Sobre EL
VALOR Y EL CARÁCTER INVIOLABLE DE LA VIDA HUMANA.
INTRODUCCIÓN.
1. El
Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor
cada día por la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena
noticia a los hombres de todas las épocas y culturas.
En la
aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como gozosa
noticia: «Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha
nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,
10-11).
El nacimiento del Salvador produce ciertamente esta «gran alegría»; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace (cf. Jn 16, 21).
El nacimiento del Salvador produce ciertamente esta «gran alegría»; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace (cf. Jn 16, 21).
Presentando
el núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: «Yo he venido para que
tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Se refiere a aquella vida
«nueva» y «eterna», que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo
hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu
Santificador. Pero es precisamente en esa «vida» donde encuentran pleno
significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre.
Valor
incomparable de la persona humana.
2. El
hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones
de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma
de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el
valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el
tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el
proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e
inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida
divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2).
Al mismo tiempo, esta llamada sobrenatural subraya precisamente el carácter
relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En verdad, esa no es
realidad «última», sino «penúltima»; es realidad sagrada, que se nos confía
para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a
perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos.
La
Iglesia sabe que este Evangelio de la vida, recibido de su Señor, tiene un eco
profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente e incluso no
creyente, porque, superando infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella de
modo sorprendente. Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun
entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo
secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su
corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio
hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado
totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se
fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política.
Los
creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este
derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el ConcilioVaticano II: «El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto
modo, con todo hombre».[Gaudium et spes, 22]. En efecto, en este acontecimiento salvífico se revela
a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios que «tanto amó al mundo que
dio a su Hijo único» (Jn 3, 16), sino también el valor incomparable de cada
persona humana.
La
Iglesia, escrutando asiduamente el misterio de la Redención, descubre con
renovado asombro este valor [Redemptor hominis, 10] y se siente llamada a anunciar a los hombres de
todos los tiempos este «evangelio», fuente de esperanza inquebrantable y de
verdadera alegría para cada época de la historia. El Evangelio del amor de Dios
al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida
son un único e indivisible Evangelio.
Por
ello el hombre, el hombre viviente, constituye el camino primero y fundamental
de la Iglesia.
3. Cada
persona, precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf.
Jn 1, 14), es confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda
amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de
la Iglesia, afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de
Dios, la compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la vida por todo
el mundo y a cada criatura (cf. Mc 16, 15).
Hoy
este anuncio es particularmente urgente ante la impresionante multiplicación y
agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos,
especialmente cuando ésta es débil e indefensa. A las tradicionales y dolorosas
plagas del hambre, las enfermedades endémicas, la violencia y las guerras, se
añaden otras, con nuevas facetas y dimensiones inquietantes.
Ya el Concilio Vaticano II, en una página de dramática actualidad, denunció con fuerza los
numerosos delitos y atentados contra la vida humana. A treinta años de
distancia, haciendo mías las palabras de la asamblea conciliar, una vez más y
con idéntica firmeza los deploro en nombre de la Iglesia entera, con la certeza
de interpretar el sentimiento auténtico de cada conciencia recta: «Todo lo que
se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el
aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la
integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales
y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a
la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los
encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la
prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones
ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros
instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas
cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la
civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes
padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador». [Gaudium et spes, 27].
4. Por
desgracia, este alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien
agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y
tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano,
a la vez que se va delineando y consolidando una nueva situación cultural, que
confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y —podría decirse—
aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores
de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de
los derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no
sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el
fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita
de las estructuras sanitarias.
En la
actualidad, todo esto provoca un cambio profundo en el modo de entender la vida
y las relaciones entre los hombres. El hecho de que las legislaciones de muchos
países, alejándose tal vez de los mismos principios fundamentales de sus
Constituciones, hayan consentido no penar o incluso reconocer la plena
legitimidad de estas prácticas contra la vida es, al mismo tiempo, un síntoma
preocupante y causa no marginal de un grave deterioro moral. Opciones, antes
consideradas unánimemente como delictivas y rechazadas por el común sentido
moral, llegan a ser poco a poco socialmente respetables. La misma medicina, que
por su vocación está ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se
presta cada vez más en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra la
persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando la
dignidad de quienes la ejercen. En este contexto cultural y legal, incluso los
graves problemas demográficos, sociales y familiares, que pesan sobre numerosos
pueblos del mundo y exigen una atención responsable y activa por parte de las
comunidades nacionales y de las internacionales, se encuentran expuestos a
soluciones falsas e ilusorias, en contraste con la verdad y el bien de las
personas y de las naciones.
El
resultado al que se llega es dramático: si es muy grave y preocupante el
fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas incipientes o próximas a su
ocaso, no menos grave e inquietante es el hecho de que a la conciencia misma,
casi oscurecida por condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez más
percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor
fundamental mismo de la vida humana.
5. El
Consistorio extraordinario de Cardenales, celebrado en Roma del 4 al 7 de abril
de 1991, se dedicó al problema de las amenazas a la vida humana en nuestro
tiempo. Después de un amplio y profundo debate sobre el tema y sobre los
desafíos presentados a toda la familia humana y, en particular, a la comunidad
cristiana, los Cardenales, con voto unánime, me pidieron ratificar, con la
autoridad del Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana y su carácter
inviolable, con relación a las circunstancias actuales y a los atentados que
hoy la amenazan.
Acogiendo
esta petición, escribí en Pentecostés de 1991 una carta personal a cada Hermano
en el Episcopado para que, en el espíritu de colegialidad episcopal, me
ofreciera su colaboración para redactar un documento al respecto. Estoy
profundamente agradecido a todos los Obispos que contestaron, enviándome
valiosas informaciones, sugerencias y propuestas. Ellos testimoniaron así su
unánime y convencida participación en la misión doctrinal y pastoral de la
Iglesia sobre el Evangelio de la vida.
En la
misma carta, a pocos días de la celebración del centenario de la Encíclica
Rerum novarum, llamaba la atención de todos sobre esta singular analogía: «Así
como hace un siglo la clase obrera estaba oprimida en sus derechos
fundamentales, y la Iglesia tomó su defensa con gran valentía, proclamando los
derechos sacrosantos de la persona del trabajador, así ahora, cuando otra
categoría de personas está oprimida en su derecho fundamental a la vida, la
Iglesia siente el deber de dar voz, con la misma valentía, a quien no tiene
voz. El suyo es el clamor evangélico en defensa de los pobres del mundo y de
quienes son amenazados, despreciados y oprimidos en sus derechos humanos».
Hoy una
gran multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son, concretamente,
los niños aún no nacidos, está siendo aplastada en su derecho fundamental a la
vida. Si la Iglesia, al final del siglo pasado, no podía callar ante los abusos
entonces existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a las injusticias
sociales del pasado, tristemente no superadas todavía, se añaden en tantas
partes del mundo injusticias y opresiones incluso más graves, consideradas tal
vez como elementos de progreso de cara a la organización de un nuevo orden
mundial.
La
presente Encíclica, fruto de la colaboración del Episcopado de todos los Países
del mundo, quiere ser pues una confirmación precisa y firme del valor de la
vida humana y de su carácter inviolable, y, al mismo tiempo, una acuciante
llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y
sirve a la vida, a toda vida humana!. ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás
justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!.
¡Que
estas palabras lleguen a todos los hijos e hijas de la Iglesia!. ¡Que lleguen a
todas las personas de buena voluntad, interesadas por el bien de cada hombre y
mujer y por el destino de toda la sociedad!.
6. En
comunión profunda con cada uno de los hermanos y hermanas en la fe, y animado
por una amistad sincera hacia todos, quiero meditar de nuevo y anunciar el
Evangelio de la vida, esplendor de la verdad que ilumina las conciencias, luz
diáfana que sana la mirada oscurecida, fuente inagotable de constancia y valor
para afrontar los desafíos siempre nuevos que encontramos en nuestro camino.
Al
recordar la rica experiencia vivida durante el Año de la Familia, como
completando idealmente la Carta dirigida por mí «a cada familia de cualquier
región de la tierra», miro con confianza renovada a todas las comunidades
domésticas, y deseo que resurja o se refuerce a cada nivel el compromiso de
todos por sostener la familia, para que también hoy —aun en medio de numerosas
dificultades y de graves amenazas— ella se mantenga siempre, según el designio
de Dios, como «santuario de la vida» [Centesimus annus, 39].
A todos
los miembros de la Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo mi más
apremiante invitación para que, juntos, podamos ofrecer a este mundo nuestro
nuevos signos de esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y la
solidaridad y se afiance una nueva cultura de la vida humana, para la
edificación de una auténtica civilización de la verdad y del amor.
LA
SANGRE DE TU HERMANO CLAMA A MÍ DESDE EL SUELO.
Actuales amenazas a la vida humana.
«Caín
se lanzó contra su hermano Abel y lo mató» (Gn 4, 8): raíz de
la violencia contra la vida.
7. «No
fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes;
él todo lo creó para que subsistiera... Porque Dios creó al hombre para la
incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del
diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen»
(Sb 1, 13-14; 2, 23-24).
El
Evangelio de la vida, proclamado al principio con la creación del hombre a
imagen de Dios para un destino de vida plena y perfecta (cf. Gn 2, 7; Sb 9,
2-3), está como en contradicción con la experiencia lacerante de la muerte que
entra en el mundo y oscurece el sentido de toda la existencia humana. La muerte
entra por la envidia del diablo (cf. Gn 3, 1.4-5) y por el pecado de los primeros
padres (cf. Gn 2, 17; 3, 17-19). Y entra de un modo violento, a través de la
muerte de Abel causada por su hermano Caín: «Cuando estaban en el campo, se
lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató» (Gn 4, 8).
Esta
primera muerte es presentada con una singular elocuencia en una página
emblemática del libro del Génesis. Una página que cada día se vuelve a
escribir, sin tregua y con degradante repetición, en el libro de la historia de
los pueblos.
Releamos
juntos esta página bíblica, que, a pesar de su carácter arcaico y de su extrema
simplicidad, se presenta muy rica de enseñanzas.
«Fue
Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo al Señor
una oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de los
primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. El Señor miró propicio
a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se
irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. El Señor dijo a Caín:
"¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro?. ¿No es cierto
que si obras bien podrás alzarlo?. Mas, si no obras bien, a la puerta está el
pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar".
Caín
dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo,
se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató.
El
Señor dijo a Caín: "¿Dónde está tu hermano Abel?". Contestó: "No
sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?". Replicó el Señor: "¿Qué
has hecho?. Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues
bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu
mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más fruto.
Vagabundo y errante serás en la tierra".
Entonces
dijo Caín al Señor: "Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es
decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia,
convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me
matará".
El
Señor le respondió: "Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo
pagará siete veces". Y el Señor puso una señal a Caín para que nadie que
lo encontrase le atacara. Caín salió de la presencia del Señor, y se estableció
en el país de Nod, al oriente de Edén» (Gn 4, 2-16).
8. Caín
se «irritó en gran manera» y su rostro se «abatió» porque el Señor «miró
propicio a Abel y su oblación» (Gn 4, 4). El texto bíblico no dice el motivo
por el que Dios prefirió el sacrificio de Abel al de Caín; sin embargo, indica
con claridad que, aun prefiriendo la oblación de Abel, no interrumpió su
diálogo con Caín. Le reprende recordándole su libertad frente al mal: el hombre
no está predestinado al mal. Ciertamente, igual que Adán, es tentado por el
poder maléfico del pecado que, como bestia feroz, está acechando a la puerta de
su corazón, esperando lanzarse sobre la presa. Pero Caín es libre frente al
pecado. Lo puede y lo debe dominar: «Como fiera que te codicia, y a quien
tienes que dominar» (Gn 4, 7).
Los
celos y la ira prevalecen sobre la advertencia del Señor, y así Caín se lanza
contra su hermano y lo mata. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, «la Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su
hermano Caín, revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia
en el hombre de la ira y la codicia, consecuencia del pecado original. El
hombre se convirtió en el enemigo de sus semejantes» [nº 2259].
El
hermano mata a su hermano. Como en el primer fratricidio, en cada homicidio se
viola el parentesco «espiritual» que agrupa a los hombres en una única gran
familia donde todos participan del mismo bien fundamental: la idéntica
dignidad personal. Además, no pocas veces se viola también el parentesco «de
carne y sangre», por ejemplo, cuando las amenazas a la vida se producen en la
relación entre padres e hijos, como sucede con el aborto o cuando, en un
contexto familiar o de parentesco más amplio, se favorece o se procura la
eutanasia.
En la
raíz de cada violencia contra el prójimo se cede a la lógica del maligno, es
decir, de aquél que «era homicida desde el principio» (Jn 8, 44), como nos
recuerda el apóstol Juan: «Pues este es el mensaje que habéis oído desde el
principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín, que, siendo del maligno,
mató a su hermano» (1 Jn 3, 11-12). Así, esta muerte del hermano al comienzo
de la historia es el triste testimonio de cómo el mal avanza con rapidez impresionante:
a la rebelión del hombre contra Dios en el paraíso terrenal se añade la lucha
mortal del hombre contra el hombre.
Después
del delito, Dios interviene para vengar al asesinado. Caín, frente a Dios, que
le pregunta sobre el paradero de Abel, lejos de sentirse avergonzado y
excusarse, elude la pregunta con arrogancia: «No sé. ¿Soy yo acaso el guarda
de mi hermano?» (Gn 4, 9). «No sé». Con la mentira Caín trata de ocultar su
delito. Así ha sucedido con frecuencia y sigue sucediendo cuando las ideologías
más diversas sirven para justificar y encubrir los atentados más atroces contra
la persona. «¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?»: Caín no quiere pensar
en su hermano y rechaza asumir aquella responsabilidad que cada hombre tiene en
relación con los demás. Esto hace pensar espontáneamente en las tendencias
actuales de ausencia de responsabilidad del hombre hacia sus semejantes, cuyos
síntomas son, entre otros, la falta de solidaridad con los miembros más débiles
de la sociedad —es decir, ancianos, enfermos, inmigrantes y niños— y la
indiferencia que con frecuencia se observa en la relación entre los pueblos,
incluso cuando están en juego valores fundamentales como la supervivencia, la
libertad y la paz.
9. Dios
no puede dejar impune el delito: desde el suelo sobre el que fue derramada, la
sangre del asesinado clama justicia a Dios (cf. Gn 37, 26; Is 26, 21; Ez 24,
7-8). De este texto la Iglesia ha sacado la denominación de «pecados que
claman venganza ante la presencia de Dios» y entre ellos ha incluido, en
primer lugar, el homicidio voluntario [Catecismo de la Iglesia Católica, 1867 y 2268]. Para los hebreos, como para otros
muchos pueblos de la antigüedad, en la sangre se encuentra la vida, mejor aún,
«la sangre es la vida» (Dt 12, 23) y la vida, especialmente la humana,
pertenece sólo a Dios: por eso quien atenta contra la vida del hombre, de
alguna manera atenta contra Dios mismo.
Caín es
maldecido por Dios y también por la tierra, que le negará sus frutos (cf. Gn 4,
11-12). Y es castigado: tendrá que habitar en la estepa y en el desierto. La
violencia homicida cambia profundamente el ambiente de vida del hombre. La
tierra de «jardín de Edén» (Gn 2, 15), lugar de abundancia, de serenas
relaciones interpersonales y de amistad con Dios, pasa a ser «país de Nod»
(Gn 4, 16), lugar de «miseria», de soledad y de lejanía de Dios. Caín será «vagabundo errante por la tierra» (Gn 4, 14): la inseguridad y la falta de
estabilidad lo acompañarán siempre.
Pero
Dios, siempre misericordioso incluso cuando castiga, «puso una señal a Caín
para que nadie que le encontrase le atacara» (Gn 4, 15). Le da, por tanto, una
señal de reconocimiento, que tiene como objetivo no condenarlo a la execración
de los demás hombres, sino protegerlo y defenderlo frente a quienes querrán
matarlo para vengar así la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su
dignidad personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí donde se
manifiesta el misterio paradójico de la justicia misericordiosa de Dios, como
escribió san Ambrosio: «Porque se había cometido un fratricidio, esto es, el
más grande de los crímenes, en el momento mismo en que se introdujo el pecado,
se debió desplegar la ley de la misericordia divina; ya que, si el castigo
hubiera golpeado inmediatamente al culpable, no sucedería que los hombres, al
castigar, usen cierta tolerancia o suavidad, sino que entregarían
inmediatamente al castigo a los culpables. (...) Dios expulsó a Caín de su
presencia y, renegado por sus padres, lo desterró como al exilio de una
habitación separada, por el hecho de que había pasado de la humana benignidad a
la ferocidad bestial. Sin embargo, Dios no quiso castigar al homicida con el
homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte».
10. El
Señor dice a Caín: «¿Qué has hecho?. Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí
desde el suelo» (Gn 4, 10). La voz de la sangre derramada por los hombres no
cesa de clamar, de generación en generación, adquiriendo tonos y acentos
diversos y siempre nuevos.
La
pregunta del Señor «¿Qué has hecho?», que Caín no puede esquivar, se dirige
también al hombre contemporáneo para que tome conciencia de la amplitud y
gravedad de los atentados contra la vida, que siguen marcando la historia de la
humanidad; para que busque las múltiples causas que los generan y alimentan;
reflexione con extrema seriedad sobre las consecuencias que derivan de estos
mismos atentados para la vida de las personas y de los pueblos.
Hay
amenazas que proceden de la naturaleza misma, y que se agravan por la desidia
culpable y la negligencia de los hombres que, no pocas veces, podrían
remediarlas. Otras, sin embargo, son fruto de situaciones de violencia, odio,
intereses contrapuestos, que inducen a los hombres a agredirse entre sí con
homicidios, guerras, matanzas y genocidios.
¿Cómo
no pensar también en la violencia contra la vida de millones de seres humanos,
especialmente niños, forzados a la miseria, a la desnutrición, y al hambre, a
causa de una inicua distribución de las riquezas entre los pueblos y las clases
sociales?, ¿o en la violencia derivada, incluso antes que de las guerras, de un
comercio escandaloso de armas, que favorece la espiral de tantos conflictos
armados que ensangrientan el mundo?, ¿o en la siembra de muerte que se realiza
con el temerario desajuste de los equilibrios ecológicos, con la criminal
difusión de la droga, o con el fomento de modelos de práctica de la sexualidad
que, además de ser moralmente inaceptables, son también portadores de graves
riesgos para la vida?. Es imposible enumerar completamente la vasta gama de
amenazas contra la vida humana, ¡son tantas sus formas, manifiestas o
encubiertas, en nuestro tiempo!.
11.
Pero nuestra atención quiere concentrarse, en particular, en otro género de
atentados, relativos a la vida naciente y terminal, que presentan caracteres
nuevos respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad singular, por el
hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de «delito» y a asumir paradójicamente el de «derecho», hasta el punto de
pretender con ello un verdadero y propio reconocimiento legal por parte del
Estado y la sucesiva ejecución mediante la intervención gratuita de los mismos
agentes sanitarios. Estos atentados golpean la vida humana en situaciones de
máxima precariedad, cuando está privada de toda capacidad de defensa. Más grave
aún es el hecho de que, en gran medida, se produzcan precisamente dentro y por
obra de la familia, que constitutivamente está llamada a ser, sin embargo, «santuario de la vida».
¿Cómo
se ha podido llegar a una situación semejante?. Se deben tomar en consideración
múltiples factores. En el fondo hay una profunda crisis de la cultura, que
engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo
cada vez más difícil ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y
deberes. A esto se añaden las más diversas dificultades existenciales y
relacionales, agravadas por la realidad de una sociedad compleja, en la que las
personas, los matrimonios y las familias se quedan con frecuencia solas con sus
problemas. No faltan además situaciones de particular pobreza, angustia o
exasperación, en las que la prueba de la supervivencia, el dolor hasta el
límite de lo soportable, y las violencias sufridas, especialmente aquellas
contra la mujer, hacen que las opciones por la defensa y promoción de la vida
sean exigentes, a veces incluso hasta el heroísmo.
Todo
esto explica, al menos en parte, cómo el valor de la vida pueda hoy sufrir una
especie de «eclipse», aun cuando la conciencia no deje de señalarlo como
valor sagrado e intangible, como demuestra el hecho mismo de que se tienda a
disimular algunos delitos contra la vida naciente o terminal con expresiones de
tipo sanitario, que distraen la atención del hecho de estar en juego el derecho
a la existencia de una persona humana concreta.
13.
Para facilitar la difusión del aborto, se han invertido y se siguen invirtiendo
ingentes sumas destinadas a la obtención de productos farmacéuticos, que hacen
posible la muerte del feto en el seno materno, sin necesidad de recurrir a la
ayuda del médico. La misma investigación científica sobre este punto parece
preocupada casi exclusivamente por obtener productos cada vez más simples y
eficaces contra la vida y, al mismo tiempo, capaces de sustraer el aborto a
toda forma de control y responsabilidad social.
Se
afirma con frecuencia que la anticoncepción, segura y asequible a todos, es el
remedio más eficaz contra el aborto. Se acusa además a la Iglesia católica de
favorecer de hecho el aborto al continuar obstinadamente enseñando la ilicitud
moral de la anticoncepción. La objeción, mirándolo bien, se revela en realidad
falaz. En efecto, puede ser que muchos recurran a los anticonceptivos incluso
para evitar después la tentación del aborto. Pero los contravalores inherentes
a la «mentalidad anticonceptiva» —bien diversa del ejercicio responsable de
la paternidad y maternidad, respetando el significado pleno del acto conyugal—
son tales que hacen precisamente más fuerte esta tentación, ante la eventual
concepción de una vida no deseada. De hecho, la cultura abortista está
particularmente desarrollada justo en los ambientes que rechazan la enseñanza
de la Iglesia sobre la anticoncepción. Es cierto que anticoncepción y aborto,
desde el punto de vista moral, son males específicamente distintos: la primera
contradice la verdad plena del acto sexual como expresión propia del amor
conyugal, el segundo destruye la vida de un ser humano; la anticoncepción se
opone a la virtud de la castidad matrimonial, el aborto se opone a la virtud de
la justicia y viola directamente el precepto divino «no matarás».
A pesar
de su diversa naturaleza y peso moral, muy a menudo están íntimamente
relacionados, como frutos de una misma planta. Es cierto que no faltan casos en
los que se llega a la anticoncepción y al mismo aborto bajo la presión de
múltiples dificultades existenciales, que sin embargo nunca pueden eximir del
esfuerzo por observar plenamente la Ley de Dios. Pero en muchísimos otros casos
estas prácticas tienen sus raíces en una mentalidad hedonista e irresponsable
respecto a la sexualidad y presuponen un concepto egoísta de libertad que ve en
la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Así, la
vida que podría brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar
absolutamente, y el aborto en la única respuesta posible frente a una anticoncepción
frustrada.
Lamentablemente
la estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la
anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más y lo demuestra de
modo alarmante también la preparación de productos químicos, dispositivos
intrauterinos y «vacunas» que, distribuidos con la misma facilidad que los
anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases de
desarrollo de la vida del nuevo ser humano.
14.
También las distintas técnicas de reproducción artificial, que parecerían
puestas al servicio de la vida y que son practicadas no pocas veces con esta
intención, en realidad dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más allá del
hecho de que son moralmente inaceptables desde el momento en que separan la
procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal [ Donum vitae, 70-102], estas
técnicas registran altos porcentajes de fracaso. Este afecta no tanto a la
fecundación como al desarrollo posterior del embrión, expuesto al riesgo de
muerte por lo general en brevísimo tiempo. Además, se producen con frecuencia
embriones en número superior al necesario para su implantación en el seno de la
mujer, y estos así llamados «embriones supernumerarios» son posteriormente
suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso
científico o médico, reducen en realidad la vida humana a simple «material
biológico» del que se puede disponer libremente.
Los
diagnósticos prenatales, que no presentan dificultades morales si se realizan
para determinar eventuales cuidados necesarios para el niño aún no nacido, con
mucha frecuencia son ocasión para proponer o practicar el aborto. Es el aborto
eugenésico, cuya legitimación en la opinión pública procede de una mentalidad
—equivocadamente considerada acorde con las exigencias de la «terapéutica»—
que acoge la vida sólo en determinadas condiciones, rechazando la limitación,
la minusvalidez, la enfermedad.
Siguiendo
esta misma lógica, se ha llegado a negar los cuidados ordinarios más
elementales, y hasta la alimentación, a niños nacidos con graves deficiencias o
enfermedades. Además, el panorama actual resulta aún más desconcertante debido
a las propuestas, hechas en varios lugares, de legitimar, en la misma línea del
derecho al aborto, incluso el infanticidio, retornando así a una época de
barbarie que se creía superada para siempre.
15.
Amenazas no menos graves afectan también a los enfermos incurables y a los
terminales, en un contexto social y cultural que, haciendo más difícil afrontar
y soportar el sufrimiento, agudiza la tentación de resolver el problema del
sufrimiento eliminándolo en su raíz, anticipando la muerte al momento
considerado como más oportuno.
En una
decisión así confluyen con frecuencia elementos diversos, lamentablemente
convergentes en este terrible final. Puede ser decisivo, en el enfermo, el
sentimiento de angustia, exasperación, e incluso desesperación, provocado por
una experiencia de dolor intenso y prolongado. Esto supone una dura prueba para
el equilibrio a veces ya inestable de la vida familiar y personal, de modo que,
por una parte, el enfermo —no obstante la ayuda cada vez más eficaz de la
asistencia médica y social—, corre el riesgo de sentirse abatido por la propia
fragilidad; por otra, en las personas vinculadas afectivamente con el enfermo,
puede surgir un sentimiento de comprensible aunque equivocada piedad. Todo esto
se ve agravado por un ambiente cultural que no ve en el sufrimiento ningún
significado o valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que debe
eliminar a toda costa. Esto acontece especialmente cuando no se tiene una
visión religiosa que ayude a comprender positivamente el misterio del dolor.
Además,
en el conjunto del horizonte cultural no deja de influir también una especie de
actitud prometeica del hombre que, de este modo, se cree señor de la vida y de
la muerte porque decide sobre ellas, cuando en realidad es derrotado y
aplastado por una muerte cerrada irremediablemente a toda perspectiva de
sentido y esperanza. Encontramos una trágica expresión de todo esto en la
difusión de la eutanasia, encubierta y subrepticia, practicada abiertamente o
incluso legalizada. Esta, más que por una presunta piedad ante el dolor del
paciente, es justificada a veces por razones utilitarias, de cara a evitar
gastos innecesarios demasiado costosos para la sociedad. Se propone así la
eliminación de los recién nacidos malformados, de los minusválidos graves, de
los impedidos, de los ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, y de los
enfermos terminales. No nos es lícito callar ante otras formas más engañosas,
pero no menos graves o reales, de eutanasia. Estas podrían producirse cuando,
por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de órganos para trasplante, se
procede a la extracción de los órganos sin respetar los criterios objetivos y
adecuados que certifican la muerte del donante.
16.
Otro fenómeno actual, en el que confluyen frecuentemente amenazas y atentados
contra la vida, es el demográfico. Este presenta modalidades diversas en las
diferentes partes del mundo: en los Países ricos y desarrollados se registra
una preocupante reducción o caída de los nacimientos; los Países pobres, por el
contrario, presentan en general una elevada tasa de aumento de la población,
difícilmente soportable en un contexto de menor desarrollo económico y social,
o incluso de grave subdesarrollo. Ante la superpoblación de los Países pobres
faltan, a nivel internacional, medidas globales —serias políticas familiares y
sociales, programas de desarrollo cultural y de justa producción y distribución
de los recursos— mientras se continúan realizando políticas antinatalistas.
La
anticoncepción, la esterilización y el aborto están ciertamente entre las
causas que contribuyen a crear situaciones de fuerte descenso de la natalidad.
Puede ser fácil la tentación de recurrir también a los mismos métodos y
atentados contra la vida en las situaciones de «explosión demográfica».
El
antiguo Faraón, viendo como una pesadilla la presencia y aumento de los hijos
de Israel, los sometió a toda forma de opresión y ordenó que fueran asesinados
todos los recién nacidos varones de las mujeres hebreas (cf. Ex 1, 7-22). Del
mismo modo se comportan hoy no pocos poderosos de la tierra. Estos consideran
también como una pesadilla el crecimiento demográfico actual y temen que los
pueblos más prolíficos y más pobres representen una amenaza para el bienestar y
la tranquilidad de sus Países. Por consiguiente, antes que querer afrontar y
resolver estos graves problemas respetando la dignidad de las personas y de las
familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida, prefieren promover
e imponer por cualquier medio una masiva planificación de los nacimientos. Las
mismas ayudas económicas, que estarían dispuestos a dar, se condicionan
injustamente a la aceptación de una política antinatalista.
17. La
humanidad de hoy nos ofrece un espectáculo verdaderamente alarmante, si
consideramos no sólo los diversos ámbitos en los que se producen los atentados
contra la vida, sino también su singular proporción numérica, junto con el
múltiple y poderoso apoyo que reciben de una vasta opinión pública, de un
frecuente reconocimiento legal y de la implicación de una parte del personal
sanitario.
Como
afirmé con fuerza en Denver, con ocasión de la VIII Jornada Mundial de la Juventud: «Con el tiempo, las amenazas contra la vida no disminuyen. Al
contrario, adquieren dimensiones enormes. No se trata sólo de amenazas
procedentes del exterior, de las fuerzas de la naturaleza o de los
"Caínes" que asesinan a los "Abeles"; no, se trata de
amenazas programadas de manera científica y sistemática. El siglo XX será
considerado una época de ataques masivos contra la vida, una serie interminable
de guerras y una destrucción permanente de vidas humanas inocentes. Los falsos
profetas y los falsos maestros han logrado el mayor éxito posible». Más allá
de las intenciones, que pueden ser diversas y presentar tal vez aspectos
convincentes incluso en nombre de la solidaridad, estamos en realidad ante una
objetiva «conjura contra la vida», que ve implicadas incluso a Instituciones
internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas campañas de
difusión de la anticoncepción, la esterilización y el aborto. Finalmente, no se
puede negar que los medios de comunicación social son con frecuencia cómplices
de esta conjura, creando en la opinión pública una cultura que presenta el
recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la misma eutanasia
como un signo de progreso y conquista de libertad, mientras muestran como
enemigas de la libertad y del progreso las posiciones incondicionales a favor
de la vida.
«¿Soy
acaso yo el guarda de mi hermano?» (Gn 4, 9): una idea perversa de libertad.
18. El
panorama descrito debe considerarse atendiendo no sólo a los fenómenos de
muerte que lo caracterizan, sino también a las múltiples causas que lo
determinan. La pregunta del Señor: «¿Qué has hecho?» (Gn 4, 10) parece como
una invitación a Caín para ir más allá de la materialidad de su gesto homicida,
y comprender toda su gravedad en las motivaciones que estaban en su origen y en
las consecuencias que se derivan.
Las
opciones contra la vida proceden, a veces, de situaciones difíciles o incluso
dramáticas de profundo sufrimiento, soledad, falta total de perspectivas
económicas, depresión y angustia por el futuro. Estas circunstancias pueden
atenuar incluso notablemente la responsabilidad subjetiva y la consiguiente
culpabilidad de quienes hacen estas opciones en sí mismas moralmente malas. Sin
embargo, hoy el problema va bastante más allá del obligado reconocimiento de
estas situaciones personales. Está también en el plano cultural, social y
político, donde presenta su aspecto más subversivo e inquietante en la tendencia,
cada vez más frecuente, a interpretar estos delitos contra la vida como
legítimas expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse y ser
protegidas como verdaderos y propios derechos.
De este
modo se produce un cambio de trágicas consecuencias en el largo proceso
histórico, que después de descubrir la idea de los «derechos humanos» —como
derechos inherentes a cada persona y previos a toda Constitución y legislación
de los Estados— incurre hoy en una sorprendente contradicción: justo en una
época en la que se proclaman solemnemente los derechos inviolables de la
persona y se afirma públicamente el valor de la vida, el derecho mismo a la
vida queda prácticamente negado y conculcado, en particular en los momentos más
emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte.
Por
otra parte, a estas nobles declaraciones se contrapone lamentablemente en la
realidad su trágica negación. Esta es aún más desconcertante y hasta
escandalosa, precisamente por producirse en una sociedad que hace de la
afirmación y de la tutela de los derechos humanos su objetivo principal y al
mismo tiempo su motivo de orgullo. ¿Cómo poner de acuerdo estas repetidas afirmaciones
de principios con la multiplicación continua y la difundida legitimación de los
atentados contra la vida humana?. ¿Cómo conciliar estas declaraciones con el
rechazo del más débil, del más necesitado, del anciano y del recién concebido?. Estos atentados van en una dirección exactamente contraria a la del respeto a
la vida, y representan una amenaza frontal a toda la cultura de los derechos
del hombre. Es una amenaza capaz, al límite, de poner en peligro el significado
mismo de la convivencia democrática: nuestras ciudades corren el riesgo de
pasar de ser sociedades de «con-vivientes» a sociedades de excluidos,
marginados, rechazados y eliminados. Si además se dirige la mirada al horizonte
mundial, ¿cómo no pensar que la afirmación misma de los derechos de las
personas y de los pueblos se reduce a un ejercicio retórico estéril, como
sucede en las altas reuniones internacionales, si no se desenmascara el egoísmo
de los Países ricos que cierran el acceso al desarrollo de los Países pobres, o
lo condicionan a absurdas prohibiciones de procreación, oponiendo el desarrollo
al hombre?. ¿No convendría quizá revisar los mismos modelos económicos,
adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias y condicionamientos
de carácter internacional, que producen y favorecen situaciones de injusticia y
violencia en las que se degrada y vulnera la vida humana de poblaciones
enteras?.
19. ¿Dónde están las raíces de una contradicción tan sorprendente?.
Podemos
encontrarlas en valoraciones generales de orden cultural o moral, comenzando
por aquella mentalidad que, tergiversando e incluso deformando el concepto de
subjetividad, sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta con
plena o, al menos, incipiente autonomía y sale de situaciones de total
dependencia de los demás. Pero, ¿cómo conciliar esta postura con la exaltación
del hombre como ser «indisponible»?. La teoría de los derechos humanos se
fundamenta precisamente en la consideración del hecho que el hombre, a
diferencia de los animales y de las cosas, no puede ser sometido al dominio de
nadie. También se debe señalar aquella lógica que tiende a identificar la
dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y explícita y, en
todo caso, experimentable. Está claro que, con estos presupuestos, no hay
espacio en el mundo para quien, como el que ha de nacer o el moribundo, es un
sujeto constitutivamente débil, que parece sometido en todo al cuidado de otras
personas, dependiendo radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse
mediante el lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos. Es, por tanto,
la fuerza que se hace criterio de opción y acción en las relaciones
interpersonales y en la convivencia social. Pero esto es exactamente lo
contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el Estado de derecho,
como comunidad en la que a las «razones de la fuerza» sustituye la «fuerza
de la razón».
A otro
nivel, el origen de la contradicción entre la solemne afirmación de los
derechos del hombre y su trágica negación en la práctica, está en un concepto
de libertad que exalta de modo absoluto al individuo, y no lo dispone a la
solidaridad, a la plena acogida y al servicio del otro. Si es cierto que, a
veces, la eliminación de la vida naciente o terminal se enmascara también bajo
una forma malentendida de altruismo y piedad humana, no se puede negar que
semejante cultura de muerte, en su conjunto, manifiesta una visión de la
libertad muy individualista, que acaba por ser la libertad de los «más fuertes» contra los débiles destinados a sucumbir.
Precisamente
en este sentido se puede interpretar la respuesta de Caín a la pregunta del
Señor «¿Dónde está tu hermano Abel?»: «No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi
hermano?» (Gn 4, 9). Sí, cada hombre es «guarda de su hermano», porque Dios
confía el hombre al hombre. Y es también en vista de este encargo que Dios da a
cada hombre la libertad, que posee una esencial dimensión relacional. Es un
gran don del Creador, puesta al servicio de la persona y de su realización
mediante el don de sí misma y la acogida del otro. Sin embargo, cuando la
libertad es absolutizada en clave individualista, se vacía de su contenido
original y se contradice en su misma vocación y dignidad.
Hay un
aspecto aún más profundo que acentuar: la libertad reniega de sí misma, se
autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni
respeta su vínculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad,
queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las
evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida
personal y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible
referencia para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal,
sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su
capricho.
20. Con
esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora
profundamente. Si la promoción del propio yo se entiende en términos de
autonomía absoluta, se llega inevitablemente a la negación del otro,
considerado como enemigo de quien defenderse. De este modo la sociedad se
convierte en un conjunto de individuos colocados unos junto a otros, pero sin
vínculos recíprocos: cada cual quiere afirmarse independientemente de los
demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses. Sin embargo, frente a los
intereses análogos de los otros, se ve obligado a buscar cualquier forma de
compromiso, si se quiere garantizar a cada uno el máximo posible de libertad en
la sociedad. Así, desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad
absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas movedizas de un
relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso el
primero de los derechos fundamentales, el de la vida.
Es lo
que de hecho sucede también en el ámbito más propiamente político o estatal: el
derecho originario e inalienable a la vida se pone en discusión o se niega
sobre la base de un voto parlamentario o de la voluntad de una parte —aunque
sea mayoritaria— de la población. Es el resultado nefasto de un relativismo que
predomina incontrovertible: el «derecho» deja de ser tal porque no está ya
fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la persona, sino que
queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este modo la democracia, a
pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental. El Estado
deja de ser la «casa común» donde todos pueden vivir según los principios de
igualdad fundamental, y se transforma en Estado tirano, que presume de poder
disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no
nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública que no es otra cosa,
en realidad, que el interés de algunos. Parece que todo acontece en el más
firme respeto de la legalidad, al menos cuando las leyes que permiten el aborto
o la eutanasia son votadas según las, así llamadas, reglas democráticas. Pero
en realidad estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el
ideal democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la
dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases: «¿Cómo es
posible hablar todavía de dignidad de toda persona humana, cuando se permite
matar a la más débil e inocente?. ¿En nombre de qué justicia se realiza la más
injusta de las discriminaciones entre las personas, declarando a algunas dignas
de ser defendidas, mientras a otras se niega esta dignidad?». Cuando se
verifican estas condiciones, se han introducido ya los dinamismos que llevan a
la disolución de una auténtica convivencia humana y a la disgregación de la
misma realidad establecida.
Reivindicar
el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo
legalmente, significa atribuir a la libertad humana un significado perverso e
inicuo: el de un poder absoluto sobre los demás y contra los demás. Pero ésta
es la muerte de la verdadera libertad: «En verdad, en verdad os digo: todo el
que comete pecado es un esclavo» (Jn 8, 34).
21. En
la búsqueda de las raíces más profundas de la lucha entre la «cultura de la
vida» y la «cultura de la muerte», no basta detenerse en la idea perversa de
libertad anteriormente señalada. Es necesario llegar al centro del drama vivido
por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre,
característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo, que
con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas
comunidades cristianas. Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra
fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el
sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su
dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la ley moral,
especialmente en el grave campo del respeto de la vida humana y su dignidad,
produce una especie de progresiva ofuscación de la capacidad de percibir la
presencia vivificante y salvadora de Dios.
Una vez
más podemos inspirarnos en el relato del asesinato de Abel por parte de su
hermano. Después de la maldición impuesta por Dios, Caín se dirige así al
Señor: «Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me
echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo
errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará» (Gn 4, 13-14).
Caín considera que su pecado no podrá ser perdonado por el Señor y que su
destino inevitable será tener que «esconderse de su presencia». Si Caín
confiesa que su culpa es «demasiado grande», es porque sabe que se encuentra
ante Dios y su justo juicio. En realidad, sólo delante del Señor el hombre
puede reconocer su pecado y percibir toda su gravedad. Esta es la experiencia
de David, que después de «haber pecado contra el Señor», reprendido por el
profeta Natán (cf. 2 Sam 11-12), exclama: «Mi delito yo lo reconozco, mi
pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a
tus ojos cometí» (Sal 51 50, 5-6).
22. Por
esto, cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda
amenazado y contaminado, como afirma lapidariamente el Concilio Vaticano II: «La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la
propia criatura queda oscurecida» [Gaudium et spes, 36]. El hombre no puede ya entenderse como «misteriosamente otro» respecto a las demás criaturas terrenas; se considera
como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha
alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado en el restringido
horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a «una cosa», y ya no
percibe el carácter trascendente de su «existir como hombre». No considera ya
la vida como un don espléndido de Dios, una realidad «sagrada» confiada a su
responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su «veneración». La
vida llega a ser simplemente «una cosa», que el hombre reivindica como su
propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable.
Así,
ante la vida que nace y la vida que muere, el hombre ya no es capaz de dejarse
interrogar sobre el sentido más auténtico de su existencia, asumiendo con
verdadera libertad estos momentos cruciales de su propio «existir». Se
preocupa sólo del «hacer» y, recurriendo a cualquier forma de tecnología, se
afana por programar, controlar y dominar el nacimiento y la muerte. Estas, de
experiencias originarias que requieren ser «vividas», pasan a ser cosas que
simplemente se pretenden «poseer» o «rechazar».
Por
otra parte, una vez excluida la referencia a Dios, no sorprende que el sentido
de todas las cosas resulte profundamente deformado, y la misma naturaleza, que
ya no es «mater», quede reducida a «material» disponible a todas las
manipulaciones. A esto parece conducir una cierta racionalidad
técnico-científica, dominante en la cultura contemporánea, que niega la idea
misma de una verdad de la creación que hay que reconocer o de un designio de
Dios sobre la vida que hay que respetar. Esto no es menos verdad, cuando la
angustia por los resultados de esta «libertad sin ley» lleva a algunos a la
postura opuesta de una «ley sin libertad», como sucede, por ejemplo, en
ideologías que contestan la legitimidad de cualquier intervención sobre la
naturaleza, como en nombre de una «divinización» suya, que una vez más
desconoce su dependencia del designio del Creador.
En
realidad, viviendo «como si Dios no existiera», el hombre pierde no sólo el
misterio de Dios, sino también el del mundo y el de su propio ser.
23. El
eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce inevitablemente al
materialismo práctico, en el que proliferan el individualismo, el utilitarismo
y el hedonismo. Se manifiesta también aquí la perenne validez de lo que
escribió el Apóstol: «Como no tuvieron a bien guardar el verdadero
conocimiento de Dios, Dios los entregó a su mente insensata, para que hicieran lo
que no conviene» (Rm 1, 28). Así, los valores del ser son sustituidos por los
del tener. El único fin que cuenta es la consecución del propio bienestar
material. La llamada «calidad de vida» se interpreta principal o
exclusivamente como eficiencia económica, consumismo desordenado, belleza y
goce de la vida física, olvidando las dimensiones más profundas —relacionales,
espirituales y religiosas— de la existencia.
En
semejante contexto el sufrimiento, elemento inevitable de la existencia humana,
aunque también factor de posible crecimiento personal, es «censurado»,
rechazado como inútil, más aún, combatido como mal que debe evitarse siempre y
de cualquier modo. Cuando no es posible evitarlo y la perspectiva de un
bienestar al menos futuro se desvanece, entonces parece que la vida ha perdido
ya todo sentido y aumenta en el hombre la tentación de reivindicar el derecho a
su supresión.
Siempre
en el mismo horizonte cultural, el cuerpo ya no se considera como realidad
típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los demás, con Dios y
con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente compuesto de
órganos, funciones y energías que hay que usar según criterios de mero goce y
eficiencia. Por consiguiente, también la sexualidad se despersonaliza e
instrumentaliza: de signo, lugar y lenguaje del amor, es decir, del don de sí
mismo y de la acogida del otro según toda la riqueza de la persona, pasa a ser
cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y de
satisfacción egoísta de los propios deseos e instintos. Así se deforma y
falsifica el contenido originario de la sexualidad humana, y los dos
significados, unitivo y procreativo, innatos a la naturaleza misma del acto
conyugal, son separados artificialmente. De este modo, se traiciona la unión y
la fecundidad se somete al arbitrio del hombre y de la mujer. La procreación se
convierte entonces en el «enemigo» a evitar en la práctica de la sexualidad.
Cuando se acepta, es sólo porque manifiesta el propio deseo, o incluso la propia
voluntad, de tener un hijo «a toda costa», y no, en cambio, por expresar la
total acogida del otro y, por tanto, la apertura a la riqueza de vida de la que
el hijo es portador.
En la
perspectiva materialista expuesta hasta aquí, las relaciones interpersonales
experimentan un grave empobrecimiento. Los primeros que sufren sus
consecuencias negativas son la mujer, el niño, el enfermo o el que sufre y el
anciano. El criterio propio de la dignidad personal —el del respeto, la
gratuidad y el servicio— se sustituye por el criterio de la eficiencia, la
funcionalidad y la utilidad. Se aprecia al otro no por lo que «es», sino por
lo que «tiene, hace o produce». Es la supremacía del más fuerte sobre el más
débil.
24. En
lo íntimo de la conciencia moral se produce el eclipse del sentido de Dios y
del hombre, con todas sus múltiples y funestas consecuencias para la vida. Se
pone en duda, sobre todo, la conciencia de cada persona, que en su unicidad e
irrepetibilidad se encuentra sola ante Dios. Pero también se cuestiona, en
cierto sentido, la «conciencia moral» de la sociedad. Esta es de algún modo
responsable, no sólo porque tolera o favorece comportamientos contrarios a la
vida, sino también porque alimenta la «cultura de la muerte», llegando a crear
y consolidar verdaderas y auténticas «estructuras de pecado» contra la vida.
La conciencia moral, tanto individual como social, está hoy sometida, a causa
también del fuerte influjo de muchos medios de comunicación social, a un
peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en
relación con el mismo derecho fundamental a la vida. Lamentablemente, una gran
parte de la sociedad actual se asemeja a la que Pablo describe en la Carta a
los Romanos. Está formada «de hombres que aprisionan la verdad en la
injusticia» (1, 18): habiendo renegado de Dios y creyendo poder construir la
ciudad terrena sin necesidad de El, «se ofuscaron en sus razonamientos» de
modo que «su insensato corazón se entenebreció» (1, 21); «jactándose de
sabios se volvieron estúpidos» (1, 22), se hicieron autores de obras dignas de
muerte y «no solamente las practican, sino que aprueban a los que las cometen» (1, 32). Cuando la conciencia, este luminoso ojo del alma (cf. Mt 6, 22-23),
llama «al mal bien y al bien mal» (Is 5, 20), camina ya hacia su degradación
más inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral.
Sin
embargo, todos los condicionamientos y esfuerzos por imponer el silencio no
logran sofocar la voz del Señor que resuena en la conciencia de cada hombre. De
este íntimo santuario de la conciencia puede empezar un nuevo camino de amor,
de acogida y de servicio a la vida humana.
«Os
habéis acercado a la sangre de la aspersión» (cf. Hb 12, 22.24): signos
de esperanza y llamada al compromiso.
25. «Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo» (Gn 4, 10). No es
sólo la sangre de Abel, el primer inocente asesinado, que clama a Dios, fuente
y defensor de la vida. También la sangre de todo hombre asesinado después de
Abel es un clamor que se eleva al Señor. De una forma absolutamente única,
clama a Dios la sangre de Cristo, de quien Abel en su inocencia es figura
profética, como nos recuerda el autor de la Carta a los Hebreos: «Vosotros, en
cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo... al
mediador de una Nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que
habla mejor que la de Abel» (Hb. 12, 22.24).
Es la
sangre de la aspersión. De ella había sido símbolo y signo anticipador la
sangre de los sacrificios de la Antigua Alianza, con los que Dios manifestaba
la voluntad de comunicar su vida a los hombres, purificándolos y consagrándolos
(cf. Ex 24, 8; Lv 17, 11). Ahora, todo esto se cumple y verifica en Cristo: la
suya es la sangre de la aspersión que redime, purifica y salva; es la sangre
del mediador de la Nueva Alianza «derramada por muchos para perdón de los
pecados» (Mt 26, 28). Esta sangre, que brota del costado abierto de Cristo en
la cruz (cf. Jn 19, 34), «habla mejor que la de Abel»; en efecto, expresa y
exige una «justicia» más profunda, pero sobre todo implora misericordia, se hace ante el Padre intercesora por los hermanos (cf. Hb 7, 25), es fuente de
redención perfecta y don de vida nueva.
La
sangre de Cristo, mientras revela la grandeza del amor del Padre, manifiesta
qué precioso es el hombre a los ojos de Dios y qué inestimable es el valor de
su vida. Nos lo recuerda el apóstol Pedro: «Sabéis que habéis sido rescatados
de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o
plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla,
Cristo» (1 Pe 1, 18-19). Precisamente contemplando la sangre preciosa de
Cristo, signo de su entrega de amor (cf. Jn 13, 1), el creyente aprende a
reconocer y apreciar la dignidad casi divina de todo hombre y puede exclamar
con nuevo y grato estupor: «¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del
Creador, si ha "merecido tener tan gran Redentor" (Himno Exsultet de
la Vigilia pascual), si "Dios ha dado a su Hijo", a fin de que él, el
hombre, "no muera sino que tenga la vida eterna" (cf. Jn 3, 16)!» [Redemptor hominis, 10].
Además, la sangre de Cristo manifiesta al hombre que su grandeza, y por tanto su vocación, consiste en el don sincero de sí mismo. Precisamente porque se derrama como don de vida, la sangre de Cristo ya no es signo de muerte, de separación definitiva de los hermanos, sino instrumento de una comunión que es riqueza de vida para todos. Quien bebe esta sangre en el sacramento de la Eucaristía y permanece en Jesús (cf. Jn 6, 56) queda comprometido en su mismo dinamismo de amor y de entrega de la vida, para llevar a plenitud la vocación originaria al amor, propia de todo hombre (cf. Jn 1, 27; 2, 18-24).
Es en
la sangre de Cristo donde todos los hombres encuentran la fuerza para
comprometerse en favor de la vida. Esta sangre es justamente el motivo más
grande de esperanza, más aún, es el fundamento de la absoluta certeza de que
según el designio divino la vida vencerá. «No habrá ya muerte», exclama la
voz potente que sale del trono de Dios en la Jerusalén celestial (Ap 21, 4). Y
san Pablo nos asegura que la victoria actual sobre el pecado es signo y
anticipo de la victoria definitiva sobre la muerte, cuando «se cumplirá la
palabra que está escrita: "La muerte ha sido devorada en la victoria.
¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?"» (1 Cor 15, 54-55).
26. En
realidad, no faltan signos que anticipan esta victoria en nuestras sociedades y
culturas, a pesar de estar fuertemente marcadas por la «cultura de la muerte». Se daría, por tanto, una imagen unilateral, que podría inducir a un estéril
desánimo, si junto con la denuncia de las amenazas contra la vida no se
presentan los signos positivos que se dan en la situación actual de la
humanidad.
Desgraciadamente,
estos signos positivos encuentran a menudo dificultad para manifestarse y ser
reconocidos, tal vez también porque no encuentran una adecuada atención en los
medios de comunicación social. Pero, ¡cuántas iniciativas de ayuda y apoyo a las
personas más débiles e indefensas han surgido y continúan surgiendo en la
comunidad cristiana y en la sociedad civil, a nivel local, nacional e
internacional, promovidas por individuos, grupos, movimientos y organizaciones
diversas!.
Son
todavía muchos los esposos que, con generosa responsabilidad, saben acoger a
los hijos como «el don más excelente del matrimonio» [Gaudium et spes, 50]. No faltan familias
que, además de su servicio cotidiano a la vida, acogen a niños abandonados, a
muchachos y jóvenes en dificultad, a personas minusválidas, a ancianos solos.
No pocos centros de ayuda a la vida, o instituciones análogas, están promovidos
por personas y grupos que, con admirable dedicación y sacrificio, ofrecen un
apoyo moral y material a madres en dificultad, tentadas de recurrir al aborto.
También surgen y se difunden grupos de voluntarios dedicados a dar hospitalidad
a quienes no tienen familia, se encuentran en condiciones de particular penuria
o tienen necesidad de hallar un ambiente educativo que les ayude a superar comportamientos
destructivos y a recuperar el sentido de la vida.
La
medicina, impulsada con gran dedicación por investigadores y profesionales,
persiste en su empeño por encontrar remedios cada vez más eficaces: resultados
que hace un tiempo eran del todo impensables y capaces de abrir prometedoras
perspectivas se obtienen hoy para la vida naciente, para las personas que
sufren y los enfermos en fase aguda o terminal. Distintos entes y
organizaciones se movilizan para llevar, incluso a los países más afectados por
la miseria y las enfermedades endémicas, los beneficios de la medicina más
avanzada. Así, asociaciones nacionales e internacionales de médicos se mueven
oportunamente para socorrer a las poblaciones probadas por calamidades
naturales, epidemias o guerras. Aunque una verdadera justicia internacional en
la distribución de los recursos médicos está aún lejos de su plena realización,
¿cómo no reconocer en los pasos dados hasta ahora el signo de una creciente
solidaridad entre los pueblos, de una apreciable sensibilidad humana y moral y
de un mayor respeto por la vida?.
27.
Frente a legislaciones que han permitido el aborto y a tentativas, surgidas
aquí y allá, de legalizar la eutanasia, han aparecido en todo el mundo
movimientos e iniciativas de sensibilización social en favor de la vida.
Cuando, conforme a su auténtica inspiración, actúan con determinada firmeza
pero sin recurrir a la violencia, estos movimientos favorecen una toma de
conciencia más difundida y profunda del valor de la vida, solicitando y realizando
un compromiso más decisivo por su defensa.
¿Cómo
no recordar, además, todos estos gestos cotidianos de acogida, sacrificio y
cuidado desinteresado que un número incalculable de personas realiza con amor
en las familias, hospitales, orfanatos, residencias de ancianos y en otros
centros o comunidades, en defensa de la vida?. La Iglesia, dejándose guiar por
el ejemplo de Jesús «buen samaritano» (cf. Lc 10, 29-37) y sostenida por su
fuerza, siempre ha estado en la primera línea de la caridad: tantos de sus
hijos e hijas, especialmente religiosas y religiosos, con formas antiguas y
siempre nuevas, han consagrado y continúan consagrando su vida a Dios
ofreciéndola por amor al prójimo más débil y necesitado. Estos gestos
construyen en lo profundo la «civilización del amor y de la vida», sin la
cual la existencia de las personas y de la sociedad pierde su significado más
auténticamente humano. Aunque nadie los advierta y permanezcan escondidos a la
mayoría, la fe asegura que el Padre, «que ve en lo secreto» (Mt 6, 4), no
sólo sabrá recompensarlos, sino que ya desde ahora los hace fecundos con frutos
duraderos para todos.
Entre
los signos de esperanza se da también el incremento, en muchos estratos de la
opinión pública, de una nueva sensibilidad cada vez más contraria a la guerra
como instrumento de solución de los conflictos entre los pueblos, y orientada
cada vez más a la búsqueda de medios eficaces, pero «no violentos», para
frenar la agresión armada. Además, en este mismo horizonte se da la aversión
cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como
instrumento de «legítima defensa» social, al considerar las posibilidades con
las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo
que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la
posibilidad de redimirse.
También
se debe considerar positivamente una mayor atención a la calidad de vida y a la
ecología, que se registra sobre todo en las sociedades más desarrolladas, en
las que las expectativas de las personas no se centran tanto en los problemas
de la supervivencia cuanto más bien en la búsqueda de una mejora global de las
condiciones de vida. Particularmente significativo es el despertar de una
reflexión ética sobre la vida. Con el nacimiento y desarrollo cada vez más
extendido de la bioética se favorece la reflexión y el diálogo —entre creyentes
y no creyentes, así como entre creyentes de diversas religiones— sobre
problemas éticos, incluso fundamentales, que afectan a la vida del hombre.
28.
Este horizonte de luces y sombras debe hacernos a todos plenamente conscientes
de que estamos ante un enorme y dramático choque entre el bien y el mal, la
muerte y la vida, la «cultura de la muerte» y la «cultura de la vida».
Estamos no sólo «ante», sino necesariamente «en medio» de este conflicto:
todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad
ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida.
También
para nosotros resuena clara y fuerte la invitación a Moisés: «Mira, yo pongo
hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia...; te pongo delante vida o
muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu
descendencia» (Dt 30, 15.19). Es una invitación válida también para nosotros,
llamados cada día a tener que decidir entre la «cultura de la vida» y la «cultura de la muerte». Pero la llamada del Deuteronomio es aún más profunda,
porque nos apremia a una opción propiamente religiosa y moral. Se trata de dar
a la propia existencia una orientación fundamental y vivir en fidelidad y
coherencia con la Ley del Señor: «Yo te prescribo hoy que ames al Señor tu
Dios, que sigas sus caminos y guardes sus mandamientos, preceptos y normas...
Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios,
escuchando su voz, viviendo unido a él; pues en eso está tu vida, así como la
prolongación de tus días» (30, 16.19-20).
La
opción incondicional en favor de la vida alcanza plenamente su significado
religioso y moral cuando nace, viene plasmada y es alimentada por la fe en
Cristo. Nada ayuda tanto a afrontar positivamente el conflicto entre la muerte
y la vida, en el que estamos inmersos, como la fe en el Hijo de Dios que se ha
hecho hombre y ha venido entre los hombres «para que tengan vida y la tengan
en abundancia» (Jn 10, 10): es la fe en el Resucitado, que ha vencido la
muerte; es la fe en la sangre de Cristo «que habla mejor que la de Abel» (Hb
12, 24).
Por
tanto, a la luz y con la fuerza de esta fe, y ante los desafíos de la situación
actual, la Iglesia toma más viva conciencia de la gracia y de la
responsabilidad que recibe de su Señor para anunciar, celebrar y servir al
Evangelio de la vida.
CAPÍTULO
II
HE
VENIDO PARA QUE TENGAN VIDA.
Mensaje cristiano sobre la vida.
«La
Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto» (1 Jn 1, 2): la mirada dirigida
a Cristo, «Palabra de vida».
29.
Ante las innumerables y graves amenazas contra la vida en el mundo contemporáneo,
podríamos sentirnos como abrumados por una sensación de impotencia insuperable:
¡el bien nunca podrá tener la fuerza suficiente para vencer el mal!.
Este es
el momento en que el Pueblo de Dios, y en él cada creyente, está llamado a
profesar, con humildad y valentía, la propia fe en Jesucristo, «Palabra de
vida» (1 Jn 1, 1). En realidad, el Evangelio de la vida no es una mera
reflexión, aunque original y profunda, sobre la vida humana; ni sólo un
mandamiento destinado a sensibilizar la conciencia y a causar cambios
significativos en la sociedad; menos aún una promesa ilusoria de un futuro
mejor. El Evangelio de la vida es una realidad concreta y personal, porque
consiste en el anuncio de la persona misma de Jesús, el cual se presenta al
apóstol Tomás, y en él a todo hombre, con estas palabras: «Yo soy el Camino,
la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). Es la misma identidad manifestada a Marta, la
hermana de Lázaro: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí,
aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (Jn
11, 25-26). Jesús es el Hijo que desde la eternidad recibe la vida del Padre
(cf. Jn 5, 26) y que ha venido a los hombres para hacerles partícipes de este
don: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,
10).
Así,
por la palabra, la acción y la persona misma de Jesús se da al hombre la
posibilidad de «conocer» toda la verdad sobre el valor de la vida humana. De
esa «fuente» recibe, en particular, la capacidad de «obrar» perfectamente
esa verdad (cf. Jn 3, 21), es decir, asumir y realizar en plenitud la
responsabilidad de amar y servir, defender y promover la vida humana.
En
efecto, en Cristo se anuncia definitivamente y se da plenamente aquel Evangelio
de la vida que, anticipado ya en la Revelación del Antiguo Testamento y, más
aún, escrito de algún modo en el corazón mismo de cada hombre y mujer, resuena
en cada conciencia «desde el principio», o sea, desde la misma creación, de
modo que, a pesar de los condicionamientos negativos del pecado, también puede
ser conocido por la razón humana en sus aspectos esenciales. Como dice el
Concilio Vaticano II, Cristo «con su presencia y manifestación, con sus
palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección,
con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y
la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para
librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a
una vida eterna» [Dei Verbum, 4].
30. Por
tanto, con la mirada fija en el Señor Jesús queremos volver a escuchar de El «las palabras de Dios» (Jn 3, 34) y meditar de nuevo el Evangelio de la vida.
El sentido más profundo y original de esta meditación del mensaje revelado
sobre la vida humana ha sido expuesto por el apóstol Juan, al comienzo de su
Primera Carta: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que
hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos
acerca de la Palabra de vida —pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos
visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta
hacia el Padre y que se nos manifestó— lo que hemos visto y oído, os lo
anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros» (1,
1-3).
En
Jesús, «Palabra de vida», se anuncia y comunica la vida divina y eterna.
Gracias a este anuncio y a este don, la vida física y espiritual del hombre,
incluida su etapa terrena, encuentra plenitud de valor y significado: en
efecto, la vida divina y eterna es el fin al que está orientado y llamado el
hombre que vive en este mundo. El Evangelio de la vida abarca así todo lo que
la misma experiencia y la razón humana dicen sobre el valor de la vida, lo
acoge, lo eleva y lo lleva a término.
31. En
realidad, la plenitud evangélica del mensaje sobre la vida fue ya preparada en
el Antiguo Testamento. Es sobre todo en las vicisitudes del Exodo, fundamento
de la experiencia de fe del Antiguo Testamento, donde Israel descubre el valor
de la vida a los ojos de Dios. Cuando parece ya abocado al exterminio, porque
la amenaza de muerte se extiende a todos sus recién nacidos varones (cf. Ex 1,
15-22), el Señor se le revela como salvador, capaz de asegurar un futuro a
quien está sin esperanza. Nace así en Israel una clara conciencia: su vida no
está a merced de un faraón que puede usarla con arbitrio despótico; al
contrario, es objeto de un tierno y fuerte amor por parte de Dios.
La
liberación de la esclavitud es el don de una identidad, el reconocimiento de
una dignidad indeleble y el inicio de una historia nueva, en la que van unidos
el descubrimiento de Dios y de sí mismo. La experiencia del Exodo es original y
ejemplar. Israel aprende de ella que, cada vez que es amenazado en su
existencia, sólo tiene que acudir a Dios con confianza renovada para encontrar
en él asistencia eficaz: «Eres mi siervo, Israel. ¡Yo te he formado, tú eres
mi siervo, Israel, yo no te olvido!.» (Is 44, 21).
De este
modo, mientras Israel reconoce el valor de su propia existencia como pueblo,
avanza también en la percepción del sentido y valor de la vida en cuanto tal.
Es una reflexión que se desarrolla de modo particular en los libros
sapienciales, partiendo de la experiencia cotidiana de la precariedad de la
vida y de la conciencia de las amenazas que la acechan. Ante las
contradicciones de la existencia, la fe está llamada a ofrecer una respuesta.
El
problema del dolor acosa sobre todo a la fe y la pone a prueba. ¿Cómo no oír el
gemido universal del hombre en la meditación del libro de Job?. El inocente
aplastado por el sufrimiento se pregunta comprensiblemente: «¿Para qué dar la
luz a un desdichado, la vida a los que tienen amargada el alma, a los que
ansían la muerte que no llega y excavan en su búsqueda más que por un tesoro?»
(3, 20-21). Pero también en la más densa oscuridad la fe orienta hacia el
reconocimiento confiado y adorador del «misterio»: «Sé que eres todopoderoso:
ningún proyecto te es irrealizable» (Jb 42, 2).
Progresivamente
la Revelación lleva a descubrir con mayor claridad el germen de vida inmortal
puesto por el Creador en el corazón de los hombres: «El ha hecho todas las
cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el mundo en sus corazones»
(Ecl 3, 11). Este germen de totalidad y plenitud espera manifestarse en el
amor, y realizarse, por don gratuito de Dios, en la participación en su vida
eterna.
«El
nombre de Jesús ha restablecido a este hombre» (cf. Hch 3, 16): en la
precariedad de la existencia humana Jesús lleva a término el sentido de la vida.
32. La
experiencia del pueblo de la Alianza se repite en la de todos los «pobres»
que encuentran a Jesús de Nazaret. Así como el Dios «amante de la vida» (cf.
Sb 11, 26) había confortado a Israel en medio de los peligros, así ahora el
Hijo de Dios anuncia, a cuantos se sienten amenazados e impedidos en su
existencia, que sus vidas también son un bien al cual el amor del Padre da
sentido y valor.
«Los
ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los
muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Lc 7, 22). Con
estas palabras del profeta Isaías (35, 5-6; 61, 1), Jesús presenta el
significado de su propia misión. Así, quienes sufren a causa de una existencia
de algún modo «disminuida», escuchan de El la buena nueva de que Dios se
interesa por ellos, y tienen la certeza de que también su vida es un don
celosamente custodiado en las manos del Padre (cf. Mt 6, 25-34).
Los «pobres» son interpelados particularmente por la predicación y las obras de
Jesús. La multitud de enfermos y marginados, que lo siguen y lo buscan (cf. Mt
4, 23-25), encuentran en su palabra y en sus gestos la revelación del gran
valor que tiene su vida y del fundamento de sus esperanzas de salvación.
Lo
mismo sucede en la misión de la Iglesia desde sus comienzos. Ella, que anuncia
a Jesús como aquél que «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos
por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38), es portadora de un
mensaje de salvación que resuena con toda su novedad precisamente en las
situaciones de miseria y pobreza de la vida del hombre. Así hace Pedro en la
curación del tullido, al que ponían todos los días junto a la puerta «Hermosa» del templo de Jerusalén para pedir limosna: «No tengo plata ni oro; pero lo
que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar» (Hch
3, 6). Por la fe en Jesús, «autor de la vida» (cf. Hch 3, 15), la vida que yace
abandonada y suplicante vuelve a ser consciente de sí misma y de su plena
dignidad.
La
palabra y las acciones de Jesús y de su Iglesia no se dirigen sólo a quienes
padecen enfermedad, sufrimiento o diversas formas de marginación social, sino
que conciernen más profundamente al sentido mismo de la vida de cada hombre en
sus dimensiones morales y espirituales. Sólo quien reconoce que su propia vida
está marcada por la enfermedad del pecado, puede redescubrir, en el encuentro
con Jesús Salvador, la verdad y autenticidad de su existencia, según sus mismas
palabras: «No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No
he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores» (Lc 5, 31-32).
En
cambio, quien cree que puede asegurar su vida mediante la acumulación de bienes
materiales, como el rico agricultor de la parábola evangélica, en realidad se
engaña. La vida se le está escapando, y muy pronto se verá privado de ella sin
haber logrado percibir su verdadero significado: «¡Necio!. Esta misma noche te
reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?» (Lc 12, 20).
33. En
la vida misma de Jesús, desde el principio al fin, se da esta singular «dialéctica» entre la experiencia de la precariedad de la vida humana y la
afirmación de su valor. En efecto, la precariedad marca la vida de Jesús desde
su nacimiento. Ciertamente encuentra acogida en los justos, que se unieron al «sí» decidido y gozoso de María (cf. Lc 1, 38). Pero también siente, en
seguida, el rechazo de un mundo que se hace hostil y busca al niño «para
matarle» (Mt 2, 13), o que permanece indiferente y distraído ante el
cumplimiento del misterio de esta vida que entra en el mundo: «no tenían sitio
en el alojamiento» (Lc 2, 7). Del contraste entre las amenazas y las
inseguridades, por una parte, y la fuerza del don de Dios, por otra, brilla con
mayor intensidad la gloria que se irradia desde la casa de Nazaret y del
pesebre de Belén: esta vida que nace es salvación para toda la humanidad (cf.
Lc 2, 11).
Jesús asume
plenamente las contradicciones y los riesgos de la vida: «siendo rico, por
vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Cor
8, 9). La pobreza de la que habla Pablo no es sólo despojarse de privilegios
divinos, sino también compartir las condiciones más humildes y precarias de la
vida humana (cf. Flp 2, 6-7). Jesús vive esta pobreza durante toda su vida,
hasta el momento culminante de la cruz: « se humilló a sí mismo, obedeciendo
hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el
nombre que está sobre todo nombre » (Flp 2, 8-9). Es precisamente en su muerte
donde Jesús revela toda la grandeza y el valor de la vida, ya que su entrega en
la cruz es fuente de vida nueva para todos los hombres (cf. Jn 12, 32). En este
peregrinar en medio de las contradicciones y en la misma pérdida de la vida,
Jesús es guiado por la certeza de que está en las manos del Padre. Por eso
puede decirle en la cruz: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23,
46), esto es, mi vida. ¡Qué grande es el valor de la vida humana si el Hijo de
Dios la ha asumido y ha hecho de ella el lugar donde se realiza la salvación
para toda la humanidad!.
«Llamados... a reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8, 28-29): la gloria de
Dios resplandece en el rostro del hombre.
34. La
vida es siempre un bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato de
experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a comprender.
¿Por
qué la vida es un bien?. La pregunta recorre toda la Biblia, y ya desde sus
primeras páginas encuentra una respuesta eficaz y admirable. La vida que Dios
da al hombre es original y diversa de la de las demás criaturas vivientes, ya
que el hombre, aunque proveniente del polvo de la tierra (cf. Gn 2, 7; 3, 19;
Jb 34, 15; Sal 103 102, 14; 104 103, 29), es manifestación de Dios en el mundo,
signo de su presencia, resplandor de su gloria (cf. Gn 1, 26-27; Sal 8, 6). Es
lo que quiso acentuar también san Ireneo de Lyon con su célebre definición: «el hombre que vive es la gloria de Dios». Al hombre se le ha dado una
altísima dignidad, que tiene sus raíces en el vínculo íntimo que lo une a su
Creador: en el hombre se refleja la realidad misma de Dios.
Lo
afirma el libro del Génesis en el primer relato de la creación, poniendo al
hombre en el vértice de la actividad creadora de Dios, como su culmen, al
término de un proceso que va desde el caos informe hasta la criatura más
perfecta. Toda la creación está ordenada al hombre y todo se somete a él: «Henchid la tierra y sometedla; mandad... en todo animal que serpea sobre la
tierra» (1, 28), ordena Dios al hombre y a la mujer. Un mensaje semejante
aparece también en el otro relato de la creación: «Tomó, pues, el Señor Dios
al hombre y le dejó en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase» (Gn
2, 15). Así se reafirma la primacía del hombre sobre las cosas, las cuales
están destinadas a él y confiadas a su responsabilidad, mientras que por ningún
motivo el hombre puede ser sometido a sus semejantes y reducido al rango de
cosa.
En el
relato bíblico, la distinción entre el hombre y las demás criaturas se
manifiesta sobre todo en el hecho de que sólo su creación se presenta como
fruto de una especial decisión por parte de Dios, de una deliberación que
establece un vínculo particular y específico con el Creador: «Hagamos al ser
humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra» (Gn 1, 26). La vida que Dios
ofrece al hombre es un don con el que Dios comparte algo de sí mismo con la
criatura.
Israel
se peguntará durante mucho tiempo sobre el sentido de este vínculo particular y
específico del hombre con Dios. También el libro del Eclesiástico reconoce que
Dios al crear a los hombres «los revistió de una fuerza como la suya, y los
hizo a su imagen» (17, 3). Con esto el autor sagrado manifiesta no sólo su
dominio sobre el mundo, sino también las facultades espirituales más
características del hombre, como la razón, el discernimiento del bien y del mal,
la voluntad libre: «De saber e inteligencia los llenó, les enseñó el bien y el
mal» (Si 17, 6). La capacidad de conocer la verdad y la libertad son
prerrogativas del hombre en cuanto creado a imagen de su Creador, el Dios
verdadero y justo (cf. Dt 32, 4). Sólo el hombre, entre todas las criaturas
visibles, tiene «capacidad para conocer y amar a su Creador» [Gaudium et spes, 12]. La vida que
Dios da al hombre es mucho más que un existir en el tiempo. Es tensión hacia
una plenitud de vida, es germen de un existencia que supera los mismos límites
del tiempo: «Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo
imagen de su misma naturaleza» (Sb 2, 23).
35. El
relato yahvista de la creación expresa también la misma convicción. En efecto,
esta antigua narración habla de un soplo divino que es infundido en el hombre
para que tenga vida: «El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, sopló
en sus narices un aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente» (Gn 2,
7).
El
origen divino de este espíritu de vida explica la perenne insatisfacción que
acompaña al hombre durante su existencia. Creado por Dios, llevando en sí mismo
una huella indeleble de Dios, el hombre tiende naturalmente a El. Al
experimentar la aspiración profunda de su corazón, todo hombre hace suya la
verdad expresada por san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
Qué
elocuente es la insatisfacción de la que es víctima la vida del hombre en el
Edén, cuando su única referencia es el mundo vegetal y animal (cf. Gn 2, 20).
Sólo la aparición de la mujer, es decir, de un ser que es hueso de sus huesos y
carne de su carne (cf. Gn 2, 23), y en quien vive igualmente el espíritu de
Dios creador, puede satisfacer la exigencia de diálogo interpersonal que es
vital para la existencia humana. En el otro, hombre o mujer, se refleja Dios
mismo, meta definitiva y satisfactoria de toda persona.
«¿Qué
es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de Adán para que de él te
cuides?», se pregunta el Salmista (Sal 8, 5). Ante la inmensidad del universo
es muy poca cosa, pero precisamente este contraste descubre su grandeza: «Apenas inferior a los ángeles le hiciste (también se podría traducir: «apenas
inferior a Dios»), coronándole de gloria y de esplendor» (Sal 8, 6). La
gloria de Dios resplandece en el rostro del hombre. En él encuentra el Creador
su descanso, como comenta asombrado y conmovido san Ambrosio: «Finalizó el
sexto día y se concluyó la creación del mundo con la formación de aquella obra
maestra que es el hombre, el cual ejerce su dominio sobre todos los seres
vivientes y es como el culmen del universo y la belleza suprema de todo ser
creado. Verdaderamente deberíamos mantener un reverente silencio, porque el
Señor descansó de toda obra en el mundo. Descansó al final en lo íntimo del
hombre, descansó en su mente y en su pensamiento; en efecto, había creado al
hombre dotado de razón, capaz de imitarle, émulo de sus virtudes, anhelante de
las gracias celestes. En estas dotes suyas descansa el Dios que dijo: "¿En
quién encontraré reposo, si no es en el humilde y contrito, que tiembla a mi
palabra" (cf. Is 66, 1-2). Doy gracias al Señor nuestro Dios por haber
creado una obra tan maravillosa donde encontrar su descanso».
36.
Lamentablemente, el magnífico proyecto de Dios se oscurece por la irrupción del
pecado en la historia. Con el pecado el hombre se rebela contra el Creador,
acabando por idolatrar a las criaturas: «Cambiaron la verdad de Dios por la
mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador» (Rm 1, 25).
De este modo, el ser humano no sólo desfigura en sí mismo la imagen de Dios,
sino que está tentado de ofenderla también en los demás, sustituyendo las
relaciones de comunión por actitudes de desconfianza, indiferencia, enemistad,
llegando al odio homicida. Cuando no se reconoce a Dios como Dios, se traiciona
el sentido profundo del hombre y se perjudica la comunión entre los hombres.
En la
vida del hombre la imagen de Dios vuelve a resplandecer y se manifiesta en toda
su plenitud con la venida del Hijo de Dios en carne humana: «El es Imagen de
Dios invisible» (Col 1, 15), «resplandor de su gloria e impronta de su
sustancia» (Hb 1, 3). El es la imagen perfecta del Padre.
El
proyecto de vida confiado al primer Adán encuentra finalmente su cumplimiento
en Cristo. Mientras la desobediencia de Adán deteriora y desfigura el designio
de Dios sobre la vida del hombre, introduciendo la muerte en el mundo, la
obediencia redentora de Cristo es fuente de gracia que se derrama sobre los
hombres abriendo de par en par a todos las puertas del reino de la vida (cf. Rm
5, 12-21). Afirma el apóstol Pablo: «Fue hecho el primer hombre, Adán, alma
viviente; el último Adán, espíritu que da vida» (1 Cor 15, 45).
La
plenitud de la vida se da a cuantos aceptan seguir a Cristo. En ellos la imagen
divina es restaurada, renovada y llevada a perfección. Este es el designio de
Dios sobre los seres humanos: que «reproduzcan la imagen de su Hijo» (Rm 8,
29). Sólo así, con el esplendor de esta imagen, el hombre puede ser liberado de
la esclavitud de la idolatría, puede reconstruir la fraternidad rota y
reencontrar su propia identidad.
37. La
vida que el Hijo de Dios ha venido a dar a los hombres no se reduce a la mera
existencia en el tiempo. La vida, que desde siempre está «en él» y es «la
luz de los hombres» (Jn 1, 4), consiste en ser engendrados por Dios y
participar de la plenitud de su amor: «A todos los que lo recibieron les dio
poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; el cual no nació
de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios» (Jn 1, 12-13).
A veces
Jesús llama esta vida, que El ha venido a dar, simplemente así: «la vida»; y
presenta la generación por parte de Dios como condición necesaria para poder
alcanzar el fin para el cual Dios ha creado al hombre: «El que no nazca de lo
alto no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3, 3). El don de esta vida es el
objetivo específico de la misión de Jesús: él «es el que baja del cielo y da
la vida al mundo» (Jn 6, 33), de modo que puede afirmar con toda verdad: «El
que me siga... tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12).
Otras
veces Jesús habla de «vida eterna», donde el adjetivo no se refiere sólo a
una perspectiva supratemporal. «Eterna» es la vida que Jesús promete y da,
porque es participación plena de la vida del «Eterno». Todo el que cree en
Jesús y entra en comunión con El tiene la vida eterna (cf. Jn 3, 15; 6, 40), ya
que escucha de El las únicas palabras que revelan e infunden plenitud de vida
en su existencia; son las «palabras de vida eterna» que Pedro reconoce en su
confesión de fe: «Señor, ¿a quién vamos a ir?. Tú tienes palabras de vida
eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,
68-69). Jesús mismo explica después en qué consiste la vida eterna,
dirigiéndose al Padre en la gran oración sacerdotal: «Esta es la vida eterna:
que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado,
Jesucristo» (Jn 17, 3). Conocer a Dios y a su Hijo es acoger el misterio de la
comunión de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la propia vida,
que ya desde ahora se abre a la vida eterna por la participación en la vida
divina.
38. Por
tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos
de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente
del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en
Cristo. El creyente hace suyas las palabras del apóstol Juan: «Mirad qué amor
nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!...
Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos
tal cual es» (1 Jn 3, 1-2).
Así
alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está
ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su
destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la luz de esta verdad
san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: «el hombre que vive»
es «gloria de Dios», pero «la vida del hombre consiste en la visión de Dios».
De aquí
derivan unas consecuencias inmediatas para la vida humana en su misma condición
terrena, en la que ya ha germinado y está creciendo la vida eterna. Si el
hombre ama instintivamente la vida porque es un bien, este amor encuentra
ulterior motivación y fuerza, nueva extensión y profundidad en las dimensiones
divinas de este bien. En esta perspectiva, el amor que todo ser humano tiene
por la vida no se reduce a la simple búsqueda de un espacio donde pueda
realizarse a sí mismo y entrar en relación con los demás, sino que se
desarrolla en la gozosa conciencia de poder hacer de la propia existencia el «lugar» de la manifestación de Dios, del encuentro y de la comunión con El. La
vida que Jesús nos da no disminuye nuestra existencia en el tiempo, sino que la
asume y conduce a su destino último: «Yo soy la resurrección y la vida...;
todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (Jn 11, 25.26).
«A
cada uno pediré cuentas de la vida de su hermano» (Gn 9, 5): veneración y amor
por la vida de todos.
39. La
vida del hombre proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta,
participación de su soplo vital. Por tanto, Dios es el único señor de esta
vida: el hombre no puede disponer de ella. Dios mismo lo afirma a Noé después
del diluvio: «Os prometo reclamar vuestra propia sangre: la reclamaré a todo
animal y al hombre: a todos y a cada uno reclamaré el alma humana» (Gn 9, 5).
El texto bíblico se preocupa de subrayar cómo la sacralidad de la vida tiene su
fundamento en Dios y en su acción creadora: «Porque a imagen de Dios hizo El
al hombre» (Gn 9, 6).
La vida
y la muerte del hombre están, pues, en las manos de Dios, en su poder: «El,
que tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de
hombre», exclama Job (12, 10). «El Señor da muerte y vida, hace bajar al Seol
y retornar» (1 S 2, 6). Sólo El puede decir: «Yo doy la muerte y doy la vida» (Dt 32, 39).
Sin
embargo, Dios no ejerce este poder como voluntad amenazante, sino como cuidado
y solicitud amorosa hacia sus criaturas. Si es cierto que la vida del hombre
está en las manos de Dios, no lo es menos que sus manos son cariñosas como las
de una madre que acoge, alimenta y cuida a su niño: «Mantengo mi alma en paz y
silencio como niño destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño destetado
está mi alma en mí!» (Sal 131 130, 2; cf. Is 49, 15; 66, 12-13; Os 11, 4). Así
Israel ve en las vicisitudes de los pueblos y en la suerte de los individuos no
el fruto de una mera casualidad o de un destino ciego, sino el resultado de un
designio de amor con el que Dios concentra todas las potencialidades de vida y
se opone a las fuerzas de muerte que nacen del pecado: «No fue Dios quien hizo
la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó
para que subsistiera» (Sb 1, 13-14).
40. De
la sacralidad de la vida deriva su carácter inviolable, inscrito desde el
principio en el corazón del hombre, en su conciencia. La pregunta «¿Qué has
hecho?» (Gn 4, 10), con la que Dios se dirige a Caín después de que éste
hubiera matado a su hermano Abel, presenta la experiencia de cada hombre: en lo
profundo de su conciencia siempre es llamado a respetar el carácter inviolable
de la vida —la suya y la de los demás—, como realidad que no le pertenece,
porque es propiedad y don de Dios Creador y Padre.
El
mandamiento relativo al carácter inviolable de la vida humana ocupa el centro
de las «diez palabras» de la alianza del Sinaí (cf. Ex 34, 28). Prohíbe, ante
todo, el homicidio: «No matarás» (Ex 20, 13); «No quites la vida al inocente
y justo» (Ex 23, 7); pero también condena —como se explicita en la legislación
posterior de Israel— cualquier daño causado a otro (cf. Ex 21, 12-27).
Ciertamente, se debe reconocer que en el Antiguo Testamento esta sensibilidad
por el valor de la vida, aunque ya muy marcada, no alcanza todavía la
delicadeza del Sermón de la Montaña, como se puede ver en algunos aspectos de
la legislación entonces vigente, que establecía penas corporales no leves e
incluso la pena de muerte. Pero el mensaje global, que corresponde al Nuevo
Testamento llevar a perfección, es una fuerte llamada a respetar el carácter
inviolable de la vida física y la integridad personal, y tiene su culmen en el
mandamiento positivo que obliga a hacerse cargo del prójimo como de sí mismo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18).
41. El
mandamiento «no matarás», incluido y profundizado en el precepto positivo del
amor al prójimo, es confirmado por el Señor Jesús en toda su validez. Al joven
rico que le pregunta: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida
eterna?», responde: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»
(Mt 19, 16.17). Y cita, como primero, el «no matarás» (v. 18). En el Sermón
de la Montaña, Jesús exige de los discípulos una justicia superior a la de los
escribas y fariseos también en el campo del respeto a la vida: «Habéis oído
que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el
tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será
reo ante el tribunal» (Mt 5, 21-22).
Jesús
explicita posteriormente con su palabra y sus obras las exigencias positivas
del mandamiento sobre el carácter inviolable de la vida. Estas estaban ya
presentes en el Antiguo Testamento, cuya legislación se preocupaba de
garantizar y salvaguardar a las personas en situaciones de vida débil y
amenazada: el extranjero, la viuda, el huérfano, el enfermo, el pobre en
general, la vida misma antes del nacimiento (cf. Ex 21, 22; 22, 20-26). Con
Jesús estas exigencias positivas adquieren vigor e impulso nuevos y se
manifiestan en toda su amplitud y profundidad: van desde cuidar la vida del
hermano (familiar, perteneciente al mismo pueblo, extranjero que vive en la
tierra de Israel), a hacerse cargo del forastero, hasta amar al enemigo.
No
existe el forastero para quien debe hacerse prójimo del necesitado, incluso
asumiendo la responsabilidad de su vida, como enseña de modo elocuente e
incisivo la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37). También el enemigo
deja de serlo para quien está obligado a amarlo (cf. Mt 5, 38-48; Lc 6, 27-35)
y «hacerle el bien» (cf. Lc 6, 27.33.35), socorriendo las necesidades de su
vida con prontitud y sentido de gratuidad (cf. Lc 6, 34-35). Culmen de este
amor es la oración por el enemigo, mediante la cual sintonizamos con el amor
providente de Dios: «Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los
que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace
salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,
44-45; cf. Lc 6, 28.35).
De este
modo, el mandamiento de Dios para salvaguardar la vida del hombre tiene su
aspecto más profundo en la exigencia de veneración y amor hacia cada persona y
su vida. Esta es la enseñanza que el apóstol Pablo, haciéndose eco de la
palabra de Jesús (cf. Mt 19, 17-18), dirige a los cristianos de Roma: «En
efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos
los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en
su plenitud» (Rm 13, 9-10).
«Sed
fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla» (Gn 1, 28): responsabilidades del hombre ante la vida.
42.
Defender y promover, respetar y amar la vida es una tarea que Dios confía a
cada hombre, llamándolo, como imagen palpitante suya, a participar de la
soberanía que El tiene sobre el mundo: «Y Dios los bendijo, y les dijo Dios:
"Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla; mandad en
los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre
la tierra"» (Gn 1, 28).
El
texto bíblico evidencia la amplitud y profundidad de la soberanía que Dios da
al hombre. Se trata, sobre todo, del dominio sobre la tierra y sobre cada ser
vivo, como recuerda el libro de la Sabiduría: «Dios de los Padres, Señor de la
misericordia... con tu Sabiduría formaste al hombre para que dominase sobre los
seres por ti creados, y administrase el mundo con santidad y justicia» (9, 1.2-3).
También el Salmista exalta el dominio del hombre como signo de la gloria y del
honor recibidos del Creador: «Le hiciste señor de las obras de tus manos, todo
fue puesto por ti bajo sus pies: ovejas y bueyes, todos juntos, y aun las
bestias del campo, y las aves del cielo, y los peces del mar, que surcan las
sendas de las aguas» (Sal 8, 7-9).
El
hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín del mundo (cf. Gn 2, 15),
tiene una responsabilidad específica sobre el ambiente de vida, o sea, sobre la
creación que Dios puso al servicio de su dignidad personal, de su vida:
respecto no sólo al presente, sino también a las generaciones futuras. Es la
cuestión ecológica —desde la preservación del «habitat» natural de las
diversas especies animales y formas de vida, hasta la «ecología humana»
propiamente dicha [Centesimus annus, 38]— que encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte
indicación ética para una solución respetuosa del gran bien de la vida, de toda
vida. En realidad, «el dominio confiado al hombre por el Creador no es un
poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de "usar y abusar", o
de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el
mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición
de "comer del fruto del árbol" (cf. Gn 2, 16-17), muestra claramente
que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a las leyes no sólo
biológicas sino también morales, cuya transgresión no queda impune» [Sollicitudo rei socialis, 34].
43. Una
cierta participación del hombre en la soberanía de Dios se manifiesta también
en la responsabilidad específica que le es confiada en relación con la vida
propiamente humana. Es una responsabilidad que alcanza su vértice en el don de
la vida mediante la procreación por parte del hombre y la mujer en el
matrimonio, como nos recuerda el Concilio Vaticano II: «El mismo Dios, que
dijo «no es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 18) y que «hizo desde el
principio al hombre, varón y mujer» (Mt 19, 4), queriendo comunicarle cierta
participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la
mujer diciendo: «Creced y multiplicaos» (Gn 1, 28)» [Gaudium et spes, 50].
Hablando
de una «cierta participación especial» del hombre y de la mujer en la «obra
creadora» de Dios, el Concilio quiere destacar cómo la generación de un hijo
es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto
implica a los cónyuges que forman «una sola carne» (Gn 2, 24) y también a
Dios mismo que se hace presente. Como he escrito en la Carta a las Familias, «cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo
al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología de la
generación está inscrita la genealogía de la persona. Al afirmar que los
esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y
generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico;
queremos subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo
está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación
"sobre la tierra". En efecto, solamente de Dios puede provenir
aquella "imagen y semejanza", propia del ser humano, como sucedió en
la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación» [Humani generis].
Esto lo
enseña, con lenguaje inmediato y elocuente, el texto sagrado refiriendo la
exclamación gozosa de la primera mujer, «la madre de todos los vivientes» (Gn
3, 20). Consciente de la intervención de Dios, Eva dice: «He adquirido un
varón con el favor del Señor» (Gn 4, 1). Por tanto, en la procreación, al
comunicar los padres la vida al hijo, se transmite la imagen y la semejanza de
Dios mismo, por la creación del alma inmortal. En este sentido se expresa el
comienzo del «libro de la genealogía de Adán: «El día en que Dios creó a
Adán, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo, y los
llamó "Hombre" en el día de su creación. Tenía Adán ciento treinta
años cuando engendró un hijo a su semejanza, según su imagen, a quien puso por
nombre Set» (Gn 5, 1-3). Precisamente en esta función suya como colaboradores
de Dios que transmiten su imagen a la nueva criatura, está la grandeza de los
esposos dispuestos «a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por
medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más» [Familiaris consortio, 28]. En este
sentido el obispo Anfiloquio exaltaba el «matrimonio santo, elegido y elevado
por encima de todos los dones terrenos» como «generador de la humanidad,
artífice de imágenes de Dios».
Así, el
hombre y la mujer unidos en matrimonio son asociados a una obra divina:
mediante el acto de la procreación, se acoge el don de Dios y se abre al futuro
una nueva vida.
Sin
embargo, más allá de la misión específica de los padres, el deber de acoger y
servir la vida incumbe a todos y ha de manifestarse principalmente con la vida
que se encuentra en condiciones de mayor debilidad. Es el mismo Cristo quien
nos lo recuerda, pidiendo ser amado y servido en los hermanos probados por
cualquier tipo de sufrimiento: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos,
enfermos, encarcelados... Todo lo que se hace a uno de ellos se hace a Cristo
mismo (cf. Mt 25, 31-46).
«Porque tú mis vísceras has formado» (Sal 139 138, 13): la dignidad del niño
aún no nacido.
44. La
vida humana se encuentra en una situación muy precaria cuando viene al mundo y
cuando sale del tiempo para llegar a la eternidad. Están muy presentes en la
Palabra de Dios —sobre todo en relación con la existencia marcada por la
enfermedad y la vejez— las exhortaciones al cuidado y al respeto. Si faltan
llamadas directas y explícitas a salvaguardar la vida humana en sus orígenes,
especialmente la vida aún no nacida, como también la que está cercana a su fin,
ello se explica fácilmente por el hecho de que la sola posibilidad de ofender,
agredir o, incluso, negar la vida en estas condiciones se sale del horizonte
religioso y cultural del pueblo de Dios.
En el
Antiguo Testamento la esterilidad es temida como una maldición, mientras que la
prole numerosa es considerada como una bendición: «La herencia del Señor son
los hijos, recompensa el fruto de las entrañas» (Sal 127 126, 3; cf. Sal 128
127, 3-4). Influye también en esta convicción la conciencia que tiene Israel de
ser el pueblo de la Alianza, llamado a multiplicarse según la promesa hecha a
Abraham: «Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas... así
será tu descendencia» (Gn 5, 15). Pero es sobre todo palpable la certeza de
que la vida transmitida por los padres tiene su origen en Dios, como atestiguan
tantas páginas bíblicas que con respeto y amor hablan de la concepción, de la
formación de la vida en el seno materno, del nacimiento y del estrecho vínculo
que hay entre el momento inicial de la existencia y la acción del Dios Creador.
«Antes
de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te
tenía consagrado» (Jr 1, 5): la existencia de cada individuo, desde su origen,
está en el designio divino. Job, desde lo profundo de su dolor, se detiene a
contemplar la obra de Dios en la formación milagrosa de su cuerpo en el seno
materno, encontrando en ello un motivo de confianza y manifestando la certeza
de la existencia de un proyecto divino sobre su vida: «Tus manos me formaron,
me plasmaron, ¡y luego, en arrebato, me quieres destruir! Recuerda que me
hiciste como se amasa el barro, y que al polvo has de devolverme. ¿No me
vertiste como leche y me cuajaste como queso?. De piel y de carne me vestiste y
me tejiste de huesos y de nervios. Luego con la vida me agraciaste y tu
solicitud cuidó mi aliento» (10, 8-12). Acentos de reverente estupor ante la
intervención de Dios sobre la vida en formación resuenan también en los Salmos.
¿Cómo
se puede pensar que uno solo de los momentos de este maravilloso proceso de
formación de la vida pueda ser sustraído de la sabia y amorosa acción del
Creador y dejado a merced del arbitrio del hombre?. Ciertamente no lo pensó así
la madre de los siete hermanos, que profesó su fe en Dios, principio y garantía
de la vida desde su concepción, y al mismo tiempo fundamento de la esperanza en
la nueva vida más allá de la muerte: «Yo no sé cómo aparecisteis en mis
entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé
yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al
hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá
el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros
mismos a causa de sus leyes» (2 M 7, 22-23).
45. La
revelación del Nuevo Testamento confirma el reconocimiento indiscutible del
valor de la vida desde sus comienzos. La exaltación de la fecundidad y la
espera diligente de la vida resuenan en las palabras con las que Isabel se
alegra por su embarazo: «El Señor... se dignó quitar mi oprobio entre los
hombres» (Lc 1, 25). El valor de la persona desde su concepción es celebrado
más vivamente aún en el encuentro entre la Virgen María e Isabel, y entre los
dos niños que llevan en su seno. Son precisamente ellos, los niños, quienes revelan
la llegada de la era mesiánica: en su encuentro comienza a actuar la fuerza
redentora de la presencia del Hijo de Dios entre los hombres. «Bien pronto
—escribe san Ambrosio— se manifiestan los beneficios de la llegada de María y
de la presencia del Señor... Isabel fue la primera en oír la voz, pero Juan fue
el primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó según las
facultades de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró a causa del
misterio. Isabel sintió la proximidad de María, Juan la del Señor; la mujer oyó
la salutación de la mujer, el hijo sintió la presencia del Hijo; ellas
proclaman la gracia, ellos, viviéndola interiormente, logran que sus madres se
aprovechen de este don hasta tal punto que, con un doble milagro, ambas empiezan
a profetizar por inspiración de sus propios hijos. El niño saltó de gozo y la
madre fue llena del Espíritu Santo, pero no fue enriquecida la madre antes que
el hijo, sino que, después que fue repleto el hijo, quedó también colmada la
madre».
«¡Tengo
fe, aún cuando digo: "Muy desdichado soy"!» (Sal 116 115, 10): la
vida en la vejez y en el sufrimiento.
46.
También en lo relativo a los últimos momentos de la existencia, sería
anacrónico esperar de la revelación bíblica una referencia expresa a la problemática
actual del respeto de las personas ancianas y enfermas, y una condena explícita
de los intentos de anticipar violentamente su fin. En efecto, estamos en un
contexto cultural y religioso que no está afectado por estas tentaciones, sino
que, en lo concerniente al anciano, reconoce en su sabiduría y experiencia una
riqueza insustituible para la familia y la sociedad.
La
vejez está marcada por el prestigio y rodeada de veneración (cf. 2 M 6, 23). El
justo no pide ser privado de la ancianidad y de su peso, al contrario, reza
así: «Pues tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza desde mi juventud... Y
ahora que llega la vejez y las canas, ¡oh Dios, no me abandones!, para que
anuncie yo tu brazo a todas las edades venideras» (Sal 71 70, 5.18). El tiempo
mesiánico ideal es presentado como aquél en el que «no habrá jamás... viejo
que no llene sus días» (Is 65, 20).
Sin
embargo, ¿cómo afrontar en la vejez el declive inevitable de la vida?. ¿Qué
actitud tomar ante la muerte?. El creyente sabe que su vida está en las manos de
Dios: «Señor, en tus manos está mi vida» (cf. Sal 16 15, 5), y que de El
acepta también el morir: «Esta sentencia viene del Señor sobre toda carne,
¿por qué desaprobar el agrado del Altísimo?» (Si 41, 4). El hombre, que no es
dueño de la vida, tampoco lo es de la muerte; en su vida, como en su muerte,
debe confiarse totalmente al «agrado del Altísimo», a su designio de amor.
Incluso
en el momento de la enfermedad, el hombre está llamado a vivir con la misma
seguridad en el Señor y a renovar su confianza fundamental en El, que «cura
todas las enfermedades» (cf. Sal 103 102, 3). Cuando parece que toda
expectativa de curación se cierra ante el hombre —hasta moverlo a gritar: «Mis
días son como la sombra que declina, y yo me seco como el heno» (Sal 102 101,
12)—, también entonces el creyente está animado por la fe inquebrantable en el
poder vivificante de Dios. La enfermedad no lo empuja a la desesperación y a la
búsqueda de la muerte, sino a la invocación llena de esperanza: «¡Tengo fe,
aún cuando digo: "Muy desdichado soy"!» (Sal 116 115, 10); «Señor,
Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has sacado, Señor, mi alma del Seol, me
has recobrado de entre los que bajan a la fosa» (Sal 30 29, 3-4).
47. La
misión de Jesús, con las numerosas curaciones realizadas, manifiesta cómo Dios
se preocupa también de la vida corporal del hombre. «Médico de la carne y del
espíritu», Jesús fue enviado por el Padre a anunciar la buena nueva a los
pobres y a sanar los corazones quebrantados (cf. Lc 4, 18; Is 61, 1). Al enviar
después a sus discípulos por el mundo, les confía una misión en la que la
curación de los enfermos acompaña al anuncio del Evangelio: «Id proclamando
que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad
leprosos, expulsad demonios» (Mt 10, 7-8; cf. Mc 6, 13; 16, 18).
Ciertamente,
la vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto para el
creyente, sino que se le puede pedir que la ofrezca por un bien superior; como
dice Jesús, «quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su
vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35). A este propósito, los
testimonios del Nuevo Testamento son diversos. Jesús no vacila en sacrificarse
a sí mismo y, libremente, hace de su vida una ofrenda al Padre (cf. Jn 10, 17)
y a los suyos (cf. Jn 10, 15). También la muerte de Juan el Bautista, precursor
del Salvador, manifiesta que la existencia terrena no es un bien absoluto; es
más importante la fidelidad a la palabra del Señor, aunque pueda poner en
peligro la vida (cf. Mc 6, 17-29). Y Esteban, mientras era privado de la vida
temporal por testimoniar fielmente la resurrección del Señor, sigue las huellas
del Maestro y responde a quienes le apedrean con palabras de perdón (cf. Hch 7,
59-60), abriendo el camino a innumerables mártires, venerados por la Iglesia
desde su comienzo.
Sin
embargo, ningún hombre puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir. En
efecto, sólo es dueño absoluto de esta decisión el Creador, en quien «vivimos,
nos movemos y existimos» (Hch 17, 28).
«Todos
los que la guardan alcanzarán la vida» (Ba 4, 1): de la Ley del Sinaí al don
del Espíritu.
48. La
vida lleva escrita en sí misma de un modo indeleble su verdad. El hombre,
acogiendo el don de Dios, debe comprometerse a mantener la vida en esta verdad,
que le es esencial. Distanciarse de ella equivale a condenarse a sí mismo a la
falta de sentido y a la infelicidad, con la consecuencia de poder ser también
una amenaza para la existencia de los demás, una vez rotas las barreras que
garantizan el respeto y la defensa de la vida en cada situación.
La
verdad de la vida es revelada por el mandamiento de Dios. La palabra del Señor
indica concretamente qué dirección debe seguir la vida para poder respetar su
propia verdad y salvaguardar su propia dignidad. No sólo el específico
mandamiento «no matarás» (Ex 20, 13; Dt 5, 17) asegura la protección de la
vida, sino que toda la Ley del Señor está al servicio de esta protección,
porque revela aquella verdad en la que la vida encuentra su pleno significado.
Por
tanto, no sorprende que la Alianza de Dios con su pueblo esté tan fuertemente
ligada a la perspectiva de la vida, incluso en su dimensión corpórea. El
mandamiento se presenta en ella como camino de vida: «Yo pongo hoy ante ti
vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos del Señor tu
Dios que yo te prescribo hoy, si amas al Señor tu Dios, si sigues sus caminos y
guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; el Señor
tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en
posesión» (Dt 30, 15-16). Está en juego no sólo la tierra de Canaán y la
existencia del pueblo de Israel, sino el mundo de hoy y del futuro, así como la
existencia de toda la humanidad. En efecto, es absolutamente imposible que la
vida se conserve auténtica y plena alejándose del bien; y, a su vez, el bien
está esencialmente vinculado a los mandamientos del Señor, es decir, a la «ley
de vida» (Si 17, 9). El bien que hay que cumplir no se superpone a la vida
como un peso que carga sobre ella, ya que la razón misma de la vida es
precisamente el bien, y la vida se realiza sólo mediante el cumplimiento del
bien.
El
conjunto de la Ley es, pues, lo que salvaguarda plenamente la vida del hombre.
Esto explica lo difícil que es mantenerse fiel al «no matarás» cuando no se
observan las otras «palabras de vida» (Hch 7, 38), relacionadas con este
mandamiento. Fuera de este horizonte, el mandamiento acaba por convertirse en
una simple obligación extrínseca, de la que muy pronto se querrán ver límites y
se buscarán atenuaciones o excepciones. Sólo si nos abrimos a la plenitud de la
verdad sobre Dios, el hombre y la historia, la palabra «no matarás» volverá a
brillar como un bien para el hombre en todas sus dimensiones y relaciones. En
este sentido podemos comprender la plenitud de la verdad contenida en el pasaje
del libro del Deuteronomio, citado por Jesús en su respuesta a la primera
tentación: «No sólo de pan vive el hombre, sino... de todo lo que sale de la
boca del Señor» (8, 3; cf. Mt 4, 4).
Sólo
escuchando la palabra del Señor el hombre puede vivir con dignidad y justicia;
observando la Ley de Dios el hombre puede dar frutos de vida y felicidad: «todos los que la guardan alcanzarán la vida, mas los que la abandonan morirán»
(Ba 4, 1).
49. La
historia de Israel muestra lo difícil que es mantener la fidelidad a la ley de
la vida, que Dios ha inscrito en el corazón de los hombres y ha entregado en el
Sinaí al pueblo de la Alianza. Ante la búsqueda de proyectos de vida
alternativos al plan de Dios, los Profetas reivindican con fuerza que sólo el
Señor es la fuente auténtica de la vida. Así escribe Jeremías: «Doble mal ha
hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse
cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen» (2, 13). Los
Profetas señalan con el dedo acusador a quienes desprecian la vida y violan los
derechos de las personas: «Pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los
débiles» (Am 2, 7); «Han llenado este lugar de sangre de inocentes» (Jr 19,
4). Entre ellos el profeta Ezequiel censura varias veces a la ciudad de
Jerusalén, llamándola «la ciudad sanguinaria» (22, 2; 24, 6.9), «ciudad que
derramas sangre en medio de ti» (22, 3).
Pero
los Profetas, mientras denuncian las ofensas contra la vida, se preocupan sobre
todo de suscitar la espera de un nuevo principio de vida, capaz de fundar una
nueva relación con Dios y con los hermanos abriendo posibilidades inéditas y
extraordinarias para comprender y realizar todas las exigencias propias del
Evangelio de la vida. Esto será posible únicamente gracias al don de Dios, que
purifica y renueva: «Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de
todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré
un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo» (Ez 36, 25-26; cf.
Jr 31, 31-34). Gracias a este «corazón nuevo» se puede comprender y llevar a
cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza
al darse. Este es el mensaje esclarecedor que sobre el valor de la vida nos da
la figura del Siervo del Señor: «Si se da a sí mismo en expiación, verá
descendencia, alargará sus días... Por las fatigas de su alma, verá luz» (Is
53, 10.11).
En
Jesús de Nazaret se cumple la Ley y se da un corazón nuevo mediante su
Espíritu. En efecto, Jesús no reniega de la Ley, sino que la lleva a su
cumplimiento (cf. Mt 5, 17): la Ley y los Profetas se resumen en la regla de
oro del amor recíproco (cf. Mt 7, 12). En El la Ley se hace definitivamente «evangelio», buena noticia de la soberanía de Dios sobre el mundo, que
reconduce toda la existencia a sus raíces y a sus perspectivas originarias. Es
la Ley Nueva, «la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8, 2),
cuya expresión fundamental, a semejanza del Señor que da la vida por sus amigos
(cf. Jn 15, 13), es el don de sí mismo en el amor a los hermanos: «Nosotros sabemos
que hemos pasado de la muerte al vida, porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3,
14). Es ley de libertad, de alegría y de bienaventuranza.
50. Al
final de este capítulo, en el que hemos meditado el mensaje cristiano sobre la
vida, quisiera detenerme con cada uno de vosotros a contemplar a Aquél que
atravesaron y que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 19, 37; 12, 32). Mirando «el
espectáculo» de la cruz (cf. Lc 23, 48) podremos descubrir en este árbol
glorioso el cumplimiento y la plena revelación de todo el Evangelio de la vida.
En las
primeras horas de la tarde del viernes santo, «al eclipsarse el sol, hubo
oscuridad sobre toda la tierra... El velo del Santuario se rasgó por medio»
(Lc 23, 44.45). Es símbolo de una gran alteración cósmica y de una inmensa
lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y la
muerte. Hoy nosotros nos encontramos también en medio de una lucha dramática
entre la «cultura de la muerte» y la «cultura de la vida». Sin embargo,
esta oscuridad no eclipsa el resplandor de la Cruz; al contrario, resalta aún
más nítida y luminosa y se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la
historia y de cada vida humana.
Jesús
es clavado en la cruz y elevado sobre la tierra. Vive el momento de su máxima «impotencia», y su vida parece abandonada totalmente al escarnio de sus
adversarios y en manos de sus asesinos: es ridiculizado, insultado, ultrajado
(cf. Mc 15, 24-36). Sin embargo, ante todo esto el centurión romano, viendo «que había expirado de esa manera», exclama: «Verdaderamente este hombre era
Hijo de Dios» (Mc 15, 39). Así, en el momento de su debilidad extrema se
revela la identidad del Hijo de Dios: ¡en la Cruz se manifiesta su gloria!.
Con su
muerte, Jesús ilumina el sentido de la vida y de la muerte de todo ser humano.
Antes de morir, Jesús ora al Padre implorando el perdón para sus perseguidores
(cf. Lc 23, 34) y dice al malhechor que le pide que se acuerde de él en su
reino: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).
Después de su muerte «se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos
difuntos resucitaron» (Mt 27, 52). La salvación realizada por Jesús es don de vida
y de resurrección. A lo largo de su existencia, Jesús había dado también la
salvación sanando y haciendo el bien a todos (cf. Hch 10, 38). Pero los
milagros, las curaciones y las mismas resurrecciones eran signo de otra
salvación, consistente en el perdón de los pecados, es decir, en liberar al
hombre de su enfermedad más profunda, elevándolo a la vida misma de Dios.
En la
Cruz se renueva y realiza en su plena y definitiva perfección el prodigio de la
serpiente levantada por Moisés en el desierto (cf. Jn 3, 14-15; Nm 21, 8-9).
También hoy, dirigiendo la mirada a Aquél que atravesaron, todo hombre
amenazado en su existencia encuentra la esperanza segura de liberación y
redención.
51.
Existe todavía otro hecho concreto que llama mi atención y me hace meditar con
emoción: «Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: "Todo está cumplido".
E inclinando la cabeza entregó el espíritu». (Jn 19, 30). Y el soldado romano
«le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua» (Jn
19, 34).
Todo ha
alcanzado ya su pleno cumplimiento. La «entrega del espíritu» presenta la
muerte de Jesús semejante a la de cualquier otro ser humano, pero parece aludir
también al «don del Espíritu», con el que nos rescata de la muerte y nos abre
a una vida nueva.
El hombre
participa de la misma vida de Dios. Es la vida que, mediante los sacramentos de
la Iglesia —de los que son símbolo la sangre y el agua manados del costado de
Cristo—, se comunica continuamente a los hijos de Dios, constituidos así como
pueblo de la nueva alianza. De la Cruz, fuente de vida, nace y se propaga el «pueblo de la vida».
La
contemplación de la Cruz nos lleva, de este modo, a las raíces más profundas de
cuanto ha sucedido. Jesús, que entrando en el mundo había dicho: «He aquí que
vengo, Señor, a hacer tu voluntad» (cf. Hb 10, 9), se hizo en todo obediente
al Padre y, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta
el extremo» (Jn 13, 1), se entregó a sí mismo por ellos.
El, que
no había «venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por
muchos» (Mc 10, 45), alcanza en la Cruz la plenitud del amor. «Nadie tiene
mayor amor, que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Y El murió por
nosotros siendo todavía nosotros pecadores (cf. Rm 5, 8).
De este
modo proclama que la vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando
se entrega.
En este
punto la meditación se hace alabanza y agradecimiento y, al mismo tiempo, nos
invita a imitar a Jesús y a seguir sus huellas (cf. 1 P 2, 21).
También
nosotros estamos llamados a dar nuestra vida por los hermanos, realizando de
este modo en plenitud de verdad el sentido y el destino de nuestra existencia.
Lo
podremos hacer porque Tú, Señor, nos has dado ejemplo y nos has comunicado la
fuerza de tu Espíritu. Lo podremos hacer si cada día, contigo y como Tú, somos
obedientes al Padre y cumplimos su voluntad.
Por
ello, concédenos escuchar con corazón dócil y generoso toda palabra que sale de
la boca de Dios. Así aprenderemos no sólo a «no matar» la vida del hombre,
sino a venerarla, amarla y promoverla.
NO
MATARÁS.
La Ley Santa de Dios.
«Si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17): Evangelio y
mandamiento.
52. «En esto se le acercó uno y le dijo: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno
para conseguir vida eterna?"» (Mt 19, 16). Jesús responde: «Si quieres
entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). El Maestro habla de
la vida eterna, es decir, de la participación en la vida misma de Dios. A esta
vida se llega por la observancia de los mandamientos del Señor, incluido
también el mandamiento «no matarás». Precisamente éste es el primer precepto
del Decálogo que Jesús recuerda al joven que pregunta qué mandamientos debe
observar: «Jesús dijo: "No matarás, no cometerás adulterio, no
robarás..."» (Mt 19, 18).
El
mandamiento de Dios no está nunca separado de su amor; es siempre un don para
el crecimiento y la alegría del hombre. Como tal, constituye un aspecto
esencial y un elemento irrenunciable del Evangelio, más aún, es presentado como
«evangelio», esto es, buena y gozosa noticia. También el Evangelio de la vida
es un gran don de Dios y, al mismo tiempo, una tarea que compromete al hombre.
Suscita asombro y gratitud en la persona libre, y requiere ser aceptado,
observado y estimado con gran responsabilidad: al darle la vida, Dios exige al
hombre que la ame, la respete y la promueva. De este modo, el don se hace
mandamiento, y el mandamiento mismo es un don.
El
hombre, imagen viva de Dios, es querido por su Creador como rey y señor. «Dios
creó al hombre —escribe san Gregorio de Nisa— de modo tal que pudiera
desempeñar su función de rey de la tierra... El hombre fue creado a imagen de
Aquél que gobierna el universo. Todo demuestra que, desde el principio, su
naturaleza está marcada por la realeza... También el hombre es rey. Creado para
dominar el mundo, recibió la semejanza con el rey universal, es la imagen viva
que participa con su dignidad en la perfección del modelo divino». Llamado a
ser fecundo y a multiplicarse, a someter la tierra y a dominar sobre todos los
seres inferiores a él (cf. Gn 1, 28), el hombre es rey y señor no sólo de las
cosas, sino también y sobre todo de sí mismo y, en cierto sentido, de la
vida que le ha sido dada y que puede transmitir por medio de la generación,
realizada en el amor y respeto del designio divino. Sin embargo, no se trata de
un señorío absoluto, sino ministerial, reflejo real del señorío único e
infinito de Dios. Por eso, el hombre debe vivirlo con sabiduría y amor,
participando de la sabiduría y del amor inconmensurables de Dios. Esto se lleva
a cabo mediante la obediencia a su santa Ley: una obediencia libre y gozosa
(cf. Sal 119 118), que nace y crece siendo conscientes de que los preceptos del
Señor son un don gratuito confiado al hombre siempre y sólo para su bien, para
la tutela de su dignidad personal y para la consecución de su felicidad.
Como
sucede con las cosas, y más aún con la vida, el hombre no es dueño absoluto y
árbitro incensurable, sino —y aquí radica su grandeza sin par— que es «administrador del plan establecido por el Creador» [Humanae vitae, 13].
La vida
se confía al hombre como un tesoro que no se debe malgastar, como un talento a
negociar. El hombre debe rendir cuentas de ella a su Señor (cf. Mt 25, 14-30;
Lc 19, 12-27).
«Pediré cuentas de la vida del hombre al hombre» (cf. Gn 9, 5): la vida humana
es sagrada e inviolable
53. «La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta "la acción
creadora de Dios" y permanece siempre en una especial relación con el
Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su
término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar
de modo directo a un ser humano inocente». [Donum vitae, 5]. Con estas palabras la Instrucción
Donum vitae expone el contenido central de la revelación de Dios sobre el
carácter sagrado e inviolable de la vida humana.
En
efecto, la Sagrada Escritura impone al hombre el precepto «no matarás» como
mandamiento divino (Ex 20, 13; Dt 5, 17). Este precepto —como ya he indicado—
se encuentra en el Decálogo, en el núcleo de la Alianza que el Señor establece
con el pueblo elegido; pero estaba ya incluido en la alianza originaria de Dios
con la humanidad después del castigo purificador del diluvio, provocado por la
propagación del pecado y de la violencia (cf. Gn 9, 5-6).
Dios se
proclama Señor absoluto de la vida del hombre, creado a su imagen y semejanza
(cf. Gn 1, 26-28). Por tanto, la vida humana tiene un carácter sagrado e
inviolable, en el que se refleja la inviolabilidad misma del Creador.
Precisamente por esto, Dios se hace juez severo de toda violación del
mandamiento «no matarás», que está en la base de la convivencia social. Dios
es el defensor del inocente (cf. Gn 4, 9-15; Is 41, 14; Jr 50, 34; Sal 19 18,
15). También de este modo, Dios demuestra que no se recrea en la destrucción
de los vivientes» (Sb 1, 13). Sólo Satanás puede gozar con ella: por su
envidia la muerte entró en el mundo (cf. Sb 2, 24). Satanás, que es «homicida
desde el principio», y también «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44),
engañando al hombre, lo conduce a los confines del pecado y de la muerte, presentados
como logros o frutos de vida.
54.
Explícitamente, el precepto «no matarás» tiene un fuerte contenido negativo:
indica el límite que nunca puede ser transgredido. Implícitamente, sin embargo,
conduce a una actitud positiva de respeto absoluto por la vida, ayudando a
promoverla y a progresar por el camino del amor que se da, acoge y sirve. El
pueblo de la Alianza, aun con lentitud y contradicciones, fue madurando
progresivamente en esta dirección, preparándose así al gran anuncio de Jesús:
el amor al prójimo es un mandamiento semejante al del amor a Dios; « de estos
dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas» (cf. Mt 22, 36-40). «Lo
de... no matarás... y todos los demás preceptos —señala san Pablo— se resumen
en esta fórmula: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo"» (Rm 13, 9;
cf. Ga 5, 14). El precepto «no matarás», asumido y llevado a plenitud en la
Nueva Ley, es condición irrenunciable para poder «entrar en la vida» (cf. Mt
19, 16-19). En esta misma perspectiva, son apremiantes también las palabras del
apóstol Juan: «Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que
ningún asesino tiene vida eterna permanente en él» (1 Jn 3, 15).
Desde
sus inicios, la Tradición viva de la Iglesia —como atestigua la Didaché, el más
antiguo escrito cristiano no bíblico— repite de forma categórica el mandamiento
«no matarás»: «Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte; pero
grande es la diferencia que hay entre estos caminos... Segundo mandamiento de
la doctrina: No matarás... no matarás al hijo en el seno de su madre, ni
quitarás la vida al recién nacido... Mas el camino de la muerte es éste:... que
no se compadecen del pobre, no sufren por el atribulado, no conocen a su
Criador, matadores de sus hijos, corruptores de la imagen de Dios; los que
rechazan al necesitado, oprimen al atribulado, abogados de los ricos, jueces
injustos de los pobres, pecadores en todo. ¡Ojalá os veáis libres, hijos, de
todos estos pecados!».
A lo
largo del tiempo, la Tradición de la Iglesia siempre ha enseñado unánimemente
el valor absoluto y permanente del mandamiento «no matarás». Es sabido que en
los primeros siglos el homicidio se consideraba entre los tres pecados más
graves —junto con la apostasía y el adulterio— y se exigía una penitencia
pública particularmente dura y larga antes que al homicida arrepentido se le
concediese el perdón y la readmisión en la comunión eclesial.
55. No
debe sorprendernos: matar un ser humano, en el que está presente la imagen de
Dios, es un pecado particularmente grave. ¡Sólo Dios es dueño de la vida!. Desde
siempre, sin embargo, ante las múltiples y a menudo dramáticas situaciones que
la vida individual y social presenta, la reflexión de los creyentes ha tratado
de conocer de forma más completa y profunda lo que prohíbe y prescribe el
mandamiento de Dios [Catecismo de la Iglesia Católica, 2263-2269]. En efecto, hay situaciones en las que aparecen como una
verdadera paradoja los valores propuestos por la Ley de Dios. Es el caso, por
ejemplo, de la legítima defensa, en que el derecho a proteger la propia vida y
el deber de no dañar la del otro resultan, en concreto, difícilmente
conciliables. Sin duda alguna, el valor intrínseco de la vida y el deber de
amarse a sí mismo no menos que a los demás son la base de un verdadero derecho
a la propia defensa. El mismo precepto exigente del amor al prójimo, formulado
en el Antiguo Testamento y confirmado por Jesús, supone el amor por uno mismo
como uno de los términos de la comparación: «Amarás a tu prójimo como a ti
mismo» (Mc 12, 31). Por tanto, nadie podría renunciar al derecho a defenderse
por amar poco la vida o a sí mismo, sino sólo movido por un amor heroico, que
profundiza y transforma el amor por uno mismo, según el espíritu de las
bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt 5, 38-48) en la radicalidad oblativa cuyo
ejemplo sublime es el mismo Señor Jesús.
Por
otra parte, «la legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un
deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de
la familia o de la sociedad» [Catecismo de la Iglesia Católica, 2265]. Por desgracia sucede que la necesidad de
evitar que el agresor cause daño conlleva a veces su eliminación. En esta
hipótesis el resultado mortal se ha de atribuir al mismo agresor que se ha
expuesto con su acción, incluso en el caso que no fuese moralmente responsable
por falta del uso de razón.
Es evidente
que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la
calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba
llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta
necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro
modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la
institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente
inexistentes.
De
todos modos, permanece válido el principio indicado por el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, según el cual «si los medios incruentos bastan para
defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden
público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a
emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones
concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona
humana».
57. Si
se pone tan gran atención al respeto de toda vida, incluida la del reo y la del
agresor injusto, el mandamiento «no matarás» tiene un valor absoluto cuando
se refiere a la persona inocente. Tanto más si se trata de un ser humano débil
e indefenso, que sólo en la fuerza absoluta del mandamiento de Dios encuentra
su defensa radical frente al arbitrio y a la prepotencia ajena.
En
efecto, el absoluto carácter inviolable de la vida humana inocente es una
verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida
constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime por
su Magisterio. Esta unanimidad es fruto evidente de aquel «sentido
sobrenatural de la fe» que, suscitado y sostenido por el Espíritu Santo,
preserva de error al pueblo de Dios, cuando «muestra estar totalmente de
acuerdo en cuestiones de fe y de moral» [Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12].
Ante la
progresiva pérdida de conciencia en los individuos y en la sociedad sobre la
absoluta y grave ilicitud moral de la eliminación directa de toda vida humana
inocente, especialmente en su inicio y en su término, el Magisterio de la Iglesia ha intensificado sus intervenciones en defensa del carácter sagrado e
inviolable de la vida humana. Al Magisterio pontificio, especialmente
insistente, se ha unido siempre el episcopal, por medio de numerosos y amplios
documentos doctrinales y pastorales, tanto de Conferencias Episcopales como de
Obispos en particular. Tampoco ha faltado, fuerte e incisiva en su brevedad, la
intervención del Concilio Vaticano II [Gaudium et spes, 27].
Por
tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en
comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación
directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral.
Esta doctrina, fundamentada en aquella ley no escrita que cada hombre, a la luz
de la razón, encuentra en el propio corazón (cf. Rm 2, 14-15), es corroborada
por la Sagrada Escritura, transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada
por el Magisterio ordinario y universal [Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25].
La
decisión deliberada de privar a un ser humano inocente de su vida es siempre
mala desde el punto de vista moral y nunca puede ser lícita ni como fin, ni
como medio para un fin bueno. En efecto, es una desobediencia grave a la ley
moral, más aún, a Dios mismo, su autor y garante; y contradice las virtudes
fundamentales de la justicia y de la caridad. «Nada ni nadie puede autorizar
la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto,
anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto
homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede
consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente
imponerlo ni permitirlo» [Iura et bona, 546].
Cada
ser humano inocente es absolutamente igual a todos los demás en el derecho a la
vida. Esta igualdad es la base de toda auténtica relación social que, para ser
verdadera, debe fundamentarse sobre la verdad y la justicia, reconociendo y
tutelando a cada hombre y a cada mujer como persona y no como una cosa de la
que se puede disponer. Ante la norma moral que prohíbe la eliminación directa
de un ser humano inocente «no hay privilegios ni excepciones para nadie. No
hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables
de la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales» [Veritatis splendor, 96].
«Mi
embrión tus ojos lo veían» (Sal 139 138, 16): el delito abominable del aborto.
58.
Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e
ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como
«crímenes nefandos» [Gaudium et spes, 51].
Hoy,
sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente
en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las
costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del
sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el
mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida. Ante una
situación tan grave, se requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la
verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de
conveniencia o a la tentación de autoengaño. A este propósito resuena
categórico el reproche del Profeta: «¡Ay, los que llaman al mal bien, y al
bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad» (Is 5, 20).
Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología
ambigua, como la de «interrupción del embarazo», que tiende a ocultar su
verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este
mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero
ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es
la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser
humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al
nacimiento.
La
gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se
reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las
circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano
que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda
imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor
injusto!. Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella
mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y
del llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a la protección y al
cuidado de la mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo, a veces, es
precisamente ella, la madre, quien decide y pide su eliminación, e incluso la
procura.
Es
cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un
carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del
fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de
conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes importantes,
como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la
familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de
existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo,
estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás pueden
justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente.
59. En
la decisión sobre la muerte del niño aún no nacido, además de la madre,
intervienen con frecuencia otras personas. Ante todo, puede ser culpable el
padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto, sino
también cuando favorece de modo indirecto esta decisión suya al dejarla sola
ante los problemas del embarazo: [Mulieris dignitatem,14] de esta forma se hiere mortalmente a la
familia y se profana su naturaleza de comunidad de amor y su vocación de ser «santuario de la vida». No se pueden olvidar las presiones que a veces
provienen de un contexto más amplio de familiares y amigos. No raramente la
mujer está sometida a presiones tan fuertes que se siente psicológicamente
obligada a ceder al aborto: no hay duda de que en este caso la responsabilidad
moral afecta particularmente a quienes directa o indirectamente la han forzado
a abortar. También son responsables los médicos y el personal sanitario cuando
ponen al servicio de la muerte la competencia adquirida para promover la vida.
Pero la
responsabilidad implica también a los legisladores que han promovido y aprobado
leyes que amparan el aborto y, en la medida en que haya dependido de ellos, los
administradores de las estructuras sanitarias utilizadas para practicar
abortos. Una responsabilidad general no menos grave afecta tanto a los que han
favorecido la difusión de una mentalidad de permisivismo sexual y de
menosprecio de la maternidad, como a quienes debieron haber asegurado —y no lo
han hecho— políticas familiares y sociales válidas en apoyo de las familias,
especialmente de las numerosas o con particulares dificultades económicas y
educativas. Finalmente, no se puede minimizar el entramado de complicidades que
llega a abarcar incluso a instituciones internacionales, fundaciones y
asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y la difusión del
aborto en el mundo. En este sentido, el aborto va más allá de la responsabilidad
de las personas concretas y del daño que se les provoca, asumiendo una
dimensión fuertemente social: es una herida gravísima causada a la sociedad y a
su cultura por quienes deberían ser sus constructores y defensores. Como he
escrito en mi Carta a las Familias, «nos encontramos ante una enorme amenaza
contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la
civilización». Estamos ante lo que puede definirse como una «estructura de
pecado» contra la vida humana aún no nacida.
60.
Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la
concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía
considerado una vida humana personal. En realidad, «desde el momento en que el
óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de
la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás
llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. A esta evidencia de
siempre... la genética moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que
desde el primer instante se encuentra fijado el programa de lo que será ese
viviente: una persona, un individuo con sus características ya bien
determinadas. Con la fecundación inicia la aventura de una vida humana, cuyas
principales capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar» [Declaración sobre el aborto procurado, 12-13]. Aunque la presencia de un alma espiritual no puede educirse de la
observación de ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia
sobre el embrión humano ofrecen «una indicación preciosa para discernir
racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida
humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana?» [Donum vitae, 78-79].
Por lo
demás, está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la
obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona
para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada
a eliminar un embrión humano. Precisamente por esto, más allá de los debates
científicos y de las mismas afirmaciones filosóficas en las que el Magisterio
no se ha comprometido expresamente, la Iglesia siempre ha enseñado, y sigue
enseñando, que al fruto de la generación humana, desde el primer momento de su
existencia, se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le
debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual: «El ser
humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su
concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los
derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano
inocente a la vida».
61. Los
textos de la Sagrada Escritura, que nunca hablan del aborto voluntario y, por
tanto, no contienen condenas directas y específicas al respecto, presentan de
tal modo al ser humano en el seno materno, que exigen lógicamente que se
extienda también a este caso el mandamiento divino «no matarás».
La vida
humana es sagrada e inviolable en cada momento de su existencia, también en el
inicial que precede al nacimiento. El hombre, desde el seno materno, pertenece
a Dios que lo escruta y conoce todo, que lo forma y lo plasma con sus manos,
que lo ve mientras es todavía un pequeño embrión informe y que en él entrevé el
adulto de mañana, cuyos días están contados y cuya vocación está ya escrita en
el «libro de la vida» (cf. Sal 139 138, 1. 13-16). Incluso cuando está
todavía en el seno materno, —como testimonian numerosos textos bíblicos— el
hombre es término personalísimo de la amorosa y paterna providencia divina.
La
Tradición cristiana —como bien señala la Declaración emitida al respecto por la
Congregación para la Doctrina de la Fe [Declaración sobre el aborto procurado, 740-747]— es clara y unánime, desde los
orígenes hasta nuestros días, en considerar el aborto como desorden moral
particularmente grave. Desde que entró en contacto con el mundo greco-romano,
en el que estaba difundida la práctica del aborto y del infanticidio, la
primera comunidad cristiana se opuso radicalmente, con su doctrina y praxis, a
las costumbres difundidas en aquella sociedad, como bien demuestra la ya citada
Didaché. Entre los escritores eclesiásticos del área griega, Atenágoras
recuerda que los cristianos consideran como homicidas a las mujeres que
recurren a medicinas abortivas, porque los niños, aun estando en el seno de la
madre, son ya «objeto, por ende, de la providencia de Dios». Entre los
latinos, Tertuliano afirma: «Es un homicidio anticipado impedir el nacimiento;
poco importa que se suprima el alma ya nacida o que se la haga desaparecer en
el nacimiento. Es ya un hombre aquél que lo será».
A lo
largo de su historia bimilenaria, esta misma doctrina ha sido enseñada
constantemente por los Padres de la Iglesia, por sus Pastores y Doctores.
Incluso las discusiones de carácter científico y filosófico sobre el momento
preciso de la infusión del alma espiritual, nunca han provocado la mínima duda
sobre la condena moral del aborto.
62. El
Magisterio pontificio más reciente ha reafirmado con gran vigor esta doctrina
común. En particular, Pío XI en la Encíclica Casti connubii rechazó las
pretendidas justificaciones del aborto; 65 Pío XII excluyó todo aborto directo,
o sea, todo acto que tienda directamente a destruir la vida humana aún no
nacida, «tanto si tal destrucción se entiende como fin o sólo como medio para
el fin»; [Discurso a la Unión Católica Italiana de Comadronas, 838]. Juan XXIII reafirmó que la vida humana es sagrada, porque «desde
que aflora, ella implica directamente la acción creadora de Dios».[Mater et Magistra, 3]. El
Concilio Vaticano II, como ya he recordado, condenó con gran severidad el
aborto: «se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción;
tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos» [Gaudium et spes, 51].
La
disciplina canónica de la Iglesia, desde los primeros siglos, ha castigado con
sanciones penales a quienes se manchaban con la culpa del aborto y esta praxis,
con penas más o menos graves, ha sido ratificada en los diversos períodos históricos.
El Código de Derecho Canónico de 1917 establecía para el aborto la pena de
excomunión. También la nueva legislación canónica se sitúa en esta dirección
cuando sanciona que «quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en
excomunión latae sententiae», es decir, automática. La excomunión afecta a
todos los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también
aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido: con esta reiterada sanción, la Iglesia señala este delito como uno de los más
graves y peligrosos, alentando así a quien lo comete a buscar solícitamente el
camino de la conversión. En efecto, en la Iglesia la pena de excomunión tiene
como fin hacer plenamente conscientes de la gravedad de un cierto pecado y
favorecer, por tanto, una adecuada conversión y penitencia.
Ante
semejante unanimidad en la tradición doctrinal y disciplinar de la Iglesia,
Pablo VI pudo declarar que esta enseñanza no había cambiado y que era
inmutable. [Humanae vitae, 14]. Por tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus
Sucesores, en comunión con todos los Obispos —que en varias ocasiones han
condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos
por el mundo, han concordado unánimemente sobre esta doctrina—, declaro que el
aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden
moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta
doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es
transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal [Lumen gentium, 25].
Ninguna
circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer
lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de
Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y
proclamada por la Iglesia.
63. La
valoración moral del aborto se debe aplicar también a las recientes formas de
intervención sobre los embriones humanos que, aun buscando fines en sí mismos
legítimos, comportan inevitablemente su destrucción. Es el caso de los
experimentos con embriones, en creciente expansión en el campo de la
investigación biomédica y legalmente admitida por algunos Estados. Si «son
lícitas las intervenciones sobre el embrión humano siempre que respeten la vida
y la integridad del embrión, que no lo expongan a riesgos desproporcionados,
que tengan como fin su curación, la mejora de sus condiciones de salud o su
supervivencia individual» [Donum vitae, 3], se debe afirmar, sin embargo, que el uso de
embriones o fetos humanos como objeto de experimentación constituye un delito
en consideración a su dignidad de seres humanos, que tienen derecho al mismo
respeto debido al niño ya nacido y a toda persona. [Carta de los derechos de la familia, art. 4b].
La
misma condena moral concierne también al procedimiento que utiliza los
embriones y fetos humanos todavía vivos —a veces «producidos» expresamente
para este fin mediante la fecundación in vitro— sea como «material biológico»
para ser utilizado, sea como abastecedores de órganos o tejidos para
trasplantar en el tratamiento de algunas enfermedades. En verdad, la
eliminación de criaturas humanas inocentes, aun cuando beneficie a otras,
constituye un acto absolutamente inaceptable.
Una
atención especial merece la valoración moral de las técnicas de diagnóstico
prenatal, que permiten identificar precozmente eventuales anomalías del niño
por nacer. En efecto, por la complejidad de estas técnicas, esta valoración
debe hacerse muy cuidadosa y articuladamente. Estas técnicas son moralmente
lícitas cuando están exentas de riesgos desproporcionados para el niño o la
madre, y están orientadas a posibilitar una terapia precoz o también a
favorecer una serena y consciente aceptación del niño por nacer. Pero, dado que
las posibilidades de curación antes del nacimiento son hoy todavía escasas,
sucede no pocas veces que estas técnicas se ponen al servicio de una mentalidad
eugenésica, que acepta el aborto selectivo para impedir el nacimiento de niños
afectados por varios tipos de anomalías. Semejante mentalidad es ignominiosa y
totalmente reprobable, porque pretende medir el valor de una vida humana
siguiendo sólo parámetros de «normalidad» y de bienestar físico, abriendo así
el camino a la legitimación incluso del infanticidio y de la eutanasia.
En
realidad, precisamente el valor y la serenidad con que tantos hermanos
nuestros, afectados por graves formas de minusvalidez, viven su existencia
cuando son aceptados y amados por nosotros, constituyen un testimonio
particularmente eficaz de los auténticos valores que caracterizan la vida y que
la hacen, incluso en condiciones difíciles, preciosa para sí y para los demás.
La Iglesia está cercana a aquellos esposos que, con gran ansia y sufrimiento,
acogen a sus hijos gravemente afectados de incapacidades, así como agradece a
todas las familias que, por medio de la adopción, amparan a quienes han sido
abandonados por sus padres, debido a formas de minusvalidez o enfermedades.
64. En
el otro extremo de la existencia, el hombre se encuentra ante el misterio de la
muerte. Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un contexto cultural
con frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia de la muerte se
presenta con algunas características nuevas. En efecto, cuando prevalece la
tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que da placer y bienestar, el
sufrimiento aparece como una amenaza insoportable, de la que es preciso
librarse a toda costa. La muerte, considerada «absurda» cuando interrumpe por
sorpresa una vida todavía abierta a un futuro rico de posibles experiencias
interesantes, se convierte por el contrario en una «liberación reivindicada»
cuando se considera que la existencia carece ya de sentido por estar sumergida
en el dolor e inexorablemente condenada a un sufrimiento posterior más agudo.
Además,
el hombre, rechazando u olvidando su relación fundamental con Dios, cree ser
criterio y norma de sí mismo y piensa tener el derecho de pedir incluso a la
sociedad que le garantice posibilidades y modos de decidir sobre la propia vida
en plena y total autonomía. Es particularmente el hombre que vive en países
desarrollados quien se comporta así: se siente también movido a ello por los
continuos progresos de la medicina y por sus técnicas cada vez más avanzadas.
Mediante sistemas y aparatos extremadamente sofisticados, la ciencia y la
práctica médica son hoy capaces no sólo de resolver casos antes sin solución y
de mitigar o eliminar el dolor, sino también de sostener y prolongar la vida
incluso en situaciones de extrema debilidad, de reanimar artificialmente a
personas que perdieron de modo repentino sus funciones biológicas elementales,
de intervenir para disponer de órganos para trasplantes.
En
semejante contexto es cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia, esto
es, adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin
«dulcemente» a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que podría
parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo e
inhumano. Estamos aquí ante uno de los síntomas más alarmantes de la «cultura
de la muerte», que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar,
caracterizadas por una mentalidad eficientista que presenta el creciente número
de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable.
Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas
casi exclusivamente sobre la base de criterios de eficiencia productiva, según
los cuales una vida irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno.
65.
Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo
definirla con claridad. Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe
entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa
la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. «La eutanasia se sitúa,
pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados» [Iura et bona, 546].
De ella
debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado «ensañamiento terapéutico», o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la
situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se
podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia. En
estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede
en conciencia «renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una
prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo
las curas normales debidas al enfermo en casos similares». Ciertamente
existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se
debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los
medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las
perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o
desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la
aceptación de la condición humana ante al muerte.
En la
medicina moderna van teniendo auge los llamados «cuidados paliativos»,
destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la
enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano
adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la licitud del
recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor
del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de acortarle la vida. En efecto, si
puede ser digno de elogio quien acepta voluntariamente sufrir renunciando a
tratamientos contra el dolor para conservar la plena lucidez y participar, si
es creyente, de manera consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento «heroico» no debe considerarse obligatorio para todos. Ya Pío XII afirmó que es
lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como
consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, «si no hay otros medios
y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes
religiosos y morales» [Discurso a un grupo internacional de médicos, 147]. En efecto, en este caso no se quiere ni se busca la
muerte, aunque por motivos razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende
mitigar el dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a
disposición por la medicina. Sin embargo, «no es lícito privar al moribundo de
la conciencia propia sin grave motivo»: acercándose a la muerte, los
hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y
familiares y, sobre todo, deben poderse preparar con plena conciencia al
encuentro definitivo con Dios.
Hechas
estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en
comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es
una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y
moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la
ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de
la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. [Lumen gentium, 25].
Semejante
práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o
del homicidio.
66.
Ahora bien, el suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que el
homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión
gravemente mala. Aunque determinados condicionamientos psicológicos,
culturales y sociales puedan llevar a realizar un gesto que contradice tan
radicalmente la inclinación innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando
la responsabilidad subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es
un acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la
renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con
las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en
general [Catecismo de la Iglesia Católica, 2281-2283]. En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía
absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración
del antiguo sabio de Israel: «Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la
muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir» (Sb 16, 13; cf.
Tb 13, 2).
Compartir
la intención suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el llamado «suicidio asistido» significa hacerse colaborador, y algunas veces autor en
primera persona, de una injusticia que nunca tiene justificación, ni siquiera
cuando es solicitada. «No es lícito —escribe con sorprendente actualidad san Agustín— matar a otro, aunque éste lo pida y lo quiera y no pueda ya vivir...
para librar, con un golpe, el alma de aquellos dolores, que luchaba con las
ligaduras del cuerpo y quería desasirse». La eutanasia, aunque no esté
motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo de la existencia del que
sufre, debe considerarse como una falsa piedad, más aún, como una preocupante «perversión» de la misma. En efecto, la verdadera «compasión» hace solidarios
con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se
puede soportar. El gesto de la eutanasia aparece aún más perverso si es
realizado por quienes —como los familiares— deberían asistir con paciencia y
amor a su allegado, o por cuantos —como los médicos—, por su profesión específica,
deberían cuidar al enfermo incluso en las condiciones terminales más penosas.
La
opción de la eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio que
otros practican en una persona que no la pidió de ningún modo y que nunca dio
su consentimiento. Se llega además al colmo del arbitrio y de la injusticia
cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre
quién debe vivir o morir. Así, se presenta de nuevo la tentación del Edén: ser
como Dios «conocedores del bien y del mal» (Gn 3, 5). Sin embargo, sólo Dios
tiene el poder sobre el morir y el vivir: «Yo doy la muerte y doy la vida»
(Dt 32, 39; cf. 2 R 5, 7; 1 S 2, 6). El ejerce su poder siempre y sólo según su
designio de sabiduría y de amor. Cuando el hombre usurpa este poder, dominado
por una lógica de necedad y de egoísmo, lo usa fatalmente para la injusticia y
la muerte. De este modo, la vida del más débil queda en manos del más fuerte;
se pierde el sentido de la justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz
la confianza recíproca, fundamento de toda relación auténtica entre las
personas.
67.
Bien diverso es, en cambio, el camino del amor y de la verdadera piedad, al que
nos obliga nuestra común condición humana y que la fe en Cristo Redentor,
muerto y resucitado, ilumina con nuevo sentido. El deseo que brota del corazón
del hombre ante el supremo encuentro con el sufrimiento y la muerte,
especialmente cuando siente la tentación de caer en la desesperación y casi de
abatirse en ella, es sobre todo aspiración de compañía, de solidaridad y de
apoyo en la prueba. Es petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas
las esperanzas humanas se desvanecen. Como recuerda el Concilio Vaticano II, «ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen» para el
hombre; y sin embargo «juzga certeramente por instinto de su corazón cuando
aborrece y rechaza la ruina total y la desaparición definitiva de su persona.
La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia,
se rebela contra la muerte» [Gaudium et spes, 18].
Esta
repugnancia natural a la muerte es iluminada por la fe cristiana y este germen
de esperanza en la inmortalidad alcanza su realización por la misma fe, que
promete y ofrece la participación en la victoria de Cristo Resucitado: es la
victoria de Aquél que, mediante su muerte redentora, ha liberado al hombre de
la muerte, « salario del pecado » (Rm 6, 23), y le ha dado el Espíritu, prenda
de resurrección y de vida (cf. Rm 8, 11). La certeza de la inmortalidad futura
y la esperanza en la resurrección prometida proyectan una nueva luz sobre el
misterio del sufrimiento y de la muerte, e infunden en el creyente una fuerza
extraordinaria para abandonarse al plan de Dios.
El
apóstol Pablo expresó esta novedad como una pertenencia total al Señor que
abarca cualquier condición humana: «Ninguno de nosotros vive para sí mismo;
como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si
morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos» (Rm 14, 7-8). Morir para el Señor significa vivir la propia muerte como acto
supremo de obediencia al Padre (cf. Flp 2, 8), aceptando encontrarla en la «hora» querida y escogida por El (cf. Jn 13, 1), que es el único que puede
decir cuándo el camino terreno se ha concluido. Vivir para el Señor significa
también reconocer que el sufrimiento, aun siendo en sí mismo un mal y una
prueba, puede siempre llegar a ser fuente de bien. Llega a serlo si se vive con
amor y por amor, participando, por don gratuito de Dios y por libre decisión
personal, en el sufrimiento mismo de Cristo crucificado. De este modo, quien
vive su sufrimiento en el Señor se configura más plenamente a El (cf. Flp 3,
10; 1 P 2, 21) y se asocia más íntimamente a su obra redentora en favor de la Iglesia
y de la humanidad. 87 Esta es la experiencia del Apóstol, que toda persona que
sufre está también llamada a revivir: «Me alegro por los padecimientos que
soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones
de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24).
«Hay
que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29): ley civil y ley
moral.
68. Una
de las características propias de los atentados actuales contra la vida humana
—como ya se ha dicho— consiste en la tendencia a exigir su legitimación
jurídica, como si fuesen derechos que el Estado, al menos en ciertas
condiciones, debe reconocer a los ciudadanos y, por consiguiente, la tendencia
a pretender su realización con la asistencia segura y gratuita de médicos y
agentes sanitarios.
No
pocas veces se considera que la vida de quien aún no ha nacido o está
gravemente debilitado es un bien sólo relativo: según una lógica
proporcionalista o de puro cálculo, deberá ser cotejada y sopesada con otros
bienes. Y se piensa también que solamente quien se encuentra en esa situación
concreta y está personalmente afectado puede hacer una ponderación justa de los
bienes en juego; en consecuencia, sólo él podría juzgar la moralidad de su
decisión. El Estado, por tanto, en interés de la convivencia civil y de la
armonía social, debería respetar esta decisión, llegando incluso a admitir el
aborto y la eutanasia.
Otras
veces se cree que la ley civil no puede exigir que todos los ciudadanos vivan
de acuerdo con un nivel de moralidad más elevado que el que ellos mismos
aceptan y comparten. Por esto, la ley debería siempre manifestar la opinión y
la voluntad de la mayoría de los ciudadanos y reconcerles también, al menos en
ciertos casos extremos, el derecho al aborto y a la eutanasia. Por otra parte,
la prohibición y el castigo del aborto y de la eutanasia en estos casos
llevaría inevitablemente —así se dice— a un aumento de prácticas ilegales, que,
sin embargo, no estarían sujetas al necesario control social y se efectuarían
sin la debida seguridad médica. Se plantea, además, si sostener una ley no
aplicable concretamente no significaría, al final, minar también la autoridad
de las demás leyes.
Finalmente,
las opiniones más radicales llegan a sostener que, en una sociedad moderna y
pluralista, se debería reconocer a cada persona una plena autonomía para
disponer de su propia vida y de la vida de quien aún no ha nacido. En efecto,
no correspondería a la ley elegir entre las diversas opciones morales y, menos
aún, pretender imponer una opción particular en detrimento de las demás.
69. De
todos modos, en la cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido
ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería
limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto,
basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como moral. Si
además se considera incluso que una verdad común y objetiva es inaccesible de
hecho, el respeto de la libertad de los ciudadanos —que en un régimen
democrático son considerados como los verdaderos soberanos— exigiría que, a
nivel legislativo, se reconozca la autonomía de cada conciencia individual y
que, por tanto, al establecer las normas que en cada caso son necesarias para
la convivencia social, éstas se adecuen exclusivamente a la voluntad de la
mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su actividad,
debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia privada y el del
comportamiento público.
Por
consiguiente, se perciben dos tendencias diametralmente opuestas en apariencia.
Por un lado, los individuos reivindican para sí la autonomía moral más completa
de elección y piden que el Estado no asuma ni imponga ninguna concepción ética,
sino que trate de garantizar el espacio más amplio posible para la libertad de
cada uno, con el único límite externo de no restringir el espacio de autonomía
al que los demás ciudadanos también tienen derecho. Por otro lado, se considera
que, en el ejercicio de las funciones públicas y profesionales, el respeto de
la libertad de elección de los demás obliga a cada uno a prescindir de sus
propias convicciones para ponerse al servicio de cualquier petición de los
ciudadanos, que las leyes reconocen y tutelan, aceptando como único criterio
moral para el ejercicio de las propias funciones lo establecido por las mismas
leyes. De este modo, la responsabilidad de la persona se delega a la ley civil,
abdicando de la propia conciencia moral al menos en el ámbito de la acción
pública.
70. La
raíz común de todas estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza
muchos aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien considera este
relativismo como una condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la
tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las
decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales, consideradas
objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la intolerancia.
Sin
embargo, es precisamente la problemática del respeto de la vida la que muestra
los equívocos y contradicciones, con sus terribles resultados prácticos, que se
encubren en esta postura.
Es
cierto que en la historia ha habido casos en los que se han cometido crímenes
en nombre de la «verdad». Pero crímenes no menos graves y radicales
negaciones de la libertad se han cometido y se siguen cometiendo también en
nombre del «relativismo ético». Cuando una mayoría parlamentaria o social
decreta la legitimidad de la eliminación de la vida humana aún no nacida,
inclusive con ciertas condiciones, ¿acaso no adopta una decisión «tiránica»
respecto al ser humano más débil e indefenso?. La conciencia universal reacciona
justamente ante los crímenes contra la humanidad, de los que nuestro siglo ha
tenido tristes experiencias. ¿Acaso estos crímenes dejarían de serlo si, en vez
de haber sido cometidos por tiranos sin escrúpulo, hubieran estado legitimados
por el consenso popular?.
En
realidad, la democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo
de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un «ordenamiento» y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter «moral»
no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que,
como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de
la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy
se percibe un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se
considera un positivo «signo de los tiempos», como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces. [Centesimus annus, 46]. Pero el valor de la democracia
se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e
imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto
de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el «bien común» como fin y criterio regulador de la vida política.
En la
base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles «mayorías» de
opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto «ley natural» inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia
normativa de la misma ley civil. Si, por una trágica ofuscación de la
conciencia colectiva, el escepticismo llegara a poner en duda hasta los
principios fundamentales de la ley moral, el mismo ordenamiento democrático se
tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación
empírica de intereses diversos y contrapuestos. [Veritatis splendor, 97 y 99].
Alguien
podría pensar que semejante función, a falta de algo mejor, es también válida
para los fines de la paz social. Aun reconociendo un cierto aspecto de verdad
en esta valoración, es difícil no ver cómo, sin una base moral objetiva, ni
siquiera la democracia puede asegurar una paz estable, tanto más que la paz no
fundamentada sobre los valores de la dignidad humana y de la solidaridad entre
todos los hombres, es a menudo ilusoria. En efecto, en los mismos regímenes
participativos la regulación de los intereses se produce con frecuencia en
beneficio de los más fuertes, que tienen mayor capacidad para maniobrar no sólo
las palancas del poder, sino incluso la formación del consenso. En un situación
así, la democracia se convierte fácilmente en una palabra vacía.
71.
Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge pues
descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y
originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan
la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo,
ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino
que deben sólo reconocer, respetar y promover.
En este
sentido, es necesario tener en cuenta los elementos fundamentales del conjunto
de las relaciones entre ley civil y ley moral, tal como son propuestos por la
Iglesia, pero que forman parte también del patrimonio de las grandes
tradiciones jurídicas de la humanidad.
A este
propósito, Juan XXIII recordó en la Encíclica Pacem in terris: «En la época
moderna se considera realizado el bien común cuando se han salvado los derechos
y los deberes de la persona humana. De ahí que los deberes fundamentales de los
poderes públicos consisten sobre todo en reconocer, respetar, armonizar,
tutelar y promover aquellos derechos, y en contribuir por consiguiente a hacer
más fácil el cumplimiento de los respectivos deberes. "Tutelar el
intangible campo de los derechos de la persona humana y hacer fácil el
cumplimiento de sus obligaciones, tal es el deber esencial de los poderes
públicos". Por esta razón, aquellos magistrados que no reconozcan los
derechos del hombre o los atropellen, no sólo faltan ellos mismos a su deber,
sino que carece de obligatoriedad lo que ellos prescriban».
72. En
continuidad con toda la tradición de la Iglesia se encuentra también la
doctrina sobre la necesaria conformidad de la ley civil con la ley moral, tal y
como se recoge, una vez más, en la citada encíclica de Juan XXIII: «La
autoridad es postulada por el orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si
las leyes o preceptos de los gobernantes estuvieran en contradicción con aquel
orden y, consiguientemente, en contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían
fuerza para obligar en conciencia...; más aún, en tal caso, la autoridad
dejaría de ser tal y degeneraría en abuso» [Pacem in terris, 271]. Esta es una clara enseñanza de
santo Tomás de Aquino, que entre otras cosas escribe: «La ley humana es tal en
cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto, deriva de la ley eterna.
En cambio, cuando una ley está en contraste con la razón, se la denomina ley
inicua; sin embargo, en este caso deja de ser ley y se convierte más bien en un
acto de violencia». Y añade: «Toda ley puesta por los hombres tiene razón
de ley en cuanto deriva de la ley natural. Por el contrario, si contradice en
cualquier cosa a la ley natural, entonces no será ley sino corrupción de la ley».
La
primera y más inmediata aplicación de esta doctrina hace referencia a la ley
humana que niega el derecho fundamental y originario a la vida, derecho propio
de todo hombre. Así, las leyes que, como el aborto y la eutanasia, legitiman la
eliminación directa de seres humanos inocentes están en total e insuperable
contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los
hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley. Se podría
objetar que éste no es el caso de la eutanasia, cuando es pedida por el sujeto
interesado con plena conciencia. Pero un Estado que legitimase una petición de
este tipo y autorizase a llevarla a cabo, estaría legalizando un caso de
suicidio-homicidio, contra los principios fundamentales de que no se puede
disponer de la vida y de la tutela de toda vida inocente. De este modo se
favorece una disminución del respeto a la vida y se abre camino a
comportamientos destructivos de la confianza en las relaciones sociales.
Por
tanto, las leyes que autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia se oponen
radicalmente no sólo al bien del individuo, sino también al bien común y, por
consiguiente, están privadas totalmente de auténtica validez jurídica. En
efecto, la negación del derecho a la vida, precisamente porque lleva a eliminar
la persona en cuyo servicio tiene la sociedad su razón de existir, es lo que se
contrapone más directa e irreparablemente a la posibilidad de realizar el bien
común. De esto se sigue que, cuando una ley civil legitima el aborto o la
eutanasia deja de ser, por ello mismo, una verdadera ley civil moralmente
vinculante.
73. Así
pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede
pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de
conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa
obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde los
orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los cristianos el
deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente constituidas (cf. Rm
13, 1-7, 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que «hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29). Ya en el Antiguo
Testamento, precisamente en relación a las amenazas contra la vida, encontramos
un ejemplo significativo de resistencia a la orden injusta de la autoridad. Las
comadronas de los hebreos se opusieron al faraón, que había ordenado matar a
todo recién nacido varón. Ellas «no hicieron lo que les había mandado el rey
de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños» (Ex 1, 17). Pero es
necesario señalar el motivo profundo de su comportamiento: «Las parteras
temían a Dios». Es precisamente de la obediencia a Dios —a quien sólo se
debe aquel temor que es reconocimiento de su absoluta soberanía— de donde nacen
la fuerza y el valor para resistir a las leyes injustas de los hombres. Es la
fuerza y el valor de quien está dispuesto incluso a ir a prisión o a morir a
espada, en la certeza de que «aquí se requiere la paciencia y la fe de los
santos» (Ap 13, 10).
En el
caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o
la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, «ni participar en una campaña
de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto» [Declaración sobre el aborto procurado, 22].
Un
problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto
parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es
decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa
a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación. No son raros
semejantes casos. En efecto, se constata el dato de que mientras en algunas
partes del mundo continúan las campañas para la introducción de leyes a favor
del aborto, apoyadas no pocas veces por poderosos organismos internacionales,
en otras Naciones —particularmente aquéllas que han tenido ya la experiencia
amarga de tales legislaciones permisivas— van apareciendo señales de revisión.
En el caso expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una
ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea
clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas
encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos
negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto,
obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta;
antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos
inicuos.
74. La
introducción de legislaciones injustas pone con frecuencia a los hombres
moralmente rectos ante difíciles problemas de conciencia en materia de
colaboración, debido a la obligatoria afirmación del propio derecho a no ser
forzados a participar en acciones moralmente malas. A veces las opciones que se
imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de posiciones profesionales
consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de avance en la carrera. En
otros casos, puede suceder que el cumplimiento de algunas acciones en sí mismas
indiferentes, o incluso positivas, previstas en el articulado de legislaciones
globalmente injustas, permita la salvaguarda de vidas humanas amenazadas. Por
otra parte, sin embargo, se puede temer justamente que la disponibilidad a
cumplir tales acciones no sólo conlleve escándalo y favorezca el debilitamiento
de la necesaria oposición a los atentados contra la vida, sino que lleve
insensiblemente a ir cediendo cada vez más a una lógica permisiva.
Para
iluminar esta difícil cuestión moral es necesario tener en cuenta los
principios generales sobre la cooperación en acciones moralmente malas. Los
cristianos, como todos los hombres de buena voluntad, están llamados, por un
grave deber de conciencia, a no prestar su colaboración formal a aquellas
prácticas que, aun permitidas por la legislación civil, se oponen a la Ley de
Dios. En efecto, desde el punto de vista moral, nunca es lícito cooperar
formalmente en el mal. Esta cooperación se produce cuando la acción realizada,
o por su misma naturaleza o por la configuración que asume en un contexto
concreto, se califica como colaboración directa en un acto contra la vida
humana inocente o como participación en la intención inmoral del agente
principal. Esta cooperación nunca puede justificarse invocando el respeto de la
libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de que la ley civil la prevea y
exija. En efecto, los actos que cada uno realiza personalmente tienen una
responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca substraerse y sobre la cual
cada uno será juzgado por Dios mismo (cf. Rm 2, 6; 14, 12).
El
rechazo a participar en la ejecución de una injusticia no sólo es un deber
moral, sino también un derecho humano fundamental. Si no fuera así, se
obligaría a la persona humana a realizar una acción intrínsecamente
incompatible con su dignidad y, de este modo, su misma libertad, cuyo sentido y
fin auténticos residen en su orientación a la verdad y al bien, quedaría
radicalmente comprometida. Se trata, por tanto, de un derecho esencial que,
como tal, debería estar previsto y protegido por la misma ley civil. En este
sentido, la posibilidad de rechazar la participación en la fase consultiva,
preparatoria y ejecutiva de semejantes actos contra la vida debería asegurarse
a los médicos, a los agentes sanitarios y a los responsables de las instituciones
hospitalarias, de las clínicas y casas de salud. Quien recurre a la objeción de
conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales, sino también de
cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y profesional.
75. Los
mandamientos de Dios nos enseñan el camino de la vida. Los preceptos morales
negativos, es decir, los que declaran moralmente inaceptable la elección de una
determinada acción, tienen un valor absoluto para la libertad humana: obligan
siempre y en toda circunstancia, sin excepción. Indican que la elección de
determinados comportamientos es radicalmente incompatible con el amor a Dios y
la dignidad de la persona, creada a su imagen. Por eso, esta elección no puede
justificarse por la bondad de ninguna intención o consecuencia, está en
contraste insalvable con la comunión entre las personas, contradice la decisión
fundamental de orientar la propia vida a Dios [Catecismo de la Iglesia Católica,1753-1755].
Ya en
este sentido los preceptos morales negativos tienen una importantísima función
positiva: el «no» que exigen incondicionalmente marca el límite infranqueable
más allá del cual el hombre libre no puede pasar y, al mismo tiempo, indica el
mínimo que debe respetar y del que debe partir para pronunciar innumerables «sí», capaces de abarcar progresivamente el horizonte completo del bien (cf. Mt
5, 48). Los mandamientos, en particular los preceptos morales negativos, son el
inicio y la primera etapa necesaria del camino hacia la libertad: «La primera
libertad —escribe san Agustín— es no tener delitos... como homicidio,
adulterio, alguna inmundicia de fornicación, hurto, fraude, sacrilegio y otros
parecidos. Cuando el hombre empieza a no tener tales delitos (el cristiano no
debe tenerlos), comienza a levantar la cabeza hacia la libertad; pero ésta es
una libertad incoada, no es perfecta» [Veritatis splendor, 13].
76. El
mandamiento «no matarás» establece, por tanto, el punto de partida de un
camino de verdadera libertad, que nos lleva a promover activamente la vida y a
desarrollar determinadas actitudes y comportamientos a su servicio. Obrando
así, ejercitamos nuestra responsabilidad hacia las personas que nos han sido
confiadas y manifestamos, con las obras y según la verdad, nuestro
reconocimiento a Dios por el gran don de la vida (cf. Sal 139 138, 13-14).
El
Creador ha confiado la vida del hombre a su cuidado responsable, no para que
disponga de ella de modo arbitrario, sino para que la custodie con sabiduría y
la administre con amorosa fidelidad. El Dios de la Alianza ha confiado la vida
de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del
dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida del otro. En la plenitud
de los tiempos, el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida por el hombre, ha
demostrado a qué altura y profundidad puede llegar esta ley de la reciprocidad.
Cristo, con el don de su Espíritu, da contenidos y significados nuevos a la ley
de la reciprocidad, a la entrega del hombre al hombre. El Espíritu, que es
artífice de comunión en el amor, crea entre los hombres una nueva fraternidad y
solidaridad, reflejo verdadero del misterio de recíproca entrega y acogida
propio de la Santísima Trinidad. El mismo Espíritu llega a ser la ley nueva,
que da la fuerza a los creyentes y apela a su responsabilidad para vivir con
reciprocidad el don de sí mismos y la acogida del otro, participando del amor
mismo de Jesucristo según su medida.
77. En
esta ley nueva se inspira y plasma el mandamiento «no matarás». Por tanto,
para el cristiano implica en definitiva el imperativo de respetar, amar y
promover la vida de cada hermano, según las exigencias y las dimensiones del
amor de Dios en Jesucristo. «El dio su vida por nosotros. También nosotros
debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3, 16).
El
mandamiento «no matarás», incluso en sus contenidos más positivos de respeto,
amor y promoción de la vida humana, obliga a todo hombre. En efecto, resuena en
la conciencia moral de cada uno como un eco permanente de la alianza original
de Dios creador con el hombre; puede ser conocido por todos a la luz de la
razón y puede ser observado gracias a la acción misteriosa del Espíritu que,
soplando donde quiere (cf. Jn 3, 8), alcanza y compromete a cada hombre que
vive en este mundo.
Por
tanto, lo que todos debemos asegurar a nuestro prójimo es un servicio de amor,
para que siempre se defienda y promueva su vida, especialmente cuando es más
débil o está amenazada. Es una exigencia no sólo personal sino también social,
que todos debemos cultivar, poniendo el respeto incondicional de la vida humana
como fundamento de una sociedad renovada.
Se nos
pide amar y respetar la vida de cada hombre y de cada mujer y trabajar con
constancia y valor, para que se instaure finalmente en nuestro tiempo, marcado
por tantos signos de muerte, una cultura nueva de la vida, fruto de la cultura
de la verdad y del amor.
A MÍ ME
LO HICISTEIS.
Por una nueva cultura de la vida humana.
«Vosotros sois el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas» (cf. 1
P 2, 9): el pueblo de la vida y para la vida.
78. La
Iglesia ha recibido el Evangelio como anuncio y fuente de gozo y salvación. Lo
ha recibido como don de Jesús, enviado del Padre «para anunciar a los pobres
la Buena Nueva» (Lc 4, 18). Lo ha recibido a través de los Apóstoles, enviados
por El a todo el mundo (cf. Mc 16, 15; Mt 28, 19-20). La Iglesia, nacida de
esta acción evangelizadora, siente resonar en sí misma cada día la exclamación
del Apóstol: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 9, 16). En
efecto, «evangelizar —como escribía Pablo VI— constituye la dicha y vocación
propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar» [Evangelii nuntiandi,14].
La
evangelización es una acción global y dinámica, que compromete a la Iglesia a
participar en la misión profética, sacerdotal y real del Señor Jesús. Por
tanto, conlleva inseparablemente las dimensiones del anuncio, de la celebración
y del servicio de la caridad. Es un acto profundamente eclesial, que exige la
cooperación de todos los operarios del Evangelio, cada uno según su propio
carisma y ministerio.
Así
sucede también cuando se trata de anunciar el Evangelio de la vida, parte integrante
del Evangelio que es Jesucristo. Nosotros estamos al servicio de este
Evangelio, apoyados por la certeza de haberlo recibido como don y de haber sido
enviados a proclamarlo a toda la humanidad «hasta los confines de la tierra»
(Hch 1, 8). Mantengamos, por ello, la conciencia humilde y agradecida de ser el
pueblo de la vida y para la vida y presentémonos de este modo ante todos.
79.
Somos el pueblo de la vida porque Dios, en su amor gratuito, nos ha dado el
Evangelio de la vida y hemos sido transformados y salvados por este mismo
Evangelio. Hemos sido redimidos por el «autor de la vida» (Hch 3, 15) a
precio de su preciosa sangre (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1 P 1, 19) y mediante el
baño bautismal hemos sido injertados en El (cf. Rm 6, 4-5; Col 2, 12), como
ramas que reciben savia y fecundidad del árbol único (cf. Jn 15, 5). Renovados
interiormente por la gracia del Espíritu, «que es Señor y da la vida», hemos
llegado a ser un pueblo para la vida y estamos llamados a comportarnos como
tal.
Somos enviados:
estar al servicio de la vida no es para nosotros una vanagloria, sino un deber,
que nace de la conciencia de ser el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus
alabanzas (cf. 1 P 2, 9). En nuestro camino nos guía y sostiene la ley del
amor: el amor cuya fuente y modelo es el Hijo de Dios hecho hombre, que «muriendo ha dado la vida al mundo».
Somos
enviados como pueblo. El compromiso al servicio de la vida obliga a todos y
cada uno. Es una responsabilidad propiamente «eclesial», que exige la acción
concertada y generosa de todos los miembros y de todas las estructuras de la
comunidad cristiana. Sin embargo, la misión comunitaria no elimina ni disminuye
la responsabilidad de cada persona, a la cual se dirige el mandato del Señor de
«hacerse prójimo» de cada hombre: «Vete y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37).
Todos
juntos sentimos el deber de anunciar el Evangelio de la vida, de celebrarlo en
la liturgia y en toda la existencia, de servirlo con las diversas iniciativas y
estructuras de apoyo y promoción.
80. «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la
Palabra de la vida... os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en
comunión con nosotros» (1 Jn 1, 1. 3). Jesús es el único Evangelio: no tenemos
otra cosa que decir y testimoniar.
Precisamente
el anuncio de Jesús es anuncio de la vida. En efecto, El es «la Palabra de
vida» (1 Jn 1, 1). En El «la vida se manifestó» (1 Jn 1, 2); más aún, él
mismo es «la vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos
manifestó». Esta misma vida, gracias al don del Espíritu, ha sido
comunicada al hombre. La vida terrena de cada uno, ordenada a la vida en
plenitud, a la «vida eterna», adquiere también pleno sentido.
Iluminados
por este Evangelio de la vida, sentimos la necesidad de proclamarlo y
testimoniarlo por la novedad sorprendente que lo caracteriza. Este Evangelio,
al identificarse con el mismo Jesús, portador de toda novedad y vencedor de
la «vejez» causada por el pecado y que lleva a la muerte, 104 supera toda
expectativa del hombre y descubre la sublime altura a la que, por gracia, es
elevada la dignidad de la persona. Así la contempla san Gregorio de Nisa: «El
hombre que, entre los seres, no cuenta nada, que es polvo, hierba, vanidad,
cuando es adoptado por el Dios del universo como hijo, llega a ser familiar de
este Ser, cuya excelencia y grandeza nadie puede ver, escuchar y comprender.
¿Con qué palabra, pensamiento o impulso del espíritu se podrá exaltar la
sobreabundancia de esta gracia?. El hombre sobrepasa su naturaleza: de mortal se
hace inmortal, de perecedero imperecedero, de efímero eterno, de hombre se hace
dios».
El
agradecimiento y la alegría por la dignidad inconmensurable del hombre nos
mueve a hacer a todos partícipes de este mensaje: «Lo que hemos visto y oído,
os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros»
(1 Jn 1, 3). Es necesario hacer llegar el Evangelio de la vida al corazón de
cada hombre y mujer e introducirlo en lo más recóndito de toda la sociedad.
81.
Ante todo se trata de anunciar el núcleo de este Evangelio. Es anuncio de un
Dios vivo y cercano, que nos llama a una profunda comunión con El y nos abre a
la esperanza segura de la vida eterna; es afirmación del vínculo indivisible
que fluye entre la persona, su vida y su corporeidad; es presentación de la
vida humana como vida de relación, don de Dios, fruto y signo de su amor; es
proclamación de la extraordinaria relación de Jesús con cada hombre, que
permite reconocer en cada rostro humano el rostro de Cristo; es manifestación
del «don sincero de sí mismo» como tarea y lugar de realización plena de la
propia libertad.
Al
mismo tiempo, se trata se señalar todas las consecuencias de este mismo
Evangelio, que se pueden resumir así: la vida humana, don precioso de Dios, es
sagrada e inviolable, y por esto, en particular, son absolutamente inaceptables
el aborto procurado y la eutanasia; la vida del hombre no sólo no debe ser
suprimida, sino que debe ser protegida con todo cuidado amoroso; la vida
encuentra su sentido en el amor recibido y dado, en cuyo horizonte hallan su
plena verdad la sexualidad y la procreación humana; en este amor incluso el
sufrimiento y la muerte tienen un sentido y, aun permaneciendo el misterio que
los envuelve, pueden llegar a ser acontecimientos de salvación; el respeto de
la vida exige que la ciencia y la técnica estén siempre ordenadas al hombre y a
su desarrollo integral; toda la sociedad debe respetar, defender y promover la
dignidad de cada persona humana, en todo momento y condición de su vida.
82.
Para ser verdaderamente un pueblo al servicio de la vida debemos, con
constancia y valentía, proponer estos contenidos desde el primer anuncio del
Evangelio y, posteriormente, en la catequesis y en las diversas formas de
predicación, en el diálogo personal y en cada actividad educativa. A los
educadores, profesores, catequistas y teólogos corresponde la tarea de poner de
relieve las razones antropológicas que fundamentan y sostienen el respeto de
cada vida humana. De este modo, haciendo resplandecer la novedad original del
Evangelio de la vida, podremos ayudar a todos a descubrir, también a la luz de
la razón y de la experiencia, cómo el mensaje cristiano ilumina plenamente el
hombre y el significado de su ser y de su existencia; hallaremos preciosos
puntos de encuentro y de diálogo incluso con los no creyentes, comprometidos
todos juntos en hacer surgir una nueva cultura de la vida.
En
medio de las voces más dispares, cuando muchos rechazan la sana doctrina sobre
la vida del hombre, sentimos como dirigida también a nosotros la exhortación de
Pablo a Timoteo: «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo,
reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2 Tm 4, 2). Esta
exhortación debe encontrar un fuerte eco en el corazón de cuantos, en la
Iglesia, participan más directamente, con diverso título, en su misión de «maestra» de la verdad. Que resuene ante todo para nosotros Obispos: somos los
primeros a quienes se pide ser anunciadores incansables del Evangelio de la
vida; a nosotros se nos confía también la misión de vigilar sobre la trasmisión
íntegra y fiel de la enseñanza propuesta en esta Encíclica y adoptar las medidas
más oportunas para que los fieles sean preservados de toda doctrina contraria a
la misma. Debemos poner una atención especial para que en las facultades
teológicas, en los seminarios y en las diversas instituciones católicas se
difunda, se ilustre y se profundice el conocimiento de la sana doctrina [Veritatis splendor, 116]. Que la exhortación de Pablo resuene para todos los teólogos, para los pastores
y para todos los que desarrollan tareas de enseñanza, catequesis y formación de
las conciencias: conscientes del papel que les pertenece, no asuman nunca la
grave responsabilidad de traicionar la verdad y su misma misión exponiendo
ideas personales contrarias al Evangelio de la vida como lo propone e
interpreta fielmente el Magisterio.
Al
anunciar este Evangelio, no debemos temer la hostilidad y la impopularidad,
rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de
este mundo (cf. Rm 12, 2). Debemos estar en el mundo, pero no ser del mundo
(cf. Jn 15, 19; 17, 16), con la fuerza que nos viene de Cristo, que con su
muerte y resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16, 33).
«Te
doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy» (Sal 139 138, 14): celebrar
el Evangelio de la vida.
83.
Enviados al mundo como «pueblo para la vida», nuestro anuncio debe ser también
una celebración verdadera y genuina del Evangelio de la vida. Más aún, esta
celebración, con la fuerza evocadora de sus gestos, símbolos y ritos, debe
convertirse en lugar precioso y significativo para transmitir la belleza y
grandeza de este Evangelio.
Con
este fin, urge ante todo cultivar, en nosotros y en los demás, una mirada
contemplativa. [Centesimus annus, 37]. Esta nace de la fe en el Dios de la vida, que ha creado a
cada hombre haciéndolo como un prodigio (cf. Sal 139 138, 14). Es la mirada de
quien ve la vida en su profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad,
belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien
no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don,
descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen
viviente (cf. Gn 1, 27; Sal 8, 6). Esta mirada no se rinde desconfiada ante
quien está enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de la muerte; sino que
se deja interpelar por todas estas situaciones para buscar un sentido y,
precisamente en estas circunstancias, encuentra en el rostro de cada persona
una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad.
Es el
momento de asumir todos esta mirada, volviendo a ser capaces, con el ánimo
lleno de religiosa admiración, de venerar y respetar a todo hombre, como nos
invitaba a hacer Pablo VI en uno de sus primeros mensajes de Navidad. El
pueblo nuevo de los redimidos, animado por esta mirada contemplativa, prorrumpe
en himnos de alegría, alabanza y agradecimiento por el don inestimable de la
vida, por el misterio de la llamada de todo hombre a participar en Cristo de la
vida de gracia, y a una existencia de comunión sin fin con Dios Creador y
Padre.
84.
Celebrar el Evangelio de la vida significa celebrar el Dios de la vida, el Dios
que da la vida: «Celebremos ahora la Vida eterna, fuente de toda vida. Desde
ella y por ella se extiende a todos los seres que de algún modo participan de
la vida, y de modo conveniente a cada uno de ellos. La Vida divina es por sí
vivificadora y creadora de la vida. Toda vida y toda moción vital proceden de
la Vida, que está sobre toda vida y sobre el principio de ella. De esta Vida
les viene a las almas el ser inmortales, y gracias a ella vive todo ser
viviente, plantas y animales hasta el grado ínfimo de vida. Además, da a los
hombres, a pesar de ser compuestos, una vida similar, en lo posible, a la de
los ángeles. Por la abundancia de su bondad, a nosotros, que estamos separados,
nos atrae y dirige. Y lo que es todavía más maravilloso: promete que nos
trasladará íntegramente, es decir, en alma y cuerpo, a la vida perfecta e
inmortal. No basta decir que esta Vida está viviente, que es Principio de vida,
Causa y Fundamento único de la vida. Conviene, pues, a toda vida el
contemplarla y alabarla: es Vida que vivifica toda vida».
Como el
Salmista también nosotros, en la oración cotidiana, individual y comunitaria,
alabamos y bendecimos a Dios nuestro Padre, que nos ha tejido en el seno
materno y nos ha visto y amado cuando todavía éramos informes (cf. Sal 139 138,
13. 15-16), y exclamamos con incontenible alegría: «Yo te doy gracias por
tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi alma conocías
cabalmente» (Sal 139 138, 14). Sí, «esta vida mortal, a pesar de sus
tribulaciones, de sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad,
es un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento
digno de ser cantado con júbilo y gloria». Más aún, el hombre y su vida no
se nos presentan sólo como uno de los prodigios más grandes de la creación:
Dios ha dado al hombre una dignidad casi divina (cf. Sal 8, 6-7). En cada niño
que nace y en cada hombre que vive y que muere reconocemos la imagen de la
gloria de Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del Dios vivo,
icono de Jesucristo.
Estamos llamados a expresar admiración y gratitud por la vida recibida como don, y a acoger, gustar y comunicar el Evangelio de la vida no sólo con la oración personal y comunitaria, sino sobre todo con las celebraciones del año litúrgico. Se deben recordar aquí particularmente los Sacramentos, signos eficaces de la presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en la existencia cristiana. Ellos hacen a los hombres partícipes de la vida divina, asegurándoles la energía espiritual necesaria para realizar verdaderamente el significado de vivir, sufrir y morir. Gracias a un nuevo y genuino descubrimiento del significado de los ritos y a su adecuada valoración, las celebraciones litúrgicas, sobre todo las sacramentales, serán cada vez más capaces de expresar la verdad plena sobre el nacimiento, la vida, el sufrimiento y la muerte, ayudando a vivir estas realidades como participación en el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado.
85. En
la celebración del Evangelio de la vida es preciso saber apreciar y valorar
también los gestos y los símbolos, de los que son ricas las diversas
tradiciones y costumbres culturales y populares. Son momentos y formas de
encuentro con las que, en los diversos Países y culturas, se manifiestan el
gozo por una vida que nace, el respeto y la defensa de toda existencia humana,
el cuidado del que sufre o está necesitado, la cercanía al anciano o al
moribundo, la participación del dolor de quien está de luto, la esperanza y el
deseo de inmortalidad.
En esta
perspectiva, acogiendo también la sugerencia de los Cardenales en el
Consistorio de 1991, propongo que se celebre cada año en las distintas Naciones
una Jornada por la Vida, como ya tiene lugar por iniciativa de algunas
Conferencias Episcopales. Es necesario que esta Jornada se prepare y se celebre
con la participación activa de todos los miembros de la Iglesia local. Su fin
fundamental es suscitar en las conciencias, en las familias, en la Iglesia y en
la sociedad civil, el reconocimiento del sentido y del valor de la vida humana
en todos sus momentos y condiciones, centrando particularmente la atención
sobre la gravedad del aborto y de la eutanasia, sin olvidar tampoco los demás
momentos y aspectos de la vida, que merecen ser objeto de atenta consideración,
según sugiera la evolución de la situación histórica.
86.
Respecto al culto espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12, 1), la celebración
del Evangelio de la vida debe realizarse sobre todo en la existencia cotidiana,
vivida en el amor por los demás y en la entrega de uno mismo. Así, toda nuestra
existencia se hará acogida auténtica y responsable del don de la vida y alabanza
sincera y reconocida a Dios que nos ha hecho este don. Es lo que ya sucede en
tantísimos gestos de entrega, con frecuencia humilde y escondida, realizados
por hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos.
En este
contexto, rico en humanidad y amor, es donde surgen también los gestos
heroicos. Estos son la celebración más solemne del Evangelio de la vida, porque
lo proclaman con la entrega total de sí mismos; son la elocuente manifestación
del grado más elevado del amor, que es dar la vida por la persona amada (cf. Jn
15, 13); son la participación en el misterio de la Cruz, en la que Jesús revela
cuánto vale para El la vida de cada hombre y cómo ésta se realiza plenamente en
la entrega sincera de sí mismo. Más allá de casos clamorosos, está el heroísmo
cotidiano, hecho de pequeños o grandes gestos de solidaridad que alimentan una
auténtica cultura de la vida. Entre ellos merece especial reconocimiento la
donación de órganos, realizada según criterios éticamente aceptables, para
ofrecer una posibilidad de curación e incluso de vida, a enfermos tal vez sin
esperanzas.
A este
heroísmo cotidiano pertenece el testimonio silencioso, pero a la vez fecundo y
elocuente, de «todas las madres valientes, que se dedican sin reservas a su familia,
que sufren al dar a luz a sus hijos, y luego están dispuestas a soportar
cualquier esfuerzo, a afrontar cualquier sacrificio, para transmitirles lo
mejor de sí mismas». Al desarrollar su misión «no siempre estas madres
heroicas encuentran apoyo en su ambiente. Es más, los modelos de civilización,
a menudo promovidos y propagados por los medios de comunicación, no favorecen
la maternidad. En nombre del progreso y la modernidad, se presentan como
superados ya los valores de la fidelidad, la castidad y el sacrificio, en los
que se han distinguido y siguen distinguiéndose innumerables esposas y madres
cristianas... Os damos las gracias, madres heroicas, por vuestro amor
invencible. Os damos las gracias por la intrépida confianza en Dios y en su amor.
Os damos las gracias por el sacrificio de vuestra vida... Cristo, en el
misterio pascual, os devuelve el don que le habéis hecho, pues tiene el poder
de devolveros la vida que le habéis dado como ofrenda». «¿De qué sirve,
hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras?» (St
2, 14): servir el Evangelio de la vida
87. En
virtud de la participación en la misión real de Cristo, el apoyo y la promoción
de la vida humana deben realizarse mediante el servicio de la caridad, que se
manifiesta en el testimonio personal, en las diversas formas de voluntariado,
en la animación social y en el compromiso político. Esta es una exigencia
particularmente apremiante en el momento actual, en que la «cultura de la
muerte» se contrapone tan fuertemente a la «cultura de la vida» y con
frecuencia parece que la supera. Sin embargo, es ante todo una exigencia que
nace de la «fe que actúa por la caridad» (Gal 5, 6), como nos exhorta la
Carta de Santiago: «¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga:
"Tengo fe", si no tiene obras?. ¿Acaso podrá salvarle la fe?. Si un
hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y algunos
de vosotros les dice: "Idos en paz, calentaos y hartaos", pero no les
dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?. Así también la fe, si no tiene
obras, está realmente muerta» (2, 14-17).
En el
servicio de la caridad, hay una actitud que debe animarnos y distinguirnos:
hemos de hacernos cargo del otro como persona confiada por Dios a nuestra
responsabilidad. Como discípulos de Jesús, estamos llamados a hacernos prójimos
de cada hombre (cf. Lc 10, 29-37), teniendo una preferencia especial por quien
es más pobre, está sólo y necesitado. Precisamente mediante la ayuda al
hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado
—como también al niño aún no nacido, al anciano que sufre o cercano a la
muerte— tenemos la posibilidad de servir a Jesús, como El mismo dijo: «Cuanto
hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis»
(Mt 25, 40). Por eso, nos sentimos interpelados y juzgados por las palabras
siempre actuales de san Juan Crisóstomo: «¿Queréis de verdad honrar el cuerpo
de Cristo?. No consintáis que esté desnudo. No le honréis aquí en el templo con
vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez».
Partiendo
precisamente de un amor profundo por cada hombre y mujer, se ha desarrollado a
lo largo de los siglos una extraordinaria historia de caridad, que ha
introducido en la vida eclesial y civil numerosas estructuras de servicio a la
vida, que suscitan la admiración de todo observador sin prejuicios. Es una
historia que cada comunidad cristiana, con nuevo sentido de responsabilidad,
debe continuar escribiendo a través de una acción pastoral y social múltiple.
En este sentido, se deben poner en práctica formas discretas y eficaces de
acompañamiento de la vida naciente, con una especial cercanía a aquellas madres
que, incluso sin el apoyo del padre, no tienen miedo de traer al mundo su hijo
y educarlo. Una atención análoga debe prestarse a la vida que se encuentra en
la marginación o en el sufrimiento, especialmente en sus fases finales.
88.
Todo esto supone una paciente y valiente obra educativa que apremie a todos y
cada uno a hacerse cargo del peso de los demás (cf. Gal 6, 2); exige una
continua promoción de vocaciones al servicio, particularmente entre los
jóvenes; implica la realización de proyectos e iniciativas concretas, estables
e inspiradas en el Evangelio.
Múltiples
son los medios para valorar con competencia y serio propósito. Respecto a los
inicios de la vida, los centros de métodos naturales de regulación de la
fertilidad han de ser promovidos como una valiosa ayuda para la paternidad y
maternidad responsables, en la que cada persona, comenzando por el hijo, es
reconocida y respetada por sí misma, y cada decisión es animada y guiada por el
criterio de la entrega sincera de sí. También los consultorios matrimoniales y
familiares, mediante su acción específica de consulta y prevención,
desarrollada a la luz de una antropología coherente con la visión cristiana de
la persona, de la pareja y de la sexualidad, constituyen un servicio precioso
para profundizar en el sentido del amor y de la vida y para sostener y
acompañar cada familia en su misión como «santuario de la vida». Al servicio
de la vida naciente están también los centros de ayuda a la vida y las casas o
centros de acogida de la vida. Gracias a su labor muchas madres solteras y
parejas en dificultad hallan razones y convicciones, y encuentran asistencia y
apoyo para superar las molestias y miedos de acoger una vida naciente o recién
dada a luz.
Ante
condiciones de dificultad, extravío, enfermedad y marginación en la vida, otros
medios —como las comunidades de recuperación de drogadictos, las residencias
para menores o enfermos mentales, los centros de atención y acogida para
enfermos de SIDA, y las cooperativas de solidaridad sobre todo para
incapacitados— son expresiones elocuentes de lo que la caridad sabe inventar
para dar a cada uno razones nuevas de esperanza y posibilidades concretas de
vida.
Cuando
la existencia terrena llega a su fin, de nuevo la caridad encuentra los medios
más oportunos para que los ancianos, especialmente si no son autosuficientes, y
los llamados enfermos terminales puedan gozar de una asistencia verdaderamente
humana y recibir cuidados adecuados a sus exigencias, en particular a su
angustia y soledad. En estos casos es insustituible el papel de las familias;
pero pueden encontrar gran ayuda en las estructuras sociales de asistencia y,
si es necesario, recurriendo a los cuidados paliativos, utilizando los
adecuados servicios sanitarios y sociales, presentes tanto en los centros de
hospitalización y tratamiento públicos como a domicilio.
En
particular, se debe revisar la función de los hospitales, de las clínicas y de
las casas de salud: su verdadera identidad no es sólo la de estructuras en las
que se atiende a los enfermos y moribundos, sino ante todo la de ambientes en
los que el sufrimiento, el dolor y la muerte son considerados e interpretados
en su significado humano y específicamente cristiano. De modo especial esta
identidad debe ser clara y eficaz en los institutos regidos por religiosos o
relacionados de alguna manera con la Iglesia.
89.
Estas estructuras y centros de servicio a la vida, y todas las demás
iniciativas de apoyo y solidaridad que las circunstancias puedan aconsejar
según los casos, tienen necesidad de ser animadas por personas generosamente
disponibles y profundamente conscientes de lo fundamental que es el Evangelio
de la vida para el bien del individuo y de la sociedad.
Es
peculiar la responsabilidad confiada a todo el personal sanitario: médicos,
farmacéuticos, enfermeros, capellanes, religiosos y religiosas, personal
administrativo y voluntarios. Su profesión les exige ser custodios y servidores
de la vida humana. En el contexto cultural y social actual, en que la ciencia y
la medicina corren el riesgo de perder su dimensión ética original, ellos pueden
estar a veces fuertemente tentados de convertirse en manipuladores de la vida o
incluso en agentes de muerte. Ante esta tentación, su responsabilidad ha
crecido hoy enormemente y encuentra su inspiración más profunda y su apoyo más
fuerte precisamente en la intrínseca e imprescindible dimensión ética de la
profesión sanitaria, como ya reconocía el antiguo y siempre actual juramento de
Hipócrates, según el cual se exige a cada médico el compromiso de respetar
absolutamente la vida humana y su carácter sagrado.
El
respeto absoluto de toda vida humana inocente exige también ejercer la objeción
de conciencia ante el aborto procurado y la eutanasia. El «hacer morir» nunca
puede considerarse un tratamiento médico, ni siquiera cuando la intención fuera
sólo la de secundar una petición del paciente: es más bien la negación de la
profesión sanitaria que debe ser un apasionado y tenaz «sí» a la vida.
También la investigación biomédica, campo fascinante y prometedor de nuevos y
grandes beneficios para la humanidad, debe rechazar siempre los experimentos,
descubrimientos o aplicaciones que, al ignorar la dignidad inviolable del ser
humano, dejan de estar al servicio de los hombres y se transforman en
realidades que, aparentando socorrerlos, los oprimen.
90. Un
papel específico están llamadas a desempeñar las personas comprometidas en el
voluntariado: ofrecen una aportación preciosa al servicio de la vida, cuando
saben conjugar la capacidad profesional con el amor generoso y gratuito. El
Evangelio de la vida las mueve a elevar los sentimientos de simple filantropía
a la altura de la caridad de Cristo; a reconquistar cada día, entre fatigas y
cansancios, la conciencia de la dignidad de cada hombre; a salir al encuentro
de las necesidades de las personas iniciando —si es preciso— nuevos caminos
allí donde más urgentes son las necesidades y más escasas las atenciones y el
apoyo.
El
realismo tenaz de la caridad exige que al Evangelio de la vida se le sirva
también mediante formas de animación social y de compromiso político,
defendiendo y proponiendo el valor de la vida en nuestras sociedades cada vez
más complejas y pluralistas. Los individuos, las familias, los grupos y las
asociaciones tienen una responsabilidad, aunque a título y en modos diversos,
en la animación social y en la elaboración de proyectos culturales, económicos,
políticos y legislativos que, respetando a todos y según la lógica de la
convivencia democrática, contribuyan a edificar una sociedad en la que se
reconozca y tutele la dignidad de cada persona, y se defienda y promueva la
vida de todos.
Esta
tarea corresponde en particular a los responsables de la vida pública. Llamados
a servir al hombre y al bien común, tienen el deber de tomar decisiones
valientes en favor de la vida, especialmente en el campo de las disposiciones
legislativas. En un régimen democrático, donde las leyes y decisiones se
adoptan sobre la base del consenso de muchos, puede atenuarse el sentido de la
responsabilidad personal en la conciencia de los individuos investidos de autoridad.
Pero nadie puede abdicar jamás de esta responsabilidad, sobre todo cuando se
tiene un mandato legislativo o ejecutivo, que llama a responder ante Dios, ante
la propia conciencia y ante la sociedad entera de decisiones eventualmente
contrarias al verdadero bien común. Si las leyes no son el único instrumento
para defender la vida humana, sin embargo desempeñan un papel muy importante y
a veces determinante en la promoción de una mentalidad y de unas costumbres.
Repito una vez más que una norma que viola el derecho natural a la vida de un
inocente es injusta y, como tal, no puede tener valor de ley. Por eso renuevo
con fuerza mi llamada a todos los políticos para que no promulguen leyes que,
ignorando la dignidad de la persona, minen las raíces de la misma convivencia
ciudadana.
La
Iglesia sabe que, en el contexto de las democracias pluralistas, es difícil
realizar una eficaz defensa legal de la vida por la presencia de fuertes
corrientes culturales de diversa orientación. Sin embargo, movida por la certeza
de que la verdad moral encuentra un eco en la intimidad de cada conciencia,
anima a los políticos, comenzando por los cristianos, a no resignarse y a
adoptar aquellas decisiones que, teniendo en cuenta las posibilidades
concretas, lleven a restablecer un orden justo en la afirmación y promoción del
valor de la vida. En esta perspectiva, es necesario poner de relieve que no
basta con eliminar las leyes inicuas. Hay que eliminar las causas que favorecen
los atentados contra la vida, asegurando sobre todo el apoyo debido a la
familia y a la maternidad: la política familiar debe ser eje y motor de todas
las políticas sociales. Por tanto, es necesario promover iniciativas sociales y
legislativas capaces de garantizar condiciones de auténtica libertad en la decisión
sobre la paternidad y la maternidad; además, es necesario replantear las
políticas laborales, urbanísticas, de vivienda y de servicios para que se
puedan conciliar entre sí los horarios de trabajo y los de la familia, y sea
efectivamente posible la atención a los niños y a los ancianos.
91. La
problemática demográfica constituye hoy un capítulo importante de la política
sobre la vida. Las autoridades públicas tienen ciertamente la responsabilidad
de «intervenir para orientar la demografía de la población» [Catecismo de la Iglesia Católica, 2372]; pero estas
iniciativas deben siempre presuponer y respetar la responsabilidad primaria e
inalienable de los esposos y de las familias, y no pueden recurrir a métodos no
respetuosos de la persona y de sus derechos fundamentales, comenzando por el
derecho a la vida de todo ser humano inocente. Por tanto, es moralmente
inaceptable que, para regular la natalidad, se favorezca o se imponga el uso de
medios como la anticoncepción, la esterilización y el aborto.
Los
caminos para resolver el problema demográfico son otros: los Gobiernos y las
distintas instituciones internacionales deben mirar ante todo a la creación de
las condiciones económicas, sociales, médico-sanitarias y culturales que
permitan a los esposos tomar sus opciones procreativas con plena libertad y con
verdadera responsabilidad; deben además esforzarse en «aumentar los medios y
distribuir con mayor justicia la riqueza para que todos puedan participar
equitativamente de los bienes de la creación. Hay que buscar soluciones a nivel
mundial, instaurando una verdadera economía de comunión y de participación de
bienes, tanto en el orden internacional como nacional» [Discurso]. Este es el único
camino que respeta la dignidad de las personas y de las familias, además de ser
el auténtico patrimonio cultural de los pueblos.
El
servicio al Evangelio de la vida es, pues, vasto y complejo. Se nos presenta
cada vez más como un ámbito privilegiado y favorable para una colaboración
activa con los hermanos de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, en la línea
de aquel ecumenismo de las obras que el Concilio Vaticano II autorizadamente
impulsó. [Unitatis redintegratio, l2]. Además, se presenta como espacio providencial para el diálogo y la
colaboración con los fieles de otras religiones y con todos los hombres de
buena voluntad: la defensa y la promoción de la vida no son monopolio de nadie,
sino deber y responsabilidad de todos. El desafío que tenemos ante nosotros, a
las puertas del tercer milenio, es arduo. Sólo la cooperación concorde de
cuantos creen en el valor de la vida podrá evitar una derrota de la
civilización de consecuencias imprevisibles.
«La
herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas» (Sal
127 126, 3): la familia «santuario de la vida».
92.
Dentro del «pueblo de la vida y para la vida», es decisiva la responsabilidad
de la familia: es una responsabilidad que brota de su propia naturaleza —la de
ser comunidad de vida y de amor, fundada sobre el matrimonio— y de su misión de
«custodiar, revelar y comunicar el amor» [Familiaris consortio, 17]. Se trata del amor mismo de Dios,
cuyos colaboradores y como intérpretes en la transmisión de la vida y en su
educación según el designio del Padre son los padres. [Gaudium et spes, 50]. Es, pues, el amor que
se hace gratuidad, acogida, entrega: en la familia cada uno es reconocido,
respetado y honrado por ser persona y, si hay alguno más necesitado, la
atención hacia él es más intensa y viva.
La
familia está llamada a esto a lo largo de la vida de sus miembros, desde el
nacimiento hasta la muerte. La familia es verdaderamente «el santuario de la
vida..., el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de
manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede
desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano» [Centesimus annus, 39]. Por
esto, el papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es
determinante e insustituible.
Como
iglesia doméstica, la familia está llamada a anunciar, celebrar y servir el
Evangelio de la vida. Es una tarea que corresponde principalmente a los
esposos, llamados a transmitir la vida, siendo cada vez más conscientes del
significado de la procreación, como acontecimiento privilegiado en el cual se
manifiesta que la vida humana es un don recibido para ser a su vez dado. En la
procreación de una nueva vida los padres descubren que el hijo, «si es fruto
de su recíproca donación de amor, es a su vez un don para ambos: un don que
brota del don» [Discurso].
Es
principalmente mediante la educación de los hijos como la familia cumple su
misión de anunciar el Evangelio de la vida. Con la palabra y el ejemplo, en las
relaciones y decisiones cotidianas, y mediante gestos y expresiones concretas,
los padres inician a sus hijos en la auténtica libertad, que se realiza en la
entrega sincera de sí, y cultivan en ellos el respeto del otro, el sentido de
la justicia, la acogida cordial, el diálogo, el servicio generoso, la
solidaridad y los demás valores que ayudan a vivir la vida como un don. La
tarea educadora de los padres cristianos debe ser un servicio a la fe de los
hijos y una ayuda para que ellos cumplan la vocación recibida de Dios.
Pertenece a la misión educativa de los padres enseñar y testimoniar a los hijos
el sentido verdadero del sufrimiento y de la muerte. Lo podrán hacer si saben
estar atentos a cada sufrimiento que encuentren a su alrededor y,
principalmente, si saben desarrollar actitudes de cercanía, asistencia y
participación hacia los enfermos y ancianos dentro del ámbito familiar.
93.
Además, la familia celebra el Evangelio de la vida con la oración cotidiana,
individual y familiar: con ella alaba y da gracias al Señor por el don de la
vida e implora luz y fuerza para afrontar los momentos de dificultad y de
sufrimiento, sin perder nunca la esperanza. Pero la celebración que da
significado a cualquier otra forma de oración y de culto es la que se expresa
en la vida cotidiana de la familia, si es una vida hecha de amor y entrega.
De este
modo la celebración se transforma en un servicio al Evangelio de la vida, que se
expresa por medio de la solidaridad, experimentada dentro y alrededor de la
familia como atención solícita, vigilante y cordial en las pequeñas y humildes
cosas de cada día. Una expresión particularmente significativa de solidaridad
entre las familias es la disponibilidad a la adopción o a la acogida temporal
de niños abandonados por sus padres o en situaciones de grave dificultad. El
verdadero amor paterno y materno va más allá de los vínculos de carne y sangre
acogiendo incluso a niños de otras familias, ofreciéndoles todo lo necesario
para su vida y pleno desarrollo. Entre las formas de adopción, merece ser
considerada también la adopción a distancia, preferible en los casos en los que
el abandono tiene como único motivo las condiciones de grave pobreza de una
familia. En efecto, con esta forma de adopción se ofrecen a los padres las
ayudas necesarias para mantener y educar a los propios hijos, sin tener que
desarraigarlos de su ambiente natural.
La
solidaridad, entendida como «determinación firme y perseverante de empeñarse
por el bien común» [Sollicitudo rei socialis, 38], requiere también ser llevada a cabo mediante formas de
participación social y política. En consecuencia, servir el Evangelio de la
vida supone que las familias, participando especialmente en asociaciones familiares,
trabajen para que las leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo
el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, sino que la
defiendan y promuevan.
94. Una
atención particular debe prestarse a los ancianos. Mientras en algunas culturas
las personas de edad más avanzada permanecen dentro de la familia con un papel
activo importante, por el contrario, en otras culturas el viejo es considerado
como un peso inútil y es abandonado a su propia suerte. En semejante situación
puede surgir con mayor facilidad la tentación de recurrir a la eutanasia.
La
marginación o incluso el rechazo de los ancianos son intolerables. Su presencia
en la familia o al menos la cercanía de la misma a ellos, cuando no sea posible
por la estrechez de la vivienda u otros motivos, son de importancia fundamental
para crear un clima de intercambio recíproco y de comunicación enriquecedora
entre las distintas generaciones. Por ello, es importante que se conserve, o se
restablezca donde se ha perdido, una especie de «pacto» entre las
generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados al término de su
camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les
dieron cuando nacieron: lo exige la obediencia al mandamiento divino de honrar
al padre y a la madre (cf. Ex 20, 12; Lv 19, 3). Pero hay algo más. El anciano
no se debe considerar sólo como objeto de atención, cercanía y servicio.
También él tiene que ofrecer una valiosa aportación al Evangelio de la vida.
Gracias al rico patrimonio de experiencias adquirido a lo largo de los años,
puede y debe ser transmisor de sabiduría, testigo de esperanza y de caridad.
Si es
cierto que «el futuro de la humanidad se fragua en la familia» [Familiaris consortio, 8], se debe
reconocer que las actuales condiciones sociales, económicas y culturales hacen
con frecuencia más ardua y difícil la misión de la familia al servicio de la
vida. Para que pueda realizar su vocación de «santuario de la vida», como
célula de una sociedad que ama y acoge la vida, es necesario y urgente que la
familia misma sea ayudada y apoyada. Las sociedades y los Estados deben
asegurarle todo el apoyo, incluso económico, que es necesario para que las
familias puedan responder de un modo más humano a sus propios problemas. Por su
parte, la Iglesia debe promover incansablemente una pastoral familiar que ayude
a cada familia a redescubrir y vivir con alegría y valor su misión en relación
con el Evangelio de la vida.
«Vivid
como hijos de la luz» (Ef 5, 8): para realizar un cambio cultural.
95. «Vivid como hijos de la luz... Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no
participéis en las obras infructuosas de las tinieblas» (Ef 5, 8.10-11). En el
contexto social actual, marcado por una lucha dramática entre la «cultura de
la vida y la «cultura de la muerte», debe madurar un fuerte sentido
crítico, capaz de discernir los verdaderos valores y las auténticas exigencias.
Es
urgente una movilización general de las conciencias y un común esfuerzo ético,
para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida. Todos juntos
debemos construir una nueva cultura de la vida: nueva, para que sea capaz de
afrontar y resolver los problemas propios de hoy sobre la vida del hombre;
nueva, para que sea asumida con una convicción más firme y activa por todos los
cristianos; nueva, para que pueda suscitar un encuentro cultural serio y
valiente con todos. La urgencia de este cambio cultural está relacionada con la
situación histórica que estamos atravesando, pero tiene su raíz en la misma
misión evangelizadora, propia de la Iglesia. En efecto, el Evangelio pretende «transformar desde dentro, renovar la misma humanidad»; [Evangelii nuntiandi, 18] es como la levadura
que fermenta toda la masa (cf. Mt 13, 33) y, como tal, está destinado a
impregnar todas las culturas y a animarlas desde dentro, para que expresen
la verdad plena sobre el hombre y sobre su vida.
Se debe
comenzar por la renovación de la cultura de la vida dentro de las mismas
comunidades cristianas. Muy a menudo los creyentes, incluso quienes participan
activamente en la vida eclesial, caen en una especie de separación entre la fe
cristiana y sus exigencias éticas con respecto a la vida, llegando así al
subjetivismo moral y a ciertos comportamientos inaceptables. Ante esto debemos
preguntarnos, con gran lucidez y valentía, qué cultura de la vida se difunde
hoy entre los cristianos, las familias, los grupos y las comunidades de
nuestras Diócesis. Con la misma claridad y decisión, debemos determinar qué
pasos hemos de dar para servir a la vida según la plenitud de su verdad. Al
mismo tiempo, debemos promover un diálogo serio y profundo con todos, incluidos
los no creyentes, sobre los problemas fundamentales de la vida humana, tanto en
los lugares de elaboración del pensamiento, como en los diversos ámbitos profesionales
y allí donde se desenvuelve cotidianamente la existencia de cada uno.
96. El
primer paso fundamental para realizar este cambio cultural consiste en la
formación de la conciencia moral sobre el valor inconmensurable e inviolable de
toda vida humana. Es de suma importancia redescubrir el nexo inseparable entre
vida y libertad. Son bienes inseparables: donde se viola uno, el otro acaba
también por ser violado. No hay libertad verdadera donde no se acoge y ama la
vida; y no hay vida plena sino en la libertad. Ambas realidades guardan además
una relación innata y peculiar, que las vincula indisolublemente: la vocación
al amor. Este amor, como don sincero de sí, [Gaudium et spes, 24] es el sentido más verdadero de
la vida y de la libertad de la persona.
No
menos decisivo en la formación de la conciencia es el descubrimiento del vínculo
constitutivo entre la libertad y la verdad. Como he repetido otras veces,
separar la libertad de la verdad objetiva hace imposible fundamentar los
derechos de la persona sobre una sólida base racional y pone las premisas para
que se afirme en la sociedad el arbitrio ingobernable de los individuos y el
totalitarismo del poder público causante de la muerte. [Centesimus annus, 17].
Es
esencial pues que el hombre reconozca la evidencia original de su condición de
criatura, que recibe de Dios el ser y la vida como don y tarea. Sólo admitiendo
esta dependencia innata en su ser, el hombre puede desarrollar plenamente su
libertad y su vida y, al mismo tiempo, respetar en profundidad la vida y
libertad de las demás personas. Aquí se manifiesta ante todo que «el punto
central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el
misterio más grande: el misterio de Dios» [Centesimus annus, 24]. Cuando se niega a Dios y se vive
como si no existiera, o no se toman en cuenta sus mandamientos, se acaba
fácilmente por negar o comprometer también la dignidad de la persona humana y
el carácter inviolable de su vida.
97. A
la formación de la conciencia está vinculada estrechamente la labor educativa,
que ayuda al hombre a ser cada vez más hombre, lo introduce siempre más
profundamente en la verdad, lo orienta hacia un respeto creciente por la vida,
lo forma en las justas relaciones entre las personas.
En
particular, es necesario educar en el valor de la vida comenzando por sus
mismas raíces. Es una ilusión pensar que se puede construir una verdadera
cultura de la vida humana, si no se ayuda a los jóvenes a comprender y vivir la
sexualidad, el amor y toda la existencia según su verdadero significado y en su
íntima correlación. La sexualidad, riqueza de toda la persona, «manifiesta su
significado íntimo al llevar a la persona hacia el don de sí misma en el amor» [Familiaris consortio, 37]. La banalización de la sexualidad es uno de los factores principales que
están en la raíz del desprecio por la vida naciente: sólo un amor verdadero
sabe custodiar la vida. Por tanto, no se nos puede eximir de ofrecer sobre todo
a los adolescentes y a los jóvenes la auténtica educación de la sexualidad y
del amor, una educación que implica la formación de la castidad, como virtud
que favorece la madurez de la persona y la capacita para respetar el significado
«esponsal» del cuerpo.
La
labor de educación para la vida requiere la formación de los esposos para la
procreación responsable. Esta exige, en su verdadero significado, que los
esposos sean dóciles a la llamada del Señor y actúen como fieles intérpretes de
su designio: esto se realiza abriendo generosamente la familia a nuevas vidas
y, en todo caso, permaneciendo en actitud de apertura y servicio a la vida
incluso cuando, por motivos serios y respetando la ley moral, los esposos optan
por evitar temporalmente o a tiempo indeterminado un nuevo nacimiento. La ley
moral les obliga de todos modos a encauzar las tendencias del instinto y de las
pasiones y a respetar las leyes biológicas inscritas en sus personas.
Precisamente este respeto legitima, al servicio de la responsabilidad en la
procreación, el recurso a los métodos naturales de regulación de la fertilidad:
éstos han sido precisados cada vez mejor desde el punto de vista científico y
ofrecen posibilidades concretas para adoptar decisiones en armonía con los
valores morales. Una consideración honesta de los resultados alcanzados debería
eliminar prejuicios todavía muy difundidos y convencer a los esposos, y también
a los agentes sanitarios y sociales, de la importancia de una adecuada
formación al respecto. La Iglesia está agradecida a quienes con sacrificio
personal y dedicación con frecuencia ignorada trabajan en la investigación y
difusión de estos métodos, promoviendo al mismo tiempo una educación en los
valores morales que su uso supone.
La
labor educativa debe tener en cuenta también el sufrimiento y la muerte. En
realidad forman parte de la experiencia humana, y es vano, además de
equivocado, tratar de ocultarlos o descartarlos. Al contrario, se debe ayudar a
cada uno a comprender, en la realidad concreta y difícil, su misterio profundo.
El dolor y el sufrimiento tienen también un sentido y un valor, cuando se viven
en estrecha relación con el amor recibido y entregado. En este sentido he
querido que se celebre cada año la Jornada Mundial del Enfermo, destacando «el
carácter salvífico del ofrecimiento del sacrificio que, vivido en comunión con
Cristo, pertenece a la esencia misma de la redención» [Carta]. Por otra parte,
incluso la muerte es algo más que una aventura sin esperanza: es la puerta de
la existencia que se proyecta hacia la eternidad y, para quienes la viven en
Cristo, es experiencia de participación en su misterio de muerte y
resurrección.
98. En
síntesis, podemos decir que el cambio cultural deseado aquí exige a todos el
valor de asumir un nuevo estilo de vida que se manifieste en poner como
fundamento de las decisiones concretas —a nivel personal, familiar, social e
internacional— la justa escala de valores: la primacía del ser sobre el tener [Gaudium et spes, 35], de la persona sobre las cosas.
[Carta a las Familias Gratissimam sane, 13]. Este nuevo estilo de vida implica también pasar de la indiferencia al interés
por el otro y del rechazo a su acogida: los demás no son contrincantes de
quienes hay que defenderse, sino hermanos y hermanas con quienes se ha de ser
solidarios; hay que amarlos por sí mismos; nos enriquecen con su misma
presencia.
En la
movilización por una nueva cultura de la vida nadie se debe sentir excluido:
todos tienen un papel importante que desempeñar. La misión de los profesores y
de los educadores es, junto con la de las familias, particularmente importante.
De ellos dependerá mucho que los jóvenes, formados en una auténtica libertad,
sepan custodiar interiormente y difundir a su alrededor ideales verdaderos de
vida, y que sepan crecer en el respeto y servicio a cada persona, en la familia
y en la sociedad.
También
los intelectuales pueden hacer mucho en la construcción de una nueva cultura de
la vida humana. Una tarea particular corresponde a los intelectuales católicos,
llamados a estar presentes activamente en los círculos privilegiados de
elaboración cultural, en el mundo de la escuela y de la universidad, en los
ambientes de investigación científica y técnica, en los puntos de creación
artística y de la reflexión humanística. Alimentando su ingenio y su acción en
las claras fuentes del Evangelio, deben entregarse al servicio de una nueva
cultura de la vida con aportaciones serias, documentadas, capaces de ganarse
por su valor el respeto e interés de todos. Precisamente en esta perspectiva he
instituido la Pontificia Academia para la Vida con el fin de «estudiar,
informar y formar en lo que atañe a las principales cuestiones de biomedicina y
derecho, relativas a la promoción y a la defensa de la vida, sobre todo en las
que guardan mayor relación con la moral cristiana y las directrices del
Magisterio de la Iglesia» [Vitae mysterium, 4]. Una aportación específica deben dar también las
Universidades, particularmente las católicas, y los Centros, Institutos y
Comités de bioética.
Grande
y grave es la responsabilidad de los responsables de los medios de comunicación
social, llamados a trabajar para que la transmisión eficaz de los mensajes
contribuya a la cultura de la vida. Deben, por tanto, presentar ejemplos de
vida elevados y nobles, dando espacio a testimonios positivos y a veces heroicos
de amor al hombre; proponiendo con gran respeto los valores de la sexualidad y
del amor, sin enmascarar lo que deshonra y envilece la dignidad del hombre. En
la lectura de la realidad, deben negarse a poner de relieve lo que pueda
insinuar o acrecentar sentimientos o actitudes de indiferencia, desprecio o
rechazo ante la vida. En la escrupulosa fidelidad a la verdad de los hechos,
están llamados a conjugar al mismo tiempo la libertad de información, el
respeto a cada persona y un sentido profundo de humanidad.
Recordando
las palabras del mensaje conclusivo del Concilio Vaticano II, dirijo también yo
a las mujeres una llamada apremiante: «Reconciliad a los hombres con la vida» [A las mujeres]. Vosotras estáis llamadas a testimoniar el significado del amor auténtico,
de aquel don de uno mismo y de la acogida del otro que se realizan de modo
específico en la relación conyugal, pero que deben ser el alma de cualquier
relación interpersonal. La experiencia de la maternidad favorece en vosotras
una aguda sensibilidad hacia las demás personas y, al mismo tiempo, os confiere
una misión particular: «La maternidad conlleva una comunión especial con el
misterio de la vida que madura en el seno de la mujer... Este modo único de
contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una actitud
hacia el hombre —no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en
general—, que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer» [Mulieris dignitatem, 18]. En efecto, la madre acoge y lleva consigo a otro ser, le permite crecer en su
seno, le ofrece el espacio necesario, respetándolo en su alteridad. Así, la
mujer percibe y enseña que las relaciones humanas son auténticas si se abren a
la acogida de la otra persona, reconocida y amada por la dignidad que tiene por
el hecho de ser persona y no de otros factores, como la utilidad, la fuerza, la
inteligencia, la belleza o la salud. Esta es la aportación fundamental que la
Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres. Y es la premisa insustituible
para un auténtico cambio cultural.
Una
reflexión especial quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis recurrido
al aborto. La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en
vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una
decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha
cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo
profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no
abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en
su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al
arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su
perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con
esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia. Ayudadas por
el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con
vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de
todos a la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida, coronado
eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con la acogida
y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía, seréis artífices de
un nuevo modo de mirar la vida del hombre.
100. En
este gran esfuerzo por una nueva cultura de la vida estamos sostenidos y
animados por la confianza de quien sabe que el Evangelio de la vida, como el
Reino de Dios, crece y produce frutos abundantes (cf. Mc 4, 26-29). Es
ciertamente enorme la desproporción que existe entre los medios, numerosos y
potentes, con que cuentan quienes trabajan al servicio de la «cultura de la
muerte» y los de que disponen los promotores de una «cultura de la vida y del
amor». Pero nosotros sabemos que podemos confiar en la ayuda de Dios, para
quien nada es imposible (cf. Mt 19, 26).
Con
esta profunda certeza, y movido por la firme solicitud por cada hombre y mujer,
repito hoy a todos cuanto he dicho a las familias comprometidas en sus
difíciles tareas en medio de las insidias que las amenazan [Carta a las Familias Gratissimam sane, 5]: es urgente una
gran oración por la vida, que abarque al mundo entero. Que desde cada comunidad
cristiana, desde cada grupo o asociación, desde cada familia y desde el corazón
de cada creyente, con iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se
eleve una súplica apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús mismo
nos ha mostrado con su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas
principales y más eficaces contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4, 1-11) y ha enseñado
a sus discípulos que algunos demonios sólo se expulsan de este modo (cf. Mc 9,
29). Por tanto, tengamos la humildad y la valentía de orar y ayunar para
conseguir que la fuerza que viene de lo alto haga caer los muros del engaño y
de la mentira, que esconden a los ojos de tantos hermanos y hermanas nuestros
la naturaleza perversa de comportamientos y de leyes hostiles a la vida, y abra
sus corazones a propósitos e intenciones inspirados en la civilización de la
vida y del amor.
«Os
escribimos esto para que nuestro gozo sea completo» (1 Jn 1, 4): el Evangelio
de la vida es para la ciudad de los hombres.
El
Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para todos. El
tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los
cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias, pertenece a
toda conciencia humana que aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la
suerte de la humanidad. En la vida hay seguramente un valor sagrado y
religioso, pero de ningún modo interpela sólo a los creyentes: en efecto, se
trata de un valor que cada ser humano puede comprender también a la luz de la
razón y que, por tanto, afecta necesariamente a todos.
Por
esto, nuestra acción de «pueblo de la vida y para la vida» debe ser
interpretada de modo justo y acogida con simpatía. Cuando la Iglesia declara
que el respeto incondicional del derecho a la vida de toda persona inocente
—desde la concepción a su muerte natural— es uno de los pilares sobre los que
se basa toda sociedad civil, «quiere simplemente promover un Estado humano. Un
Estado que reconozca, como su deber primario, la defensa de los derechos
fundamentales de la persona humana, especialmente de la más débil».
El
Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres. Trabajar en favor de la
vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la edificación del
bien común. En efecto, no es posible construir el bien común sin reconocer y
tutelar el derecho a la vida, sobre el que se fundamentan y desarrollan todos
los demás derechos inalienables del ser humano. Ni puede tener bases sólidas
una sociedad que —mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la
justicia y la paz— se contradice radicalmente aceptando o tolerando las formas
más diversas de desprecio y violación de la vida humana sobre todo si es débil
y marginada. Sólo el respeto de la vida puede fundamentar y garantizar los
bienes más preciosos y necesarios de la sociedad, como la democracia y la paz.
En
efecto, no puede haber verdadera democracia, si no se reconoce la dignidad de
cada persona y no se respetan sus derechos.
No
puede haber siquiera verdadera paz, si no se defiende y promueve la vida, como
recordaba Pablo VI: «Todo delito contra la vida es un atentado contra la paz,
especialmente si hace mella en la conducta del pueblo..., por el contrario,
donde los derechos del hombre son profesados realmente y reconocidos y
defendidos públicamente, la paz se convierte en la atmósfera alegre y operante
de la convivencia social».[Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1977].
El «pueblo de la vida» se alegra de poder compartir con otros muchos su tarea, de
modo que sea cada vez más numeroso el «pueblo para la vida» y la nueva
cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer para el verdadero bien de la
ciudad de los hombres.
CONCLUSIÓN.
102. Al
final de esta Encíclica, la mirada vuelve espontáneamente al Señor Jesús, «el
Niño nacido para nosotros» (cf. Is 9, 5), para contemplar en El «la Vida»
que «se manifestó» (1 Jn 1, 2). En el misterio de este nacimiento se realiza
el encuentro de Dios con el hombre y comienza el camino del Hijo de Dios sobre
la tierra, camino que culminará con la entrega de su vida en la Cruz: con su
muerte vencerá la muerte y será para la humanidad entera principio de vida
nueva.
Quien
acogió «la Vida» en nombre de todos y para bien de todos fue María, la Virgen
Madre, la cual tiene por tanto una relación personal estrechísima con el
Evangelio de la vida. El consentimiento de María en la Anunciación y su
maternidad son el origen mismo del misterio de la vida que Cristo vino a dar a
los hombres (cf. Jn 10, 10). A través de su acogida y cuidado solícito de la vida
del Verbo hecho carne, la vida del hombre ha sido liberada de la condena de la
muerte definitiva y eterna.
Por
esto María, «como la Iglesia de la que es figura, es madre de todos los que
renacen a la vida. Es, en efecto, madre de aquella Vida por la que todos viven,
pues, al dar a luz esta Vida, regeneró, en cierto modo, a todos los que debían
vivir por ella».
Al
contemplar la maternidad de María, la Iglesia descubre el sentido de su propia
maternidad y el modo con que está llamada a manifestarla. Al mismo tiempo, la
experiencia maternal de la Iglesia muestra la perspectiva más profunda para
comprender la experiencia de María como modelo incomparable de acogida y
cuidado de la vida.
«Una
gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol» (Ap 12, 1): la
maternidad de María y de la Iglesia.
103. La
relación recíproca entre el misterio de la Iglesia y María se manifiesta con
claridad en la «gran señal» descrita en el Apocalipsis: «Una gran señal
apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y
una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (12, 1). En esta señal la Iglesia
ve una imagen de su propio misterio: inmersa en la historia, es consciente de
que la transciende, ya que es en la tierra el «germen y el comienzo» del
Reino de Dios [Lumen gentium, 5]. La Iglesia ve este misterio realizado de modo pleno y
ejemplar en María. Ella es la mujer gloriosa, en la que el designio de Dios se
pudo llevar a cabo con total perfección.
La «Mujer vestida del sol» —pone de relieve el Libro del Apocalipsis— «está
encinta» (12, 2). La Iglesia es plenamente consciente de llevar consigo al
Salvador del mundo, Cristo el Señor, y de estar llamada a darlo al mundo,
regenerando a los hombres a la vida misma de Dios. Pero no puede olvidar que
esta misión ha sido posible gracias a la maternidad de María, que concibió y
dio a luz al que es «Dios de Dios», «Dios verdadero de Dios verdadero».
María es verdaderamente Madre de Dios, la Theotokos, en cuya maternidad viene
exaltada al máximo la vocación a la maternidad inscrita por Dios en cada mujer.
Así María se pone como modelo para la Iglesia, llamada a ser la «nueva Eva»,
madre de los creyentes, madre de los «vivientes» (cf. Gn 3, 20).
La
maternidad espiritual de la Iglesia sólo se realiza —también de esto la Iglesia
es consciente— en medio de «los dolores y del tormento de dar a luz» (Ap 12,
2), es decir, en la perenne tensión con las fuerzas del mal, que continúan
atravesando el mundo y marcando el corazón de los hombres, haciendo resistencia
a Cristo: «En El estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz
brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron» (Jn 1, 4-5).
Como la
Iglesia, también María tuvo que vivir su maternidad bajo el signo del
sufrimiento: «Este está puesto... para ser señal de contradicción —¡y a ti
misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las
intenciones de muchos corazones» (Lc 2, 34-35). En las palabras que, al inicio
de la vida terrena del Salvador, Simeón dirige a María está sintéticamente
representado el rechazo hacia Jesús, y con El hacia María, que alcanzará su
culmen en el Calvario. «Junto a la cruz de Jesús» (Jn 19, 25), María
participa de la entrega que el Hijo hace de sí mismo: ofrece a Jesús, lo da, lo
engendra definitivamente para nosotros. El «sí» de la Anunciación madura
plenamente en la Cruz, cuando llega para María el tiempo de acoger y engendrar
como hijo a cada hombre que se hace discípulo, derramando sobre él el amor
redentor del Hijo: «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a
quien amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo"» (Jn 19,
26).
«El
Dragón se detuvo delante de la Mujer... para devorar a su Hijo en cuanto lo
diera a luz» (Ap 12, 4): la vida amenazada por las fuerzas del mal.
104. En
el Libro del Apocalipsis la «gran señal» de la «Mujer» (12, 1) es acompañada
por «otra señal en el cielo»: se trata de «un gran Dragón rojo» (12, 3),
que simboliza a Satanás, potencia personal maléfica, y al mismo tiempo a todas
las fuerzas del mal que intervienen en la historia y dificultan la misión de la
Iglesia.
También
en esto María ilumina a la Comunidad de los creyentes. En efecto, la hostilidad
de las fuerzas del mal es una oposición encubierta que, antes de afectar a los
discípulos de Jesús, va contra su Madre. Para salvar la vida del Hijo de
cuantos lo temen como una amenaza peligrosa, María debe huir con José y el Niño
a Egipto (cf. Mt 2, 13-15).
María
ayuda así a la Iglesia a tomar conciencia de que la vida está siempre en el
centro de una gran lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas.
El Dragón quiere devorar al niño recién nacido (cf. Ap 12, 4), figura de
Cristo, al que María engendra en la «plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4) y
que la Iglesia debe presentar continuamente a los hombres de las diversas
épocas de la historia. Pero en cierto modo es también figura de cada hombre, de
cada niño, especialmente de cada criatura débil y amenazada, porque —como
recuerda el Concilio— «el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en
cierto modo, con todo hombre» [Gaudium et spes, 2]. Precisamente en la «carne» de cada hombre,
Cristo continúa revelándose y entrando en comunión con nosotros, de modo que el
rechazo de la vida del hombre, en sus diversas formas, es realmente rechazo de
Cristo. Esta es la verdad fascinante, y al mismo tiempo exigente, que Cristo nos
descubre y que su Iglesia continúa presentando incansablemente: «El que reciba
a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe» (Mt 18, 5); «En verdad os
digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo
hicisteis» (Mt 25, 40).
105. La
anunciación del ángel a María se encuentra entre estas confortadoras palabras:
«No temas, María» y «Ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1, 30.37). En
verdad, toda la existencia de la Virgen Madre está marcada por la certeza de
que Dios está a su lado y la acompaña con su providencia benévola. Esta es
también la existencia de la Iglesia, que encuentra «un lugar» (Ap 12, 6) en
el desierto, lugar de la prueba, pero también de la manifestación del amor de
Dios hacia su pueblo (cf. Os 2, 16). María es la palabra viva de consuelo para
la Iglesia en su lucha contra la muerte. Mostrándonos a su Hijo, nos asegura
que las fuerzas de la muerte han sido ya derrotadas en El: «Lucharon vida y
muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta».
El
Cordero inmolado vive con las señales de la pasión en el esplendor de la
resurrección. Sólo El domina todos los acontecimientos de la historia: desata sus
«sellos» (cf. Ap 5, 1-10) y afirma, en el tiempo y más allá del tiempo, el
poder de la vida sobre la muerte. En la «nueva Jerusalén», es decir, en el
mundo nuevo, hacia el que tiende la historia de los hombres, «no habrá ya
muerte, ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4).
Y
mientras, como pueblo peregrino, pueblo de la vida y para la vida, caminamos
confiados hacia «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21, 1), dirigimos la
mirada a aquélla que es para nosotros «señal de esperanza cierta y de consuelo» [Lumen gentium, 68].
Oh
María,
aurora
del mundo nuevo,
Madre
de los vivientes,
a Ti
confiamos la causa de la vida:
de
niños a quienes se impide nacer,
de
pobres a quienes se hace difícil vivir,
de
hombres y mujeres víctimas
de
violencia inhumana,
de
ancianos y enfermos muertos
a causa
de la indiferencia
o de
una presunta piedad.
Haz que
quienes creen en tu Hijo
sepan
anunciar con firmeza y amor
a los
hombres de nuestro tiempo
el
Evangelio de la vida.
Alcánzales
la gracia de acogerlo
como
don siempre nuevo,
la
alegría de celebrarlo con gratitud
durante
toda su existencia
y la
valentía de testimoniarlo
con
solícita constancia, para construir,
junto
con todos los hombres de buena voluntad,
la
civilización de la verdad y del amor,
para
alabanza y gloria de Dios Creador
y
amante de la vida.
Dado en
Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del
Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado.
IOANNES
PAULUS PP. II
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PARA AMPLIAR LA REFLEXIÓN SOBRE LA EVANGELIUM VITAE:
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PARA AMPLIAR LA REFLEXIÓN SOBRE LA EVANGELIUM VITAE:
- Evangelium Vitae (Texto original).
- Evagelium Vitae (wikipedia).
- Resumen de la Evangelium Vitae.
- Elementos clave de la Evangelium Vitae.
- Análisis de la Evangelium Vitae (vídeo).
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