¿Dónde está el Espíritu Santo Dios?. Seguro que no está en las armas ni en las guerras, sino en quienes luchan por un mundo mejor, más justo, más humano, más solidario con los empobrecidos del mundo: os comparto con gusto una reflexión que me envían unos amigos, que sí nos explica muy bien dónde está Dios. Se titula:
“LO MÁS PARECIDO A DIOS SON LOS POBRES"
Lo más parecido a Dios no viste tronos ni anda entre
relámpagos. No habla en catedrales de mármol, ni se sienta en los sillones del
poder.
Lo más parecido a Dios lleva polvo en los pies y el
hambre en los huesos....
Dios se parece más al que espera un jornal que nunca
llega y a la mujer que amanece con la tripa vacía y el niño dormido al pecho.
Al migrante que cruza la noche sin más patria que la
esperanza...
Si lo buscas, no levantes los ojos al cielo ni
prepares incienso: Dios está en la calle cuando la calle duele. En la piel
rajada del campesino, en la mirada vencida de quien ha perdido todo menos la
dignidad.
Lo más parecido a Dios es el cuerpo despreciado del
pobre, porque allí el amor no es metáfora sino pan partido, porque allí la
compasión no es discurso sino herida compartida.
Y cuando los tocas (de verdad, sin miedo) cuando te
dejas tocar por su miseria, cuando dejas de mirar desde arriba, entonces no ves
a Dios… pero algo en ti se rompe y al romperse, ama.
Lo más parecido a Dios son los pobres... entiéndelo.
No es una metáfora piadosa, ni una exageración
mística. Es una verdad que nace del Evangelio, del escándalo de la
Encarnación, y de la mirada de los que han aprendido a encontrar a Dios en los
márgenes, en la grieta, en la herida.
No es idealizar la pobreza, ni romantizar el dolor.
Tampoco se trata de convertir a los pobres en objetos de compasión pasiva. Se
trata de re-conocer un misterio: Dios ha querido revelarse no desde lo alto,
sino desde lo último. No en el esplendor de los poderosos, sino en la
fragilidad de los despreciados. No entre privilegios, sino en el pan escaso y
la lágrima que no cesa.
Jesús no sólo habló de ellos: se hizo pobre. No sólo
tuvo compasión de los que sufrían: habitó entre ellos.
No se mantuvo en el templo ni en la casa del César:
puso su tienda entre los oprimidos, tocó a los intocables, comió con los
marginados, lloró con las viudas, curó a los leprosos, escuchó a las mujeres
que nadie escuchaba. Su cuerpo fue el de los desechados, y su cruz, la de los
que el mundo no quiere mirar.
Quien ha estado cerca de los pobres de verdad (no
sólo como benefactor, sino como hermano) sabe que allí arde una presencia
distinta. No es una luz obvia ni una certeza inmediata. Es una presencia
escondida, callada, muchas veces envuelta en el dolor, pero real. Los pobres
nos evangelizan, no porque tengan menos, sino porque conservan, en me-dio de
todo, lo esencial. En su hambre hay una súplica que no miente. En su mirada,
una verdad sin adornos. En su lucha, un fuego que re-cuerda el corazón del
Reino.
El mundo construye muros para no verlos. Les pone nombres que los hagan culpables de su miseria. Les exige agradecimiento, obediencia, silencio. Pero Dios, en cambio, se deja reconocer en ellos. Es allí donde se invierte todo. Allí donde las bienaventuranzas cobran carne. Allí donde la teología se hace llanto, abrazo y pan compartido. Allí donde descubrimos que lo divino no está en tenerlo todo, sino en necesitar y ser amado, en depender, en confiar.
Por eso, si buscas a Dios, no mires primero hacia
arriba. No lo busques en los grandes discursos, ni en los altares dorados, ni
en los que dicen tener todas las respuestas. Baja. Desciende. Sal al encuentro
de quienes viven al margen, y quédate. Escucha. Sirve. Aprende. Y entonces,
tal vez, en medio de ese encuentro sin máscaras, sentirás que Dios no está
lejos, ni ausente, ni escondido. Que Dios se parece al pobre porque Dios se
hizo pobre. Y que tocar al que sufre con ternura, es rozar el costado abierto
del Crucificado”.
Faustino Vilabrille
faustino@faustinovilabrille.es
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