“La
dignidad humana es aquella condición especial que reviste todo ser humano por
el hecho de serlo, y lo caracteriza de forma permanente y fundamental desde su
concepción hasta su muerte. La dignidad
propia del hombre es un valor singular, inherente
al ser humano, en cuanto ser racional dotado de consciencia, libertad y poder
creador, pues las personas pueden modelar y mejorar sus vidas mediante la toma
de decisiones y el ejercicio de su libertad, que
fácilmente puede reconocerse.
Este valor lo podemos descubrir en
nosotros o podemos verlo en los demás, pero ni podemos otorgarlo ni está en
nuestra mano retirárselo a alguien. Es algo
que nos viene dado. Es anterior a nuestra voluntad y reclama de nosotros una
actitud proporcionada, adecuada: reconocerlo y aceptarlo como un valor supremo
(actitud de respeto) o bien ignorarlo o rechazarlo. Este valor singular que es
la dignidad humana se nos presenta como una llamada al respeto incondicionado y
absoluto. Un respeto que, como se ha dicho, debe extenderse a todos los que lo
poseen: a todos los seres humanos.
Por eso mismo, aún en el caso de que
toda la sociedad decidiera por consenso dejar de respetar la dignidad humana, ésta seguiría siendo una
realidad presente en cada ciudadano. Aún cuando algunos fueran relegados a un
trato indigno, perseguidos, encerrados o
eliminados, este desprecio no cambiaría en nada su valor inconmensurable en
tanto que seres humanos. Por su misma naturaleza, por la misma fuerza de
pertenecer a la especie humana, por su particular potencial genético, todo ser humano es en sí mismo digno y
merecedor de respeto. La dignidad
de las personas no es un patrimonio individual, es un valor colectivo que procede defender incluso contra la voluntad del
individuo".
La progresiva conciencia de la dignidad humana.
«El
hombre de hoy, tiene una conciencia cada día mayor de la dignidad de la persona
humana». Una dignidad que deriva del hecho mismo de ser persona y que se
extiende, por tanto, a todos los hombres. Esta progresiva toma de conciencia ha
de estimarse, sin duda, como un paso adelante y un avance de la humanidad. El
espíritu humano percibe ahora con mayor lucidez determinados aspectos del orden
de la creación, que pasaban más inadvertidos a la mentalidad colectiva de ayer
y no le impresionaban tan vivamente como impresionan al hombre de hoy.
Resulta evidente que a esta toma de
conciencia ha contribuido en buena medida la experiencia de la historia más
reciente, y en especial la vivida a lo largo del pasado siglo XX. El siglo se
inició en Europa y en los demás países del Primer Mundo en un clima de
optimismo, que era continuación del que había reinado durante la mayor parte
del siglo XIX: un período de relativa paz, comenzado a raíz de la terminación
en 1815 del ciclo de las guerras napoleónicas. Esa paz había coincidido con el
triunfo del liberalismo en el plano político y económico, el progreso industrial
y el auge de los imperialismos, que redujeron vastos espacios de los otros
Continentes a colonias, dominios y protectorados de las grandes potencias
europeas.
Es cierto que la última centuria del segundo milenio ha presenciado
avances portentosos en diversos campos: el de la ciencia y la técnica, el de
las comunicaciones, el de la medicina, que ha conseguido una notable
prolongación en la duración de la vida humana. En ese tiempo se ha logrado una
drástica reducción del analfabetismo e incluso en los países desarrollados un
indudable crecimiento de los niveles de bienestar material del conjunto de la
sociedad. Pero el siglo ha estado marcado por la impronta de dos grandes
guerras, las mayores conocidas en la historia de la humanidad, y por dos
revoluciones la rusa y la china que pretendieron crear un nuevo orden social,
al precio de indecibles sufrimientos de sus pueblos. En las guerras, millones
de combatientes perdieron la vida, y en la última, la Segunda Guerra Mundial el
mundo fue testigo de un fenómeno nuevo y cruel: las poblaciones civiles, lejos
de quedar al margen de la contienda, fueron tal vez las más duramente
castigadas. El caso más clamoroso lo constituyeron los campos de concentración
y de exterminio creados por la Alemania nazi, donde fueron sacrificadas
muchedumbres humanas: judíos, gitanos, cristianos... Tampoco deben olvidarse
los bombardeos masivos de la aviación aliada contra ciudades alemanas, que
causaron decenas de miles de muertos en una sola noche; o las bombas atómicas
lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. El
balance final del siglo XX ha resultado, como es notorio, mucho menos brillante
que las expectativas que despertó en sus comienzos.
Pero aún así es imprescindible destacar que es en el siglo XX donde se crean unas
instituciones y un nuevo orden jurídico para garantizar la paz a través del
diálogo; en el que se produjeron enormes avances en tecnología que cambiaron e
hicieron pequeño el mundo; en el que se realizó el descubrimiento de la fuente
de energía mas barata conocida hasta el presente, la conciencia, y en el que
los derechos humanos se hicieron extensibles a todos, además de un largo
etcétera que pudo dar en determinados momentos la impresión de que antiguas
utopías eran realmente posibles.
Ya en
1945, la carta de las Naciones Unidas, precursora de la Declaración Universal
de los Derechos Humanos, recoge en su preámbulo la resolución de los países
miembros de posicionarse a favor de la paz, la libertad, la tolerancia, la
igualdad entre hombres y mujeres y:
- preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles,
- reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas,
- crear condiciones bajo las cuales puedan mantenerse la justicia y el respeto a las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes del derecho internacional,
- promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad,
Hernán Santa Cruz, de Chile, miembro de la
Subcomisión de redacción, escribió:
“Percibí con claridad que
estaba participando en un evento histórico verdaderamente significativo, donde
se había alcanzado un consenso con respecto al valor supremo de la persona
humana, un valor que no se originó en la decisión de un poder temporal, sino en
el hecho mismo de existir – lo que dio origen al derecho inalienable de vivir
sin privaciones ni opresión, y a desarrollar completamente la propia
personalidad. En el Gran Salón... había una atmósfera de solidaridad y
hermandad genuinas entre hombres y mujeres de todas las latitudes, la cual no
he vuelto a ver en ningún escenario internacional”.
El texto completo de la DUDH fue elaborado en
menos de dos años. En un momento en que el mundo estaba dividido en un bloque
oriental y otro occidental, encontrar un terreno común en cuanto a lo que sería
la esencia del documento resultó ser una tarea colosal.
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