1 de enero de 1997
OFRECE
EL PERDÓN, RECIBE LA PAZ
1. Sólo
faltan tres años para la aurora de un nuevo milenio, y la espera nos invita a
la reflexión, sugiriendo como un balance del camino recorrido por la humanidad
bajo la mirada de Dios, Señor de la historia.
Si se considera el milenio transcurrido, y especialmente el último siglo, se debe reconocer que se han encendido muchas luces en el camino de los hombres desde el punto de vista socio-cultural, económico, científico y tecnológico. Lamentablemente, estas luces contrastan con graves sombras, particularmente en lo que se refiere a la moralidad y la solidaridad. Además, la violencia es un verdadero escándalo que, bajo formas antiguas o nuevas, afecta todavía a muchas vidas humanas y hiere a familias y comunidades.
Si se considera el milenio transcurrido, y especialmente el último siglo, se debe reconocer que se han encendido muchas luces en el camino de los hombres desde el punto de vista socio-cultural, económico, científico y tecnológico. Lamentablemente, estas luces contrastan con graves sombras, particularmente en lo que se refiere a la moralidad y la solidaridad. Además, la violencia es un verdadero escándalo que, bajo formas antiguas o nuevas, afecta todavía a muchas vidas humanas y hiere a familias y comunidades.
Es hora
de decidirse a emprender juntos y con ánimo resuelto una verdadera
peregrinación de paz, cada uno desde su propia situación. Las dificultades son
a veces muy grandes: el origen étnico, la lengua, la cultura y el credo
religioso son con frecuencia obstáculos. Caminar juntos, cuando se arrastran
experiencias traumáticas o incluso divisiones seculares, no es fácil. Surge
entonces la pregunta: ¿qué camino seguir, cómo orientarse?
Ciertamente
son muchos los factores que pueden favorecer el restablecimiento de la paz,
salvaguardando las exigencias de la justicia y de la dignidad humana. Pero no
podrá emprenderse nunca un proceso de paz si no madura en los hombres una
actitud de perdón sincero. Sin este perdón las heridas continuarán sangrando,
alimentando en las generaciones futuras un hastío sin fin, que es fuente de
venganza y causa de nuevas ruinas. El perdón ofrecido y aceptado es premisa
indispensable para caminar hacia una paz auténtica y estable.
Quiero,
pues, dirigir con profunda convicción una llamada a todos, para que se busque
la paz por los caminos del perdón. Soy plenamente consciente de que el perdón
puede parecer contrario a la lógica humana, que obedece con frecuencia a la
dinámica de la contestación y de la revancha. Sin embargo, el perdón se inspira
en la lógica del amor, de aquel amor que Dios tiene a cada hombre y mujer, a
cada pueblo y nación, así como a toda la familia humana. Pero si la Iglesia se
atreve a proclamar lo que, humanamente hablando, puede parecer una locura, es
debido precisamente a su firme confianza en el amor infinito de Dios. Como
testimonia la Escritura, Dios es rico en misericordia y perdona siempre a
cuantos vuelven a Él (cf. Ez 18, 23; Sal 32,5; 103, 3.8-14; Ef 2,
4-5; 2 Co 1, 3). El perdón de Dios se convierte también en nuestros corazones
en fuente inagotable de perdón en las relaciones entre nosotros, ayudándonos a
vivirlas bajo el signo de una verdadera fraternidad.
El
mundo herido anhela la curación.
2. Como
indicaba antes, el mundo moderno, a pesar de las numerosas metas alcanzadas,
continúa estando marcado por no pocas contradicciones. El progreso en el campo
de la industria y de la agricultura ha comportado para millones de personas un
mejor nivel de vida y ofrece buenas perspectivas para otras muchas; la
tecnología permite ya superar las distancias; la información ya es instantánea
y ha ampliado la posibilidad del conocimiento humano; el respeto del medio
ambiente va creciendo y tiende a hacerse un estilo de vida. Una multitud de
voluntarios, con una generosidad que a menudo es desconocida, actúa
incansablemente en todas las partes del mundo al servicio de la humanidad,
prodigándose sobre todo para aliviar las necesidades de los pobres y de los que
sufren.
¿Cómo
no reconocer con satisfacción estos elementos positivos de nuestro tiempo?. Por
desgracia la realidad de este mundo contemporáneo presenta también no pocos
fenómenos de signo contrario. Estos son, por ejemplo, el materialismo y el
creciente desprecio de la vida humana, que están asumiendo dimensiones
preocupantes. Son muchos los que se plantean su vida siguiendo como únicas
leyes el provecho, el prestigio y el poder.
El
resultado es que numerosas personas se encuentran encerradas en su soledad
interior; otras siguen siendo discriminadas intencionadamente por su raza,
nacionalidad o sexo, mientras la pobreza arrastra a masas enormes al margen de
la sociedad o, incluso, hacia el aniquilamiento. Para muchos, además, la guerra
se ha convertido en la dura realidad de la vida cotidiana. Una sociedad que
busca sólo bienes materiales o efímeros tiende a marginar a quien no sirve para
tal objetivo. Ante estas situaciones, que a veces son auténticas tragedias
humanas, algunos prefieren cerrar simplemente los ojos, escudándose en su
indiferencia. Se repite en ellos la actitud de Caín: «¿Soy yo acaso el guarda
de mi hermano?» (Gn 4, 9). Es deber de la Iglesia recordar a cada uno las
severas palabras de Dios: «¿Qué has hecho?. Se oye la sangre de tu hermano
clamar a mí desde el suelo» (Gn 4, 10).
¡El
sufrimiento de tantos hermanos y hermanas no nos puede dejar indiferentes!. Su
pena clama a nuestra conciencia, santuario interior en el que nos encontramos
cara a cara con nosotros mismos y con Dios. Y, ¿cómo no reconocer que, de
diversas maneras, todos estamos implicados en esta revisión de vida a la que
Dios nos llama?. Todos tenemos necesidad del perdón de Dios y del prójimo. Por
tanto, todos debemos estar dispuestos a perdonar y a pedir perdón.
El peso
de la historia.
3. La
dificultad del perdón no depende sólo de las vicisitudes del presente. La
historia lleva consigo una pesada carga de violencias y de conflictos, de los
cuales no es fácil desentenderse. Abusos, opresiones y guerras han hecho sufrir
a innumerables seres humanos y, aunque las causas de aquellos fenómenos
dolorosos se remontan a tiempos remotos, sus efectos permanecen vivos e
hirientes, alimentando miedos, sospechas, odios y rupturas entre familias,
grupos étnicos y poblaciones enteras. Son datos de hecho que ponen en duda la
buena voluntad de quien quisiera escapar de su condicionamiento. Sin embargo es
verdad que no se puede permanecer prisioneros del pasado: es necesaria, para
cada uno y para los pueblos, una especie de «purificación de la memoria», a
fin de que los males del pasado no vuelvan a producirse más. No se trata de
olvidar todo lo que ha sucedido, sino de releerlo con sentimientos nuevos,
aprendiendo, precisamente de las experiencias sufridas, que sólo el amor
construye, mientras el odio produce destrucción y ruina. La novedad liberadora
del perdón debe sustituir a la insistencia inquietante de la venganza.
Para
ello es indispensable aprender a leer la historia de los otros pueblos evitando
juicios sumarios y parciales, y haciendo un esfuerzo para comprender el punto
de vista de quienes pertenecen a aquellos pueblos. Este es un verdadero
desafío, incluso de orden pedagógico y cultural. ¡Un desafío de comportamiento
civilizado!. Si se acepta emprender este camino se descubrirá que los errores
nunca están sólo en una parte; se verá cómo la presentación de la historia a
veces ha sido deformada e incluso manipulada con trágicas consecuencias.
Un
revisión correcta de la historia favorecerá la aceptación y el aprecio de las
diferencias —sociales, culturales y religiosas— existentes entre personas,
grupos y pueblos. Este es el primer paso hacia la reconciliación, porque el
respeto de las diversidades es una condición necesaria y una dimensión
cualificadora de auténticas relaciones entre los individuos y entre las
colectividades. La represión de las diversidades puede dar origen a una paz
aparente, pero engendra una situación precaria que de hecho precede a nuevas
explosiones de violencia.
Modos
concretos de reconciliación.
4. Las
guerras, incluso cuando «resuelven» los problemas que las han originado, lo
hacen siempre dejando a su paso víctimas y destrucción, que pesan sobre las
sucesivas negociaciones de paz. Esta idea debe mover a los pueblos, las
naciones y los Estados a superar decididamente la «cultura de la guerra», no
sólo en su expresión más detestable del poderío bélico como instrumento de
opresión, sino también en la menos odiosa, pero no menos dañina, del recurso a
las armas como medio rápido para afrontar los problemas. Especialmente en un
tiempo como el nuestro, que conoce las más sofisticadas tecnologías
destructivas, es urgente desarrollar una sólida «cultura de la paz», que
prevenga y evite el desencadenamiento imparable de la violencia armada,
estableciendo incluso intervenciones con miras a impedir el crecimiento de la
industria y del comercio de armas.
Pero
aún antes, es preciso que el deseo sincero de paz se traduzca en la firme
decisión de superar cualquier obstáculo que se interponga en su consecución. En
este esfuerzo las diversas Religiones pueden ofrecer una aportación importante,
en la línea de cuanto han hecho con frecuencia, levantando su propia voz contra
la guerra y afrontando con valor los riesgos consiguientes. Sin embargo, ¿no
estamos quizá todos llamados a hacer aún más, siguiendo el genuino patrimonio
de nuestras tradiciones religiosas?.
En todo
caso, es esencial en esta materia la tarea de los gobiernos y de la comunidad
internacional, a los que corresponde contribuir en la construcción de la paz
mediante la creación de estructuras sólidas capaces de resistir los vaivenes de
la política, de modo que puedan garantizar la libertad y la seguridad de todos
en cada circunstancia. Algunas de estas estructuras existen ya, pero necesitan
ser reforzadas. La Organización de las Naciones Unidas, por ejemplo, siguiendo
el objetivo para el que fue fundada, ha asumido recientemente una
responsabilidad cada vez mayor en el mantenimiento o restablecimiento de la
paz. Precisamente en esta perspectiva, a los cincuenta años de su creación, es
de desear una conveniente adaptación de los medios a su disposición, para que
pueda afrontar con eficacia los nuevos desafíos de nuestro tiempo.
Otros
organismos a nivel continental o regional tienen también gran importancia como
instrumentos de promoción de la paz. Es motivo de esperanza verlos
comprometidos en el desarrollo de mecanismos concretos de reconciliación,
ayudando activamente a poblaciones divididas por la guerra para que vuelvan a
encontrar los motivos de una convivencia pacífica y solidaria. Son formas de
mediación que dan esperanza a pueblos que se hallan aparentemente sin salida.
Tampoco se debe infravalorar la acción de los organismos locales que, insertos
en los ambientes donde se siembran los gérmenes del conflicto, pueden llegar de
manera directa a los individuos, mediando entre las facciones opuestas y
promoviendo la confianza recíproca.
Sin
embargo, la paz duradera no es sólo una cuestión de estructuras y
procedimientos. Se apoya ante todo en la adopción de un estilo de convivencia
humana inspirada en la acogida recíproca y capaz de un perdón cordial. Todos
tenemos necesidad de ser perdonados por nuestros hermanos y, por tanto, todos
debemos estar dispuestos a perdonar. Pedir y ofrecer perdón es una vía
profundamente digna del hombre y, a veces, la única para salir de situaciones
marcadas por odios antiguos y violentos.
El
perdón, ciertamente, no surge del hombre de manera espontánea y natural.
Perdonar sinceramente en ocasiones puede resultar incluso heroico. El dolor por
la pérdida de un hijo, de un hermano, de los propios padres o de la familia
entera por causa de la guerra, del terrorismo o de acciones criminales, puede
llevar a la cerrazón total hacia el otro. Aquéllos que se han quedado sin nada
porque han sido despojados de la tierra y de la casa, los prófugos y cuantos
han soportado el ultraje de la violencia, no pueden dejar de sentir la
tentación del odio y de la venganza. Sólo el calor de las relaciones humanas
caracterizadas por el respeto, comprensión y acogida, pueden ayudarles a
superar tales sentimientos. La experiencia liberadora del perdón, aunque llena
de dificultades, puede ser vivida también por un corazón herido, gracias al
poder curativo del amor, que tiene su primer origen en Dios-Amor.
Verdad
y justicia, presupuestos del perdón.
5. El
perdón, en su forma más alta y verdadera, es un acto de amor gratuito. Pero,
precisamente como acto de amor, tiene también sus propias exigencias: la
primera es el respeto de la verdad. Sólo Dios es la verdad absoluta. Él, sin
embargo, ha abierto el corazón humano al deseo de la verdad, que después ha
revelado plenamente en su Hijo encarnado. Todos, pues, están llamados a vivir
la verdad. Donde se siembra la mentira y la falsedad, florecen la sospecha y
las divisiones. También la corrupción y la manipulación política o ideológica
son esencialmente contrarias a la verdad, atacan los fundamentos mismos de la
convivencia civil y socavan las posibilidades de relaciones sociales pacíficas.
El
perdón, lejos de excluir la búsqueda de la verdad, la exige. El mal hecho debe
ser reconocido y, en lo posible, reparado. Precisamente esta exigencia ha llevado
a establecer en varias partes del mundo, ante los abusos entre grupos étnicos o
naciones, procedimientos oportunos de búsqueda de la verdad, como primer paso
hacia la reconciliación. No es necesario subrayar la gran cautela a la que, en
este proceso ciertamente necesario, todos deben atenerse para no aumentar los
antagonismos, haciendo la reconciliación más difícil aún. No es raro, además,
el caso de Países cuyos gobernantes, ante el bien primordial de la
pacificación, han tomado el acuerdo de conceder una amnistía a quienes han
reconocido públicamente los delitos cometidos durante un período de
inestabilidad. Esta iniciativa puede considerarse positiva, por ser un esfuerzo
encaminado a promover el establecimiento de buenas relaciones entre grupos anteriormente
contrapuestos.
Otro
presupuesto esencial del perdón y de la reconciliación es la justicia, que
tiene su fundamento último en la ley de Dios y en su designio de amor y de
misericordia sobre la humanidad (Dives in misericordia, 14). Entendida así, la justicia no se limita a
establecer lo que es recto entre las partes en conflicto, sino que tiende sobre
todo a restablecer las relaciones auténticas con Dios, consigo mismo y con los
demás. Por tanto, no hay contradicción alguna entre perdón y justicia. En
efecto, el perdón no elimina ni disminuye la exigencia de la reparación, que es
propia de la justicia, sino que trata de reintegrar tanto a las personas y los
grupos en la sociedad, como a los Estados en la comunidad de las Naciones.
Ningún castigo debe ofender la dignidad inalienable de quien ha obrado el mal.
La puerta hacia el arrepentimiento y la rehabilitación debe quedar siempre
abierta.
Jesucristo,
nuestra reconciliación.
6.
¡Cuántas situaciones necesitan hoy de reconciliación!. Ante este desafío, del
cual depende en buena parte la paz, dirijo mi llamada a todos los creyentes y,
de modo particular, a los miembros de la Iglesia católica, para que se dediquen
activa y concretamente a la obra de la reconciliación.
El
creyente sabe que la reconciliación proviene de Dios, el cual está dispuesto
siempre a perdonar a cuantos acuden a Él, y a cargar sobre las espaldas todos
sus pecados (cf. Is 38, 17). La inmensidad del amor de Dios va mucho más allá
de la comprensión humana, como recuerda la Sagrada Escritura: «¿Acaso olvida
una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas?. Pues
aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Is 49, 15).
El amor
divino es el fundamento de la reconciliación, a la que estamos llamados. «Él,
que todas tus culpas perdona, que cura todas tus dolencias, rescata tu vida de
la fosa, te corona de amor y de ternura [...] No nos trata según nuestros
pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas» (Sal 103 [102], 3-4.10).
Dios,
en su amorosa disposición al perdón, ha llegado a darse a sí mismo al mundo en
la Persona de su Hijo, el cual vino a traer la redención a cada individuo y a
la humanidad entera. Ante las ofensas de los hombres, que culminan en su
condena a la muerte de cruz, Jesús ruega: «Padre, perdónales, porque no saben
lo que hacen» (Lc 23, 34).
El
perdón de Dios es expresión de su ternura como Padre. En la parábola evangélica
del «hijo pródigo» (cf. Lc 15, 11-32), el padre sale corriendo al encuentro
de su hijo apenas lo ve que vuelve a casa. No le deja siquiera presentar sus
disculpas: todo está perdonado (cf. Lc 15, 20-22). La inmensa alegría del
perdón, ofrecido y acogido, sana heridas incurables, restablece nuevamente las
relaciones y tiene sus raíces en el inagotable amor de Dios.
Jesús
proclamó durante toda su vida el perdón de Dios, pero, al mismo tiempo, añadió
la exigencia del perdón recíproco como condición para obtenerlo. En el «Padrenuestro» nos invita a orar así «perdónanos nuestras deudas, así como
nosotros hemos perdonado a nuestros deudores» (Mt 6, 12). Con este «como»,
pone en nuestras manos la medida con que seremos juzgados por Dios. La parábola
del siervo sin entrañas, castigado por su dureza de corazón para con su
semejante (cf. Mt 18, 23-35), nos enseña que, quienes no están dispuestos a
perdonar, por eso mismo se excluyen del perdón divino: «Esto mismo hará con
vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro
hermano» (Mt 18, 35).
Ni
siquiera nuestra oración podrá ser agradable a Dios si no ha sido precedida, y
en cierto sentido «garantizada» en su autenticidad, por la iniciativa sincera
de la reconciliación con el hermano que tiene «algo contra nosotros»:
solamente entonces nos será posible presentar una ofrenda agradable a Dios (cf.
Mt 5, 23-24).
Al servicio
de la reconciliación.
7.
Jesús no sólo enseñó a sus discípulos el deber del perdón, sino que quiso que
su Iglesia fuera signo e instrumento de su designio de reconciliación,
haciéndola sacramento «de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el
género humano» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1). En virtud de esta misión, Pablo consideraba el ministerio
apostólico como «ministerio de la reconciliación» (cf. 2 Co 5, 18-20). Pero
en cierto sentido todo bautizado debe sentirse «ministro de la reconciliación», ya que, reconciliado con Dios y con los hermanos, está llamado a construir
la paz con la fuerza de la verdad y de la justicia.
Como he
tenido oportunidad de recordar en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente, los cristianos, mientras se preparan a cruzar el umbral de un nuevo
milenio, están invitados a renovar el arrepentimiento por «todas las
circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del
espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del
testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de
modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de
escándalo».
Entre
éstas tienen particular importancia las divisiones que hieren la unidad de los
cristianos. Preparándonos a celebrar el Gran Jubileo del 2000, debemos buscar
juntos el perdón de Cristo, implorando del Espíritu Santo la gracia de la plena
unidad. «La unidad, en definitiva, es un don del Espíritu Santo. A nosotros se
nos pide secundar este don sin caer en ligerezas y reticencias al testimoniar
la verdad». Poniendo la mirada en Jesucristo, nuestra reconciliación, este
primer año de preparación al Jubileo, hagamos todo lo posible, mediante la
oración, el testimonio y la acción, para progresar en el camino hacia una mayor
unidad. Todo ello ejercerá ciertamente un influjo positivo incluso sobre los
procesos de pacificación en curso en diversas partes del mundo.
En
junio de 1997, las Iglesias de Europa tendrán en Graz su segunda Asamblea Ecuménica Europea sobre el tema «Reconciliación, don de Dios y fuente de vida nueva». Como preparación a este encuentro, los Presidentes de la Conferencia
de las Iglesias de Europa y del Consejo de las Conferencias Episcopales
Europeas, han lanzado un mensaje común, pidiendo un renovado compromiso por la
reconciliación, «don de Dios para nosotros y para la creación entera». Ellos
han indicado algunas de las múltiples tareas que atañen a las Comunidades
eclesiales: la búsqueda de una unidad más visible y el compromiso por la
reconciliación de los pueblos. Que la oración de todos los cristianos apoye la
preparación de este encuentro en las Iglesias locales y promueva gestos
concretos de reconciliación en todo el continente europeo, abriendo además el
camino a esfuerzos análogos en otros continentes.
En la
citada Carta apostólica he expresado el vivo deseo de que, en este itinerario
hacia el 2000, los cristianos tengan como guía y punto de referencia la Sagrada
Escritura. Un tema muy actual para guiar esta peregrinación podría ser el
del perdón y la reconciliación, que se ha de meditar y vivir en las situaciones
concretas de cada persona y de cada comunidad.
Un
llamamiento a cada persona de buena voluntad.
8.
Quisiera concluir este Mensaje, que envío a los creyentes y a todas las
personas de buena voluntad con ocasión de la próxima Jornada Mundial de la Paz,
con un llamamiento a cada uno para que se haga instrumento de paz y
reconciliación.
Me
dirijo en primer lugar a vosotros, mis hermanos Obispos y sacerdotes: sed
espejo del amor misericordioso de Dios, no solamente en la comunidad eclesial,
sino también en el ámbito de la sociedad civil, especialmente allí donde
arrecian luchas nacionalistas o étnicas. A pesar de los eventuales sufrimientos
que habéis de soportar, no dejéis penetrar el odio en vuestros corazones, sino
anunciad con alegría el Evangelio de Cristo, dispensando el perdón de Dios
mediante el sacramento de la Reconciliación.
A
vosotros, padres y madres, primeros educadores de la fe de vuestros hijos, os
pido que les ayudéis a considerar a todos como hermanos y hermanas, saliendo al
encuentro del prójimo sin prejuicios, con sentimientos de confianza y de
acogida. Sed para vuestros hijos reflejo del amor y del perdón de Dios,
haciendo todos los esfuerzos por construir una familia unida y solidaria.
Y
vosotros, educadores, llamados a enseñar a los jóvenes los auténticos valores
de la vida acercándoles a la complejidad de la historia y de la cultura humana,
ayudadles a vivir a todos los niveles la virtud de la tolerancia, de la
comprensión y del respeto, presentándoles como modelo a quienes han sido
artífices de paz y de reconciliación.
Vosotros,
jóvenes, que alimentáis en el corazón grandes aspiraciones, aprended a vivir
juntos unos con otros en paz, sin interponer barreras que os impidan compartir
las riquezas de otras culturas y de otras tradiciones. Responded a la violencia
con acciones de paz, para construir un mundo reconciliado y rico en humanidad.
Vosotros,
políticos, llamados a servir el bien común, no excluyáis a nadie de vuestras
preocupaciones, cuidando particularmente los sectores más débiles de la
sociedad. No pongáis en primer lugar el interés personal, cediendo a la
seducción de la corrupción y, sobre todo, afrontad también las situaciones más
difíciles con las armas de la paz y de la reconciliación.
A
vosotros, que trabajáis en el campo de los medios de comunicación social, os
pido que consideréis las grandes responsabilidades que vuestra profesión
comporta, y no ofrezcáis jamás mensajes inspirados en el odio, la violencia y
la mentira. Tened siempre como objetivo la verdad y el bien de la persona, a
cuyo servicio han de ponerse los poderosos medios de comunicación.
A todos
vosotros, en fin, creyentes en Cristo, os invito a caminar fielmente por la
senda del perdón y de la reconciliación, uniéndoos a Él en la oración al Padre
para que todos sean una sola cosa (cf. Jn 17, 21). Os exhorto también a
acompañar esta incesante invocación de paz con gestos de fraternidad y de
acogida recíproca.
A cada
persona de buena voluntad, deseosa de trabajar incansablemente para la
edificación de la nueva civilización del amor, repito: ¡ofrece el perdón,
recibe la paz!.
Vaticano,
8 de diciembre de 1996.
JOANNES
PAULUS PP. II
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