecado heredado y el que cada uno
puede cometer— que hay en la persona humana suficientes cualidades y energías,
y hay una «bondad» fundamental (cf. Gén 1, 31), porque es imagen de su
Creador, puesta bajo el influjo redentor de Cristo, «cercano a todo hombre» (Gaudium et spes y Redemptor hominis) y porque la acción eficaz del Espíritu Santo «llena la tierra» (Sab 1,
7).
Por
tanto, no se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad.
Aunque con tristeza, conviene decir que, así como se puede pecar por egoísmo,
por afán de ganancia exagerada y de poder, se puede faltar también —ante las
urgentes necesidades de unas muchedumbres hundidas en el subdesarrollo— por
temor, indecisión y, en el fondo, por cobardía. Todos estamos llamados, más aún
obligados, a afrontar este tremendo desafío de la última década del segundo
milenio. Y ello, porque unos peligros ineludibles nos amenazan a todos: una
crisis económica mundial, una guerra sin fronteras, sin vencedores ni vencidos.
Ante semejante amenaza, la distinción entre personas y Países ricos, entre
personas y Países pobres, contará poco, salvo por la mayor responsabilidad de
los que tienen más y pueden más.
Pero
éste no es el único ni el principal motivo. Lo que está en juego es la dignidad
de la persona humana, cuya defensa y promoción nos han sido confiadas por el
Creador, y de las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y
mujeres en cada coyuntura de la historia. El panorama actual —como muchos ya perciben
más o menos claramente—, no parece responder a esta dignidad. Cada uno está
llamado a ocupar su propio lugar en esta campaña pacífica que hay que realizar
con medios pacíficos para conseguir el desarrollo en la paz, para salvaguardar
la misma naturaleza y el mundo que nos circunda. También la Iglesia se siente
profundamente implicada en este camino, en cuyo éxito final espera.
Por
eso, siguiendo la Encíclica Populorum Progressio del Papa Pablo VI,87 con
sencillez y humildad quiero dirigirme a todos, hombres y mujeres sin excepción,
para que, convencidos de la gravedad del momento presente y de la respectiva
responsabilidad individual, pongamos por obra, —con el estilo personal y
familiar de vida, con el uso de los bienes, con la participación como ciudadanos,
con la colaboración en las decisiones económicas y políticas y con la propia
actuación a nivel nacional e internacional— las medidas inspiradas en la
solidaridad y en el amor preferencial por los pobres. Así lo requiere el
momento, así lo exige sobre todo la dignidad de la persona humana, imagen
indestructible de Dios Creador, idéntica en cada uno de nosotros.
En este
empeño deben ser ejemplo y guía los hijos de la Iglesia, llamados, según el
programa enunciado por el mismo Jesús en la sinagoga de Nazaret, a «anunciar a
los pobres la Buena Nueva ... a proclamar la liberación de los cautivos, la
vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de
gracia del Señor» (Lc 4, 18-19). Y en esto conviene subrayar el papel preponderante
que cabe a los laicos, hombres y mujeres, como se ha dicho varias veces durante
la reciente Asamblea sinodal. A ellos compete animar, con su compromiso
cristiano, las realidades y, en ellas, procurar ser testigos y operadores de
paz y de justicia.
Quiero
dirigirme especialmente a quienes por el sacramento del Bautismo y la profesión
de un mismo Credo, comparten con nosotros una verdadera comunión, aunque
imperfecta. Estoy seguro de que tanto la preocupación que esta Encíclica
transmite, como las motivaciones que la animan, les serán familiares, porque
están inspiradas en el Evangelio de Jesucristo. Podemos encontrar aquí una
nueva invitación a dar un testimonio unánime de nuestras comunes convicciones
sobre la dignidad del hombre, creado por Dios, redimido por Cristo, santificado
por el Espíritu, y llamado en este mundo a vivir una vida conforme a esta
dignidad.
A
quienes comparten con nosotros la herencia de Abrahán, «nuestro padre en la fe» (cf. Rom 4, 11 s.) (Nostra aetate) y la tradición del Antiguo Testamento, es decir, los
Judíos; y a quienes, como nosotros, creen en Dios justo y misericordioso, es
decir, los Musulmanes, dirijo igualmente este llamado, que hago extensivo,
también, a todos los seguidores de las grandes religiones del mundo.
El
encuentro del 27 de septiembre del año pasado en Asís, ciudad de San Francisco,
para orar y comprometernos por la paz —cada uno en fidelidad a la propia
profesión religiosa— nos ha revelado a todos hasta qué punto la paz y, su
necesaria condición, el desarrollo de «todo el hombre y de todos los hombres», son una cuestión también religiosa, y cómo la plena realización de ambos
depende de la fidelidad a nuestra vocación de hombres y mujeres creyentes.
Porque depende ante todo de Dios.
48. La
Iglesia sabe bien que ninguna realización temporal se identifica con el Reino
de Dios, pero que todas ellas no hacen más que reflejar y en cierto modo
anticipar la gloria de ese Reino, que esperamos al final de la historia, cuando
el Señor vuelva. Pero la espera no podrá ser nunca una excusa para
desentenderse de los hombres en su situación personal concreta y en su vida
social, nacional e internacional, en la medida en que ésta —sobre todo ahora—
condiciona a aquélla. Aunque imperfecto y provisional, nada de lo que se puede
y debe realizar mediante el esfuerzo solidario de todos y la gracia divina en
un momento dado de la historia, para hacer «más humana» la vida de los
hombres, se habrá perdido ni habrá sido vano. Esto enseña el Concilio Vaticano II en un texto luminoso de la Constitución pastoral Gaudium et spes: «Pues los
bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra,
todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de
haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su
mandato, volveremos a encontrarlos, limpios de toda mancha, iluminados y
transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal
...; reino que está ya misteriosamente presente en nuestra tierra» (Gaudium et spes, 39).
El
Reino de Dios se hace, pues, presente ahora, sobre todo en la celebración del
Sacramento de la Eucaristía, que es el Sacrificio del Señor. En esta
celebración los frutos de la tierra y del trabajo humano —el pan y el vino— son
transformados misteriosa, aunque real y substancialmente, por obra del Espíritu
Santo y de las palabras del ministro, en el Cuerpo y Sangre del Señor
Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María, por el cual el Reino del Padre se ha
hecho presente en medio de nosotros.
Los
bienes de este mundo y la obra de nuestras manos —el pan y el vino— sirven para
la venida del Reino definitivo, ya que el Señor, mediante su Espíritu, los
asume en sí mismo para ofrecerse al Padre y ofrecernos a nosotros con él en la
renovación de su único sacrificio, que anticipa el Reino de Dios y anuncia su
venida final.
Así el
Señor, mediante la Eucaristía, sacramento y sacrificio, nos une consigo y nos
une entre nosotros con un vínculo más perfecto que toda unión natural; y unidos
nos envía al mundo entero para dar testimonio, con la fe y con las obras, del
amor de Dios, preparando la venida de su Reino y anticipándolo en las sombras
del tiempo presente.
Quienes
participamos de la Eucaristía estamos llamados a descubrir, mediante este
Sacramento, el sentido profundo de nuestra acción en el mundo en favor del
desarrollo y de la paz; y a recibir de él las energías para empeñarnos en ello
cada vez más generosamente, a ejemplo de Cristo que en este Sacramento da la
vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13). Como la de Cristo y en cuanto unida a
ella, nuestra entrega personal no será inútil sino ciertamente fecunda.
49. En
este Año Mariano, que he proclamado para que los fieles católicos miren cada
vez más a María, que nos precede en la peregrinación de la fe (Lumen gentium, 58), y con maternal
solicitud intercede por nosotros ante su Hijo, nuestro Redentor, deseo confiar
a ella y a su intercesión la difícil coyuntura del mundo actual, los esfuerzos
que se hacen y se harán, a menudo con considerables sufrimientos, para
contribuir al verdadero desarrollo de los pueblos, propuesto y anunciado por mi
predecesor Pablo VI.
Como
siempre ha hecho la piedad cristiana, presentamos a la Santísima Virgen las
difíciles situaciones individuales, a fin de que, exponiéndolas su Hijo,
obtenga de él que las alivie y transforme. Pero le presentamos también las
situaciones sociales y la misma crisis internacional, en sus aspectos
preocupantes de miseria, desempleo, carencia de alimentos, carrera
armamentista, desprecio de los derechos humanos, situaciones o peligros de
conflicto parcial o total. Todo esto lo queremos poner filialmente ante sus «ojos misericordiosos», repitiendo una vez más con fe y esperanza la antigua
antífona mariana: «Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios. No
deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien
líbranos siempre de peligro, oh Virgen gloriosa y bendita».
María
Santísima, nuestra Madre y Reina, es la que, dirigiéndose a su Hijo, dice: «No
tienen vino» (Jn 2, 3) y es también la que alaba a Dios Padre, porque «derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los
hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» (Lc 1, 52 s.). Su
solicitud maternal se interesa por los aspectos personales y sociales de la
vida de los hombres en la tierra (Marialis cultus).
Ante la
Trinidad Santísima, confío a María todo lo que he expuesto en esta Carta,
invitando a todos a reflexionar y a comprometerse activamente en promover el
verdadero desarrollo de los pueblos, como adecuadamente expresa la oración de
la Misa por esta intención: «Oh Dios, que diste un origen a todos los pueblos
y quisiste formar con ellos una sola familia en tu amor, llena los corazones
del fuego de tu caridad y suscita en todos los hombres el deseo de un progreso
justo y fraternal, para que se realice cada uno como persona humana y reinen en
el mundo la igualdad y la paz».
Al
concluir, pido esto en nombre de todos los hermanos y hermanas, a quienes, en
señal de benevolencia, envío mi especial Bendición.
Dado en
Roma, junto a San Pedro, el día 30 de diciembre del año 1987, décimo de mi
Pontificado.
IOANNES
PAULUS PP. II
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