A sus hermanos en el episcopado, al
clero, a las familias religiosas, a los fieles de la iglesia católica y a todos los hombres de buena voluntad.
En el centenario de la RERUM NOVARUM.
Venerables hermanos, amadísimos hijos e hijas: ¡Salud y bendición
apostólica!.
1. El centenario de la promulgación de la encíclica de mi predecesor León XIII, de venerada memoria, que comienza con las palabras Rerum novarum, marca
una fecha de relevante importancia en la historia reciente de la Iglesia y
también en mi pontificado. A ella, en efecto, le ha cabido el privilegio de ser
conmemorada, con solemnes documentos, por los Sumos Pontífices, a partir de su
cuadragésimo aniversario hasta el nonagésimo: se puede decir que su íter
histórico ha sido recordado con otros escritos que, al mismo tiempo, la
actualizaban (Quadragesimo anno).
Al hacer yo otro tanto para su primer centenario, a petición de numerosos
obispos, instituciones eclesiales, centros de estudios, empresarios y
trabajadores, bien sea a título personal, bien en cuanto miembros de asociaciones,
deseo ante todo satisfacer la deuda de gratitud que la Iglesia entera ha
contraído con el gran Papa y con su «inmortal documento» (Quadragesimo anno, 228). Es también mi deseo
mostrar cómo la rica savia, que sube desde aquella raíz, no se ha agotado con
el paso de los años, sino que, por el contrario, se ha hecho más fecunda. Dan
testimonio de ello las iniciativas de diversa índole que han precedido, las que
acompañan y las que seguirán a esta celebración; iniciativas promovidas por las
Conferencias episcopales, por organismos internacionales, universidades e
institutos académicos, asociaciones profesionales, así como por otras
instituciones y personas en tantas partes del mundo.
2. La presente encíclica se sitúa en el marco de estas celebraciones para
dar gracias a Dios, del cual «desciende todo don excelente y toda donación
perfecta» (St 1, 17), porque se ha valido de un documento, emanado hace ahora
cien años por la Sede de Pedro, el cual había de dar tantos beneficios a la
Iglesia y al mundo y difundir tanta luz. La conmemoración que aquí se hace se
refiere a la encíclica leoniana y también a las encíclicas y demás escritos de
mis predecesores, que han contribuido a hacerla actual y operante en el tiempo,
constituyendo así la que iba a ser llamada «doctrina social», «enseñanza
social» o también «magisterio social» de la Iglesia.
A la validez de tal enseñanza se refieren ya dos encíclicas que he
publicado en los años de mi pontificado: la Laborem exercens sobre el trabajo
humano, y la Sollicitudo rei socialis sobre los problemas actuales del
desarrollo de los hombres y de los pueblos (Sollicitudo rei socialis, 513-586).
3. Quiero proponer ahora una «relectura» de la encíclica leoniana,
invitando a «echar una mirada retrospectiva» a su propio texto, para descubrir
nuevamente la riqueza de los principios fundamentales formulados en ella, en
orden a la solución de la cuestión obrera. Invito además a «mirar alrededor», a
las «cosas nuevas» que nos rodean y en las que, por así decirlo, nos hallamos
inmersos, tan diversas de las «cosas nuevas» que caracterizaron el último
decenio del siglo pasado. Invito, en fin, a «mirar al futuro», cuando ya se
vislumbra el tercer milenio de la era cristiana, cargado de incógnitas, pero
también de promesas. Incógnitas y promesas que interpelan nuestra imaginación y
creatividad, a la vez que estimulan nuestra responsabilidad, como discípulos
del único maestro, Cristo (cf. Mt 23, 8), con miras a indicar el camino a
proclamar la verdad y a comunicar la vida que es él mismo (cf. Jn 14, 6).
De este modo, no sólo se confirmará el valor permanente de tales
enseñanzas, sino que se manifestará también el verdadero sentido de la
Tradición de la Iglesia, la cual, siempre viva y siempre vital, edifica sobre
el fundamento puesto por nuestros padres en la fe y, singularmente, sobre el
que ha sido «transmitido por los Apóstoles a la Iglesia», en nombre de
Jesucristo, el fundamento que nadie puede sustituir (cf. 1 Co 3, 11).
Consciente de su misión como sucesor de Pedro, León XIII se propuso hablar,
y esta misma conciencia es la que anima hoy a su sucesor. Al igual que él y
otros Pontífices anteriores y posteriores a él, me voy a inspirar en la imagen
evangélica del «escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los cielos», del
cual dice el Señor que «es como el amo de casa que saca de su tesoro cosas
nuevas y cosas viejas» (Mt 13, 52). Este tesoro es la gran corriente de la
Tradición de la Iglesia, que contiene las «cosas viejas», recibidas y
transmitidas desde siempre, y que permite descubrir las «cosas nuevas», en
medio de las cuales transcurre la vida de la Iglesia y del mundo.
De tales cosas que, incorporándose a la Tradición, se hacen antiguas,
ofreciendo así ocasiones y material para enriquecimiento de la misma y de la
vida de fe, forma parte también la actividad fecunda de millones y millones de
hombres, quienes a impulsos del magisterio social se han esforzado por
inspirarse en él con miras al propio compromiso con el mundo. Actuando
individualmente o bien coordinados en grupos, asociaciones y organizaciones,
ellos han constituido como un gran movimiento para la defensa de la persona
humana y para la tutela de su dignidad, lo cual, en las alternantes vicisitudes
de la historia, ha contribuido a construir una sociedad más justa o, al menos,
a poner barreras y límites a la injusticia.
La presente encíclica trata de poner en evidencia la fecundidad de los
principios expresados por León XIII, los cuales pertenecen al patrimonio
doctrinal de la Iglesia y, por ello, implican la autoridad del Magisterio. Pero
la solicitud pastoral me ha movido además a proponer el análisis de algunos
acontecimientos de la historia reciente. Es superfluo subrayar que la
consideración atenta del curso de los acontecimientos, para discernir las
nuevas exigencias de la evangelización, forma parte del deber de los pastores.
Tal examen sin embargo no pretende dar juicios definitivos, ya que de por sí no
atañe al ámbito específico del Magisterio.
CAPÍTULO I.
Rasgos característicos de la RERUM NOVARUM.
En el campo económico, donde confluían los descubrimientos científicos y
sus aplicaciones, se había llegado progresivamente a nuevas estructuras en la
producción de bienes de consumo. Había aparecido una nueva forma de propiedad,
el capital, y una nueva forma de trabajo, el trabajo asalariado, caracterizado
por gravosos ritmos de producción, sin la debida consideración para con el
sexo, la edad o la situación familiar, y determinado únicamente por la
eficiencia con vistas al incremento de los beneficios.
El trabajo se convertía de este modo en mercancía, que podía comprarse y
venderse libremente en el mercado y cuyo precio era regulado por la ley de la
oferta y la demanda, sin tener en cuenta el mínimo vital necesario para el
sustento de la persona y de su familia. Además, el trabajador ni siquiera tenía
la seguridad de llegar a vender la «propia mercancía», al estar continuamente
amenazado por el desempleo, el cual, a falta de previsión social, significaba
el espectro de la muerte por hambre.
Consecuencia de esta transformación era «la división de la sociedad en dos
clases separadas por un abismo profundo» (Rerum novarum, 132). Tal situación se entrelazaba con el
acentuado cambio político. Y así, la teoría política entonces dominante trataba
de promover la total libertad económica con leyes adecuadas o, al contrario,
con una deliberada ausencia de cualquier clase de intervención. Al mismo tiempo
comenzaba a surgir de forma organizada, no pocas veces violenta, otra
concepción de la propiedad y de la vida económica que implicaba una nueva
organización política y social.
En el momento culminante de esta contraposición, cuando ya se veía
claramente la gravísima injusticia de la realidad social, que se daba en muchas
partes, y el peligro de una revolución favorecida por las concepciones llamadas
entonces «socialistas», León XIII intervino con un documento que afrontaba de
manera orgánica la «cuestión obrera». A esta encíclica habían precedido otras
dedicadas preferentemente a enseñanzas de carácter político; más adelante irían
apareciendo otras (Arcanum divinae sapientiae,10-40; Diuturnum illud,269-287). En este contexto hay que recordar en particular la
encíclica Libertas praestantissimum, en la que se ponía de relieve la relación
intrínseca de la libertad humana con la verdad, de manera que una libertad que
rechazara vincularse con la verdad caería en el arbitrio y acabaría por
someterse a las pasiones más viles y destruirse a sí misma. En efecto, ¿de
dónde derivan todos los males frente a los cuales quiere reaccionar la Rerum novarum, sino de una libertad que, en la esfera de la actividad económica y
social, se separa de la verdad del hombre?.
El Pontífice se inspiraba, además, en las enseñanzas de sus predecesores,
en muchos documentos episcopales, en estudios científicos promovidos por
seglares, en la acción de movimientos y asociaciones católicas, así como en las
realizaciones concretas en campo social, que caracterizaron la vida de la
Iglesia en la segunda mitad del siglo XIX.
5. Las «cosas nuevas», que el Papa tenía ante sí, no eran ni mucho menos
positivas todas ellas. Al contrario, el primer párrafo de la encíclica describe
las «cosas nuevas», que le han dado el nombre, con duras palabras: «Despertada
el ansia de novedades que desde hace ya tiempo agita a los pueblos, era de
esperar que las ganas de cambiarlo todo llegara un día a pasarse del campo de
la política al terreno, con él colindante, de la economía. En efecto, los
adelantos de la industria y de las profesiones, que caminan por nuevos
derroteros; el cambio operado en las relaciones mutuas entre patronos y
obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de
la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más
estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral, han
determinado el planteamiento del conflicto» (Rerum novarum, 97).
El Papa, y con él la Iglesia, lo mismo que la sociedad civil, se
encontraban ante una sociedad dividida por un conflicto, tanto más duro e
inhumano en cuanto que no conocía reglas ni normas. Se trataba del conflicto
entre el capital y el trabajo, o —como lo llamaba la encíclica— la cuestión
obrera, sobre la cual precisamente, y en los términos críticos en que entonces
se planteaba, no dudó en hablar el Papa.
Nos hallamos aquí ante la primera reflexión, que la encíclica nos sugiere
hoy. Ante un conflicto que contraponía, como si fueran «lobos», un hombre a
otro hombre, incluso en el plano de la subsistencia física de unos y la
opulencia de otros, el Papa sintió el deber de intervenir en virtud de su
«ministerio apostólico» (Rerum novarum, 98), esto es, de la misión recibida de Jesucristo mismo
de «apacentar los corderos y las ovejas» (cf. Jn 21, 15-17) y de «atar y
desatar» en la tierra por el Reino de los cielos (cf. Mt 16, 19). Su intención
era ciertamente la de restablecer la paz, razón por la cual el lector
contemporáneo no puede menos de advertir la severa condena de la lucha de
clases, que el Papa pronunciaba sin ambages (Rerum novarum, 109). Pero era consciente de que la
paz se edifica sobre el fundamento de la justicia: contenido esencial de la
encíclica fue precisamente proclamar las condiciones fundamentales de la
justicia en la coyuntura económica y social de entonces (Rerum novarum,16, 110 s. y 136 s.).
De esta manera León XIII, siguiendo las huellas de sus predecesores,
establecía un paradigma permanente para la Iglesia. Ésta, en efecto, hace oír
su voz ante determinadas situaciones humanas, individuales y comunitarias,
nacionales e internacionales, para las cuales formula una verdadera doctrina,
un corpus, que le permite analizar las realidades sociales, pronunciarse sobre
ellas y dar orientaciones para la justa solución de los problemas derivados de
las mismas.
En tiempos de León XIII semejante concepción del derecho-deber de la
Iglesia estaba muy lejos de ser admitido comúnmente. En efecto, prevalecía una
doble tendencia: una, orientada hacia este mundo y esta vida, a la que debía
permanecer extraña la fe; la otra, dirigida hacia una salvación puramente
ultraterrena, pero que no iluminaba ni orientaba su presencia en la tierra. La
actitud del Papa al publicar la Rerum novarum confiere a la Iglesia una especie
de «carta de ciudadanía» respecto a las realidades cambiantes de la vida
pública, y esto se corroboraría aún más posteriormente. En efecto, para la
Iglesia enseñar y difundir la doctrina social pertenece a su misión
evangelizadora y forma parte esencial del mensaje cristiano, ya que esta
doctrina expone sus consecuencias directas en la vida de la sociedad y encuadra
incluso el trabajo cotidiano y las luchas por la justicia en el testimonio a
Cristo Salvador. Asimismo viene a ser una fuente de unidad y de paz frente a
los conflictos que surgen inevitablemente en el sector socioeconómico. De esta
manera se pueden vivir las nuevas situaciones, sin degradar la dignidad
trascendente de la persona humana ni en sí mismos ni en los adversarios, y
orientarlas hacia una recta solución.
La validez de esta orientación, a cien años de distancia, me ofrece la
oportunidad de contribuir al desarrollo de la «doctrina social cristiana». La
«nueva evangelización», de la que el mundo moderno tiene urgente necesidad y
sobre la cual he insistido en más de una ocasión, debe incluir entre sus
elementos esenciales el anuncio de la doctrina social de la Iglesia, que, como
en tiempos de León XIII, sigue siendo idónea para indicar el recto camino a la
hora de dar respuesta a los grandes desafíos de la edad contemporánea, mientras
crece el descrédito de las ideologías. Como entonces, hay que repetir que no
existe verdadera solución para la «cuestión social» fuera del Evangelio y que,
por otra parte, las «cosas nuevas» pueden hallar en él su propio espacio de
verdad y el debido planteamiento moral.
Otro principio importante es sin duda el del derecho a la «propiedad
privada» (Rerum novarum, 99-107). El espacio que la encíclica le dedica revela ya la importancia que
se le atribuye. El Papa es consciente de que la propiedad privada no es un
valor absoluto, por lo cual no deja de proclamar los principios que
necesariamente lo complementan, como el del destino universal de los bienes de
la tierra (Rerum novarum, 102s.).
Por otra parte, no cabe duda de que el tipo de propiedad privada que León XIII considera principalmente, es el de la propiedad de la tierra (Rerum novarum, 101-104). Sin
embargo, esto no quita que todavía hoy conserven su valor las razones aducidas
para tutelar la propiedad privada, esto es, para afirmar el derecho a poseer lo
necesario para el desarrollo personal y el de la propia familia, sea cual sea
la forma concreta que este derecho pueda asumir. Esto hay que seguir
sosteniéndolo hoy día, tanto frente a los cambios de los que somos testigos,
acaecidos en los sistemas donde imperaba la propiedad colectiva de los medios
de producción, como frente a los crecientes fenómenos de pobreza o, más
exactamente, a los obstáculos a la propiedad privada, que se dan en tantas
partes del mundo, incluidas aquéllas donde predominan los sistemas que
consideran como punto de apoyo la afirmación del derecho a la propiedad
privada. Como consecuencia de estos cambios y de la persistente pobreza, se
hace necesario un análisis más profundo del problema, como se verá más
adelante.
7. En estrecha relación con el derecho de propiedad, la encíclica de León XIII afirma también otros derechos, como propios e inalienables de la persona
humana. Entre éstos destaca, dado el espacio que el Papa le dedica y la
importancia que le atribuye, el «derecho natural del hombre» a formar
asociaciones privadas; lo cual significa ante todo el derecho a crear
asociaciones profesionales de empresarios y obreros, o de obreros solamente (Rerum novarum, 134 s.; 137 s.).
Ésta es la razón por la cual la Iglesia defiende y aprueba la creación de los
llamados sindicatos, no ciertamente por prejuicios ideológicos, ni tampoco por
ceder a una mentalidad de clase, sino porque se trata precisamente de un
«derecho natural» del ser humano y, por consiguiente, anterior a su integración
en la sociedad política. En efecto, «el Estado no puede prohibir su formación»,
porque «el Estado debe tutelar los derechos naturales, no destruirlos.
Prohibiendo tales asociaciones, se contradiría a sí mismo» (Rerum novarum, 135).
Junto con este derecho, que el Papa —es obligado subrayarlo— reconoce
explícitamente a los obreros o, según su vocabulario, a los «proletarios», se
afirma con igual claridad el derecho a la «limitación de las horas de trabajo»,
al legítimo descanso y a un trato diverso a los niños y a las mujeres (Rerum novarum, 128-129) en lo
relativo al tipo de trabajo y a la duración del mismo.
Si se tiene presente lo que dice la historia a propósito de los
procedimientos consentidos, o al menos no excluidos legalmente, en orden a la
contratación sin garantía alguna en lo referente a las horas de trabajo, ni a
las condiciones higiénicas del ambiente, más aún, sin reparo para con la edad y
el sexo de los candidatos al empleo, se comprende muy bien la severa afirmación
del Papa: «No es justo ni humano exigir al hombre tanto trabajo que termine por
embotarse su mente y debilitarse su cuerpo». Y con mayor precisión,
refiriéndose al contrato, entendido en el sentido de hacer entrar en vigor
tales «relaciones de trabajo», afirma: «En toda convención estipulada entre
patronos y obreros, va incluida siempre la condición expresa o tácita» de que
se provea convenientemente al descanso, en proporción con la «cantidad de
energías consumidas en el trabajo». Y después concluye: «un pacto contrario
sería inmoral» (Rerum novarum, 129).
8. A continuación el Papa enuncia otro derecho del obrero como persona. Se
trata del derecho al «salario justo», que no puede dejarse «al libre acuerdo
entre las partes, ya que, según eso, pagado el salario convenido, parece como
si el patrono hubiera cumplido ya con su deber y no debiera nada más». El
Estado, se decía entonces, no tiene poder para intervenir en la determinación
de estos contratos, sino para asegurar el cumplimiento de cuanto se ha pactado
explícitamente. Semejante concepción de las relaciones entre patronos y
obreros, puramente pragmática e inspirada en un riguroso individualismo, es
criticada severamente en la encíclica como contraria a la doble naturaleza del
trabajo, en cuanto factor personal y necesario. Si el trabajo, en cuanto es
personal, pertenece a la disponibilidad que cada uno posee de las propias
facultades y energías, en cuanto es necesario está regulado por la grave
obligación que tiene cada uno de «conservar su vida»; de ahí «la necesaria
consecuencia —concluye el Papa— del derecho a buscarse cuanto sirve al sustento
de la vida, cosa que para la gente pobre se reduce al salario ganado con su
propio trabajo» (Rerum novarum, 130s.).
El salario debe ser, pues, suficiente para el sustento del obrero y de su
familia. Si el trabajador, «obligado por la necesidad o acosado por el miedo de
un mal mayor, acepta, aun no queriéndola, una condición más dura, porque se la
imponen el patrono o el empresario, esto es ciertamente soportar una violencia,
contra la cual clama la justicia».
Ojalá que estas palabras, escritas cuando avanzaba el llamado «capitalismo salvaje», no deban repetirse hoy día con la misma severidad. Por desgracia, hoy
todavía se dan casos de contratos entre patronos y obreros, en los que se
ignora la más elemental justicia en materia de trabajo de los menores o de las
mujeres, de horarios de trabajo, estado higiénico de los locales y legítima retribución.
Y esto a pesar de las Declaraciones y Convenciones internacionales al respecto (Declaración Universal de los DD.HH.) y no obstante las leyes internas de los Estados. El Papa atribuía a la
«autoridad pública» el «deber estricto» de prestar la debida atención al
bienestar de los trabajadores, porque lo contrario sería ofender a la justicia;
es más, no dudaba en hablar de «justicia distributiva» (Rerum novarum, 121-123).
9. Refiriéndose siempre a la condición obrera, a estos derechos León XIII
añade otro, que considero necesario recordar por su importancia: el derecho a
cumplir libremente los propios deberes religiosos. El Papa lo proclama en el
contexto de los demás derechos y deberes de los obreros, no obstante el clima
general que, incluso en su tiempo, consideraba ciertas cuestiones como
pertinentes exclusivamente a la esfera privada. Él ratifica la necesidad del
descanso festivo, para que el hombre eleve su pensamiento hacia los bienes de
arriba y rinda el culto debido a la majestad divina (Rerum novarum, 127). De este derecho, basado
en un mandamiento, nadie puede privar al hombre: «a nadie es lícito violar
impunemente la dignidad del hombre, de quien Dios mismo dispone con gran
respeto». En consecuencia, el Estado debe asegurar al obrero el ejercicio de
esta libertad (Rerum novarum, 126).
No se equivocaría quien viese en esta nítida afirmación el germen del
principio del derecho a la libertad religiosa, que posteriormente ha sido
objeto de muchas y solemnes Declaraciones y Convenciones internacionales,
así como de la conocida Declaración conciliar y de mis constantes enseñanzas.
A este respecto hemos de preguntarnos si los ordenamientos legales vigentes y
la praxis de las sociedades industrializadas aseguran hoy efectivamente el
cumplimiento de este derecho elemental al descanso festivo.
10. Otra nota importante, rica de enseñanzas para nuestros días, es la
concepción de las relaciones entre el Estado y los ciudadanos. La Rerum novarum
critica los dos sistemas sociales y económicos: el socialismo y el liberalismo.
Al primero está dedicada la parte inicial, en la cual se reafirma el derecho a
la propiedad privada; al segundo no se le dedica una sección especial, sino que
—y esto merece mucha atención— se le reservan críticas, a la hora de afrontar
el tema de los deberes del Estado (Rerum novarum, 99-105; 130s. y 135), el cual no puede limitarse a «favorecer a
una parte de los ciudadanos», esto es, a la rica y próspera, y «descuidar a la
otra», que representa indudablemente la gran mayoría del cuerpo social; de lo
contrario se viola la justicia, que manda dar a cada uno lo suyo. Sin embargo,
«en la tutela de estos derechos de los individuos, se debe tener especial
consideración para con los débiles y pobres. La clase rica, poderosa ya de por
sí, tiene menos necesidad de ser protegida por los poderes públicos; en cambio,
la clase proletaria, al carecer de un propio apoyo tiene necesidad específica
de buscarlo en la protección del Estado. Por tanto es a los obreros, en su
mayoría débiles y necesitados, a quienes el Estado debe dirigir sus
preferencias y sus cuidados» (Rerum novarum, 125).
Todos estos pasos conservan hoy su validez, sobre todo frente a las nuevas
formas de pobreza existentes en el mundo; y además porque tales afirmaciones no
dependen de una determinada concepción del Estado, ni de una particular teoría
política. El Papa insiste sobre un principio elemental de sana organización
política, a saber, que los individuos, cuanto más indefensos están en una
sociedad, tanto más necesitan el apoyo y el cuidado de los demás, en
particular, la intervención de la autoridad pública.
De esta manera el principio que hoy llamamos de solidaridad y cuya validez,
ya sea en el orden interno de cada nación, ya sea en el orden internacional, he
recordado en la Sollicitudo rei socialis (38-40), se demuestra como uno de los
principios básicos de la concepción cristiana de la organización social y
política. León XIII lo enuncia varias veces con el nombre de «amistad», que
encontramos ya en la filosofía griega; por Pío XI es designado con la expresión
no menos significativa de «caridad social», mientras que Pablo VI, ampliando el
concepto, de conformidad con las actuales y múltiples dimensiones de la
cuestión social, hablaba de «civilización del amor».
11. La relectura de aquella encíclica, a la luz de las realidades
contemporáneas, nos permite apreciar la constante preocupación y dedicación de
la Iglesia por aquellas personas que son objeto de predilección por parte de
Jesús, nuestro Señor. El contenido del texto es un testimonio excelente de la
continuidad, dentro de la Iglesia, de lo que ahora se llama «opción
preferencial por los pobres»; opción que en la Sollicitudo rei socialis es
definida como una «forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad
cristiana» (SRS 572). La encíclica sobre la «cuestión obrera» es, pues, una encíclica
sobre los pobres y sobre la terrible condición a la que el nuevo y con frecuencia
violento proceso de industrialización había reducido a grandes multitudes.
También hoy, en gran parte del mundo, semejantes procesos de transformación
económica, social y política originan los mismos males.
Si León XIII se apela al Estado para poner un remedio justo a la condición
de los pobres, lo hace también porque reconoce oportunamente que el Estado
tiene la incumbencia de velar por el bien común y cuidar que todas las esferas
de la vida social, sin excluir la económica, contribuyan a promoverlo,
naturalmente dentro del respeto debido a la justa autonomía de cada una de
ellas. Esto, sin embargo, no autoriza a pensar que según el Papa toda solución
de la cuestión social deba provenir del Estado. Al contrario, él insiste varias
veces sobre los necesarios límites de la intervención del Estado y sobre su
carácter instrumental, ya que el individuo, la familia y la sociedad son
anteriores a él y el Estado mismo existe para tutelar los derechos de aquél y
de éstas, y no para sofocarlos (Rerum novarum, 101s.; 104s.; 130s. y 136).
A nadie se le escapa la actualidad de estas reflexiones. Sobre el tema tan
importante de las limitaciones inherentes a la naturaleza del Estado, convendrá
volver más adelante. Mientras tanto, los puntos subrayados —ciertamente no los
únicos de la encíclica— están en la línea de continuidad con el magisterio
social de la Iglesia y a la luz de una sana concepción de la propiedad privada,
del trabajo, del proceso económico de la realidad del Estado y, sobre todo, del
hombre mismo. Otros temas serán mencionados más adelante, al examinar algunos
aspectos de la realidad contemporánea. Pero hay que tener presente desde ahora
que lo que constituye la trama y en cierto modo la guía de la encíclica y, en
verdad, de toda la doctrina social de la Iglesia, es la correcta concepción de
la persona humana y de su valor único, porque «el hombre... en la tierra es la
sola criatura que Dios ha querido por sí misma» (Gaudium et spes, 24). En él ha impreso su imagen y
semejanza (cf. Gn 1, 26), confiriéndole una dignidad incomparable, sobre la que
insiste repetidamente la encíclica. En efecto, aparte de los derechos que el
hombre adquiere con su propio trabajo, hay otros derechos que no proceden de
ninguna obra realizada por él, sino de su dignidad esencial de persona.
CAPÍTULO II.
Hacia las "cosas nuevas" de hoy.
12. La conmemoración de la Rerum novarum no sería apropiada sin echar una
mirada a la situación actual. Por su contenido, el documento se presta a tal
consideración, ya que su marco histórico y las previsiones en él apuntadas se
revelan sorprendentemente justas, a la luz de cuanto sucedió después.
Esto mismo queda confirmado, en particular, por los acontecimientos de los
últimos meses del año 1989 y primeros del 1990. Tales acontecimientos y las
posteriores transformaciones radicales no se explican si no es a la luz de las
situaciones anteriores, que en cierta medida habían cristalizado o
institucionalizado las previsiones de León XIII y las señales, cada vez más
inquietantes, vislumbradas por sus sucesores. En efecto, el Papa previó las
consecuencias negativas —bajo todos los aspectos, político, social, y
económico— de un ordenamiento de la sociedad tal como lo proponía el
«socialismo», que entonces se hallaba todavía en el estadio de filosofía social
y de movimiento más o menos estructurado. Algunos se podrían sorprender de que
el Papa criticara las soluciones que se daban a la «cuestión obrera» comenzando
por el socialismo, cuando éste aún no se presentaba —como sucedió más tarde—
bajo la forma de un Estado fuerte y poderoso, con todos los recursos a su
disposición. Sin embargo, él supo valorar justamente el peligro que
representaba para las masas ofrecerles el atractivo de una solución tan simple
como radical de la cuestión obrera de entonces. Esto resulta más verdadero aún,
si lo comparamos con la terrible condición de injusticia en que versaban las
masas proletarias de las naciones recién industrializadas.
Es necesario subrayar aquí dos cosas: por una parte, la gran lucidez en
percibir, en toda su crudeza, la verdadera condición de los proletarios,
hombres, mujeres y niños; por otra, la no menor claridad en intuir los males de
una solución que, bajo la apariencia de una inversión de posiciones entre
pobres y ricos, en realidad perjudicaba a quienes se proponía ayudar. De este
modo el remedio venía a ser peor que el mal. Al poner de manifiesto que la
naturaleza del socialismo de su tiempo estaba en la supresión de la propiedad
privada, León XIII llegaba de veras al núcleo de la cuestión.
Merecen ser leídas con atención sus palabras: «Para solucionar este mal (la
injusta distribución de las riquezas junto con la miseria de los proletarios)
los socialistas instigan a los pobres al odio contra los ricos y tratan de
acabar con la propiedad privada estimando mejor que, en su lugar, todos los
bienes sean comunes...; pero esta teoría es tan inadecuada para resolver la
cuestión, que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es
además sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores,
altera la misión del Estado y perturba fundamentalmente todo el orden
social» (Rerum novarum, 99). No se podían indicar mejor los males acarreados por la instauración
de este tipo de socialismo como sistema de Estado, que sería llamado más
adelante «socialismo real».
13. Ahondando ahora en esta reflexión y haciendo referencia a lo que ya se
ha dicho en las encíclicas Laborem exercens y Sollicitudo rei socialis, hay que
añadir aquí que el error fundamental del socialismo es de carácter
antropológico. Efectivamente, considera a todo hombre como un simple elemento y
una molécula del organismo social, de manera que el bien del individuo se
subordina al funcionamiento del mecanismo económico-social. Por otra parte,
considera que este mismo bien puede ser alcanzado al margen de su opción
autónoma, de su responsabilidad asumida, única y exclusiva, ante el bien o el
mal. El hombre queda reducido así a una serie de relaciones sociales,
desapareciendo el concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral,
que es quien edifica el orden social, mediante tal decisión. De esta errónea
concepción de la persona provienen la distorsión del derecho, que define el
ámbito del ejercicio de la libertad, y la oposición a la propiedad privada. El
hombre, en efecto, cuando carece de algo que pueda llamar «suyo» y no tiene
posibilidad de ganar para vivir por su propia iniciativa, pasa a depender de la
máquina social y de quienes la controlan, lo cual le crea dificultades mayores
para reconocer su dignidad de persona y entorpece su camino para la
constitución de una auténtica comunidad humana.
Por el contrario, de la concepción cristiana de la persona se sigue
necesariamente una justa visión de la sociedad. Según la Rerum novarum y la
doctrina social de la Iglesia, la socialidad del hombre no se agota en el
Estado, sino que se realiza en diversos grupos intermedios, comenzando por la
familia y siguiendo por los grupos económicos, sociales, políticos y
culturales, los cuales, como provienen de la misma naturaleza humana, tienen su
propia autonomía, sin salirse del ámbito del bien común. Es a esto a lo que he
llamado «subjetividad de la sociedad» la cual, junto con la subjetividad del
individuo, ha sido anulada por el socialismo real (Sollicitudo rei socialis, 15, 28, 530; 548 s).
Si luego nos preguntamos dónde nace esa errónea concepción de la naturaleza
de la persona y de la «subjetividad» de la sociedad, hay que responder que su
causa principal es el ateísmo. Precisamente en la respuesta a la llamada de
Dios, implícita en el ser de las cosas, es donde el hombre se hace consciente
de su trascendente dignidad. Todo hombre ha de dar esta respuesta, en la que
consiste el culmen de su humanidad y que ningún mecanismo social o sujeto
colectivo puede sustituir. La negación de Dios priva de su fundamento a la
persona y, consiguientemente, la induce a organizar el orden social
prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona.
El ateísmo del que aquí se habla tiene estrecha relación con el
racionalismo iluminista, que concibe la realidad humana y social del hombre de
manera mecanicista. Se niega de este modo la intuición última acerca de la
verdadera grandeza del hombre, su trascendencia respecto al mundo material, la
contradicción que él siente en su corazón entre el deseo de una plenitud de
bien y la propia incapacidad para conseguirlo y, sobre todo, la necesidad de
salvación que de ahí se deriva.
14. De la misma raíz atea brota también la elección de los medios de acción
propia del socialismo, condenado en la Rerum novarum. Se trata de la lucha de
clases. El Papa, ciertamente, no pretende condenar todas y cada una de las
formas de conflictividad social. La Iglesia sabe muy bien que, a lo largo de la
historia, surgen inevitablemente los conflictos de intereses entre diversos
grupos sociales y que frente a ellos el cristiano no pocas veces debe
pronunciarse con coherencia y decisión. Por lo demás, la encíclica Laborem exercens ha reconocido claramente el papel positivo del conflicto cuando se
configura como «lucha por la justicia social» (Laborem exercens, 11-15, 602-618.). Ya en la Quadragesimo anno se
decía: «En efecto, cuando la lucha de clases se abstiene de los actos de
violencia y del odio recíproco, se transforma poco a poco en una discusión
honesta, fundada en la búsqueda de la justicia» (Quadragesimo anno, III, 213).
Lo que se condena en la lucha de clases es la idea de un conflicto que no
está limitado por consideraciones de carácter ético o jurídico, que se niega a
respetar la dignidad de la persona en el otro y por tanto en sí mismo, que
excluye, en definitiva, un acuerdo razonable y persigue no ya el bien general
de la sociedad, sino más bien un interés de parte que suplanta al bien común y
aspira a destruir lo que se le opone. Se trata, en una palabra, de presentar de
nuevo —en el terreno de la confrontación interna entre los grupos sociales— la
doctrina de la «guerra total», que el militarismo y el imperialismo de aquella
época imponían en el ámbito de las relaciones internacionales. Tal doctrina,
que buscaba el justo equilibrio entre los intereses de las diversas naciones,
sustituía a la del absoluto predominio de la propia parte, mediante la
destrucción del poder de resistencia del adversario, llevada a cabo por todos
los medios, sin excluir el uso de la mentira, el terror contra las personas
civiles, las armas destructivas de masa, que precisamente en aquellos años
comenzaban a proyectarse. La lucha de clases en sentido marxista y el
militarismo tienen, pues, las mismas raíces: el ateísmo y el desprecio de la
persona humana, que hacen prevalecer el principio de la fuerza sobre el de la
razón y del derecho.
15. La Rerum novarum se opone a la estatalización de los medios de
producción, que reduciría a todo ciudadano a una «pieza» en el engranaje de la
máquina estatal. Con no menor decisión critica una concepción del Estado que
deja la esfera de la economía totalmente fuera del propio campo de interés y de
acción. Existe ciertamente una legítima esfera de autonomía de la actividad
económica, donde no debe intervenir el Estado. A éste, sin embargo, le
corresponde determinar el marco jurídico dentro del cual se desarrollan las
relaciones económicas y salvaguardar así las condiciones fundamentales de una
economía libre, que presupone una cierta igualdad entre las partes, no sea que
una de ellas supere talmente en poder a la otra que la pueda reducir
prácticamente a esclavitud (Rerum novarum, 121-125).
A este respecto, la Rerum novarum señala la vía de las justas reformas, que
devuelven al trabajo su dignidad de libre actividad del hombre. Son reformas
que suponen, por parte de la sociedad y del Estado, asumirse las
responsabilidades en orden a defender al trabajador contra el íncubo del
desempleo. Históricamente esto se ha logrado de dos modos convergentes: con
políticas económicas, dirigidas a asegurar el crecimiento equilibrado y la
condición de pleno empleo; con seguros contra el desempleo obrero y con
políticas de cualificación profesional, capaces de facilitar a los trabajadores
el paso de sectores en crisis a otros en desarrollo.
Por otra parte, la sociedad y el Estado deben asegurar unos niveles
salariales adecuados al mantenimiento del trabajador y de su familia, incluso
con una cierta capacidad de ahorro. Esto requiere esfuerzos para dar a los
trabajadores conocimientos y aptitudes cada vez más amplios, capacitándolos así
para un trabajo más cualificado y productivo; pero requiere también una asidua
vigilancia y las convenientes medidas legislativas para acabar con fenómenos
vergonzosos de explotación, sobre todo en perjuicio de los trabajadores más
débiles, inmigrados o marginales. En este sector es decisivo el papel de los
sindicatos que contratan los mínimos salariales y las condiciones de trabajo.
En fin, hay que garantizar el respeto por horarios «humanos» de trabajo y
de descanso, y el derecho a expresar la propia personalidad en el lugar de
trabajo, sin ser conculcados de ningún modo en la propia conciencia o en la
propia dignidad. Hay que mencionar aquí de nuevo el papel de los sindicatos no
sólo como instrumentos de negociación, sino también como «lugares» donde se expresa la personalidad de los trabajadores: sus servicios contribuyen al
desarrollo de una auténtica cultura del trabajo y ayudan a participar de manera
plenamente humana en la vida de la empresa (Laborem exercens, 20, 629-632).
Para conseguir estos fines el Estado debe participar directa o
indirectamente. Indirectamente y según el principio de subsidiariedad, creando
las condiciones favorables al libre ejercicio de la actividad económica,
encauzada hacia una oferta abundante de oportunidades de trabajo y de fuentes
de riqueza. Directamente y según el principio de solidaridad, poniendo, en defensa
de los más débiles, algunos límites a la autonomía de las partes que deciden
las condiciones de trabajo, y asegurando en todo caso un mínimo vital al
trabajador en paro (Laborem exercens, 8, 594-598).
La encíclica y el magisterio social, con ella relacionado, tuvieron una notable
influencia entre los últimos años del siglo XIX y primeros del XX. Este influjo
quedó reflejado en numerosas reformas introducidas en los sectores de la
previsión social, las pensiones, los seguros de enfermedad y de accidentes;
todo ello en el marco de un mayor respeto de los derechos de los trabajadores (Quadragesimo anno, 181).
16. Las reformas fueron realizadas en parte por los Estados; pero en la
lucha por conseguirlas tuvo un papel importante la acción del Movimiento obrero. Nacido como reacción de la conciencia moral contra situaciones de
injusticia y de daño, desarrolló una vasta actividad sindical, reformista,
lejos de las nieblas de la ideología y más cercana a las necesidades diarias de
los trabajadores. En este ámbito, sus esfuerzos se sumaron con frecuencia a los
de los cristianos para conseguir mejores condiciones de vida para los
trabajadores. Después, este Movimiento estuvo dominado, en cierto modo,
precisamente por la ideología marxista contra la que se dirigía la Rerum novarum.
Las mismas reformas fueron también el resultado de un libre proceso de
auto-organización de la sociedad, con la aplicación de instrumentos eficaces de
solidaridad, idóneos para sostener un crecimiento económico más respetuoso de
los valores de la persona. Hay que recordar aquí su múltiple actividad, con una
notable aportación de los cristianos, en la fundación de cooperativas de
producción, consumo y crédito, en promover la enseñanza pública y la formación
profesional, en la experimentación de diversas formas de participación en la vida
de la empresa y, en general, de la sociedad.
Si mirando al pasado tenemos motivos para dar gracias a Dios porque la gran
encíclica no ha quedado sin resonancia en los corazones y ha servido de impulso
a una operante generosidad, sin embargo hay que reconocer que el anuncio
profético que lleva consigo no fue acogido plenamente por los hombres de aquel
tiempo, lo cual precisamente ha dado lugar a no pocas y graves desgracias.
17. Leyendo la encíclica en relación con todo el rico magisterio leoniano (Arcanum divinae sapientiae, Diuturnum illud, Immortale Dei ,...), se nota que, en el fondo, está señalando las consecuencias de un error de
mayor alcance en el campo económico-social. Es el error que, como ya se ha
dicho, consiste en una concepción de la libertad humana que la aparta de la
obediencia de la verdad y, por tanto, también del deber de respetar los
derechos de los demás hombres. El contenido de la libertad se transforma
entonces en amor propio, con desprecio de Dios y del prójimo; amor que conduce
al afianzamiento ilimitado del propio interés y que no se deja limitar por
ninguna obligación de justicia (Libertas praestantissimum, 224-226).
Este error precisamente llega a sus extremas consecuencias durante el
trágico ciclo de las guerras que sacudieron Europa y el mundo entre 1914 y
1945. Fueron guerras originadas por el militarismo, por el nacionalismo
exasperado, por las formas de totalitarismo relacionado con ellas, así como por
guerras derivadas de la lucha de clases, de guerras civiles e ideológicas. Sin
la terrible carga de odio y rencor, acumulada a causa de tantas injusticias,
bien sea a nivel internacional bien sea dentro de cada Estado, no hubieran sido
posibles guerras de tanta crueldad en las que se invirtieron las energías de
grandes naciones; en las que no se dudó ante la violación de los derechos
humanos más sagrados; en las que fue planificado y llevado a cabo el exterminio
de pueblos y grupos sociales enteros. Recordamos aquí singularmente al pueblo
hebreo, cuyo terrible destino se ha convertido en símbolo de las aberraciones
adonde puede llegar el hombre cuando se vuelve contra Dios.
Sin embargo, el odio y la injusticia se apoderan de naciones enteras,
impulsándolas a la acción, sólo cuando son legitimados y organizados por
ideologías que se fundan sobre ellos en vez de hacerlo sobre la verdad del
hombre (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1980). La Rerum novarum combatía las ideologías que llevan al odio e
indicaba la vía para vencer la violencia y el rencor mediante la justicia.
Ojalá el recuerdo de tan terribles acontecimientos guíe las acciones de todos
los hombres, en particular las de los gobernantes de los pueblos, en estos
tiempos nuestros en que otras injusticias alimentan nuevos odios y se perfilan
en el horizonte nuevas ideologías que exaltan la violencia.
18. Es verdad que desde 1945 las armas están calladas en el continente
europeo; sin embargo, la verdadera paz —recordémoslo— no es el resultado de la
victoria militar, sino algo que implica la superación de las causas de la
guerra y la auténtica reconciliación entre los pueblos. Por muchos años, sin
embargo, ha habido en Europa y en el mundo una situación de no-guerra, más que
de paz auténtica. Mitad del continente cae bajo el dominio de la dictadura
comunista, mientras la otra mitad se organiza para defenderse contra tal
peligro. Muchos pueblos pierden el poder de autogobernarse, encerrados en los
confines opresores de un imperio, mientras se trata de destruir su memoria
histórica y la raíz secular de su cultura. Como consecuencia de esta división
violenta, masas enormes de hombres son obligadas a abandonar su tierra y
deportadas forzosamente.
Una carrera desenfrenada a los armamentos absorbe los recursos necesarios
para el desarrollo de las economías internas y para ayudar a las naciones menos
favorecidas. El progreso científico y tecnológico, que debiera contribuir al
bienestar del hombre, se transforma en instrumento de guerra: ciencia y técnica
son utilizadas para producir armas cada vez más perfeccionadas y destructivas;
contemporáneamente, a una ideología que es perversión de la auténtica filosofía
se le pide dar justificaciones doctrinales para la nueva guerra. Ésta no sólo
es esperada y preparada, sino que es también combatida con enorme derramamiento
de sangre en varias partes del mundo. La lógica de los bloques o imperios,
denunciada en los documentos de la Iglesia y más recientemente en la encíclica
Sollicitudo rei socialis (20, 536 s), hace que las controversias y discordias que surgen
en los países del Tercer Mundo sean sistemáticamente incrementadas y explotadas
para crear dificultades al adversario.
Los grupos extremistas, que tratan de resolver tales controversias por
medio de las armas, encuentran fácilmente apoyos políticos y militares, son
armados y adiestrados para la guerra, mientras que quienes se esfuerzan por
encontrar soluciones pacíficas y humanas, respetuosas para con los legítimos
intereses de todas las partes, permanecen aislados y caen a menudo víctima de
sus adversarios. Incluso la militarización de tantos países del Tercer Mundo y
las luchas fratricidas que los han atormentado, la difusión del terrorismo y de
medios cada vez más crueles de lucha político-militar tienen una de sus causas
principales en la precariedad de la paz que ha seguido a la segunda guerra
mundial. En definitiva, sobre todo el mundo se cierne la amenaza de una guerra
atómica, capaz de acabar con la humanidad. La ciencia utilizada para fines
militares pone a disposición del odio, fomentado por las ideologías, el
instrumento decisivo. Pero la guerra puede terminar, sin vencedores ni
vencidos, en un suicidio de la humanidad; por lo cual hay que repudiar la
lógica que conduce a ella, la idea de que la lucha por la destrucción del
adversario, la contradicción y la guerra misma sean factores de progreso y de
avance de la historia (Pacem in terris, III; 286-289). Cuando se comprende la necesidad de este rechazo,
deben entrar forzosamente en crisis tanto la lógica de la «guerra total», como
la de la «lucha de clases».
19. Al final de la segunda guerra mundial, este proceso se está formando
todavía en las conciencias; pero el dato que se ofrece a la vista es la
extensión del totalitarismo comunista a más de la mitad de Europa y a gran
parte del mundo. La guerra, que tendría que haber devuelto la libertad y haber
restaurado el derecho de las gentes, se concluye sin haber conseguido estos
fines; más aún, se concluye en un modo abiertamente contradictorio para muchos
pueblos, especialmente para aquellos que más habían sufrido. Se puede decir que
la situación creada ha dado lugar a diversas respuestas.
En algunos países y bajo ciertos aspectos, después de las destrucciones de
la guerra, se asiste a un esfuerzo positivo por reconstruir una sociedad
democrática inspirada en la justicia social, que priva al comunismo de su
potencial revolucionario, constituido por muchedumbres explotadas y oprimidas.
Estas iniciativas tratan, en general, de mantener los mecanismos de libre
mercado, asegurando, mediante la estabilidad monetaria y la seguridad de las
relaciones sociales, las condiciones para un crecimiento económico estable y
sano, dentro del cual los hombres, gracias a su trabajo, puedan construirse un
futuro mejor para sí y para sus hijos. Al mismo tiempo, se trata de evitar que
los mecanismos de mercado sean el único punto de referencia de la vida social y
tienden a someterlos a un control público que haga valer el principio del
destino común de los bienes de la tierra. Una cierta abundancia de ofertas de
trabajo, un sólido sistema de seguridad social y de capacitación profesional,
la libertad de asociación y la acción incisiva del sindicato, la previsión
social en caso de desempleo, los instrumentos de participación democrática en
la vida social, dentro de este contexto deberían preservar el trabajo de la
condición de «mercancía» y garantizar la posibilidad de realizarlo dignamente.
Existen, además, otras fuerzas sociales y movimientos ideales que se oponen
al marxismo con la construcción de sistemas de «seguridad nacional», que tratan
de controlar capilarmente toda la sociedad para imposibilitar la infiltración
marxista. Se proponen preservar del comunismo a sus pueblos exaltando e
incrementando el poder del Estado, pero con esto corren el grave riesgo de
destruir la libertad y los valores de la persona, en nombre de los cuales hay
que oponerse al comunismo.
Otra forma de respuesta práctica, finalmente, está representada por la
sociedad del bienestar o sociedad de consumo. Ésta tiende a derrotar al
marxismo en el terreno del puro materialismo, mostrando cómo una sociedad de
libre mercado es capaz de satisfacer las necesidades materiales humanas más
plenamente de lo que aseguraba el comunismo y excluyendo también los valores
espirituales. En realidad, si bien por un lado es cierto que este modelo social
muestra el fracaso del marxismo para construir una sociedad nueva y mejor, por
otro, al negar su existencia autónoma y su valor a la moral y al derecho, así
como a la cultura y a la religión, coincide con el marxismo en reducir
totalmente al hombre a la esfera de lo económico y a la satisfacción de las
necesidades materiales.
20. En el mismo período se va desarrollando un grandioso proceso de
«descolonización», en virtud del cual numerosos países consiguen o recuperan la
independencia y el derecho a disponer libremente de sí mismos. No obstante, con
la reconquista formal de su soberanía estatal, estos países en muchos casos
están comenzando apenas el camino de la construcción de una auténtica
independencia. En efecto, sectores decisivos de la economía siguen todavía en
manos de grandes empresas de fuera, las cuales no aceptan un compromiso
duradero que las vincule al desarrollo del país que las recibe. En ocasiones,
la vida política está sujeta también al control de fuerzas extranjeras,
mientras que dentro de las fronteras del Estado conviven a veces grupos
tribales, no amalgamados todavía en una auténtica comunidad nacional. Falta,
además, un núcleo de profesionales competentes, capaces de hacer funcionar, de
manera honesta y regular, el aparato administrativo del Estado, y faltan
también equipos de personas especializadas para una eficiente y responsable
gestión de la economía.
Ante esta situación, a muchos les parece que el marxismo puede proporcionar
como un atajo para la edificación de la nación y del Estado; de ahí nacen
diversas variantes del socialismo con un carácter nacional específico. Se
mezclan así en muchas ideologías, que se van formando de manera cada vez más
diversa, legítimas exigencias de liberación nacional, formas de nacionalismo y
hasta de militarismo, principios sacados de antiguas tradiciones populares, en
sintonía a veces con la doctrina social cristiana, y conceptos del
marxismo-leninismo.
21. Hay que recordar, por último, que después de la segunda guerra mundial,
y en parte como reacción a sus horrores, se ha ido difundiendo un sentimiento
más vivo de los derechos humanos, que ha sido reconocido en diversos documentos
internacionales (Pacem in terris), y en la elaboración, podría decirse, de un nuevo «derecho de gentes», al que la Santa Sede ha dado una constante aportación. La pieza
clave de esta evolución ha sido la Organización de la Naciones Unidas. No sólo
ha crecido la conciencia del derecho de los individuos, sino también la de los
derechos de las naciones, mientras se advierte mejor la necesidad de actuar
para corregir los graves desequilibrios existentes entre las diversas áreas
geográficas del mundo que, en cierto sentido, han desplazado el centro de la
cuestión social del ámbito nacional al plano internacional (Populorum progressio, 61-65, 59, 287-289).
Al constatar con satisfacción todo este proceso, no se puede sin embargo
soslayar el hecho de que el balance global de las diversas políticas de ayuda
al desarrollo no siempre es positivo. Por otra parte, las Naciones Unidas no
han logrado hasta ahora poner en pie instrumentos eficaces para la solución de
los conflictos internacionales como alternativa a la guerra, lo cual parece ser
el problema más urgente que la comunidad internacional debe aún resolver.
El año 1989.
22. Partiendo de la situación mundial apenas descrita, y ya expuesta con
amplitud en la encíclica Sollicitudo rei socialis, se comprende el alcance
inesperado y prometedor de los acontecimientos ocurridos en los últimos años.
Su culminación es ciertamente lo ocurrido el año 1989 en los países de Europa
central y oriental; pero abarcan un arco de tiempo y un horizonte geográfico
más amplios. A lo largo de los años ochenta van cayendo poco a poco en algunos
países de América Latina, e incluso de África y de Asia, ciertos regímenes
dictatoriales y opresores; en otros casos da comienzo un camino de transición,
difícil pero fecundo, hacia formas políticas más justas y de mayor
participación. Una ayuda importante e incluso decisiva la ha dado la Iglesia,
con su compromiso en favor de la defensa y promoción de los derechos del
hombre. En ambientes intensamente ideologizados, donde posturas partidistas
ofuscaban la conciencia de la común dignidad humana, la Iglesia ha afirmado con
sencillez y energía que todo hombre —sean cuales sean sus convicciones
personales— lleva dentro de sí la imagen de Dios y, por tanto, merece respeto.
En esta afirmación se ha identificado con frecuencia la gran mayoría del
pueblo, lo cual ha llevado a buscar formas de lucha y soluciones políticas más
respetuosas para con la dignidad de la persona humana.
De este proceso histórico han surgido nuevas formas de democracia, que
ofrecen esperanzas de un cambio en las frágiles estructuras políticas y
sociales, gravadas por la hipoteca de una dolorosa serie de injusticias y
rencores, aparte de una economía arruinada y de graves conflictos sociales.
Mientras en unión con toda la Iglesia doy gracias a Dios por el testimonio, en
ocasiones heroico, que han dado no pocos pastores, comunidades cristianas
enteras, fieles en particular y hombres de buena voluntad en tan difíciles
circunstancias, le pido que sostenga los esfuerzos de todos para construir un
futuro mejor. Es ésta una responsabilidad no sólo de los ciudadanos de aquellos
países, sino también de todos los cristianos y de los hombres de buena
voluntad. Se trata de mostrar cómo los complejos problemas de aquellos pueblos
se pueden resolver por medio del diálogo y de la solidaridad, en vez de la
lucha para destruir al adversario y en vez de la guerra.
23. Entre los numerosos factores de la caída de los regímenes opresores,
algunos merecen ser recordados de modo especial. El factor decisivo que ha
puesto en marcha los cambios es sin duda alguna la violación de los derechos del trabajador. No se puede olvidar que la crisis fundamental de los sistemas
que pretenden ser expresión del gobierno y, lo que es más, de la dictadura del
proletariado da comienzo con las grandes revueltas habidas en Polonia en nombre
de la solidaridad. Son las muchedumbres de los trabajadores las que
desautorizan la ideología, que pretende ser su voz; son ellas las que
encuentran y como si descubrieran de nuevo expresiones y principios de la
doctrina social de la Iglesia, partiendo de la experiencia, vivida y difícil,
del trabajo y de la opresión.
Parecía como si el orden europeo, surgido de la segunda guerra mundial y
consagrado por los Acuerdos de Yalta, ya no pudiese ser alterado más que por
otra guerra. Y sin embargo, ha sido superado por el compromiso no violento de
hombres que, resistiéndose siempre a ceder al poder de la fuerza, han sabido
encontrar, una y otra vez, formas eficaces para dar testimonio de la verdad.
Esta actitud ha desarmado al adversario, ya que la violencia tiene siempre
necesidad de justificarse con la mentira y de asumir, aunque sea falsamente, el
aspecto de la defensa de un derecho o de respuesta a una amenaza ajena (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1980, 1572-1580). Doy
también gracias a Dios por haber mantenido firme el corazón de los hombres
durante aquella difícil prueba, pidiéndole que este ejemplo pueda servir en
otros lugares y en otras circunstancias. ¡Ojalá los hombres aprendan a luchar
por la justicia sin violencia, renunciando a la lucha de clases en las
controversias internas, así como a la guerra en las internacionales!.
24. El segundo factor de crisis es, en verdad, la ineficiencia del sistema
económico, lo cual no ha de considerarse como un problema puramente técnico,
sino más bien como consecuencia de la violación de los derechos humanos a la
iniciativa, a la propiedad y a la libertad en el sector de la economía. A este
aspecto hay que asociar en un segundo momento la dimensión cultural y la
nacional. No es posible comprender al hombre, considerándolo unilateralmente a
partir del sector de la economía, ni es posible definirlo simplemente tomando
como base su pertenencia a una clase social. Al hombre se le comprende de
manera más exhaustiva si es visto en la esfera de la cultura a través de la
lengua, la historia y las actitudes que asume ante los acontecimientos
fundamentales de la existencia, como son nacer, amar, trabajar, morir. El punto
central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio
más grande: el misterio de Dios. Las culturas de las diversas naciones son, en
el fondo, otras tantas maneras diversas de plantear la pregunta acerca del
sentido de la existencia personal. Cuando esta pregunta es eliminada, se
corrompen la cultura y la vida moral de las naciones. Por esto, la lucha por la
defensa del trabajo se ha unido espontáneamente a la lucha por la cultura y por
los derechos nacionales.
La verdadera causa de las «novedades», sin embargo, es el vacío espiritual
provocado por el ateísmo, el cual ha dejado sin orientación a las jóvenes
generaciones y en no pocos casos las ha inducido, en la insoslayable búsqueda
de la propia identidad y del sentido de la vida, a descubrir las raíces
religiosas de la cultura de sus naciones y la persona misma de Cristo, como
respuesta existencialmente adecuada al deseo de bien, de verdad y de vida que
hay en el corazón de todo hombre. Esta búsqueda ha sido confortada por el
testimonio de cuantos, en circunstancias difíciles y en medio de la
persecución, han permanecido fieles a Dios. El marxismo había prometido
desenraizar del corazón humano la necesidad de Dios; pero los resultados han
demostrado que no es posible lograrlo sin trastocar ese mismo corazón.
25. Los acontecimientos del año 1989 ofrecen un ejemplo de éxito de la
voluntad de negociación y del espíritu evangélico contra un adversario decidido
a no dejarse condicionar por principios morales: son una amonestación para
cuantos, en nombre del realismo político, quieren eliminar del ruedo de la política
el derecho y la moral. Ciertamente la lucha que ha desembocado en los cambios
del 1989 ha exigido lucidez, moderación, sufrimientos y sacrificios; en cierto
sentido, ha nacido de la oración y hubiera sido impensable sin una ilimitada
confianza en Dios, Señor de la historia, que tiene en sus manos el corazón de
los hombres. Uniendo el propio sufrimiento por la verdad y por la libertad al
de Cristo en la cruz, es así como el hombre puede hacer el milagro de la paz y
ponerse en condiciones de acertar con el sendero a veces estrecho entre la
mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente
combatirlo, lo agrava.
Sin embargo, no se pueden ignorar los innumerables condicionamientos, en
medio de los cuales viene a encontrarse la libertad individual a la hora de
actuar: de hecho la influencian, pero no la determinan; facilitan más o menos
su ejercicio, pero no pueden destruirla. No sólo no es lícito desatender desde
el punto de vista ético la naturaleza del hombre que ha sido creado para la
libertad, sino que esto ni siquiera es posible en la práctica. Donde la
sociedad se organiza reduciendo de manera arbitraria o incluso eliminando el
ámbito en que se ejercita legítimamente la libertad, el resultado es la
desorganización y la decadencia progresiva de la vida social.
Por otra parte, el hombre creado para la libertad lleva dentro de sí la
herida del pecado original que lo empuja continuamente hacia el mal y hace que
necesite la redención. Esta doctrina no sólo es parte integrante de la revelación
cristiana, sino que tiene también un gran valor hermenéutico en cuanto ayuda a
comprender la realidad humana. El hombre tiende hacia el bien, pero es también
capaz del mal; puede trascender su interés inmediato y, sin embargo, permanece
vinculado a él. El orden social será tanto más sólido cuanto más tenga en
cuenta este hecho y no oponga el interés individual al de la sociedad en su
conjunto, sino que busque más bien los modos de su fructuosa coordinación. De
hecho, donde el interés individual es suprimido violentamente, queda sustituido
por un oneroso y opresivo sistema de control burocrático que esteriliza toda
iniciativa y creatividad. Cuando los hombres se creen en posesión del secreto
de una organización social perfecta que hace imposible el mal, piensan también
que pueden usar todos los medios, incluso la violencia o la mentira, para
realizarla. La política se convierte entonces en una «religión secular», que
cree ilusoriamente que puede construir el paraíso en este mundo. De ahí que
cualquier sociedad política, que tiene su propia autonomía y sus propias leyes (Gaudium et spes, 36; 39), nunca podrá confundirse con el Reino de Dios. La parábola evangélica de la
buena semilla y la cizaña (cf. Mt 13, 24-30; 36-43) nos enseña que corresponde
solamente a Dios separar a los seguidores del Reino y a los seguidores del
Maligno, y que este juicio tendrá lugar al final de los tiempos. Pretendiendo
anticipar el juicio ya desde ahora, el hombre trata de suplantar a Dios y se
opone a su paciencia.
Gracias al sacrificio de Cristo en la cruz, la victoria del Reino de Dios
ha sido conquistada de una vez para siempre; sin embargo, la condición
cristiana exige la lucha contra las tentaciones y las fuerzas del mal.
Solamente al final de los tiempos, volverá el Señor en su gloria para el juicio
final (cf. Mt 25, 31) instaurando los cielos nuevos y la tierra nueva (cf. 2 Pe
3, 13; Ap 21, 1), pero, mientras tanto, la lucha entre el bien y el mal
continúa incluso en el corazón del hombre.
Lo que la Sagrada Escritura nos enseña respecto de los destinos del Reino
de Dios tiene sus consecuencias en la vida de la sociedad temporal, la cual
—como indica la palabra misma— pertenece a la realidad del tiempo con todo lo
que conlleva de imperfecto y provisional. El Reino de Dios, presente en el mundo
sin ser del mundo, ilumina el orden de la sociedad humana, mientras que las
energías de la gracia lo penetran y vivifican. Así se perciben mejor las
exigencias de una sociedad digna del hombre; se corrigen las desviaciones y se
corrobora el ánimo para obrar el bien. A esta labor de animación evangélica de
las realidades humanas están llamados, junto con todos los hombres de buena
voluntad, todos los cristianos y de manera especial los seglares (Christifideles laici, 32-44, 81, 431-481).
26. Los acontecimientos del año 1989 han tenido lugar principalmente en los
países de Europa oriental y central; sin embargo, revisten importancia
universal, ya que de ellos se desprenden consecuencias positivas y negativas
que afectan a toda la familia humana. Tales consecuencias no se dan de forma
mecánica o fatalista, sino que son más bien ocasiones que se ofrecen a la
libertad humana para colaborar con el designio misericordioso de Dios que actúa
en la historia.
La primera consecuencia ha sido, en algunos países, el encuentro entre la
Iglesia y el Movimiento obrero, nacido como una reacción de orden ético y
concretamente cristiano contra una vasta situación de injusticia. Durante casi
un siglo dicho Movimiento en gran parte había caído bajo la hegemonía del
marxismo, no sin la convicción de que los proletarios, para luchar eficazmente
contra la opresión, debían asumir las teorías materialistas y economicistas.
En la crisis del marxismo brotan de nuevo las formas espontáneas de la
conciencia obrera, que ponen de manifiesto una exigencia de justicia y de
reconocimiento de la dignidad del trabajo, conforme a la doctrina social de la Iglesia (Laborem exercens, 20, 629-632). El Movimiento obrero desemboca en un movimiento más general de los
trabajadores y de los hombres de buena voluntad, orientado a la liberación de
la persona humana y a la consolidación de sus derechos; hoy día está presente
en muchos países y, lejos de contraponerse a la Iglesia católica, la mira con
interés.
La crisis del marxismo no elimina en el mundo las situaciones de injusticia
y de opresión existentes, de las que se alimentaba el marxismo mismo,
instrumentalizándolas. A quienes hoy día buscan una nueva y auténtica teoría y
praxis de liberación, la Iglesia ofrece no sólo la doctrina social y, en
general, sus enseñanzas sobre la persona redimida por Cristo, sino también su
compromiso concreto de ayuda para combatir la marginación y el sufrimiento.
En el pasado reciente, el deseo sincero de ponerse de parte de los
oprimidos y de no quedarse fuera del curso de la historia ha inducido a muchos
creyentes a buscar por diversos caminos un compromiso imposible entre marxismo
y cristianismo. El tiempo presente, a la vez que ha superado todo lo que había
de caduco en estos intentos, lleva a reafirmar la positividad de una auténtica
teología de la liberación humana integral. Considerados desde este punto de
vista, los acontecimientos de 1989 vienen a ser importantes incluso para los
países del llamado Tercer Mundo, que están buscando la vía de su desarrollo, lo
mismo que lo han sido para los de Europa central y oriental.
27. La segunda consecuencia afecta a los pueblos de Europa. En los años en
que dominaba el comunismo, y también antes, se cometieron muchas injusticias
individuales y sociales, regionales y nacionales; se acumularon muchos odios y
rencores. Y sigue siendo real el peligro de que vuelvan a explotar, después de
la caída de la dictadura, provocando graves conflictos y muertes, si disminuyen
a su vez la tensión moral y la firmeza consciente en dar testimonio de la
verdad, que han animado los esfuerzos del tiempo pasado. Es de esperar que el
odio y la violencia no triunfen en los corazones, sobre todo de quienes luchan
en favor de la justicia, sino que crezca en todos el espíritu de paz y de
perdón.
Sin embargo, es necesario a este respecto que se den pasos concretos para
crear o consolidar estructuras internacionales, capaces de intervenir, para el
conveniente arbitraje, en los conflictos que surjan entre las naciones, de
manera que cada una de ellas pueda hacer valer los propios derechos, alcanzando
el justo acuerdo y la pacífica conciliación con los derechos de los demás. Todo
esto es particularmente necesario para las naciones europeas, íntimamente
unidas entre sí por los vínculos de una cultura común y de una historia
milenaria. En efecto, hace falta un gran esfuerzo para la reconstrucción moral
y económica en los países que han abandonado el comunismo. Durante mucho tiempo
las relaciones económicas más elementales han sido distorsionadas y han sido
zaheridas virtudes relacionadas con el sector de la economía, como la
veracidad, la fiabilidad, la laboriosidad. Se siente la necesidad de una
paciente reconstrucción material y moral, mientras los pueblos extenuados por
largas privaciones piden a sus gobernantes logros de bienestar tangibles e
inmediatos y una adecuada satisfacción de sus legítimas aspiraciones.
Naturalmente, la caída del marxismo ha tenido consecuencias de gran alcance
por lo que se refiere a la repartición de la tierra en mundos incomunicados
unos con otros y en recelosa competencia entre sí; por otra parte, ha puesto
más de manifiesto el hecho de la interdependencia, así como que el trabajo
humano está destinado por su naturaleza a unir a los pueblos y no a dividirlos.
Efectivamente, la paz y la prosperidad son bienes que pertenecen a todo el
género humano, de manera que no es posible gozar de ellos correcta y
duraderamente si son obtenidos y mantenidos en perjuicio de otros pueblos y
naciones, violando sus derechos o excluyéndolos de las fuentes del bienestar.
28. Para algunos países de Europa comienza ahora, en cierto sentido, la
verdadera postguerra. La radical reestructuración de las economías, hasta ayer
colectivizadas, comporta problemas y sacrificios, comparables con los que tuvieron
que imponerse los países occidentales del continente para su reconstrucción
después del segundo conflicto mundial. Es justo que en las presentes
dificultades los países excomunistas sean ayudados por el esfuerzo solidario de
las otras naciones: obviamente, han de ser ellos los primeros artífices de su
propio desarrollo; pero se les ha de dar una razonable oportunidad para
realizarlo, y esto no puede lograrse sin la ayuda de los otros países. Por lo
demás, las actuales condiciones de dificultad y penuria son la consecuencia de
un proceso histórico, del que los países excomunistas han sido a veces objeto y
no sujeto; por tanto, si se hallan en esas condiciones no es por propia
elección o a causa de errores cometidos, sino como consecuencia de trágicos acontecimientos
históricos impuestos por la violencia, que les han impedido proseguir por el
camino del desarrollo económico y civil.
La ayuda de otros países, sobre todo europeos, que han tenido parte en la
misma historia y de la que son responsables, corresponde a una deuda de
justicia. Pero corresponde también al interés y al bien general de Europa, la
cual no podrá vivir en paz, si los conflictos de diversa índole, que surgen
como consecuencia del pasado, se van agravando a causa de una situación de desorden
económico, de espiritual insatisfacción y desesperación.
Esta exigencia, sin embargo, no debe inducir a frenar los esfuerzos para
prestar apoyo y ayuda a los países del Tercer Mundo, que sufren a veces
condiciones de insuficiencia y de pobreza bastante más graves. Será
necesario un esfuerzo extraordinario para movilizar los recursos, de los que el
mundo en su conjunto no carece, hacia objetivos de crecimiento económico y de
desarrollo común, fijando de nuevo las prioridades y las escalas de valores,
sobre cuya base se deciden las opciones económicas y políticas. Pueden hacerse
disponibles ingentes recursos con el desarme de los enormes aparatos militares,
creados para el conflicto entre Este y Oeste. Éstos podrán resultar aún
mayores, si se logra establecer procedimientos fiables para la solución de los
conflictos, alternativas a la guerra, y extender, por tanto, el principio del
control y de la reducción de los armamentos incluso en los países del Tercer
Mundo, adoptando oportunas medidas contra su comercio (Pacem in terris, III; 286-288). Sobre todo será
necesario abandonar una mentalidad que considera a los pobres —personas y
pueblos— como un fardo o como molestos e importunos, ávidos de consumir lo que
otros han producido. Los pobres exigen el derecho de participar y gozar de los
bienes materiales y de hacer fructificar su capacidad de trabajo, creando así
un mundo más justo y más próspero para todos. La promoción de los pobres es una
gran ocasión para el crecimiento moral, cultural e incluso económico de la
humanidad entera.
- porque las antiguas formas de totalitarismo y de autoritarismo todavía no han sido superadas completamente y existe aún el riesgo de que recobren vigor: esto exige un renovado esfuerzo de colaboración y de solidaridad entre todos los países;
- porque en los países desarrollados se hace a veces excesiva propaganda de los valores puramente utilitarios, al provocar de manera desenfrenada los instintos y las tendencias al goce inmediato, lo cual hace difícil el reconocimiento y el respeto de la jerarquía de los verdaderos valores de la existencia humana;
- porque en algunos países surgen nuevas formas de fundamentalismo religioso que, velada o también abiertamente, niegan a los ciudadanos de credos diversos de los de la mayoría el pleno ejercicio de sus derechos civiles y religiosos, les impiden participar en el debate cultural, restringen el derecho de la Iglesia a predicar el Evangelio y el derecho de los hombres que escuchan tal predicación a acogerla y convertirse a Cristo. No es posible ningún progreso auténtico sin el respeto del derecho natural y originario a conocer la verdad y vivir según la misma. A este derecho va unido, para su ejercicio y profundización, el derecho a descubrir y acoger libremente a Jesucristo, que es el verdadero bien del hombre (Redemptoris missio).
CAPÍTULO IV.
La propiedad privada y el destino universal de los bienes.
30. En la Rerum novarum León XIII afirmaba enérgicamente y con varios
argumentos el carácter natural del derecho a la propiedad privada, en contra
del socialismo de su tiempo (Rerum novarum, 99-107; 131-133). Este derecho, fundamental en toda persona para
su autonomía y su desarrollo, ha sido defendido siempre por la Iglesia hasta
nuestros días. Asimismo, la Iglesia enseña que la propiedad de los bienes no es
un derecho absoluto, ya que en su naturaleza de derecho humano lleva inscrita
la propia limitación.
A la vez que proclamaba con fuerza el derecho a la propiedad privada, el
Pontífice afirmaba con igual claridad que el «uso» de los bienes, confiado a la
propia libertad, está subordinado al destino primigenio y común de los bienes
creados y también a la voluntad de Jesucristo, manifestada en el Evangelio.
Escribía a este respecto: «Así pues los afortunados quedan avisados...; los
ricos deben temer las tremendas amenazas de Jesucristo, ya que más pronto o más
tarde habrán de dar cuenta severísima al divino Juez del uso de las riquezas»;
y, citando a santo Tomás de Aquino, añadía: «Si se pregunta cómo debe ser el
uso de los bienes, la Iglesia responderá sin vacilación alguna: "a este
respecto el hombre no debe considerar los bienes externos como propios, sino
como comunes"... porque "por encima de las leyes y de los juicios de
los hombres está la ley, el juicio de Cristo"».
31. Releyendo estas enseñanzas sobre el derecho a la propiedad y el destino
común de los bienes en relación con nuestro tiempo, se puede plantear la
cuestión acerca del origen de los bienes que sustentan la vida del hombre, que
satisfacen sus necesidades y son objeto de sus derechos.
El origen primigenio de todo lo que es un bien es el acto mismo de Dios que
ha creado el mundo y el hombre, y que ha dado a éste la tierra para que la
domine con su trabajo y goce de sus frutos (cf. Gn 1, 28-29). Dios ha dado la
tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes,
sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. He ahí, pues, la raíz primera del
destino universal de los bienes de la tierra. Ésta, por su misma fecundidad y
capacidad de satisfacer las necesidades del hombre, es el primer don de Dios
para el sustento de la vida humana. Ahora bien, la tierra no da sus frutos sin
una peculiar respuesta del hombre al don de Dios, es decir, sin el trabajo.
Mediante el trabajo, el hombre, usando su inteligencia y su libertad, logra
dominarla y hacer de ella su digna morada. De este modo, se apropia una parte
de la tierra, la que se ha conquistado con su trabajo: he ahí el origen de la
propiedad individual. Obviamente le incumbe también la responsabilidad de no
impedir que otros hombres obtengan su parte del don de Dios, es más, debe
cooperar con ellos para dominar juntos toda la tierra.
A lo largo de la historia, en los comienzos de toda sociedad humana,
encontramos siempre estos dos factores, el trabajo y la tierra; en cambio, no
siempre hay entre ellos la misma relación. En otros tiempos la natural fecundidad
de la tierra aparecía, y era de hecho, como el factor principal de riqueza,
mientras que el trabajo servía de ayuda y favorecía tal fecundidad. En nuestro
tiempo es cada vez más importante el papel del trabajo humano en cuanto factor
productivo de las riquezas inmateriales y materiales; por otra parte, es
evidente que el trabajo de un hombre se conecta naturalmente con el de otros
hombres. Hoy más que nunca, trabajar es trabajar con otros y trabajar para
otros: es hacer algo para alguien. El trabajo es tanto más fecundo y
productivo, cuanto el hombre se hace más capaz de conocer las potencialidades
productivas de la tierra y ver en profundidad las necesidades de los otros
hombres, para quienes se trabaja.
32. Existe otra forma de propiedad, concretamente en nuestro tiempo, que
tiene una importancia no inferior a la de la tierra: es la propiedad del
conocimiento, de la técnica y del saber. En este tipo de propiedad, mucho más
que en los recursos naturales, se funda la riqueza de las naciones industrializadas.
Se ha aludido al hecho de que el hombre trabaja con los otros hombres,
tomando parte en un «trabajo social» que abarca círculos progresivamente más
amplios. Quien produce una cosa lo hace generalmente —aparte del uso personal
que de ella pueda hacer— para que otros puedan disfrutar de la misma, después
de haber pagado el justo precio, establecido de común acuerdo mediante una
libre negociación. Precisamente la capacidad de conocer oportunamente las
necesidades de los demás hombres y el conjunto de los factores productivos más
apropiados para satisfacerlas es otra fuente importante de riqueza en una
sociedad moderna. Por lo demás, muchos bienes no pueden ser producidos de
manera adecuada por un solo individuo, sino que exigen la colaboración de muchos.
Organizar ese esfuerzo productivo, programar su duración en el tiempo, procurar
que corresponda de manera positiva a las necesidades que debe satisfacer,
asumiendo los riesgos necesarios: todo esto es también una fuente de riqueza en
la sociedad actual. Así se hace cada vez más evidente y determinante el papel
del trabajo humano, disciplinado y creativo, y el de las capacidades de
iniciativa y de espíritu emprendedor, como parte esencial del mismo trabajo (Sollicitudo rei socialis, 15, 528-531).
Dicho proceso, que pone concretamente de manifiesto una verdad sobre la
persona, afirmada sin cesar por el cristianismo, debe ser mirado con atención y
positivamente. En efecto, el principal recurso del hombre es, junto con la
tierra, el hombre mismo. Es su inteligencia la que descubre las potencialidades
productivas de la tierra y las múltiples modalidades con que se pueden
satisfacer las necesidades humanas. Es su trabajo disciplinado, en solidaria
colaboración, el que permite la creación de comunidades de trabajo cada vez más
amplias y seguras para llevar a cabo la transformación del ambiente natural y
la del mismo ambiente humano. En este proceso están comprometidas importantes
virtudes, como son la diligencia, la laboriosidad, la prudencia en asumir los
riesgos razonables, la fiabilidad y la lealtad en las relaciones
interpersonales, la resolución de ánimo en la ejecución de decisiones difíciles
y dolorosas, pero necesarias para el trabajo común de la empresa y para hacer
frente a los eventuales reveses de fortuna.
La moderna economía de empresa comporta aspectos positivos, cuya raíz es la
libertad de la persona, que se expresa en el campo económico y en otros campos.
En efecto, la economía es un sector de la múltiple actividad humana y en ella,
como en todos los demás campos, es tan válido el derecho a la libertad como el
deber de hacer uso responsable del mismo. Hay, además, diferencias específicas
entre estas tendencias de la sociedad moderna y las del pasado incluso
reciente. Si en otros tiempos el factor decisivo de la producción era la tierra
y luego lo fue el capital, entendido como conjunto masivo de maquinaria y de
bienes instrumentales, hoy día el factor decisivo es cada vez más el hombre
mismo, es decir, su capacidad de conocimiento, que se pone de manifiesto
mediante el saber científico, y su capacidad de organización solidaria, así
como la de intuir y satisfacer las necesidades de los demás.
33. Sin embargo, es necesario descubrir y hacer presentes los riesgos y los
problemas relacionados con este tipo de proceso. De hecho, hoy muchos hombres,
quizá la gran mayoría, no disponen de medios que les permitan entrar de manera
efectiva y humanamente digna en un sistema de empresa, donde el trabajo ocupa
una posición realmente central. No tienen posibilidad de adquirir los
conocimientos básicos, que les ayuden a expresar su creatividad y desarrollar
sus capacidades. No consiguen entrar en la red de conocimientos y de
intercomunicaciones que les permitiría ver apreciadas y utilizadas sus
cualidades. Ellos, aunque no explotados propiamente, son marginados ampliamente
y el desarrollo económico se realiza, por así decirlo, por encima de su
alcance, limitando incluso los espacios ya reducidos de sus antiguas economías
de subsistencia. Esos hombres, impotentes para resistir a la competencia de
mercancías producidas con métodos nuevos y que satisfacen necesidades que
anteriormente ellos solían afrontar con sus formas organizativas tradicionales,
ofuscados por el esplendor de una ostentosa opulencia, inalcanzable para ellos,
coartados a su vez por la necesidad, esos hombres forman verdaderas
aglomeraciones en las ciudades del Tercer Mundo, donde a menudo se ven
desarraigados culturalmente, en medio de situaciones de violencia y sin
posibilidad de integración. No se les reconoce, de hecho, su dignidad y, en
ocasiones, se trata de eliminarlos de la historia mediante formas coactivas de
control demográfico, contrarias a la dignidad humana.
Otros muchos hombres, aun no estando marginados del todo, viven en
ambientes donde la lucha por lo necesario es absolutamente prioritaria y donde
están vigentes todavía las reglas del capitalismo primitivo, junto con una
despiadada situación que no tiene nada que envidiar a la de los momentos más
oscuros de la primera fase de industrialización. En otros casos sigue siendo la
tierra el elemento principal del proceso económico, con lo cual quienes la
cultivan, al ser excluidos de su propiedad, se ven reducidos a condiciones de
semiesclavitud (Laborem exercens, 21, 632-634). Ante estos casos, se puede hablar hoy día, como en tiempos
de la Rerum novarum, de una explotación inhumana. A pesar de los grandes
cambios acaecidos en las sociedades más avanzadas, las carencias humanas del
capitalismo, con el consiguiente dominio de las cosas sobre los hombres, están
lejos de haber desaparecido; es más, para los pobres, a la falta de bienes
materiales se ha añadido la del saber y de conocimientos, que les impide salir
del estado de humillante dependencia.
Por desgracia, la gran mayoría de los habitantes del Tercer Mundo vive aún
en esas condiciones. Sería, sin embargo, un error entender este mundo en
sentido solamente geográfico. En algunas regiones y en sectores sociales del
mismo se han emprendido procesos de desarrollo orientados no tanto a la
valoración de los recursos materiales, cuanto a la del «recurso humano».
En años recientes se ha afirmado que el desarrollo de los países más pobres
dependía del aislamiento del mercado mundial, así como de su confianza
exclusiva en las propias fuerzas. La historia reciente ha puesto de manifiesto
que los países que se han marginado han experimentado un estancamiento y
retroceso; en cambio, han experimentado un desarrollo los países que han
logrado introducirse en la interrelación general de las actividades económicas
a nivel internacional. Parece, pues, que el mayor problema está en conseguir un
acceso equitativo al mercado internacional, fundado no sobre el principio
unilateral de la explotación de los recursos naturales, sino sobre la
valoración de los recursos humanos (Populorum progressio, 33-42, 273-278).
Con todo, aspectos típicos del Tercer Mundo se dan también en los países
desarrollados, donde la transformación incesante de los modos de producción y
de consumo devalúa ciertos conocimientos ya adquiridos y profesionalidades
consolidadas, exigiendo un esfuerzo continuo de recalificación y de puesta al día.
Los que no logran ir al compás de los tiempos pueden quedar fácilmente
marginados, y junto con ellos, lo son también los ancianos, los jóvenes
incapaces de inserirse en la vida social y, en general, las personas más
débiles y el llamado Cuarto Mundo. La situación de la mujer en estas
condiciones no es nada fácil.
34. Da la impresión de que, tanto a nivel de naciones, como de relaciones
internacionales, el libre mercado es el instrumento más eficaz para colocar los
recursos y responder eficazmente a las necesidades. Sin embargo, esto vale sólo
para aquellas necesidades que son «solventables», con poder adquisitivo, y para
aquellos recursos que son «vendibles», esto es, capaces de alcanzar un precio
conveniente. Pero existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en
el mercado. Es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin
satisfacer las necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombres
oprimidos por ellas. Además, es preciso que se ayude a estos hombres necesitados
a conseguir los conocimientos, a entrar en el círculo de las interrelaciones, a
desarrollar sus aptitudes para poder valorar mejor sus capacidades y recursos.
Por encima de la lógica de los intercambios a base de los parámetros y de sus
formas justas, existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud
de su eminente dignidad. Este algo debido conlleva inseparablemente la
posibilidad de sobrevivir y de participar activamente en el bien común de la
humanidad.
En el contexto del Tercer Mundo conservan toda su validez —y en ciertos
casos son todavía una meta por alcanzar— los objetivos indicados por la Rerum novarum, para evitar que el trabajo del hombre y el hombre mismo se reduzcan al
nivel de simple mercancía: el salario suficiente para la vida de familia, los
seguros sociales para la vejez y el desempleo, la adecuada tutela de las
condiciones de trabajo.
35. Se abre aquí un vasto y fecundo campo de acción y de lucha, en nombre
de la justicia, para los sindicatos y demás organizaciones de los trabajadores,
que defienden sus derechos y tutelan su persona, desempeñando al mismo tiempo
una función esencial de carácter cultural, para hacerles participar de manera
más plena y digna en la vida de la nación y ayudarles en la vía del desarrollo.
En este sentido se puede hablar justamente de lucha contra un sistema
económico, entendido como método que asegura el predominio absoluto del
capital, la posesión de los medios de producción y la tierra, respecto a la
libre subjetividad del trabajo del hombre (Laborem exercens, 7, 592-594). En la lucha contra este sistema
no se pone, como modelo alternativo, el sistema socialista, que de hecho es un capitalismo
de Estado, sino una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la
participación. Esta sociedad tampoco se opone al mercado, sino que exige que
éste sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de
manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda
la sociedad.
La Iglesia reconoce la justa función de los beneficios, como índice de la
buena marcha de la empresa. Cuando una empresa da beneficios significa que los
factores productivos han sido utilizados adecuadamente y que las
correspondientes necesidades humanas han sido satisfechas debidamente. Sin
embargo, los beneficios no son el único índice de las condiciones de la
empresa. Es posible que los balances económicos sean correctos y que al mismo
tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa,
sean humillados y ofendidos en su dignidad. Además de ser moralmente
inadmisible, esto no puede menos de tener reflejos negativos para el futuro,
hasta para la eficiencia económica de la empresa. En efecto, finalidad de la
empresa no es simplemente la producción de beneficios, sino más bien la
existencia misma de la empresa como comunidad de hombres que, de diversas
maneras, buscan la satisfacción de sus necesidades fundamentales y constituyen
un grupo particular al servicio de la sociedad entera. Los beneficios son un
elemento regulador de la vida de la empresa, pero no el único; junto con ellos
hay que considerar otros factores humanos y morales que, a largo plazo, son por
lo menos igualmente esenciales para la vida de la empresa.
Queda mostrado cuán inaceptable es la afirmación de que la derrota del
socialismo deja al capitalismo como único modelo de organización económica. Hay
que romper las barreras y los monopolios que colocan a tantos pueblos al margen
del desarrollo, y asegurar a todos —individuos y naciones— las condiciones
básicas que permitan participar en dicho desarrollo. Este objetivo exige
esfuerzos programados y responsables por parte de toda la comunidad
internacional. Es necesario que las naciones más fuertes sepan ofrecer a las
más débiles oportunidades de inserción en la vida internacional; que las más
débiles sepan aceptar estas oportunidades, haciendo los esfuerzos y los
sacrificios necesarios para ello, asegurando la estabilidad del marco político
y económico, la certeza de perspectivas para el futuro, el desarrollo de las
capacidades de los propios trabajadores, la formación de empresarios eficientes
y conscientes de sus responsabilidades.
Actualmente, sobre los esfuerzos positivos que se han llevado a cabo en
este sentido grava el problema, todavía no resuelto en gran parte, de la deuda
exterior de los países más pobres. Es ciertamente justo el principio de que las
deudas deben ser pagadas. No es lícito, en cambio, exigir o pretender su pago,
cuando éste vendría a imponer de hecho opciones políticas tales que llevaran al
hambre y a la desesperación a poblaciones enteras. No se puede pretender que
las deudas contraídas sean pagadas con sacrificios insoportables. En estos
casos es necesario —como, por lo demás, está ocurriendo en parte— encontrar
modalidades de reducción, dilación o extinción de la deuda, compatibles con el
derecho fundamental de los pueblos a la subsistencia y al progreso.
36. Conviene ahora dirigir la atención a los problemas específicos y a las
amenazas, que surgen dentro de las economías más avanzadas y en relación con
sus peculiares características. En las precedentes fases de desarrollo, el
hombre ha vivido siempre condicionado bajo el peso de la necesidad. Las cosas
necesarias eran pocas, ya fijadas de alguna manera por las estructuras
objetivas de su constitución corpórea, y la actividad económica estaba
orientada a satisfacerlas. Está claro, sin embargo, que hoy el problema no es
sólo ofrecer una cantidad de bienes suficientes, sino el de responder a un
demanda de calidad: calidad de la mercancía que se produce y se consume;
calidad de los servicios que se disfrutan; calidad del ambiente y de la vida en
general.
La demanda de una existencia cualitativamente más satisfactoria y más rica
es algo en sí legítimo; sin embargo hay que poner de relieve las nuevas
responsabilidades y peligros anejos a esta fase histórica. En el mundo, donde
surgen y se delimitan nuevas necesidades, se da siempre una concepción más o
menos adecuada del hombre y de su verdadero bien. A través de las opciones de
producción y de consumo se pone de manifiesto una determinada cultura, como
concepción global de la vida. De ahí nace el fenómeno del consumismo. Al
descubrir nuevas necesidades y nuevas modalidades para su satisfacción, es
necesario dejarse guiar por una imagen integral del hombre, que respete todas
las dimensiones de su ser y que subordine las materiales e instintivas a las
interiores y espirituales. Por el contrario, al dirigirse directamente a sus
instintos, prescindiendo en uno u otro modo de su realidad personal, consciente
y libre, se pueden crear hábitos de consumo y estilos de vida objetivamente
ilícitos y con frecuencia incluso perjudiciales para su salud física y
espiritual. El sistema económico no posee en sí mismo criterios que permitan
distinguir correctamente las nuevas y más elevadas formas de satisfacción de
las nuevas necesidades humanas, que son un obstáculo para la formación de una
personalidad madura. Es, pues, necesaria y urgente una gran obra educativa y
cultural, que comprenda la educación de los consumidores para un uso
responsable de su capacidad de elección, la formación de un profundo sentido de
responsabilidad en los productores y sobre todo en los profesionales de los
medios de comunicación social, además de la necesaria intervención de las
autoridades públicas.
Un ejemplo llamativo de consumismo, contrario a la salud y a la dignidad
del hombre y que ciertamente no es fácil controlar, es el de la droga. Su
difusión es índice de una grave disfunción del sistema social, que supone una
visión materialista y, en cierto sentido, destructiva de las necesidades
humanas. De este modo la capacidad innovadora de la economía libre termina por
realizarse de manera unilateral e inadecuada. La droga, así como la pornografía
y otras formas de consumismo, al explotar la fragilidad de los débiles,
pretenden llenar el vacío espiritual que se ha venido a crear.
No es malo el deseo de vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida
que se presume como mejor, cuando está orientado a tener y no a ser, y que
quiere tener más no para ser más, sino para consumir la existencia en un goce
que se propone como fin en sí mismo. Por esto, es necesario esforzarse por
implantar estilos de vida, a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de
la belleza y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un
crecimiento común sean los elementos que determinen las opciones del consumo,
de los ahorros y de las inversiones. A este respecto, no puedo limitarme a
recordar el deber de la caridad, esto es, el deber de ayudar con lo propio
«superfluo» y, a veces, incluso con lo propio «necesario», para dar al pobre lo
indispensable para vivir. Me refiero al hecho de que también la opción de
invertir en un lugar y no en otro, en un sector productivo en vez de otro, es
siempre una opción moral y cultural. Dadas ciertas condiciones económicas y de
estabilidad política absolutamente imprescindibles, la decisión de invertir,
esto es, de ofrecer a un pueblo la ocasión de dar valor al propio trabajo, está
asimismo determinada por una actitud de querer ayudar y por la confianza en la
Providencia, lo cual muestra las cualidades humanas de quien decide.
37. Es asimismo preocupante, junto con el problema del consumismo y estrictamente vinculado con él, la cuestión ecológica. El hombre, impulsado por el deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer, consume de manera excesiva y desordenada los recursos de la tierra y su misma vida. En la raíz de la insensata destrucción del ambiente natural hay un error antropológico, por desgracia muy difundido en nuestro tiempo. El hombre, que descubre su capacidad de transformar y, en cierto sentido, de «crear» el mundo con el propio trabajo, olvida que éste se desarrolla siempre sobre la base de la primera y originaria donación de las cosas por parte de Dios. Cree que puede disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin reservas a su voluntad como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no debe traicionar. En vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la naturaleza, más bien tiranizada que gobernada por él (Sollicitudo rei socialis, 34, 559 s).
Esto demuestra, sobre todo, mezquindad o estrechez de miras del hombre,
animado por el deseo de poseer las cosas en vez de relacionarlas con la verdad,
y falto de aquella actitud desinteresada, gratuita, estética que nace del
asombro por el ser y por la belleza que permite leer en las cosas visibles el
mensaje de Dios invisible que las ha creado. A este respecto, la humanidad de
hoy debe ser consciente de sus deberes y de su cometido para con las
generaciones futuras.
38. Además de la destrucción irracional del ambiente natural hay que
recordar aquí la más grave aún del ambiente humano, al que, sin embargo, se
está lejos de prestar la necesaria atención. Mientras nos preocupamos
justamente, aunque mucho menos de lo necesario, de preservar los «habitat»
naturales de las diversas especies animales amenazadas de extinción, porque nos
damos cuenta de que cada una de ellas aporta su propia contribución al
equilibrio general de la tierra, nos esforzamos muy poco por salvaguardar las
condiciones morales de una auténtica «ecología humana». No sólo la tierra ha
sido dada por Dios al hombre, el cual debe usarla respetando la intención
originaria de que es un bien, según la cual le ha sido dada; incluso el hombre
es para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura
natural y moral de la que ha sido dotado. Hay que mencionar en este contexto
los graves problemas de la moderna urbanización, la necesidad de un urbanismo preocupado
por la vida de las personas, así como la debida atención a una «ecología
social» del trabajo.
El hombre recibe de Dios su dignidad esencial y con ella la capacidad de
trascender todo ordenamiento de la sociedad hacia la verdad y el bien. Sin embargo,
está condicionado por la estructura social en que vive, por la educación
recibida y por el ambiente. Estos elementos pueden facilitar u obstaculizar su
vivir según la verdad. Las decisiones, gracias a las cuales se constituye un
ambiente humano, pueden crear estructuras concretas de pecado, impidiendo la
plena realización de quienes son oprimidos de diversas maneras por las mismas.
Demoler tales estructuras y sustituirlas con formas más auténticas de
convivencia es un cometido que exige valentía y paciencia (Quadragesimo anno, III, 219).
39. La primera estructura fundamental a favor de la «ecología humana» es la
familia, en cuyo seno el hombre recibe las primeras nociones sobre la verdad y
el bien; aprende qué quiere decir amar y ser amado, y por consiguiente qué
quiere decir en concreto ser una persona. Se entiende aquí la familia fundada
en el matrimonio, en el que el don recíproco de sí por parte del hombre y de la
mujer crea un ambiente de vida en el cual el niño puede nacer y desarrollar sus
potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su
destino único e irrepetible. En cambio, sucede con frecuencia que el hombre se
siente desanimado a realizar las condiciones auténticas de la reproducción
humana y se ve inducido a considerar la propia vida y a sí mismo como un
conjunto de sensaciones que hay que experimentar más bien que como una obra a
realizar. De aquí nace una falta de libertad que le hace renunciar al
compromiso de vincularse de manera estable con otra persona y engendrar hijos,
o bien le mueve a considerar a éstos como una de tantas «cosas» que es posible
tener o no tener, según los propios gustos, y que se presentan como otras
opciones.
Hay que volver a considerar la familia como el santuario de la vida. En
efecto, es sagrada: es el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida
y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está
expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico
crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia
constituye la sede de la cultura de la vida.
El ingenio del hombre parece orientarse, en este campo, a limitar, suprimir
o anular las fuentes de la vida, recurriendo incluso al aborto, tan extendido
por desgracia en el mundo, más que a defender y abrir las posibilidades a la
vida misma. En la encíclica Sollicitudo rei socialis han sido denunciadas las
campañas sistemáticas contra la natalidad, que, sobre la base de una concepción
deformada del problema demográfico y en un clima de «absoluta falta de respeto
por la libertad de decisión de las personas interesadas», las someten
frecuentemente a «intolerables presiones... para plegarlas a esta forma nueva de
opresión». Se trata de políticas que con técnicas nuevas extienden su radio
de acción hasta llegar, como en una «guerra química», a envenenar la vida de
millones de seres humanos indefensos.
Estas críticas van dirigidas no tanto contra un sistema económico, cuanto
contra un sistema ético-cultural. En efecto, la economía es sólo un aspecto y
una dimensión de la compleja actividad humana. Si es absolutizada, si la
producción y el consumo de las mercancías ocupan el centro de la vida social y
se convierten en el único valor de la sociedad, no subordinado a ningún otro,
la causa hay que buscarla no sólo y no tanto en el sistema económico mismo,
cuanto en el hecho de que todo el sistema sociocultural, al ignorar la
dimensión ética y religiosa, se ha debilitado, limitándose únicamente a la
producción de bienes y servicios (Sollicitudo rei socialis, 25, 544 y 559s.).
Todo esto se puede resumir afirmando una vez más que la libertad económica
es solamente un elemento de la libertad humana. Cuando aquélla se vuelve
autónoma, es decir, cuando el hombre es considerado más como un productor o un
consumidor de bienes que como un sujeto que produce y consume para vivir,
entonces pierde su necesaria relación con la persona humana y termina por
alienarla y oprimirla.
40. Es deber del Estado proveer a la defensa y tutela de los bienes
colectivos, como son el ambiente natural y el ambiente humano, cuya
salvaguardia no puede estar asegurada por los simples mecanismos de mercado.
Así como en tiempos del viejo capitalismo el Estado tenía el deber de defender
los derechos fundamentales del trabajo, así ahora con el nuevo capitalismo el
Estado y la sociedad tienen el deber de defender los bienes colectivos que,
entre otras cosas, constituyen el único marco dentro del cual es posible para
cada uno conseguir legítimamente sus fines individuales.
He ahí un nuevo límite del mercado: existen necesidades colectivas y
cualitativas que no pueden ser satisfechas mediante sus mecanismos; hay
exigencias humanas importantes que escapan a su lógica; hay bienes que, por su
naturaleza, no se pueden ni se deben vender o comprar. Ciertamente, los
mecanismos de mercado ofrecen ventajas seguras; ayudan, entre otras cosas, a
utilizar mejor los recursos; favorecen el intercambio de los productos y, sobre
todo, dan la primacía a la voluntad y a las preferencias de la persona, que,
en el contrato, se confrontan con las de otras personas. No obstante, conllevan
el riesgo de una «idolatría» del mercado, que ignora la existencia de bienes
que, por su naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías.
41. El marxismo ha criticado las sociedades burguesas y capitalistas,
reprochándoles la mercantilización y la alienación de la existencia humana.
Ciertamente, este reproche está basado sobre una concepción equivocada e
inadecuada de la alienación, según la cual ésta depende únicamente de la esfera
de las relaciones de producción y propiedad, esto es, atribuyéndole un
fundamento materialista y negando, además, la legitimidad y la positividad de
las relaciones de mercado incluso en su propio ámbito. El marxismo acaba
afirmando así que sólo en una sociedad de tipo colectivista podría erradicarse
la alienación. Ahora bien, la experiencia histórica de los países socialistas
ha demostrado tristemente que el colectivismo no acaba con la alienación, sino
que más bien la incrementa, al añadirle la penuria de las cosas necesarias y la
ineficacia económica.
La experiencia histórica de Occidente, por su parte, demuestra que, si bien
el análisis y el fundamento marxista de la alienación son falsas, sin embargo
la alienación, junto con la pérdida del sentido auténtico de la existencia, es
una realidad incluso en las sociedades occidentales. En efecto, la alienación
se verifica en el consumo, cuando el hombre se ve implicado en una red de
satisfacciones falsas y superficiales, en vez de ser ayudado a experimentar su
personalidad auténtica y concreta. La alienación se verifica también en el
trabajo, cuando se organiza de manera tal que «maximaliza» solamente sus frutos
y ganancias y no se preocupa de que el trabajador, mediante el propio trabajo,
se realice como hombre, según que aumente su participación en una auténtica
comunidad solidaria, o bien su aislamiento en un complejo de relaciones de
exacerbada competencia y de recíproca exclusión, en la cual es considerado sólo
como un medio y no como un fin.
Es necesario iluminar, desde la concepción cristiana, el concepto de
alienación, descubriendo en él la inversión entre los medios y los fines: el
hombre, cuando no reconoce el valor y la grandeza de la persona en sí mismo y
en el otro, se priva de hecho de la posibilidad de gozar de la propia humanidad
y de establecer una relación de solidaridad y comunión con los demás hombres,
para lo cual fue creado por Dios. En efecto, es mediante la propia donación
libre como el hombre se realiza auténticamente a sí mismo (Gaudium et spes, 24 y 41), y esta donación
es posible gracias a la esencial «capacidad de trascendencia» de la persona
humana. El hombre no puede darse a un proyecto solamente humano de la realidad,
a un ideal abstracto, ni a falsas utopías. En cuanto persona, puede darse a
otra persona o a otras personas y, por último, a Dios, que es el autor de su
ser y el único que puede acoger plenamente su donación. Se aliena el hombre
que rechaza trascenderse a sí mismo y vivir la experiencia de la autodonación y
de la formación de una auténtica comunidad humana, orientada a su destino
último que es Dios. Está alienada una sociedad que, en sus formas de
organización social, de producción y consumo, hace más difícil la realización
de esta donación y la formación de esa solidaridad interhumana.
En la sociedad occidental se ha superado la explotación, al menos en las
formas analizadas y descritas por Marx. No se ha superado, en cambio, la
alienación en las diversas formas de explotación, cuando los hombres se
instrumentalizan mutuamente y, para satisfacer cada vez más refinadamente sus
necesidades particulares y secundarias, se hacen sordos a las principales y
auténticas, que deben regular incluso el modo de satisfacer otras necesidades (Gaudium et spes, 26). El hombre que se preocupa sólo o prevalentemente de tener y gozar, incapaz
de dominar sus instintos y sus pasiones y de subordinarlas mediante la
obediencia a la verdad, no puede ser libre. La obediencia a la verdad sobre
Dios y sobre el hombre es la primera condición de la libertad, que le permite
ordenar las propias necesidades, los propios deseos y el modo de satisfacerlos
según una justa jerarquía de valores, de manera que la posesión de las cosas
sea para él un medio de crecimiento. Un obstáculo a esto puede venir de la
manipulación llevada a cabo por los medios de comunicación social, cuando
imponen con la fuerza persuasiva de insistentes campañas, modas y corrientes de
opinión, sin que sea posible someter a un examen crítico las premisas sobre las
que se fundan.
42. Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que,
después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y
que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de
reconstruir su economía y su sociedad?. ¿Es quizá éste el modelo que es
necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del
verdadero progreso económico y civil?.
La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un
sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa,
del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para
con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la
economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más
apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado», o simplemente
de «economía libre». Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el
cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto
jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere
como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso,
entonces la respuesta es absolutamente negativa.
La solución marxista ha fracasado, pero permanecen en el mundo fenómenos de
marginación y explotación, especialmente en el Tercer Mundo, así como fenómenos
de alienación humana, especialmente en los países más avanzados; contra tales
fenómenos se alza con firmeza la voz de la Iglesia. Ingentes muchedumbres viven
aún en condiciones de gran miseria material y moral. El fracaso del sistema
comunista en tantos países elimina ciertamente un obstáculo a la hora de
afrontar de manera adecuada y realista estos problemas; pero eso no basta para
resolverlos. Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología radical
de tipo capitalista, que rechaza incluso el tomarlos en consideración, porque a
priori considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma
fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas de mercado.
43. La Iglesia no tiene modelos para proponer. Los modelos reales y
verdaderamente eficaces pueden nacer solamente de las diversas situaciones
históricas, gracias al esfuerzo de todos los responsables que afronten los
problemas concretos en todos sus aspectos sociales, económicos, políticos y
culturales que se relacionan entre sí (Octogesima adveniens, 2-5, 402-405). Para este objetivo la Iglesia ofrece,
como orientación ideal e indispensable, la propia doctrina social, la cual
—como queda dicho— reconoce la positividad del mercado y de la empresa, pero al
mismo tiempo indica que éstos han de estar orientados hacia el bien común. Esta
doctrina reconoce también la legitimidad de los esfuerzos de los trabajadores
por conseguir el pleno respeto de su dignidad y espacios más amplios de
participación en la vida de la empresa, de manera que, aun trabajando
juntamente con otros y bajo la dirección de otros, puedan considerar en cierto
sentido que «trabajan en algo propio» (Laborem exercens, 15, 616-618), al ejercitar su inteligencia y libertad.
El desarrollo integral de la persona humana en el trabajo no contradice,
sino que favorece más bien la mayor productividad y eficacia del trabajo mismo,
por más que esto puede debilitar centros de poder ya consolidados. La empresa
no puede considerarse únicamente como una «sociedad de capitales»; es, al
mismo tiempo, una «sociedad de personas», en la que entran a formar parte de
manera diversa y con responsabilidades específicas los que aportan el capital
necesario para su actividad y los que colaboran con su trabajo. Para conseguir
estos fines, sigue siendo necesario todavía un gran movimiento asociativo de
los trabajadores, cuyo objetivo es la liberación y la promoción integral de la
persona.
A la luz de las «cosas nuevas» de hoy ha sido considerada nuevamente la
relación entre la propiedad individual o privada y el destino universal de los
bienes. El hombre se realiza a sí mismo por medio de su inteligencia y su
libertad y, obrando así, asume como objeto e instrumento las cosas del mundo, a
la vez que se apropia de ellas. En este modo de actuar se encuentra el
fundamento del derecho a la iniciativa y a la propiedad individual. Mediante su
trabajo el hombre se compromete no sólo en favor suyo, sino también en favor de
los demás y con los demás: cada uno colabora en el trabajo y en el bien de los
otros. El hombre trabaja para cubrir las necesidades de su familia, de la
comunidad de la que forma parte, de la nación y, en definitiva, de toda la humanidad. Colabora, asimismo, en la actividad de los que trabajan en la misma empresa
e igualmente en el trabajo de los proveedores o en el consumo de los clientes,
en una cadena de solidaridad que se extiende progresivamente. La propiedad de
los medios de producción, tanto en el campo industrial como agrícola, es justa
y legítima cuando se emplea para un trabajo útil; pero resulta ilegítima cuando
no es valorada o sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas
ganancias que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza
social, sino más bien de su compresión, de la explotación ilícita, de la
especulación y de la ruptura de la solidaridad en el mundo laboral. Este
tipo de propiedad no tiene ninguna justificación y constituye un abuso ante
Dios y los hombres.
La obligación de ganar el pan con el sudor de la propia frente supone, al
mismo tiempo, un derecho. Una sociedad en la que este derecho se niegue
sistemáticamente y las medidas de política económica no permitan a los trabajadores
alcanzar niveles satisfactorios de ocupación, no puede conseguir su
legitimación ética ni la justa paz social. Así como la persona se realiza
plenamente en la libre donación de sí misma, así también la propiedad se
justifica moralmente cuando crea, en los debidos modos y circunstancias,
oportunidades de trabajo y crecimiento humano para todos.
CAPÍTULO V.
Estado y cultura.
44. León XIII no ignoraba que una sana teoría del Estado era necesaria para
asegurar el desarrollo normal de las actividades humanas: las espirituales y
las materiales, entrambas indispensables (Rerum novarum, 126-128). Por esto, en un pasaje de la Rerum novarum el Papa presenta la organización de la sociedad estructurada en tres
poderes —legislativo, ejecutivo y judicial—, lo cual constituía entonces una
novedad en las enseñanzas de la Iglesia (RN 121 s.). Tal ordenamiento refleja una visión
realista de la naturaleza social del hombre, la cual exige una legislación
adecuada para proteger la libertad de todos. A este respecto es preferible que
un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que
lo mantengan en su justo límite. Es éste el principio del «Estado de derecho»,
en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres.
A esta concepción se ha opuesto en tiempos modernos el totalitarismo, el
cual, en la forma marxista-leninista, considera que algunos hombres, en virtud
de un conocimiento más profundo de las leyes de desarrollo de la sociedad, por
una particular situación de clase o por contacto con las fuentes más profundas
de la conciencia colectiva, están exentos del error y pueden, por tanto,
arrogarse el ejercicio de un poder absoluto. A esto hay que añadir que el
totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no
existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su
plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice
relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación,
los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad
trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta
el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia
opinión, sin respetar los derechos de los demás. Entonces el hombre es respetado
solamente en la medida en que es posible instrumentalizarlo para que se afirme
en su egoísmo. La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en
la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de
Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie
puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el
Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en
contra de la minoría, marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso
intentando destruirla (Libertas praestantissimum, 224-226).
45. La cultura y la praxis del totalitarismo comportan además la negación
de la Iglesia. El Estado, o bien el partido, que cree poder realizar en la
historia el bien absoluto y se erige por encima de todos los valores, no puede
tolerar que se sostenga un criterio objetivo del bien y del mal, por encima de
la voluntad de los gobernantes y que, en determinadas circunstancias, puede
servir para juzgar su comportamiento. Esto explica por qué el totalitarismo
trata de destruir la Iglesia o, al menos, someterla, convirtiéndola en
instrumento del propio aparato ideológico (Gaudium et spes, 76).
El Estado totalitario tiende, además, a absorber en sí mismo la nación, la
sociedad, la familia, las comunidades religiosas y las mismas personas.
Defendiendo la propia libertad, la Iglesia defiende la persona, que debe
obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Hch 5, 29); defiende la familia,
las diversas organizaciones sociales y las naciones, realidades todas que gozan
de un propio ámbito de autonomía y soberanía.
Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y
sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den
las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas,
mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la
«subjetividad» de la sociedad mediante la creación de estructuras de
participación y de corresponsabilidad. Hoy se tiende a afirmar que el
agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental
correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están
convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son
fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea
determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios
políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad
última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las
convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de
poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un
totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia.
La Iglesia tampoco cierra los ojos ante el peligro del fanatismo o
fundamentalismo de quienes, en nombre de una ideología con pretensiones de
científica o religiosa, creen que pueden imponer a los demás hombres su
concepción de la verdad y del bien. No es de esta índole la verdad cristiana.
Al no ser ideológica, la fe cristiana no pretende encuadrar en un rígido
esquema la cambiante realidad sociopolítica y reconoce que la vida del hombre
se desarrolla en la historia en condiciones diversas y no perfectas. La
Iglesia, por tanto, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la
persona, utiliza como método propio el respeto de la libertad (Dignitatis humanae).
La libertad, no obstante, es valorizada en pleno solamente por la
aceptación de la verdad. En un mundo sin verdad la libertad pierde su
consistencia y el hombre queda expuesto a la violencia de las pasiones y a
condicionamientos patentes o encubiertos. El cristiano vive la libertad y la
sirve (cf. Jn 8, 31-32), proponiendo continuamente, en conformidad con la
naturaleza misionera de su vocación, la verdad que ha conocido. En el diálogo
con los demás hombres y estando atento a la parte de verdad que encuentra en la
experiencia de vida y en la cultura de las personas y de las naciones, el
cristiano no renuncia a afirmar todo lo que le han dado a conocer su fe y el
correcto ejercicio de su razón (Redemptoris missio,11).
47. Después de la caída del totalitarismo comunista y de otros muchos
regímenes totalitarios y de «seguridad nacional», asistimos hoy al predominio,
no sin contrastes, del ideal democrático junto con una viva atención y
preocupación por los derechos humanos. Pero, precisamente por esto, es
necesario que los pueblos que están reformando sus ordenamientos den a la
democracia un auténtico y sólido fundamento, mediante el reconocimiento
explícito de estos derechos (Redemptor hominis,17). Entre los principales hay que recordar: el
derecho a la vida, del que forma parte integrante el derecho del hijo a crecer
bajo el corazón de la madre, después de haber sido concebido; el derecho a
vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de
la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y la propia
libertad a través de la búsqueda y el conocimiento de la verdad; el derecho a
participar en el trabajo para valorar los bienes de la tierra y recabar del
mismo el sustento propio y de los seres queridos; el derecho a fundar
libremente una familia, a acoger y educar a los hijos, haciendo uso responsable
de la propia sexualidad. Fuente y síntesis de estos derechos es, en cierto
sentido, la libertad religiosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona.
También en los países donde están vigentes formas de gobierno democrático
no siempre son respetados totalmente estos derechos. Y nos referimos no
solamente al escándalo del aborto, sino también a diversos aspectos de una
crisis de los sistemas democráticos, que a veces parece que han perdido la
capacidad de decidir según el bien común. Los interrogantes que se plantean en
la sociedad a menudo no son examinados según criterios de justicia y moralidad,
sino más bien de acuerdo con la fuerza electoral o financiera de los grupos que
los sostienen. Semejantes desviaciones de la actividad política con el tiempo
producen desconfianza y apatía, con lo cual disminuye la participación y el espíritu
cívico entre la población, que se siente perjudicada y desilusionada. De ahí
viene la creciente incapacidad para encuadrar los intereses particulares en una
visión coherente del bien común. Éste, en efecto, no es la simple suma de los
intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización, hecha
según una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según una
exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de la persona (Gaudium et spes, 26).
La Iglesia respeta la legítima autonomía del orden democrático; pero no
posee título alguno para expresar preferencias por una u otra solución
institucional o constitucional. La aportación que ella ofrece en este sentido
es precisamente el concepto de la dignidad de la persona, que se manifiesta en
toda su plenitud en el misterio del Verbo encarnado.
48. Estas consideraciones generales se reflejan también sobre el papel del
Estado en el sector de la economía. La actividad económica, en particular la
economía de mercado, no puede desenvolverse en medio de un vacío institucional,
jurídico y político. Por el contrario, supone una seguridad que garantiza la
libertad individual y la propiedad, además de un sistema monetario estable y
servicios públicos eficientes. La primera incumbencia del Estado es, pues, la
de garantizar esa seguridad, de manera que quien trabaja y produce pueda gozar
de los frutos de su trabajo y, por tanto, se sienta estimulado a realizarlo
eficiente y honestamente. La falta de seguridad, junto con la corrupción de los
poderes públicos y la proliferación de fuentes impropias de enriquecimiento y
de beneficios fáciles, basados en actividades ilegales o puramente
especulativas, es uno de los obstáculos principales para el desarrollo y para el
orden económico.
Otra incumbencia del Estado es la de vigilar y encauzar el ejercicio de los
derechos humanos en el sector económico; pero en este campo la primera
responsabilidad no es del Estado, sino de cada persona y de los diversos grupos
y asociaciones en que se articula la sociedad. El Estado no podría asegurar
directamente el derecho a un puesto de trabajo de todos los ciudadanos, sin
estructurar rígidamente toda la vida económica y sofocar la libre iniciativa de
los individuos. Lo cual, sin embargo, no significa que el Estado no tenga
ninguna competencia en este ámbito, como han afirmado quienes propugnan la
ausencia de reglas en la esfera económica. Es más, el Estado tiene el deber de
secundar la actividad de las empresas, creando condiciones que aseguren
oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o sosteniéndola
en momentos de crisis.
El Estado tiene, además, el derecho a intervenir, cuando situaciones
particulares de monopolio creen rémoras u obstáculos al desarrollo. Pero,
aparte de estas incumbencias de armonización y dirección del desarrollo, el
Estado puede ejercer funciones de suplencia en situaciones excepcionales,
cuando sectores sociales o sistemas de empresas, demasiado débiles o en vías de
formación, sean inadecuados para su cometido. Tales intervenciones de
suplencia, justificadas por razones urgentes que atañen al bien común, en la
medida de lo posible deben ser limitadas temporalmente, para no privar
establemente de sus competencias a dichos sectores sociales y sistemas de
empresas y para no ampliar excesivamente el ámbito de intervención estatal de
manera perjudicial para la libertad tanto económica como civil.
En los últimos años ha tenido lugar una vasta ampliación de ese tipo de
intervención, que ha llegado a constituir en cierto modo un Estado de índole
nueva: el «Estado del bienestar». Esta evolución se ha dado en algunos Estados
para responder de manera más adecuada a muchas necesidades y carencias tratando
de remediar formas de pobreza y de privación indignas de la persona humana. No
obstante, no han faltado excesos y abusos que, especialmente en los años más
recientes, han provocado duras críticas a ese Estado del bienestar, calificado
como «Estado asistencial». Deficiencias y abusos del mismo derivan de una
inadecuada comprensión de los deberes propios del Estado. En este ámbito
también debe ser respetado el principio de subsidiariedad. Una estructura
social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo
social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien
debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de
los demás componentes sociales, con miras al bien común (Quadragesimo anno, 184-186).
Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el
Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento
exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que
por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los
gastos. Efectivamente, parece que conoce mejor las necesidades y logra
satisfacerlas de modo más adecuado quien está próximo a ellas o quien está
cerca del necesitado. Además, un cierto tipo de necesidades requiere con
frecuencia una respuesta que sea no sólo material, sino que sepa descubrir su
exigencia humana más profunda. Conviene pensar también en la situación de los
prófugos y emigrantes, de los ancianos y enfermos, y en todos los demás casos,
necesitados de asistencia, como es el de los drogadictos: personas todas ellas
que pueden ser ayudadas de manera eficaz solamente por quien les ofrece, aparte
de los cuidados necesarios, un apoyo sinceramente fraterno.
49. En este campo la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, su Fundador, está
presente desde siempre con sus obras, que tienden a ofrecer al hombre
necesitado un apoyo material que no lo humille ni lo reduzca a ser únicamente
objeto de asistencia, sino que lo ayude a salir de su situación precaria,
promoviendo su dignidad de persona. Gracias a Dios, hay que decir que la caridad
operante nunca se ha apagado en la Iglesia y, es más, tiene actualmente un
multiforme y consolador incremento. A este respecto, es digno de mención
especial el fenómeno del voluntariado, que la Iglesia favorece y promueve,
solicitando la colaboración de todos para sostenerlo y animarlo en sus
iniciativas.
Para superar la mentalidad individualista, hoy día tan difundida, se
requiere un compromiso concreto de solidaridad y caridad, que comienza dentro
de la familia con la mutua ayuda de los esposos y, luego, con las atenciones
que las generaciones se prestan entre sí. De este modo la familia se cualifica
como comunidad de trabajo y de solidaridad. Pero ocurre que cuando la familia
decide realizar plenamente su vocación, se puede encontrar sin el apoyo necesario
por parte del Estado, que no dispone de recursos suficientes. Es urgente,
entonces, promover iniciativas políticas no sólo en favor de la familia, sino
también políticas sociales que tengan como objetivo principal a la familia
misma, ayudándola mediante la asignación de recursos adecuados e instrumentos
eficaces de ayuda, bien sea para la educación de los hijos, bien sea para la
atención de los ancianos, evitando su alejamiento del núcleo familiar y
consolidando las relaciones entre las generaciones (Familiaris consortio, 136 s.).
Además de la familia, desarrollan también funciones primarias y ponen en
marcha estructuras específicas de solidaridad otras sociedades intermedias.
Efectivamente, éstas maduran como verdaderas comunidades de personas y
refuerzan el tejido social, impidiendo que caiga en el anonimato y en una
masificación impersonal, bastante frecuente por desgracia en la sociedad
moderna. En medio de esa múltiple interacción de las relaciones vive la
persona y crece la «subjetividad de la sociedad». El individuo hoy día queda
sofocado con frecuencia entre los dos polos del Estado y del mercado. En
efecto, da la impresión a veces de que existe sólo como productor y consumidor
de mercancías, o bien como objeto de la administración del Estado, mientras se
olvida que la convivencia entre los hombres no tiene como fin ni el mercado ni
el Estado, ya que posee en sí misma un valor singular a cuyo servicio deben
estar el Estado y el mercado. El hombre es, ante todo, un ser que busca la
verdad y se esfuerza por vivirla y profundizarla en un diálogo continuo que
implica a las generaciones pasadas y futuras (Alocución a la UNESCO 735-752).
50. Esta búsqueda abierta de la verdad, que se renueva cada generación,
caracteriza la cultura de la nación. En efecto, el patrimonio de los valores
heredados y adquiridos, es con frecuencia objeto de contestación por parte de
los jóvenes. Contestar, por otra parte, no quiere decir necesariamente destruir
o rechazar a priori, sino que quiere significar sobre todo someter a prueba en
la propia vida y, tras esta verificación existencial, hacer que esos valores
sean más vivos, actuales y personales, discerniendo lo que en la tradición es
válido respecto de falsedades y errores o de formas obsoletas, que pueden ser
sustituidas por otras más en consonancia con los tiempos.
En este contexto conviene recordar que la evangelización se inserta también
en la cultura de las naciones, ayudando a ésta en su camino hacia la verdad y
en la tarea de purificación y enriquecimiento (Redemptoris missio, 39; 52). Pero, cuando una cultura se
encierra en sí misma y trata de perpetuar formas de vida anticuadas, rechazando
cualquier cambio y confrontación sobre la verdad del hombre, entonces se vuelve
estéril y lleva a su decadencia.
51. Toda la actividad humana tiene lugar dentro de una cultura y tiene una
recíproca relación con ella. Para una adecuada formación de esa cultura se
requiere la participación directa de todo el hombre, el cual desarrolla en ella
su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de los demás
hombres. A ella dedica también su capacidad de autodominio, de sacrificio
personal, de solidaridad y disponibilidad para promover el bien común. Por
esto, la primera y más importante labor se realiza en el corazón del hombre, y
el modo como éste se compromete a construir el propio futuro depende de la
concepción que tiene de sí mismo y de su destino. Es a este nivel donde tiene
lugar la contribución específica y decisiva de la Iglesia en favor de la
verdadera cultura. Ella promueve el nivel de los comportamientos humanos que
favorecen la cultura de la paz contra los modelos que anulan al hombre en la
masa, ignoran el papel de su creatividad y libertad y ponen la grandeza del
hombre en sus dotes para el conflicto y para la guerra. La Iglesia lleva a cabo
este servicio predicando la verdad sobre la creación del mundo, que Dios ha
puesto en las manos de los hombres para que lo hagan fecundo y más perfecto con
su trabajo, y predicando la verdad sobre la Redención, mediante la cual el Hijo
de Dios ha salvado a todos los hombres y al mismo tiempo los ha unido entre sí
haciéndolos responsables unos de otros. La Sagrada Escritura nos habla
continuamente del compromiso activo en favor del hermano y nos presenta la
exigencia de una corresponsabilidad que debe abarcar a todos los hombres.
Esta exigencia no se limita a los confines de la propia familia, y ni
siquiera de la nación o del Estado, sino que afecta ordenadamente a toda la
humanidad, de manera que nadie debe considerarse extraño o indiferente a la
suerte de otro miembro de la familia humana. En efecto, nadie puede afirmar que
no es responsable de la suerte de su hermano (cf. Gn 4, 9; Lc 10, 29-37; Mt 25,
31-46). La atenta y diligente solicitud hacia el prójimo, en el momento mismo
de la necesidad, —facilitada incluso por los nuevos medios de comunicación que
han acercado más a los hombres entre sí— es muy importante para la búsqueda de
los instrumentos de solución de los conflictos internacionales que puedan ser
una alternativa a la guerra. No es difícil afirmar que el ingente poder de los
medios de destrucción, accesibles incluso a las medias y pequeñas potencias, y
la conexión cada vez más estrecha entre los pueblos de toda la tierra, hacen
muy arduo o prácticamente imposible limitar las consecuencias de un conflicto.
52. Los Pontífices Benedicto XV y sus sucesores han visto claramente este
peligro (Pacem in terris, III, 285-289), y yo mismo, con ocasión de la reciente y dramática guerra en el Golfo Pérsico, he repetido el grito: «¡Nunca más la guerra!». ¡No, nunca más la
guerra!, que destruye la vida de los inocentes, que enseña a matar y trastorna
igualmente la vida de los que matan, que deja tras de sí una secuela de
rencores y odios, y hace más difícil la justa solución de los mismos problemas
que la han provocado. Así como dentro de cada Estado ha llegado finalmente el
tiempo en que el sistema de la venganza privada y de la represalia ha sido
sustituido por el imperio de la ley, así también es urgente ahora que semejante
progreso tenga lugar en la Comunidad internacional. No hay que olvidar tampoco
que en la raíz de la guerra hay, en general, reales y graves razones:
injusticias sufridas, frustraciones de legítimas aspiraciones, miseria o
explotación de grandes masas humanas desesperadas, las cuales no ven la
posibilidad objetiva de mejorar sus condiciones por las vías de la paz.
Por eso, el otro nombre de la paz es el desarrollo (Populorum progressio, 76-77, 294 s.). Igual que existe la
responsabilidad colectiva de evitar la guerra, existe también la
responsabilidad colectiva de promover el desarrollo. Y así como a nivel interno
es posible y obligado construir una economía social que oriente el
funcionamiento del mercado hacia el bien común, del mismo modo son necesarias
también intervenciones adecuadas a nivel internacional. Por esto hace falta un
gran esfuerzo de comprensión recíproca, de conocimiento y sensibilización de
las conciencias. He ahí la deseada cultura que hace aumentar la confianza en
las potencialidades humanas del pobre y, por tanto, en su capacidad de mejorar
la propia condición mediante el trabajo y contribuir positivamente al bienestar
económico. Sin embargo, para lograr esto, el pobre —individuo o nación—
necesita que se le ofrezcan condiciones realmente asequibles. Crear tales
condiciones es el deber de una concertación mundial para el desarrollo, que
implica además el sacrificio de las posiciones ventajosas en ganancias y poder,
de las que se benefician las economías más desarrolladas (Familiaris consortio, 48, 139 s.).
Esto puede comportar importantes cambios en los estilos de vida
consolidados, con el fin de limitar el despilfarro de los recursos ambientales
y humanos, permitiendo así a todos los pueblos y hombres de la tierra el
poseerlos en medida suficiente. A esto hay que añadir la valoración de los
nuevos bienes materiales y espirituales, fruto del trabajo y de la cultura de
los pueblos hoy marginados, para obtener así el enriquecimiento humano general
de la familia de las naciones.
CAPÍTULO VI.
El hombre es el camino de la Iglesia.
53. Ante la miseria del proletariado decía León XIII: «Afrontamos con
confianza este argumento y con pleno derecho por parte nuestra... Nos parecería
faltar al deber de nuestro oficio si callásemos» (Rerum novarum, 107). En los últimos cien años
la Iglesia ha manifestado repetidas veces su pensamiento, siguiendo de cerca la
continua evolución de la cuestión social, y esto no lo ha hecho ciertamente
para recuperar privilegios del pasado o para imponer su propia concepción. Su
única finalidad ha sido la atención y la responsabilidad hacia el hombre,
confiado a ella por Cristo mismo, hacia este hombre, que, como el Concilio Vaticano II recuerda, es la única criatura que Dios ha querido por sí misma y
sobre la cual tiene su proyecto, es decir, la participación en la salvación
eterna. No se trata del hombre abstracto, sino del hombre real, concreto e
histórico: se trata de cada hombre, porque a cada uno llega el misterio de la
redención, y con cada uno se ha unido Cristo para siempre a través de este
misterio (Redemptor hominis, 13, 283). De ahí se sigue que la Iglesia no puede abandonar al hombre, y
que «este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el
cumplimiento de su misión..., camino trazado por Cristo mismo, vía que
inmutablemente conduce a través del misterio de la encarnación y de la
redención».
Es esto y solamente esto lo que inspira la doctrina social de la Iglesia.
Si ella ha ido elaborándola progresivamente de forma sistemática, sobre todo a
partir de la fecha que estamos conmemorando, es porque toda la riqueza
doctrinal de la Iglesia tiene como horizonte al hombre en su realidad concreta
de pecador y de justo.
54. La doctrina social, especialmente hoy día, mira al hombre, inserido en
la compleja trama de relaciones de la sociedad moderna. Las ciencias humanas y
la filosofía ayudan a interpretar la centralidad del hombre en la sociedad y a
hacerlo capaz de comprenderse mejor a sí mismo, como «ser social». Sin embargo,
solamente la fe le revela plenamente su identidad verdadera, y precisamente de
ella arranca la doctrina social de la Iglesia, la cual, valiéndose de todas las
aportaciones de las ciencias y de la filosofía, se propone ayudar al hombre en
el camino de la salvación.
La encíclica Rerum novarum puede ser leída como una importante aportación
al análisis socioeconómico de finales del siglo XIX, pero su valor particular
le viene de ser un documento del Magisterio, que se inserta en la misión
evangelizadora de la Iglesia, junto con otros muchos documentos de la misma
índole. De esto se deduce que la doctrina social tiene de por sí el valor de un
instrumento de evangelización: en cuanto tal, anuncia a Dios y su misterio de
salvación en Cristo a todo hombre y, por la misma razón, revela al hombre a sí
mismo. Solamente bajo esta perspectiva se ocupa de lo demás: de los derechos
humanos de cada uno y, en particular, del «proletariado», la familia y la
educación, los deberes del Estado, el ordenamiento de la sociedad nacional e
internacional, la vida económica, la cultura, la guerra y la paz, así como del
respeto a la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte.
55. La Iglesia conoce el «sentido del hombre» gracias a la Revelación
divina. «Para conocer al hombre, el hombre verdadero, el hombre integral, hay
que conocer a Dios», decía Pablo VI, citando a continuación a santa Catalina de Siena, que en una oración expresaba la misma idea: «En la naturaleza divina,
Deidad eterna, conoceré la naturaleza mía».
Por eso, la antropología cristiana es en realidad un capítulo de la
teología y, por esa misma razón, la doctrina social de la Iglesia,
preocupándose del hombre, interesándose por él y por su modo de comportarse en
el mundo, «pertenece... al campo de la teología y especialmente de la teología
moral» (Sollicitudo rei socialis, 41, 571). La dimensión teológica se hace necesaria para interpretar y resolver
los actuales problemas de la convivencia humana. Lo cual es válido —hay que
subrayarlo— tanto para la solución «atea», que priva al hombre de una parte
esencial, la espiritual, como para las soluciones permisivas o consumísticas,
las cuales con diversos pretextos tratan de convencerlo de su independencia de
toda ley y de Dios mismo, encerrándolo en un egoísmo que termina por perjudicarle
a él y a los demás.
La Iglesia, cuando anuncia al hombre la salvación de Dios, cuando le ofrece
y comunica la vida divina mediante los sacramentos, cuando orienta su vida a
través de los mandamientos del amor a Dios y al prójimo, contribuye al enriquecimiento
de la dignidad del hombre. Pero la Iglesia, así como no puede abandonar nunca
esta misión religiosa y trascendente en favor del hombre, del mismo modo se da
cuenta de que su obra encuentra hoy particulares dificultades y obstáculos. He
aquí por qué se compromete siempre con renovadas fuerzas y con nuevos métodos
en la evangelización que promueve al hombre integral. En vísperas del tercer
milenio sigue siendo «signo y salvaguardia del carácter trascendente de la
persona humana», como ha tratado de hacer siempre desde el comienzo de su
existencia, caminando junto al hombre a lo largo de toda la historia. La
encíclica Rerum novarum es una expresión significativa de ello.
56. En el primer centenario de esta Encíclica, deseo dar las gracias a todos
los que se han dedicado a estudiar, profundizar y divulgar la doctrina social cristiana. Para ello es indispensable la colaboración de las Iglesias locales,
y yo espero que la conmemoración sea ocasión de un renovado impulso para su
estudio, difusión y aplicación en todos los ámbitos.
Deseo, en particular, que sea dada a conocer y que sea aplicada en los
distintos países donde, después de la caída del socialismo real, se manifiesta
una grave desorientación en la tarea de reconstrucción. A su vez, los países
occidentales corren el peligro de ver en esa caída la victoria unilateral del
propio sistema económico, y por ello no se preocupen de introducir en él los
debidos cambios. Los países del Tercer Mundo, finalmente, se encuentran más que
nunca ante la dramática situación del subdesarrollo, que cada día se hace más
grave.
León XIII, después de haber formulado los principios y orientaciones para
la solución de la cuestión obrera, escribió unas palabras decisivas: «Cada uno
haga la parte que le corresponde y no tenga dudas, porque el retraso podría
hacer más difícil el cuidado de un mal ya tan grave»; y añade más adelante:
«Por lo que se refiere a la Iglesia, nunca ni bajo ningún aspecto ella
regateará su esfuerzo» (Rerum novarum, 143).
57. Para la Iglesia el mensaje social del Evangelio no debe considerarse
como una teoría, sino, por encima de todo, un fundamento y un estímulo para la
acción. Impulsados por este mensaje, algunos de los primeros cristianos
distribuían sus bienes a los pobres, dando testimonio de que, no obstante las
diversas proveniencias sociales, era posible una convivencia pacífica y
solidaria. Con la fuerza del Evangelio, en el curso de los siglos, los monjes
cultivaron las tierras; los religiosos y las religiosas fundaron hospitales y
asilos para los pobres; las cofradías, así como hombres y mujeres de todas las
clases sociales, se comprometieron en favor de los necesitados y marginados,
convencidos de que las palabras de Cristo: «Cuantas veces hagáis estas cosas a
uno de mis hermanos más pequeños, lo habéis hecho a mí» (Mt 25, 40) no deben
quedarse en un piadoso deseo, sino convertirse en compromiso concreto de vida.
Hoy más que nunca, la Iglesia es consciente de que su mensaje social se
hará creíble por el testimonio de las obras, antes que por su coherencia y
lógica interna. De esta conciencia deriva también su opción preferencial por los pobres, la cual nunca es exclusiva ni discriminatoria de otros grupos. Se
trata, en efecto, de una opción que no vale solamente para la pobreza material,
pues es sabido que, especialmente en la sociedad moderna, se hallan muchas
formas de pobreza no sólo económica, sino también cultural y religiosa. El amor
de la Iglesia por los pobres, que es determinante y pertenece a su constante tradición,
la impulsa a dirigirse al mundo en el cual, no obstante el progreso
técnico-económico, la pobreza amenaza con alcanzar formas gigantescas. En los
países occidentales existe la pobreza múltiple de los grupos marginados, de los
ancianos y enfermos, de las víctimas del consumismo y, más aún, la de tantos
prófugos y emigrados; en los países en vías de desarrollo se perfilan en el
horizonte crisis dramáticas si no se toman a tiempo medidas coordinadas
internacionalmente.
58. El amor por el hombre y, en primer lugar, por el pobre, en el que la
Iglesia ve a Cristo, se concreta en la promoción de la justicia. Ésta nunca
podrá realizarse plenamente si los hombres no reconocen en el necesitado, que
pide ayuda para su vida, no a alguien inoportuno o como si fuera una carga,
sino la ocasión de un bien en sí, la posibilidad de una riqueza mayor. Sólo
esta conciencia dará la fuerza para afrontar el riesgo y el cambio implícitos
en toda iniciativa auténtica para ayudar a otro hombre. En efecto, no se trata
solamente de dar lo superfluo, sino de ayudar a pueblos enteros —que están
excluidos o marginados— a que entren en el círculo del desarrollo económico y
humano. Esto será posible no sólo utilizando lo superfluo que nuestro mundo
produce en abundancia, sino cambiando sobre todo los estilos de vida, los
modelos de producción y de consumo, las estructuras consolidadas de poder que
rigen hoy la sociedad. No se trata tampoco de destruir instrumentos de
organización social que han dado buena prueba de sí mismos, sino de orientarlos
según una concepción adecuada del bien común con referencia a toda la familia
humana. Hoy se está experimentando ya la llamada «economía planetaria»,
fenómeno que no hay que despreciar, porque puede crear oportunidades
extraordinarias de mayor bienestar. Pero cada día se siente más la necesidad de
que a esta creciente internacionalización de la economía correspondan adecuados
órganos internacionales de control y de guía válidos, que orienten la economía
misma hacia el bien común, cosa que un Estado solo, aunque fuese el más
poderoso de la tierra, no es capaz de lograr. Para poder conseguir este
resultado, es necesario que aumente la concertación entre los grandes países y
que en los organismos internacionales estén igualmente representados los
intereses de toda la gran familia humana. Es preciso también que a la hora de
valorar las consecuencias de sus decisiones, tomen siempre en consideración a
los pueblos y países que tienen escaso peso en el mercado internacional y que,
por otra parte, cargan con toda una serie de necesidades reales y acuciantes
que requieren un mayor apoyo para un adecuado desarrollo. Indudablemente, en
este campo queda mucho por hacer.
59. Así pues, para que se ejercite la justicia y tengan éxito los esfuerzos
de los hombres para establecerla, es necesario el don de la gracia, que viene
de Dios. Por medio de ella, en colaboración con la libertad de los hombres, se
alcanza la misteriosa presencia de Dios en la historia que es la Providencia.
La experiencia de novedad vivida en el seguimiento de Cristo exige que sea
comunicada a los demás hombres en la realidad concreta de sus dificultades y
luchas, problemas y desafíos, para que sean iluminadas y hechas más humanas por
la luz de la fe. Ésta, en efecto, no sólo ayuda a encontrar soluciones, sino
que hace humanamente soportables incluso las situaciones de sufrimiento, para
que el hombre no se pierda en ellas y no olvide su dignidad y vocación.
La doctrina social, por otra parte, tiene una importante dimensión
interdisciplinar. Para encarnar cada vez mejor, en contextos sociales
económicos y políticos distintos, y continuamente cambiantes, la única verdad
sobre el hombre, esta doctrina entra en diálogo con las diversas disciplinas
que se ocupan del hombre, incorpora sus aportaciones y les ayuda a abrirse a
horizontes más amplios al servicio de cada persona, conocida y amada en la
plenitud de su vocación.
Junto a la dimensión interdisciplinar, hay que recordar también la
dimensión práctica y, en cierto sentido, experimental de esta doctrina. Ella se
sitúa en el cruce de la vida y de la conciencia cristiana con las situaciones
del mundo y se manifiesta en los esfuerzos que realizan los individuos, las
familias, cooperadores culturales y sociales, políticos y hombres de Estado, para
darles forma y aplicación en la historia.
60. Al enunciar los principios para la solución de la cuestión obrera, León XIII escribía: «La solución de un problema tan arduo requiere el concurso y la
cooperación eficaz de otros». Estaba convencido de que los graves problemas
causados por la sociedad industrial podían ser resueltos solamente mediante la
colaboración entre todas las fuerzas. Esta afirmación ha pasado a ser un
elemento permanente de la doctrina social de la Iglesia, y esto explica, entre otras
cosas, por qué Juan XXIII dirigió su encíclica sobre la paz a «todos los
hombres de buena voluntad».
El Papa León XIII, sin embargo, constataba con dolor que las ideologías de aquel
tiempo, especialmente el liberalismo y el marxismo, rechazaban esta colaboración.
Desde entonces han cambiado muchas cosas, especialmente en los años más
recientes. El mundo actual es cada vez más consciente de que la solución de los
graves problemas nacionales e internacionales no es sólo cuestión de producción
económica o de organización jurídica o social, sino que requiere precisos
valores ético-religiosos, así como un cambio de mentalidad, de comportamiento y
de estructuras. La Iglesia siente vivamente la responsabilidad de ofrecer esta
colaboración, y —como he escrito en la encíclica Sollicitudo rei socialis—
existe la fundada esperanza de que también ese grupo numeroso de personas que
no profesa una religión pueda contribuir a dar el necesario fundamento ético a
la cuestión social (Sollicitudo rei socialis, 38, 564-566).
En el mismo documento he hecho también una llamada a las Iglesias
cristianas y a todas las grandes religiones del mundo, invitándolas a ofrecer
el testimonio unánime de las comunes convicciones acerca de la dignidad del
hombre, creado por Dios. En efecto, estoy persuadido de que las religiones
tendrán hoy y mañana una función eminente para la conservación de la paz y para
la construcción de una sociedad digna del hombre.
Por otra parte, la disponibilidad al diálogo y a la colaboración incumbe a
todos los hombres de buena voluntad y, en particular, a las personas y los
grupos que tienen una específica responsabilidad en el campo político,
económico y social, tanto a nivel nacional como internacional.
61. Fue «el yugo casi servil», al comienzo de la sociedad industrial, lo
que obligó a mi predecesor a tomar la palabra en defensa del hombre. La Iglesia
ha permanecido fiel a este compromiso en los pasados cien años. Efectivamente,
ha intervenido en el período turbulento de la lucha de clases, después de la
primera guerra mundial, para defender al hombre de la explotación económica y
de la tiranía de los sistemas totalitarios. Después de la segunda guerra
mundial, ha puesto la dignidad de la persona en el centro de sus mensajes
sociales, insistiendo en el destino universal de los bienes materiales, sobre
un orden social sin opresión basado en el espíritu de colaboración y
solidaridad. Luego, ha afirmado continuamente que la persona y la sociedad no
tienen necesidad solamente de estos bienes, sino también de los valores
espirituales y religiosos. Además, dándose cuenta cada vez mejor de que
demasiados hombres viven no en el bienestar del mundo occidental, sino en la
miseria de los países en vías de desarrollo y soportan una condición que sigue
siendo la del «yugo casi servil», la Iglesia ha sentido y sigue sintiendo la
obligación de denunciar tal realidad con toda claridad y franqueza, aunque sepa
que su grito no siempre será acogido favorablemente por todos.
A cien años de distancia de la publicación de la Rerum novarum, la Iglesia
se halla aún ante «cosas nuevas» y ante nuevos desafíos. Por esto, el presente
centenario debe corroborar en su compromiso a todos los «hombres de buena
voluntad» y, en concreto, a los creyentes.
62. Esta encíclica de ahora ha querido mirar al pasado, pero sobre todo está
orientada al futuro. Al igual que la Rerum novarum, se sitúa casi en los
umbrales del nuevo siglo y, con la ayuda divina, se propone preparar su
llegada.
En todo tiempo, la verdadera y perenne «novedad de las cosas» viene de la
infinita potencia divina: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5).
Estas palabras se refieren al cumplimiento de la historia, cuando Cristo
entregará «el reino a Dios Padre..., para que Dios sea todo en todas las cosas»
(1 Co 15, 24. 28). Pero el cristiano sabe que la novedad, que esperamos en su
plenitud a la vuelta del Señor, está presente ya desde la creación del mundo, y
precisamente desde que Dios se ha hecho hombre en Cristo Jesús y con él y por
él ha hecho «una nueva creación» (2 Co 5, 17; Ga 6, 15).
Al concluir esta encíclica doy gracias de nuevo a Dios omnipotente, porque
ha dado a su Iglesia la luz y la fuerza de acompañar al hombre en el camino
terreno hacia el destino eterno. También en el tercer milenio la Iglesia será
fiel en asumir el camino del hombre, consciente de que no peregrina sola, sino
con Cristo, su Señor. Es él quien ha asumido el camino del hombre y lo guía,
incluso cuando éste no se da cuenta.
Que María, la Madre del Redentor, la cual permanece junto a Cristo en su
camino hacia los hombres y con los hombres, y que precede a la Iglesia en la
peregrinación de la fe, acompañe con materna intercesión a la humanidad hacia
el próximo milenio, con fidelidad a Jesucristo, nuestro Señor, que «es el mismo
ayer y hoy y lo será por siempre» (cf. Hb 13, 8), en cuyo nombre os bendigo a
todos de corazón.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el día 1 de mayo —fiesta de san José
obrero— del año 1991, décimo tercero de pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
PARA AMPLIAR Y FOMENTAR LA REFLEXIÓN:
PARA AMPLIAR Y FOMENTAR LA REFLEXIÓN:
- Contexto histórico y contenido teológico de la Centesimus annus.
- Centesimus annus, Juan Pablo II.
- Una nueva ética económica católica en respuesta al neoliberalismo.
- Para entender y reflexionar la encíclica Centesimus annus.
- Consideraciones sobre la Centésimus annus.
PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO:
- Si hiciéramos un paralelismo entre la Rerum novarum y la Centésimus annus ¿qué elementos o cuestiones permanecen invariables y abordados en ambas encíclicas?. ¿Qué nuevos enfoques o matices observamos diferentes también?.
- ¿Qué elementos sociales, culturales, políticos e históricos consideramos que influyeron en el pensamiento de Juan Pablo II al componer esta encíclica?. ¿Qué nos indica esto?.
- ¿Qué conclusiones prácticas podemos obtener de esta encíclica totalmente válidas para nuestro mundo de hoy?.
- ¿Cómo llevar a cabo esas conclusiones prácticas en uno mismo, en la familia, nuestro barrio, parroquia o comunidad cristiana, en nuestro ámbito de compromiso sociopolítico?.
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