sábado, 3 de agosto de 2024

El mundo en una guagua

Viajar mediante el transporte público no sólo es más económico y respetuoso con el medio ambiente que hacerlo en coche particular, en aviones privados, yates o lanchas a motor.

Viajar en el transporte público aporta la posibilidad de ver resumida en un pequeño espacio la gran diversidad de nuestro mundo, sus diferentes maneras de relacionarse, sus culturas, costumbres, su educación, sus valores,…

También se observa en él cómo según las horas del día o de la noche en que se emplea este transporte también cambian los perfiles de personas que lo ocupan, los diferentes estados de ánimo, los mundos paralelos,… Daría para escribir un libro ponernos a relatar las mil y una historias que en el transporte público se dan a diario y también en según qué días, pero aquí vamos a hablar sólo de algunos detalles y de un medio en particular: la guagua.

Algún brochazo llamativo.

El primero es esa apabullante presencia de los móviles en las manos de más del 80% de los pasajeros que suben a la guagua. Por supuesto hay infinidad de razones para el uso de este aparatito: los hay que lo hacen por la necesidad de responder a una llamada o hacer alguna que se precisa; otros –la mayoría- lo hacen por puro entretenimiento; otros para comunicarse a través del whatsapp, messenger, telegram, etc…

Es exactamente lo que sucede también en la calle, incluso en un encuentro entre amigos,… no falta ese aparatito sobre la mesa o ya en las manos de los presentes.

¿Qué tiene esto de malo? ¿Qué tiene de bueno?.

Dicen que el móvil es un instrumento para la comunicación y sí, una de sus funciones es ésa pero… ¿es ésa la principal?; para la comunicación pero ¿con quién?, ¿con quien está lejos existente o inexistente (hay perfiles a montones falsos en todas las redes sociales a los que se les dedica tiempo que se resta de la relación con personas reales)?;…

Para muestra un botón: Iba la guagua ya llenita y en una de las paradas subió una mujer mayor. Nada más entrar en la guagua a su izquierda había un joven -casi metido dentro del móvil que tenía en sus manos- ocupando el asiento del pasillo y quedaba libre el asiento de la ventana donde él había dejado su mochila. La mujer le decía al joven si acaso podía sentarse en el asiento de la ventana… a lo que el joven no contestaba pues ni siquiera era capaz de verla a ella (sólo tenía ojos y oídos para su maquinita); la mujer no quiso tocarle para que al menos así ese joven se diera cuenta de que la cosa iba con él y optó por irse más adentro de la guagua donde una persona más joven que ella le cedió su asiento.

Me salió del alma decirle a la persona que estaba sentada a mi izquierda: “Ya no sabemos ni quién está a nuestro lado por culpa de ese nefasto uso que hacemos de las maquinitas”. Y esa persona parecía estar deseando escuchar esa expresión porque aprovechó para contarme mil historias similares que ocurrían en su propia familia “por culpa de los móviles”.

En contraste con esto hay no pocas veces que a uno, en su afán de dar rienda suelta a los pensamientos y sensaciones que no cesan de danzar por esos adentros, le da por comentar cualquier cosa con quien se tiene al lado aún sin conocerle de nada y esa persona resulta que pareciera estar esperando un motivo para romper el silencio y en esos breves minutos entre el momento de subirse a la guagua y bajar de ella contar y comentar elementos de su existencia grandemente significativos para ella.

Y uno se pregunta: ¿Y si en lugar de darle tanto a las maquinitas le damos más a mirar los entornos por los que la guagua transita?, ¿y si en lugar de escuchar vídeos o los sonidos de jueguecitos de los móviles nos dedicamos a conversar con quien tenemos al lado?, ¿y si en lugar de mirar sólo nuestra comodidad ponemos atención a lo que necesitan las personas con las que en la guagua coincidimos?.

Hay signos de vida.

Como las de aquella mujer dominicana con quien coincidí varias veces que se ganaba la vida cuidando a personas mayores con un sueldo casi de miseria, sin contrato –claro-, pero que aún así le daba para comer lo básico cada día y pagar el alquiler de una habitación –dije bien, “habitación”, porque era un piso alquilado por habitaciones- que le costaba 400 € al mes (luz, agua y alimentación aparte, claro) y cierto día cuando vio entrar a un hombre que no podía pagar su ticket… ella se levantó y se fue donde el chófer a pagarle el trayecto de aquel hombre evitando así que tuviera que bajarse de la guagua.

Como no pocos jóvenes que cuando ven a personas mayores que se quedan de pie, por estar la guagua a reventar, se levantan y ceden su asiento a esas otras personas. Uno va tomando consciencia de que ya es mayor porque también a mí me lo han ofrecido no pocas veces. ¡Qué hermoso es esto!.

Como algunos, muy poquitos eso sí, que en lugar de tener el móvil en las manos… leen un libro y cuando les felicitas por esa hermosa actividad te preguntan si a ti también te gusta la lectura y… de ahí salen luego mil y una cuestiones más.

Como mil señales de que existe aún la cortesía cediendo el paso a la entrada de la guagua o a la hora de salir de ella a personas mayores, a los niños pequeños, a las mujeres embarazadas (siempre hay alguna excepción pero abunda mucho más la imagen de una humanidad que sigue estando viva).

Tenemos en la familia y en la escuela especialmente los mejores ámbitos para EDUCAR en la humanización de nuestra vida colectiva, esa guagua que nos lleva a recorrer el mundo con nosotros dentro, que nos da la oportunidad de entablar conversación, de conocernos y así comprendernos, de desarrollar valores que sólo se pueden vivir cuando entramos en relación.

Menos obsesión por las maquinitas y más mirarnos a los ojos, compartir un “¡buenos días!, ¡buenas tardes!,…”, un asiento, unos minutos,…


Santi Catalán
santi257@gmail.com

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