Sobre
la paz entre todos los pueblos que ha de fundarse en la verdad, la justicia, el
amor y la libertad.
A los
venerables hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y otros
Ordinarios en paz y comunión con la Sede Apostólica, al clero y fieles de todo
el mundo y a todos los hombres de buena voluntad.
INTRODUCCIÓN.
El
orden en el universo.
1. La
paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la
historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se
respeta fielmente el orden establecido por Dios.
2. El
progreso científico y los adelantos técnicos enseñan claramente que en los
seres vivos y en las fuerzas de la naturaleza impera un orden maravilloso y
que, al mismo tiempo, el hombre posee una intrínseca dignidad, por virtud de la
cual puede descubrir ese orden y forjar los instrumentos adecuados para
adueñarse de esas mismas fuerzas y ponerlas a su servicio.
3. Pero
el progreso científico y los adelantos técnicos lo primero que demuestran es la
grandeza infinita de Dios, creador del universo y del propio hombre. Dios hizo
de la nada el universo, y en él derramó los tesoros de su sabiduría y de su
bondad, por lo cual el salmista alaba a Dios en un pasaje con estas palabras:
¡Oh Yahvé, Señor nuestro, cuán admirable es tu nombre en toda la tierra! [Sal..8,1]. Y
en otro texto dice: ¡Cuántas son tus obras, oh Señor, cuán sabiamente
ordenadas! [Sal.104,24]. De igual manera, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza [Gn.1,26],
dotándole de inteligencia y libertad, y le constituyó señor del universo, como
el mismo salmista declara con esta sentencia: Has hecho al hombre poco menor
que los ángeles, le has coronado de gloria y de honor. Le diste el señorío sobre
las obras de tus manos. Todo lo has puesto debajo de sus pies [Sal.8,5-6].
El
orden en la humanidad.
4.
Resulta, sin embargo, sorprendente el contraste que con este orden maravilloso
del universo ofrece el desorden que reina entre los individuos y entre los pueblos.
Parece como si las relaciones que entre ellos existen no pudieran regirse más
que por la fuerza.
5. Sin
embargo, en lo más íntimo del ser humano, el Creador ha impreso un orden que la
conciencia humana descubre y manda observar estrictamente. Los hombres muestran
que los preceptos de la ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su
conciencia [Rom.2,15]. Por otra parte, ¿cómo podría ser de otro modo?. Todas las obras
de Dios son, en efecto, reflejo de su infinita sabiduría, y reflejo tanto más luminoso
cuanto mayor es el grado absoluto de perfección de que gozan [Sal.18,8-11].
6. Pero
una opinión equivocada induce con frecuencia a muchos al error de pensar que
las relaciones de los individuos con sus respectivas comunidades políticas
pueden regularse por las mismas leyes que rigen las fuerzas y los elementos
irracionales del universo, siendo así que tales leyes son de otro género y hay
que buscarlas solamente allí donde las ha grabado el Creador de todo, esto es,
en la naturaleza del hombre.
7. Son,
en efecto, estas leyes las que enseñan claramente a los hombres, primero, cómo
deben regular sus mutuas relaciones en la convivencia humana; segundo, cómo
deben ordenarse las relaciones de los ciudadanos con las autoridades públicas
de cada Estado; tercero, cómo deben relacionarse entre sí los Estados;
finalmente, cómo deben coordinarse, de una parte, los individuos y los Estados,
y de otra, la comunidad mundial de todos los pueblos, cuya constitución es una
exigencia urgente del bien común universal.
I.
ORDENACIÓN DE LAS RELACIONES CIVILES.
8.
Hemos de hablar primeramente del orden que debe regir entre los hombres.
La
persona humana, sujeto de derechos y deberes.
9. En
toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como
fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza
dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene
por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo
de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e
inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto.
10. Si,
por otra parte, consideramos la dignidad de la persona humana a la luz de las
verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado aún
esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de
Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos
de la gloria eterna.
Los
derechos del hombre.
Derecho
a la existencia y a un decoroso nivel de vida.
11.
Puestos a desarrollar, en primer término, el tema de los derechos del hombre,
observamos que éste tiene un derecho a la existencia, a la integridad corporal,
a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida, cuales son,
principalmente, el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la
asistencia médica y, finalmente, los servicios indispensables que a cada uno
debe prestar el Estado. De lo cual se sigue que el hombre posee también el
derecho a la seguridad personal en caso de enfermedad, invalidez, viudedad,
vejez, paro y, por último, cualquier otra eventualidad que le prive, sin culpa
suya, de los medios necesarios para su sustento (Divini Redemptoris).
Derecho
a la buena fama, a la verdad y a la cultura.
12. El
hombre exige, además, por derecho natural el debido respeto a su persona, la
buena reputación social, la posibilidad de buscar la verdad libremente y,
dentro de los límites del orden moral y del bien común, manifestar y difundir
sus opiniones y ejercer una profesión cualquiera, y, finalmente, disponer de
una información objetiva de los sucesos públicos.
13.
También es un derecho natural del hombre el acceso a los bienes de la cultura.
Por ello, es igualmente necesario que reciba una instrucción fundamental común
y una formación técnica o profesional de acuerdo con el progreso de la cultura
en su propio país. Con este fin hay que esforzarse para que los ciudadanos
puedan subir, sí su capacidad intelectual lo permite, a los más altos grados de
los estudios, de tal forma que, dentro de lo posible, alcancen en la sociedad
los cargos y responsabilidades adecuados a su talento y a la experiencia que
hayan adquirido.
14.
Entre los derechos del hombre dé bese enumerar también el de poder venerar a
Dios, según la recta norma de su conciencia, y profesar la religión en privado
y en público. Porque, como bien enseña Lactancio, para esto nacemos, para
ofrecer a Dios, que nos crea, el justo y debido homenaje; para buscarle a El
solo, para seguirle. Este es el vínculo de piedad que a El nos somete y nos
liga, y del cual deriva el nombre mismo de religión[10]. A propósito de este
punto, nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII afirma: Esta
libertad, la libertad verdadera, digna de los hijos de Dios, que protege tan
gloriosamente la dignidad de la persona humana, está por encima de toda
violencia y de toda opresión y ha sido siempre el objeto de los deseos y del
amor de la Iglesia. Esta es la libertad que reivindicaron constantemente para
sí los apóstoles, la que confirmaron con sus escritos los apologistas, la que
consagraron con su sangre los innumerables mártires cristianos [Libertas praestantissimum].
Derechos
familiares.
15.
Además tienen los hombres pleno derecho a elegir el estado de vida que
prefieran, y, por consiguiente, a fundar una familia, en cuya creación el varón
y la mujer tengan iguales derechos y deberes, o seguir la vocación del
sacerdocio o de la vida religiosa.
16. Por
lo que toca a la familia, la cual se funda en el matrimonio libremente
contraído, uno e indisoluble, es necesario considerarla como la semilla primera
y natural de la sociedad humana. De lo cual nace el deber de atenderla con suma
diligencia tanto en el aspecto económico y social como en la esfera cultural y
ética; todas estas medidas tienen como fin consolidar la familia y ayudarla a
cumplir su misión.
17. A
los padres, sin embargo, corresponde antes que a nadie el derecho de mantener y
educar a los hijos [Casti connubii].
Derechos
económicos.
18. En
lo relativo al campo de la economía, es evidente que el hombre tiene derecho
natural a que se le facilite la posibilidad de trabajar y a la libre iniciativa
en el desempeño del trabajo.
19.
Pero con estos derechos económicos está ciertamente unido el de exigir tales
condiciones de trabajo que no debiliten las energías del cuerpo, ni comprometan
la integridad moral, ni dañen el normal desarrollo de la juventud. Por lo que
se refiere a la mujer, hay quedarle la posibilidad de trabajar en condiciones
adecuadas a las exigencias y los deberes de esposa y de madre [Rerum novarum].
20. De
la dignidad de la persona humana nace también el derecho a ejercer las
actividades económicas, salvando el sentido de la responsabilidad[16]. Por
tanto, no debe silenciarse que ha de retribuirse al trabajador con un salario
establecido conforme a las normas de la justicia, y que, por lo mismo, según
las posibilidades de la empresa, le permita, tanto a él como a su familia, mantener
un género de vida adecuado a la dignidad del hombre. Sobre este punto, nuestro
predecesor, de feliz memoria, Pío XII afirma: Al deber de trabajar, impuesto al
hombre por la naturaleza, corresponde asimismo un derecho natural en virtud del
cual puede pedir, a cambio de su trabajo, lo necesario para la vida propia y de
sus hijos. Tan profundamente está mandada por la naturaleza la conservación del
hombre.
Derecho
a la propiedad privada.
22. Por
último, y es ésta una advertencia necesaria, el derecho de propiedad privada
entraña una función social [Mater et magistra].
Derecho
de reunión y asociación.
23. De
la sociabilidad natural de los hombres se deriva el derecho de reunión y de
asociación; el de dar a las asociaciones que creen la forma más idónea para
obtener los fines propuestos; el de actuar dentro de ellas libremente y con
propia responsabilidad, y el de conducirlas a los resultados previstos.
24.
Como ya advertimos con gran insistencia en la encíclica Mater et magistra, es
absolutamente preciso que se funden muchas asociaciones u organismos
intermedios, capaces de alcanzar los fines que os particulares por sí solos no
pueden obtener eficazmente. Tales asociaciones y organismos deben considerarse
como instrumentos indispensables en grado sumo para defender la dignidad y
libertad de la persona humana, dejando a salvo el sentido de la
responsabilidad.
Derecho
de residencia y emigración.
25. Ha
de respetarse íntegramente también el derecho de cada hombre a conservar o
cambiar su residencia dentro de los límites geográficos del país; más aún, es
necesario que le sea lícito, cuando lo aconsejen justos motivos, emigrar a
otros países y fijar allí su domicilio. El hecho de pertenecer como
ciudadano a una determinada comunidad política no impide en modo alguno ser miembro
de la familia humana y ciudadano de la sociedad y convivencia universal, común
a todos los hombres.
Derecho
a intervenir en la vida pública.
26.
Añádese a lo dicho que con la dignidad de la persona humana concuerda el
derecho a tomar parte activa en la vida pública y contribuir al bien común.
Pues, como dice nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII, el hombre como
tal, lejos de ser objeto y elemento puramente pasivo de la vida social, es, por
el contrario, y debe ser y permanecer su sujeto, fundamento y fin.
Derecho
a la seguridad jurídica.
27. A
la persona humana corresponde también la defensa legítima de sus propios
derechos; defensa eficaz, igual para todos y regida por las normas objetivas de
la justicia, como advierte nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII con
estas palabras: Del ordenamiento jurídico querido por Dios deriva el
inalienable derecho del hombre a la seguridad jurídica y, con ello, a una
esfera concreta de derecho, protegida contra todo ataque arbitrario.
Los
deberes del hombre.
Conexión
necesaria entre derechos y deberes.
28. Los
derechos naturales que hasta aquí hemos recordado están unidos en el hombre que
los posee con otros tantos deberes, y unos y otros tienen en la ley natural,
que los confiere o los impone, su origen, mantenimiento y vigor indestructible.
29. Por
ello, para poner algún ejemplo, al derecho del hombre a la existencia
corresponde el deber de conservarla; al derecho a un decoroso nivel de vida, el
deber de vivir con decoro; al derecho de buscar libremente la verdad, el deber
de buscarla cada día con mayor profundidad y amplitud.
30. Es
asimismo consecuencia de lo dicho que, en la sociedad humana, a un determinado
derecho natural de cada hombre corresponda en los demás el deber de reconocerlo
y respetarlo. Porque cualquier derecho fundamental del hombre deriva su fuerza
moral obligatoria de la ley natural, que lo confiere e impone el correlativo
deber. Por tanto, quienes, al reivindicar sus derechos, olvidan por completo
sus deberes o no les dan la importancia debida, se asemejan a los que derriban
con una mano lo que con la otra construyen.
El
deber de colaborar con los demás.
31. Al
ser los hombres por naturaleza sociables, deben convivir unos con otros y
procurar cada uno el bien de los demás. Por esto, una convivencia humana
rectamente ordenada exige que se reconozcan y se respeten mutuamente los
derechos y los deberes. De aquí se sigue también el que cada uno deba aportar
su colaboración generosa para procurar una convivencia civil en la que se respeten
los derechos y los deberes con diligencia y eficacia crecientes.
32. No
basta, por ejemplo, reconocer al hombre el derecho a las cosas necesarias para
la vida si no se procura, en la medida posible, que el hombre posea con
suficiente abundancia cuanto toca a su sustento.
33. A
esto se añade que la sociedad, además de tener un orden jurídico, ha de
proporcionar al hombre muchas utilidades. Lo cual exige que todos reconozcan y
cumplan mutuamente sus derechos y deberes e intervengan unidos en las múltiples
empresas que la civilización actual permita, aconseje o reclame.
El
deber de actuar con sentido de responsabilidad.
34. La
dignidad de la persona humana requiere, además, que el hombre, en sus
actividades, proceda por propia iniciativa y libremente. Por lo cual,
tratándose de la convivencia civil, debe respetar los derechos, cumplir las
obligaciones y prestar su colaboración a los demás en una multitud de obras,
principalmente en virtud de determinaciones personales. De esta manera, cada
cual ha de actuar por su propia decisión, convencimiento y responsabilidad, y
no movido por la coacción o por presiones que la mayoría de las veces provienen
de fuera. Porque una sociedad que se apoye sólo en la razón de la fuerza ha de
calificarse de inhumana. En ella, efectivamente, los hombres se ven privados de
su libertad, en vez de sentirse estimulados, por el contrario, al progreso de
la vida y al propio perfeccionamiento.
Verdad,
justicia, amor y libertad, fundamentos de la convivencia humana.
35. Por
esto, la convivencia civil sólo puede juzgarse ordenada, fructífera y
congruente con la dignidad humana si se funda en la verdad. Es una advertencia
del apóstol San Pablo: Despojándoos de la mentira, hable cada uno verdad con su
prójimo, pues que todos somos miembros unos de otros [Ef.4,25]. Esto ocurrirá,
ciertamente, cuando cada cual reconozca, en la debida forma, los derechos que
le son propios y los deberes que tiene para con los demás. Más todavía: una
comunidad humana será cual la hemos descrito cuando los ciudadanos, bajo la
guía de la justicia, respeten los derechos ajenos y cumplan sus propias
obligaciones; cuando estén movidos por el amor de tal manera, que sientan como
suyas las necesidades del prójimo y hagan a los demás partícipes de sus bienes,
y procuren que en todo el mundo haya un intercambio universal de los valores
más excelentes del espíritu humano. Ni basta esto sólo, porque la sociedad
humana se va desarrollando conjuntamente con la libertad, es decir, con
sistemas que se ajusten a la dignidad del ciudadano, ya que, siendo éste
racional por naturaleza, resulta, por lo mismo, responsable de sus acciones.
Carácter
espiritual de la sociedad humana.
36. La
sociedad humana, venerables hermanos y queridos hijos, tiene que ser
considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual:
que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los
más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a
desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la
belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a
compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho
propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al
mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la
convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento
jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la expresión externa
de la comunidad humana en su incesante desarrollo.
37. El
orden vigente en la sociedad es todo él de naturaleza espiritual. Porque se
funda en la verdad, debe practicarse según los preceptos de la justicia, exige
ser vivificado y completado por el amor mutuo, y, por último, respetando
íntegramente la libertad, ha de ajustarse a una igualdad cada día más humana.
La
convivencia tiene que fundarse en el orden moral establecido por Dios.
38. Sin
embargo, este orden espiritual, cuyos principios son universales, absolutos e
inmutables, tiene su origen único en un Dios verdadero, personal y que
trasciende a la naturaleza humana. Dios, en efecto, por ser la primera verdad y
el sumo bien, es la fuente más profunda de la cual puede extraer su vida
verdadera una convivencia humana rectamente constituida, provechosa y adecuada
a la dignidad del hombre. A esto se refiere el pasaje de Santo Tomás de Aquino: El que la razón humana sea norma de la humana voluntad, por la que se
mida su bondad, es una derivación de la ley eterna, la cual se identifica con
la razón divina... Es, por consiguiente, claro que la bondad de la voluntad
humana depende mucho más de la ley eterna que de la razón humana [Summa Theologiae].
39.
Tres son las notas características de nuestra época.
La
elevación del mundo laboral.
40. En
primer lugar contemplamos el avance progresivo realizado por las clases
trabajadoras en lo económico y en lo social. Inició el mundo del trabajo su
elevación con la reivindicación de sus derechos, principalmente en el orden
económico y social. Extendieron después los trabajadores sus reivindicaciones a
la esfera política. Finalmente, se orientaron al logro de las ventajas propias
de una cultura más refinada. Por ello, en la actualidad, los trabajadores de
todo el mundo reclaman con energía que no se les considere nunca simples
objetos carentes de razón y libertad, sometidos al uso arbitrario de los demás,
sino como hombres en todos los sectores de la sociedad; esto es, en el orden
económico y social, en el político y en el campo de la cultura.
La
presencia de la mujer en la vida pública.
41. En
segundo lugar, es un hecho evidente la presencia de la mujer en la vida
pública. Este fenómeno se registra con mayor rapidez en los pueblos que
profesan la fe cristiana, y con más lentitud, pero siempre en gran escala, en
países de tradición y civilizaciones distintas. La mujer ha adquirido una
conciencia cada día más clara de su propia dignidad humana. Por ello no tolera
que se la trate como una cosa inanimada o un mero instrumento; exige, por el
contrario, que, tanto en el ámbito de la vida doméstica como en el de la vida
pública, se le reconozcan los derechos y obligaciones propios de la persona
humana.
La
emancipación de los pueblos.
42.
Observamos, por último, que, en la actualidad, la convivencia humana ha sufrido
una total transformación en lo social y en lo político. Todos los pueblos, en
efecto, han adquirido ya su libertad o están a punto de adquirirla. Por ello,
en breve plazo no habrá pueblos dominadores ni pueblos dominados.
43. Los
hombres de todos los países o son ya ciudadanos de un Estado independiente, o
están a punto de serlo. No hay ya comunidad nacional alguna que quiera estar
sometida al dominio de otra. Porque en nuestro tiempo resultan anacrónicas las
teorías, que duraron tantos siglos, por virtud de las cuales ciertas clases
recibían un trato de inferioridad, mientras otras exigían posiciones
privilegiadas, a causa de la situación económica y social, del sexo o de la
categoría política.
44.
Hoy, por el contrario, se ha extendido y consolidado por doquiera la convicción
de que todos los hombres son, por dignidad natural, iguales entre sí. Por lo
cual, las discriminaciones raciales no encuentran ya justificación alguna, a lo
menos en el plano de la razón y de la doctrina. Esto tiene una importancia
extraordinaria para lograr una convivencia humana informada por los principios
que hemos recordado. Porque cuando en un hombre surge la conciencia de los
propios derechos, es necesario que aflore también la de las propias obligaciones;
de forma que aquel que posee determinados derechos tiene asimismo, como
expresión de su dignidad, la obligación de exigirlos, mientras los demás tienen
el deber de reconocerlos y respetarlos.
45.
Cuando la regulación jurídica del ciudadano se ordena al respeto de los
derechos y de los deberes, los hombres se abren inmediatamente al mundo de las
realidades espirituales, comprenden la esencia de la verdad, de la justicia, de
la caridad, de la libertad, y adquieren conciencia de ser miembros de tal
sociedad. Y no es esto todo, porque, movidos profundamente por estas mismas
causas, se sienten impulsados a conocer mejor al verdadero Dios, que es
superior al hombre y personal. Por todo lo cual juzgan que las relaciones que
los unen con Dios son el fundamento de su vida, de esa vida que viven en la
intimidad de su espíritu o unidos en sociedad con los demás hombres.
II.
ORDENACIÓN DE LAS RELACIONES POLÍTICAS.
La
autoridad.
Es
necesaria.
46. Una
sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima
autoridad, que defiendan las instituciones y consagren, en la medida
suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho común del país. Toda la
autoridad que los gobernantes poseen proviene de Dios, según enseña San Pablo:
Porque no hay autoridad que no venga de Dios [Rom.13,1-6]. Enseñanza del Apóstol que
San Juan Crisóstomo desarrolla en estos términos: ¿Qué dices?. ¿Acaso todo
gobernante ha sido establecido por Dios?. No digo esto -añade-, no hablo de cada
uno de los que mandan, sino de la autoridad misma. Porque el que existan las
autoridades, y haya gobernantes y súbditos, y todo suceda sin obedecer a un
azar completamente fortuito, digo que es obra de la divina sabiduría.En
efecto, como Dios ha creado a los hombres sociales por naturaleza y ninguna
sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y a cada uno
con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común, resulta necesaria en
toda sociedad humana una autoridad que la dirija; autoridad que, como la misma
sociedad, surge y deriva de la naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es
su autor [Immortale Dei].
Debe
estar sometida al orden moral.
47. La
autoridad, sin embargo, no puede considerarse exenta de sometimiento a otra
superior. Más aún, la autoridad consiste en la facultad de mandar según la
recta razón. Por ello, se sigue evidentemente que su fuerza obligatoria procede
del orden moral, que tiene a Dios como primer principio y último fin. Por eso
advierte nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII: El mismo orden absoluto
de los seres y de los fines, que muestra al hombre como persona autónoma, es
decir, como sujeto de derechos y de deberes inviolables, raíz y término de su
propia vida social, abarca también al Estado como sociedad necesaria, revestida
de autoridad, sin la cual no podría ni existir ni vivir... Y como ese orden
absoluto, a la luz de la sana razón, y más particularmente a la luz de la fe
cristiana, no puede tener otro origen que un Dios personal, Creador nuestro,
síguese que... la dignidad de la autoridad política es la dignidad de su
participación en la autoridad de Dios.
48. Por
este motivo, el derecho de mandar que se funda exclusiva o principalmente en la
amenaza o el temor de las penas o en la promesa de premios, no tiene eficacia
alguna para mover al hombre a laborar por el bien común, y, aun cuando tal vez
tuviera esa eficacia, no se ajustaría en absoluto a la dignidad del hombre, que
es un ser racional y libre. La autoridad no es, en su contenido sustancial, una
fuerza física; por ello tienen que apelar los gobernantes a la conciencia del
ciudadano, esto es, al deber que sobre cada uno pesa de prestar su pronta
colaboración al bien común. Pero como todos los hombres son entre sí iguales en
dignidad natural, ninguno de ellos, en consecuencia, puede obligar a los demás
a tomar una decisión en la intimidad de su conciencia. Es éste un poder
exclusivo de Dios, por ser el único que ve y juzga los secretos más ocultos del
corazón humano.
49. Los
gobernantes, por tanto, sólo pueden obligar en conciencia al ciudadano cuando
su autoridad está unida a la de Dios y constituye una participación de la
misma [Diuturnum illud].
Y se
salva la dignidad del ciudadano.
50.
Sentado este principio, se salva la dignidad del ciudadano, ya que su obediencia
a las autoridades públicas no es, en modo alguno, sometimiento de hombre a
hombre, sino, en realidad, un acto de culto a Dios, creador solícito de todo,
quien ha ordenado que las relaciones de la convivencia humana se regulen por el
orden que El mismo ha establecido; por otra parte, al rendir a Dios la debida
reverencia, el hombre no se humilla, sino más bien se eleva y ennoblece, ya que
servir a Dios es reinar [Immortale Dei].
La ley
debe respetar el ordenamiento divino.
51. El
derecho de mandar constituye una exigencia del orden espiritual y dimana de
Dios. Por ello, si los gobernantes promulgan una ley o dictan una disposición
cualquiera contraria a ese orden espiritual y, por consiguiente, opuesta a la
voluntad de Dios, en tal caso ni la ley promulgada ni la disposición dictada
pueden obligar en conciencia al ciudadano, ya que es necesario obedecer a Dios
antes que a los hombres [Hch.5,29]); más aún, en semejante situación, la propia
autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa. Así
lo enseña Santo Tomás: En cuanto a lo segundo, la ley humana tiene razón de ley
sólo en cuanto se ajusta a la recta razón. Y así considerada, es manifiesto que
procede de la ley eterna. Pero, en cuanto se aparta de la recta razón, es una
ley injusta, y así no tiene carácter de ley, sino más bien de violencia [Summa Theologiae].
Autoridad
y democracia.
52.
Ahora bien, del hecho de que la autoridad proviene de Dios no debe en modo
alguno deducirse que los hombres no tengan derecho a elegir los gobernantes de
la nación, establecer la forma de gobierno y determinar los procedimientos y
los límites en el ejercicio de la autoridad. De aquí que la doctrina que
acabamos de exponer pueda conciliarse con cualquier clase de régimen
auténticamente democrático [Diuturnum illud].
Obliga
al ciudadano.
53.
Todos los individuos y grupos intermedios tienen el deber de prestar su
colaboración personal al bien común. De donde se sigue la conclusión
fundamental de que todos ellos han de acomodar sus intereses a las necesidades
de los demás, y la de que deben enderezar sus prestaciones en bienes o
servicios al fin que los gobernantes han establecido, según normas de justicia
y respetando los procedimientos y límites fijados para el gobierno. Los
gobernantes, por tanto, deben dictar aquellas disposiciones que, además de su
perfección formal jurídica, se ordenen por entero al bien de la comunidad o
puedan conducir a él.
Obliga
también al gobernante.
54. La
razón de ser de cuantos gobiernan radica por completo en el bien común. De
donde se deduce claramente que todo gobernante debe buscarlo, respetando la
naturaleza del propio bien común y ajustando al mismo tiempo sus normas
jurídicas a la situación real de las circunstancias [Immortale Dei].
Está
ligado a la naturaleza humana.
55. Sin
duda han de considerarse elementos intrínsecos del bien común las propiedades
características de cada nación [Summi pontificatus]; pero estas propiedades no definen en
absoluto de manera completa el bien común. El bien común, en efecto, está
íntimamente ligado a la naturaleza humana. Por ello no se puede mantener su
total integridad más que en el supuesto de que, atendiendo a la íntima
naturaleza y efectividad del mismo, se tenga siempre en cuenta el concepto de
la persona humana.
Debe
redundar en provecho de todos.
56.
Añádase a esto que todos los miembros de la comunidad deben participar en el
bien común por razón de su propia naturaleza, aunque en grados diversos, según
las categorías, méritos y condiciones de cada ciudadano. Por este motivo, los
gobernantes han de orientar sus esfuerzos a que el bien común redunde en
provecho de todos, sin preferencia alguna por persona o grupo social
determinado, como lo establece ya nuestro predecesor, de inmortal memoria, LeónXIII: No se puede permitir en modo alguno que la autoridad civil sirva el
interés de uno o de pocos, porque está constituida para el bien común de
todos [Immortale Dei]. Sin embargo, razones de justicia y de equidad pueden exigir, a
veces, que los hombres de gobierno tengan especial cuidado de los ciudadanos
más débiles, que puedan hallarse en condiciones de inferioridad, para defender
sus propios derechos y asegurar sus legítimos intereses [Rerum novarum].
57.
Hemos de hacer aquí una advertencia a nuestros hijos: el bien común abarca a
todo el hombre, es decir, tanto las exigencias del cuerpo como las del
espíritu. De lo cual se sigue que los gobernantes deben procurar dicho bien por
las vías adecuadas y escalonadamente, de tal forma que, respetando el recto
orden de los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo
tiempo los bienes del espíritu [Summi pontificatus].
58.
Todos estos principios están recogidos con exacta precisión en un pasaje de
nuestra encíclica Mater et magistra, donde establecimos que el bien común
abarca todo un conjunto de condiciones sociales que permitan a los ciudadanos
el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección.
59. El hombre, por tener un cuerpo y un alma inmortal, no puede satisfacer sus
necesidades ni conseguir en esta vida mortal su perfecta felicidad. Esta es la
razón de que el bien común deba procurarse por tales vías y con tales medios
que no sólo no pongan obstáculos a la salvación eterna del hombre, sino que,
por el contrario, le ayuden a conseguirla [Quadragesimo anno].
Deberes
de los gobernantes en orden al bien común.
1.
Defender los derechos y deberes del hombre.
60. En la época actual se considera que el bien común consiste principalmente en la
defensa de los derechos y deberes de la persona humana. De aquí que la misión
principal de los hombres de gobierno deba tender a dos cosas: de un lado,
reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; de otro,
facilitar a cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes. Tutelar
el campo intangible de los derechos de la persona humana y hacerle llevadero el
cumplimiento de sus deberes debe ser oficio esencial de todo poder público.
61. Por
eso, los gobernantes que no reconozcan los derechos del hombre o los violen
faltan a su propio deber y carecen, además, de toda obligatoriedad las
disposiciones que dicten.
62. Más
aún, los gobernantes tienen como deber principal el de armonizar y regular de
una manera adecuada y conveniente los derechos que vinculan entre sí a los
hombres en el seno de la sociedad, de tal forma que, en primer lugar, los
ciudadanos, al procurar sus derechos, no impidan el ejercicio de los derechos
de los demás; en segundo lugar, que el que defienda su propio derecho no
dificulte a los otros la práctica de sus respectivos deberes, y, por último,
hay que mantener eficazmente la integridad de los derechos de todos y
restablecerla en caso de haber sido violada.
3.
Favorecer su ejercicio.
63. Es
además deber de quienes están a la cabeza del país trabajar positivamente para
crear un estado de cosas que permita y facilite al ciudadano la defensa de sus
derechos y el cumplimiento de sus obligaciones. De hecho, la experiencia enseña
que, cuando falta una acción apropiada de los poderes públicos en lo económico,
lo político o lo cultural, se produce entre los ciudadanos, sobre todo en
nuestra época, un mayor número de desigualdades en sectores cada vez más
amplios, resultando así que los derechos y deberes de la persona humana carecen
de toda eficacia práctica.
4.
Exigencias concretas en esta materia.
64. Es
por ello necesario que los gobiernos pongan todo su empeño para que el
desarrollo económico y el progreso social avancen a mismo tiempo y para que, a
medida que se desarrolla la productividad de los sistemas económicos, se
desenvuelvan también los servicios esenciales, como son, por ejemplo,
carreteras, transportes, comercio, agua potable, vivienda, asistencia
sanitaria, medios que faciliten la profesión de la fe religiosa y, finalmente,
auxilios para el descanso del espíritu. Es necesario también que las
autoridades se esfuercen por organizar sistemas económicos de previsión para
que al ciudadano, en el caso de sufrir una desgracia o sobrevenirle una carga
mayor en las obligaciones familiares contraídas, no le falte lo necesario para
llevar un tenor de vida digno. Y no menor empeño deberán poner las autoridades
en procurar y en lograr que a los obreros aptos para el trabajo se les dé la
oportunidad de conseguir un empleo adecuado a sus fuerzas; que se pague a cada
uno el salario que corresponda según las leyes de la justicia y de la equidad;
que en las empresas puedan los trabajadores sentirse responsables de la tarea
realizada; que se puedan constituir fácilmente organismos intermedios que hagan
más fecunda y ágil la convivencia social; que, finalmente, todos, por los
procedimientos y grados oportunos, puedan participar en los bienes de la
cultura.
5.
Guardar un perfecto equilibrio en la regulación y tutela de los derechos.
65. Sin
embargo, el bien general del país también exige que los gobernantes, tanto en
la tarea de coordinar y asegurar los derechos de los ciudadanos como en la
función de irlos perfeccionando, guarden un pleno equilibrio para evitar, por
un lado, que la preferencia dada a los derechos de algunos particulares o de
determinados grupos venga a ser origen de una posición de privilegio en la nación,
y para soslayar, por otro, el peligro de que, por defender los derechos de
todos, incurran en la absurda posición de impedir el pleno desarrollo de los
derechos de cada uno. Manténgase siempre a salvo el principio de que la
intervención de las autoridades públicas en el campo económico, por dilatada y
profunda que sea, no sólo no debe coartar la libre iniciativa de los
particulares, sino que, por el contrario, ha de garantizar la expansión de esa
libre iniciativa, salvaguardando, sin embargo, incólumes los derechos
esenciales de la persona humana [Mater et magistra].
66.
Idéntica finalidad han de tener las iniciativas de todo género del gobierno
dirigidas a facilitar al ciudadano tanto la defensa de sus derechos como el cumplimiento de sus deberes en todos los sectores de la vida social.
La
constitución jurídico-política de la sociedad.
67.
Pasando a otro tema, no puede establecerse una norma universal sobre cuál sea
la forma mejor de gobierno ni sobre los sistemas más adecuados para el
ejercicio de las funciones públicas, tanto en la esfera legislativa como en la
administrativa y en la judicial.
División
de funciones y de poderes.
68. En
realidad, para determinar cuál haya de ser la estructura política de un país o
el procedimiento apto para el ejercicio de las funciones públicas, es necesario
tener muy en cuenta la situación actual y las circunstancias de cada pueblo;
situación y circunstancias que cambian en función de los lugares y de las
épocas. Juzgamos, sin embargo, que concuerda con la propia naturaleza del
hombre una organización de la convivencia compuesta por las tres clases de magistraturas
que mejor respondan a la triple función principal de la autoridad pública;
porque en una comunidad política así organizada, las funciones de cada
magistratura y las relaciones entre el ciudadano y los servidores de la cosa
pública quedan definidas en términos jurídicos. Tal estructura política ofrece,
sin duda, una eficaz garantía al ciudadano tanto en el ejercicio de sus
derechos como en el cumplimiento de sus deberes.
Normas
generales para el ejercicio de los tres poderes.
69. Sin
embargo, para que esta organización jurídica y política de la comunidad rinda
las ventajas que le son propias, es exigencia de la misma realidad que las
autoridades actúen y resuelvan las dificultades que surjan con procedimientos y
medios idóneos, ajustados a las funciones específicas de su competencia y a la
situación actual del país. Esto implica, además, la obligación que el poder
legislativo tiene, en el constante cambio que la realidad impone, de no
descuidar jamás en su actuación las normas morales, las bases constitucionales
del Estado y las exigencias del bien común. Reclama, en segundo lugar, que la
administración pública resuelva todos los casos en consonancia con el derecho,
teniendo a la vista la legislación vigente y con cuidadoso examen crítico de la
realidad concreta. Exige, por último, que el poder judicial dé a cada cual su
derecho con imparcialidad plena y sin dejarse arrastrar por presiones de grupo
alguno. Es también exigencia de la realidad que tanto el ciudadano como los
grupos intermedios tengan a su alcance los medios legales necesarios para
defender sus derechos y cumplir sus obligaciones, tanto en el terreno de las
mutuas relaciones privadas como en sus contactos con los funcionarios
públicos.
70. Es
indudable que esta ordenación jurídica del Estado, la cual responde a las
normas de la moral y de la justicia y concuerda con el grado de progreso de la
comunidad política, contribuye en gran manera al bien común del país.
71. Sin
embargo, en nuestros tiempos, la vida social es tan variada, compleja y
dinámica, que cualquier ordenación jurídica, aun la elaborada con suma
prudencia y previsora intención, resulta muchas veces inadecuada frente a las
necesidades.
72. Hay
que añadir un hecho más: el de que las relaciones recíprocas de los ciudadanos,
de los ciudadanos y de los grupos intermedios con las autoridades y,
finalmente, de las distintas autoridades del Estado entre sí, resultan a veces
tan inciertas y peligrosas, que no pueden encuadrarse en determinados moldes
jurídicos. En tales casos, la realidad pide que los gobernantes, para mantener
incólume la ordenación jurídica del Estado en sí misma y en los principios que
la inspiran, satisfacer las exigencias fundamentales de la vida social,
acomodar las leyes y resolver los nuevos problemas de acuerdo con los hábitos
de la vida moderna, tengan, lo primero, una recta idea de la naturaleza de sus
funciones y de los límites de su competencia, y posean, además, sentido de la
equidad, integridad moral, agudeza de ingenio y constancia de voluntad en grado
bastante para descubrir sin vacilación lo que hay que hacer y para llevarlo a
cabo a tiempo y con valentía.
Acceso
del ciudadano a la vida pública.
73. Es
una exigencia cierta de la dignidad humana que los hombres puedan con pleno
derecho dedicarse a la vida pública, si bien solamente pueden participar en
ella ajustándose a las modalidades que concuerden con la situación real de la
comunidad política a la que pertenecen.
74. Por
otra parte, de este derecho de acceso a la vida pública se siguen para los
ciudadanos nuevas y amplísimas posibilidades de bien común. Porque,
primeramente, en las actuales circunstancias, los gobernantes, al ponerse en
contacto y dialogar con mayor frecuencia con los ciudadanos, pueden conocer
mejor los medios que más interesan para el bien común, y, por otra parte, la
renovación periódica de las personas en los puestos públicos no sólo impide el
envejecimiento de la autoridad, sino que además le da la posibilidad de
rejuvenecerse en cierto modo para acometer el progreso de la sociedad
humana.
Carta
de los derechos del hombre.
75. De
todo lo expuesto hasta aquí se deriva con plena claridad que, en nuestra época,
lo primero que se requiere en la organización jurídica del Estado es redactar,
con fórmulas concisas y claras, un compendio de los derechos fundamentales del
hombre e incluirlo en la constitución general del Estado.
Organización
de poderes.
76. Se
requiere, en segundo lugar, que, en términos estrictamente jurídicos, se
elabore una constitución pública de cada comunidad política, en la que se
definan los procedimientos para designar a los gobernantes, los vínculos con
los que necesariamente deban aquellos relacionarse entre sí, las esferas de sus
respectivas competencias y, por último, las normas obligatorias que hayan de
dirigir el ejercicio de sus funciones.
Relaciones
autoridad-ciudadanos.
77. Se
requiere, finalmente, que se definan de modo específico los derechos y deberes
del ciudadano en sus relaciones con las autoridades y que se prescriba de forma
clara como misión principal delas autoridades el reconocimiento, respeto,
acuerdo mutuo, tutela y desarrollo continuo de los derechos y deberes del
ciudadano.
Juicio
crítico.
78. Sin
embargo, no puede aceptarse la doctrina de quienes afirman que la voluntad de
cada individuo o de ciertos grupos es la fuente primaria y única de donde
brotan los derechos y deberes del ciudadano, proviene la fuerza obligatoria de
la constitución política y nace, finalmente, el poder de los gobernantes del
Estado para mandar.
79. No
obstante, estas tendencias de que hemos hablado constituyen también un
testimonio indudable de que en nuestro tiempo los hombres van adquiriendo una
conciencia cada vez más viva de su propia dignidad y se sienten, por tanto,
estimulados a intervenir en la ida pública y a exigir que sus derechos
personales e inviolables se defiendan en la constitución política del país. No
basta con esto; los hombres exigen hoy, además, que las autoridades se nombren
de acuerdo con las normas constitucionales y ejerzan sus funciones dentro de
los términos establecidos por las mismas.
Las
relaciones internacionales deben regirse por la ley moral.
80. Nos
complace confirmar ahora con nuestra autoridad las enseñanzas que sobre el
Estado expusieron repetidas veces nuestros predecesores, esto es, que las
naciones son sujetos de derechos y deberes mutuos y, por consiguiente, sus
relaciones deben regularse por las normas de la verdad, la justicia, la activa
solidaridad y la libertad. Porque la misma ley natural que rige las relaciones de
convivencia entre los ciudadanos debe regular también las relaciones mutuas
entre las comunidades políticas.
81.
Este principio es evidente para todo el que considere que los gobernantes,
cuando actúan en nombre de su comunidad y atienden al bien de la misma, no
pueden, en modo alguno, abdicar de su dignidad natural, y, por tanto, no les es
lícito en forma alguna prescindir de la ley natural, a la que están sometidos,
ya que ésta se identifica con la propia ley moral.
82. Es,
por otra parte, absurdo pensar que los hombres, por el mero hecho de gobernar
un Estado, puedan verse obligados a renunciar a su condición humana. Todo lo
contrario, han sido elevados a tan encumbrada posición porque, dadas sus
egregias cualidades personales, fueron considerados como los miembros más
sobresalientes de la comunidad.
83. Más
aún, el mismo orden moral impone dos consecuencias: una, la necesidad de una
autoridad rectora en el seno de la sociedad; otra, que esa autoridad no pueda
rebelarse contra tal orden moral sin derrumbarse inmediatamente, al quedar
privada de su propio fundamento. Es un aviso del mismo Dios: Oíd, pues, ¡oh
reyes!, y entended; aprended vosotros los que domináis los confines de la
tierra. Aplicad el oído los que imperáis sobre las muchedumbres y los que os
engreís sobre la multitud de las naciones. Porque el poder os fue dado por el
Señor, y la soberanía por el Altísimo, el cual examinará vuestras obras y
escudriñará vuestros pensamientos [Sab.6,2-4].
84.
Finalmente, es necesario recordar que también en la ordenación de las
relaciones internacionales la autoridad debe ejercerse de forma que promueva el
bien común de todos, ya que para esto precisamente se ha establecido.
85.
Entre las exigencias fundamentales del bien común hay que colocar
necesariamente el principio del reconocimiento del orden moral y de la
inviolabilidad de sus preceptos. El nuevo orden que todos los pueblos
anhelan... ha de alzarse sobre la roca indestructible e inmutable de la ley moral,
manifestada por el mismo Creador mediante el orden natural y esculpida por El
en los corazones de los hombres con caracteres indelebles... Como faro
resplandeciente, la ley moral debe, con los rayos de sus principios, dirigir la
ruta de la actividad de los hombres y de los Estados, los cuales habrán de
seguir sus amonestadoras, saludables y provechosas indicaciones, sí no quieren
condenar a la tempestad y al naufragio todo trabajo y esfuerzo para establecer
un orden nuevo.
Las
relaciones internacionales deben regirse por la verdad.
86. Hay
que establecer como primer principio que las relaciones internacionales deben
regirse por la verdad. Ahora bien, la verdad exige que en estas relaciones se
evite toda discriminación racial y que, por consiguiente, se reconozca como
principio sagrado e inmutable que todas las comunidades políticas son iguales
en dignidad natural. De donde se sigue que cada una de ellas tiene derecho a la
existencia, al propio desarrollo, a los medios necesarios para este desarrollo
y a ser, finalmente, la primera responsable en procurar y alcanzar todo lo
anterior; de igual manera, cada nación tiene también el derecho a la buena fama
y a que se le rindan los debidos honores.
87. La
experiencia enseña que son muchas y muy grandes las diferencias entre los
hombres en ciencia, virtud, inteligencia y bienes materiales. Sin embargo, este
hecho no puede justificar nunca el propósito de servirse de la superioridad
propia para someter de cualquier modo a los demás. Todo lo contrarío: esta superioridad
implica una obligación social más grave para ayudar a los demás a que logren,
con el esfuerzo común, la perfección propia.
88. De
modo semejante, puede suceder que algunas naciones aventajen a otras en el
grado de cultura, civilización y desarrollo económico. Pero esta ventaja, lejos
de ser una causa lícita para dominar injustamente a las demás, constituye más
bien una obligación para prestar una mayor ayuda al progreso común de todos los
pueblos.
89. En
realidad, no puede existir superioridad alguna por naturaleza entre los
hombres, ya que todos ellos sobresalen igualmente por su dignidad natural. De
aquí se sigue que tampoco existen diferencias entre las comunidades políticas
por lo que respecta a su dignidad natural. Cada Estado es como un cuerpo, cuyos
miembros son los seres humanos. Por otra parte, la experiencia enseña que los
pueblos son sumamente sensibles, y no sin razón, en todas aquellas cosas quede
alguna manera atañen a su propia dignidad.
90.
Exige, por último, la verdad que en el uso de los medios de información que la
técnica moderna ha introducido, y que tanto sirve para fomentar y extender el
mutuo conocimiento de los pueblos, se observen de forma absoluta las normas de
una serena objetividad. Lo cual no prohíbe, ni mucho menos, a los pueblos
subrayar los aspectos positivos de su vida. Pero han de rechazarse por entero
los sistemas de información que, violando los preceptos de la verdad y de la
justicia, hieren la fama de cualquier país.
Las
relaciones internacionales deben regirse por la justicia.
91.
Segundo principio: las relaciones internacionales deben regularse por las
normas de la justicia, lo cual exige dos cosas: el reconocimiento de los mutuos
derechos y el cumplimiento de los respectivos deberes.
92. Y
como las comunidades políticas tienen derecho a la existencia, al propio
desarrollo, a obtener todos los medios necesarios para su aprovechamiento, a
ser los protagonistas de esta tarea y a defender su buena reputación y los
honores que les son debidos, de todo ello se sigue que las comunidades
políticas tienen igualmente el deber de asegurar de modo eficaz tales derechos
y de evitar cuanto pueda lesionarlos. Así como en las relaciones privadas los
hombres no pueden buscar sus propios intereses con daño injusto de los ajenos,
de la misma manera, las comunidades políticas no pueden, sin incurrir en
delito, procurarse un aumento de riquezas que constituya injuria u opresión
injusta de las demás naciones. Oportuna es a este respecto la sentencia de San
Agustín: Si se abandona la justicia, ¿qué son los reinos sino grandes
latrocinios? [Civitate Dei].
El
problema de las minorías étnicas.
94. A
este capítulo de las relaciones internacionales pertenece de modo singular la
tendencia política quedes de el siglo XIX se ha ido generalizando e imponiendo,
por virtud de la cual los grupos étnicos aspiran a ser dueños de sí mismos y a
constituir una sola nación. Y como esta aspiración, por muchas causas, no
siempre puede realizarse, resulta de ello la frecuente presencia de minorías
étnicas dentro de los límites de una nación de raza distinta, lo cual plantea
problemas de extrema gravedad.
95. En
esta materia hay que afirmar claramente que todo cuanto se haga para reprimir
la vitalidad y el desarrollo de tales minorías étnicas viola gravemente los
deberes de la justicia. Violación que resulta mucho más grave aún si esos
criminales atentados van dirigidos al aniquilamiento de la raza.
96.
Responde, por el contrario, y plenamente, a lo que la justicia demanda: que los
gobernantes se consagren a promover con eficacia los valores humanos de dichas
minorías, especialmente en lo tocante a su lengua, cultura, tradiciones,
recursos e iniciativas económicas.
97. Hay
que advertir, sin embargo, que estas minorías étnicas, bien por la situación
que tienen que soportar a disgusto, bien por la presión de los recuerdos
históricos, propenden muchas veces a exaltar más de lo debido sus
características raciales propias, hasta el punto de anteponerlas a los valores
comunes propios de todos los hombres, como si el bien de la entera familia
humana hubiese de subordinarse al bien de una estirpe. Lo razonable, en cambio,
es que tales grupos étnicos reconozcan también las ventajas que su actual
situación les ofrece, ya que contribuye no poco a su perfeccionamiento humano
el contacto diario con los ciudadanos de una cultura distinta, cuyos valores
propios puedan ir así poco a poco asimilando. Esta asimilación sólo podrá
lograrse cuando las minorías se decidan a participar amistosamente en los usos
y tradiciones de los pueblos que las circundan; pero no podrá alcanzarse si las
minorías fomentan los mutuos roces, que acarrean daños innumerables y retrasan
el progreso civil de las naciones.
Asociaciones,
colaboración e intercambios.
98.
Como las relaciones internacionales deben regirse por las normas de la verdad y
de la justicia, por ello han de incrementarse por medio de una activa
solidaridad física y espiritual. Esta puede lograrse mediante múltiples formas
de asociación, como ocurre en nuestra época, no sin éxito, en lo que atañe a la
economía, la vida social y política, la cultura, la salud y el deporte. En este
punto es necesario tener a la vista que la autoridad pública, por su propia
naturaleza, no se ha establecido para recluir forzosamente al ciudadano dentro
de los límites geográficos de la propia nación, sino para asegurar ante todo el
bien común, el cual no puede ciertamente separarse del bien propio de toda la
familia humana.
99.
Esto implica que las comunidades políticas, al procurar sus propios intereses,
no solamente no deben perjudicar a las demás, sino que también todas ellas han
de unir sus propósitos y esfuerzos, siempre que la acción aislada de alguna no
baste para conseguirlos fines apetecidos; en esto hay que prevenir con todo
empeño que lo que es ventajoso para ciertas naciones no acarree a las otras más
daños que utilidades.
100.
Por último, el bien común universal requiere que en cada nación se fomente toda
clase de intercambios entre los ciudadanos y los grupos intermedios. Porque,
existiendo en muchas partes del mundo grupos étnicos más o menos diferentes,
hay que evitar que se impida la comunicación mutua entre las personas que
pertenecen a unas u otras razas; lo cual está en abierta oposición con el
carácter de nuestra época, que ha borrado, o casi borrado, las distancias
internacionales. No ha de olvidarse tampoco que los hombres de cualquier raza
poseen, además de los caracteres propios que los distinguen de los demás, otros
e importantísimos que les son comunes con todos los hombres, caracteres que pueden
mutuamente desarrollarse y perfeccionarse, sobre todo en lo que concierne a los
valores del espíritu. Tienen, por tanto, el deber y el derecho de convivir con
cuantos están socialmente unidos a ellos.
101. Es
un hecho de todos conocido que en algunas regiones existe evidente
desproporción entre la extensión de tierras cultivables y el número de
habitantes; en otras, entre las riquezas del suelo y los instrumentos
disponibles para el cultivo; por consiguiente, es preciso que haya una
colaboración internacional para procurar un fácil intercambio de bienes,
capitales y personas [Mater et magistra].
102. En
tales casos, juzgamos lo más oportuno que, en la medida posible, el capital
busque al trabajador, y no al contrario. Porque así se ofrece a muchas personas
la posibilidad de mejorar su situación familiar, sin verse constreñidas a
emigrar penosamente a otros países, abandonando el suelo patrio, y emprender
una nueva vida, adaptándose a las costumbres de un medio distinto.
103. El
paterno amor con que Dios nos mueve a amar a todos los hombres nos hace sentir
una profunda aflicción ante el infortunio de quienes se ven expulsados de su
patria por motivos políticos. La multitud de estos exiliados, innumerables sin
duda en nuestra época, se ve acompañada constantemente por muchos e increíbles
dolores.
104.
Tan triste situación demuestra que los gobernantes de ciertas naciones
restringen excesivamente los límites de la justa libertad, dentro de los cuales
es lícito al ciudadano vivir con decoro una vida humana. Más aún: en tales
naciones, a veces, hasta el derecho mismo a la libertad se somete a discusión o
incluso queda totalmente suprimido. Cuando esto sucede, todo el recto orden de
la sociedad civil se subvierte; por que la autoridad pública está destinada,
por su propia naturaleza, a asegurar el bien de la comunidad, cuyo deber
principal es reconocer el ámbito justo de la libertad y salvaguardar santamente
sus derechos.
105.
Por esta causa, no está demás recordar aquí a todos que los exiliados políticos
poseen la dignidad propia de la persona y se les deben reconocer los derechos
consiguientes, los cuales no han podido perder por haber sido privados de la
ciudadanía en su nación respectiva.
106.
Ahora bien, entre los derechos de la persona humana debe contarse también el de
que pueda lícitamente cualquiera emigrar a la nación donde espere que podrá
atender mejor a sí mismo y a su familia. Por lo cual es un deber de las
autoridades públicas admitir a los extranjeros que llegan y, en cuanto lo
permita el verdadero bien de su comunidad, favorecerlos propósitos de quienes
pretenden incorporarse a ella como nuevos miembros.
107.
Por estas razones, aprovechamos la presente oportunidad para alabar
públicamente todas las iniciativas promovidas por la solidaridad humana o por
la cristiana caridad y dirigidas a aliviarlos sufrimientos de quienes se ven
forzados a abandonar sus países.
108. Y
no podemos dejar de invitara todos los hombres de buen sentido a alabar las
instituciones internacionales que se consagran íntegramente a tan trascendental
problema.
109. En
sentido opuesto vemos, con gran dolor, cómo en las naciones económicamente más
desarrolladas se han estado fabricando, y se fabrican todavía, enormes
armamentos, dedicando a su construcción una suma inmensa de energías
espirituales y materiales. Con esta política resulta que, mientras los
ciudadanos de tales naciones se ven obligados a soportar sacrificios muy
graves, otros pueblos, en cambio, quedan sin las ayudas necesarias para su
progreso económico y social.
110. La
razón que suele darse para justificar tales preparativos militares es que hoy
día la paz, así dicen, no puede garantizarse sí no se apoya en una paridad de
armamentos. Por lo cual, tan pronto como en alguna parte se produce un aumento
del poderío militar, se provoca en otras una desenfrenada competencia para
aumentar también las fuerzas armadas. Y si una nación cuenta con armas
atómicas, las demás procuran dotarse del mismo armamento, con igual poder
destructivo.
111. La
consecuencia es clara: los pueblos viven bajo un perpetuo temor, como si les
estuviera amenazando una tempestad que en cualquier momento puede
desencadenarse con ímpetu horrible. No les falta razón, porque las armas son un
hecho. Y si bien parece difícilmente creíble que haya hombres con suficiente
osadía para tomar sobre sí la responsabilidad de las muertes y de la asoladora
destrucción que acarrearía una guerra, resulta innegable, en cambio, que un
hecho cualquiera imprevisible puede de improviso e inesperadamente provocar el
incendio bélico. Y, además, aunque el poderío monstruoso de los actuales medios
militares disuada hoy a los hombres de emprender una guerra, siempre se puede,
sin embargo, temer que los experimentos atómicos realizados con fines bélicos,
si no cesan, pongan en grave peligro toda clase de vida en nuestro planeta.
112.
Por lo cual la justicia, la recta razón y el sentido de la dignidad humana
exigen urgentemente que cese ya la carrera de armamentos; que, de un lado y de
otro, las naciones que los poseen los reduzcan simultáneamente; que se prohíban
las armas atómicas; que, por último, todos los pueblos, en virtud de un
acuerdo, lleguen a un desarme simultáneo, controlado por mutuas y eficaces
garantías. No se debe permitir -advertía nuestro predecesor, de feliz memoria,
Pío XII- que la tragedia de una guerra mundial, con sus ruinas económicas y
sociales y sus aberraciones y perturbaciones morales, caiga por tercera vez
sobre la humanidad.
113.
Todos deben, sin embargo, convencerse que ni el cese en la carrera de
armamentos, ni la reducción de las armas, ni, lo que es fundamental, el desarme
general son posibles si este desarme no es absolutamente completo y llega hasta
las mismas conciencias; es decir, si no se esfuerzan todos por colaborar
cordial y sinceramente en eliminar de los corazones el temor y la angustiosa
perspectiva de la guerra. Esto, a su vez, requiere que esa norma suprema que
hoy se sigue para mantenerla paz se sustituya por otra completamente distinta,
en virtud de la cual se reconozca que una paz internacional verdadera y
constante no puede apoyarse en el equilibrio de las fuerzas militares, sino
únicamente en la confianza recíproca. Nos confiamos que es éste un objetivo
asequible. Se trata, en efecto, de una exigencia que no sólo está dictada por
las normas de la recta razón, sino que además es en sí misma deseable en grado
sumo y extraordinariamente fecunda en bienes.
114.
Es, en primer lugar, una exigencia dictada por la razón. En realidad, como
todos saben, o deberían saber, las relaciones internacionales, como las
relaciones individuales, han de regirse no por la fuerza de las armas, sino por
las normas de la recta razón, es decir, las normas de la verdad, de la justicia
y de una activa solidaridad.
115.
Decimos, en segundo lugar, que es un objetivo sumamente deseable. ¿Quién, en
efecto, no anhela con ardentísimos deseos que se eliminen los peligros de una
guerra, se conserve incólume la paz y se consolide ésta con garantías cada día
más firmes?.
116.
Por último, este objetivo es extraordinariamente fecundo en bienes, porque sus
ventajas alcanzan a todos sin excepción, es decir, a cada persona, a los
hogares, a los pueblos, a la entera familia humana. Como lo advertía nuestro
predecesor Pío XII con palabras de aviso que todavía resuenan vibrantes en
nuestros oídos: Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la
guerra.
117.
Por todo ello, Nos, como vicario de Jesucristo, Salvador del mundo y autor de
la paz, interpretando los más ardientes votos de toda la familia humana y
movido por un paterno amor hacia todos los hombres, consideramos deber nuestro
rogar y suplicar a la humanidad entera, y sobre todo a los gobernantes, que no
perdonen esfuerzos ni fatigas hasta lograr que el desarrollo de la vida humana
concuerde con la razón y la dignidad del hombre.
118.
Que en las asambleas más previsoras y autorizadas se examine a fondo la manera
de lograr que las relaciones internacionales se ajusten en todo el mundo a un
equilibrio más humano, o sea a un equilibrio fundado en la confianza recíproca,
la sinceridad en los pactos y el cumplimiento de las condiciones acordadas.
Examínese el problema en toda su amplitud, de forma que pueda lograrse un punto
de arranque sólido para iniciar una serie de tratados amistosos, firmes y
fecundos.
119. Por
nuestra parte, Nos no cesaremos de rogar a Dios para que su sobrenatural ayuda
dé prosperidad fecunda a estos trabajos.
Las
relaciones internacionales deben regirse por la libertad.
120.
Hay que indicar otro principio: el de que las relaciones internacionales deben
ordenarse según una norma de libertad. El sentido de este principio es que
ninguna nación tiene derecho a oprimir injustamente a otras o a interponerse de
forma indebida en sus asuntos. Por el contrario, es indispensable que todas
presten ayuda a las demás, a fin de que estas últimas adquieran una conciencia
cada vez mayor de sus propios deberes, acometan nuevas y útiles empresas y
actúen como protagonistas de su propio desarrollo en todos los sectores.
121.
Habida cuenta de la comunidad de origen, de redención cristiana y de fin
sobrenatural que vincula mutuamente a todos los hombres y los llama a
constituir una sola familia cristiana, hemos exhortado en la encíclica Mater etmagistra a las comunidades políticas económicamente más desarrolladas a
colaborar de múltiples formas con aquellos países cuyo desarrollo económico
está todavía en curso.
122.
Reconocemos ahora, con gran consuelo nuestro, que tales invitaciones han tenido
amplia acogida, y confiamos que seguirán encontrando aceptación aún más extensa
todavía en el futuro, de tal manera que aun los pueblos más necesitados
alcancen pronto un desarrollo económico tal, que permita a sus ciudadanos
llevar una vida más conforme con la dignidad humana.
123.
Pero siempre ha de tenerse muy presente una cautela: que esa ayuda a las demás
naciones debe prestarse de tal forma que su libertad quede incólume y puedan
ellas ser necesariamente las protagonistas decisivas y las principales
responsables de la labor de su propio desarrollo económico y social.
124. En
este punto, nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII dejó escrito un
saludable aviso: Un nuevo orden, fundado sobre los principios morales, prohíbe
absolutamente la lesión de la libertad, de la integridad y de la seguridad de
otras naciones, cualesquiera que sean su extensión territorial y su capacidad
defensiva. Si es inevitable que los grandes Estados, por sus mayores
posibilidades y su poderío, tracen el camino para la constitución de grupos
económicos entre ellos y naciones más pequeñas y más débiles, es, sin embargo,
indiscutible -como para todos en el marco del interés general- el derecho de
éstas al respeto de su libertad en el campo político, a la eficaz guarda de
aquella neutralidad en los conflictos entre los Estados que les corresponde
según el derecho natural y de gentes, a la tutela de su propio desarrollo
económico, pues tan sólo así podrán conseguir adecuadamente el bien común, el
bienestar material y espiritual del propio pueblo.
125.
Así, pues, es necesario que las naciones más ricas, al socorrer de múltiples
formas a las más necesitadas, respeten con todo esmero las características
propias de cada pueblo y sus instituciones tradicionales, e igualmente se
abstengan de cualquier intento de dominio político. Haciéndolo así, se
contribuirá no poco a formar una especie de comunidad de todos los pueblos,
dentro de la cual cada Estado, consciente de sus deberes y de sus derechos,
colaborará, en plano de igualdad, en pro de la prosperidad de todos los demás
países [Mater et magistra].
Convicciones
y esperanzas de la hora actual.
126. Se
ha ido generalizando cada vez más en nuestros tiempos la profunda convicción de
que las diferencias que eventualmente surjan entre los pueblos deben resolverse
no con las armas, sino por medio de negociaciones y convenios.
127.
Esta convicción, hay que confesarlo, nace, en la mayor parte de los casos, de
la terrible potencia destructora que los actuales armamentos poseen y del temor
a las horribles calamidades y ruinas que tales armamentos acarrearían. Por
esto, en nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un
absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho
violado.
128.
Sin embargo, vemos, por desgracia, muchas veces cómo los pueblos se ven
sometidos al temor como a ley suprema, e invierten, por lo mismo, grandes
presupuestos en gastos militares. justifican este proceder -y no hay motivo
para ponerlo en duda- diciendo que no es el propósito de atacar el que los
impulsa, sino el de disuadir a los demás de cualquier ataque.
129.
Esto no obstante, cabe esperar que los pueblos, por medio de relaciones y
contactos institucionalizados, lleguen a conocer mejor los vínculos sociales
con que la naturaleza humana los une entre sí y a comprender con claridad
creciente que entre los principales deberes de la común naturaleza humana hay
que colocar el de que las relaciones individuales e internacionales obedezcan
al amor y no al temor, porque ante todo es propio del amor llevar a los hombres
a una sincera y múltiple colaboración material y espiritual, de la que tantos
bienes pueden derivarse para ellos.
La
interdependencia de los Estados en lo social, político y económico.
130.
Los recientes progresos de la ciencia y de la técnica, que han logrado
repercusión tan profunda en la vida humana, estimulan a los hombres, en todo el
mundo, a unir cada vez más sus actividades y asociarse entre sí. Hoy día ha
experimentado extraordinario aumento el intercambio de productos, ideas y
poblaciones. Por esto se han multiplicado sobremanera las relaciones entre los
individuos, las familias y las asociaciones intermedias de las distintas
naciones, y se han aumentado también los contactos entre los gobernantes de los
diversos países. Al mismo tiempo se ha acentuado la interdependencia entre las
múltiples economías nacionales; los sistemas económicos de los pueblos se van
cohesionando gradualmente entre sí, hasta el punto de quede todos ellos resulta
una especie de economía universal; en fin, el progreso social, el orden, la
seguridad y la tranquilidad de cualquier Estado guardan necesariamente estrecha
relación con los de los demás.
131. En
tales circunstancias es evidente que ningún país puede, separado de los otros,
atender como es debido a su provecho y alcanzar de manera completa su
perfeccionamiento. Porque la prosperidad o el progreso de cada país son en
parte efecto y en parte causa de la prosperidad y del progreso de los demás
pueblos.
La
autoridad política es hoy insuficiente para lograr el bien común universal.
132.
Ninguna época podrá borrar la unidad social de los hombres, puesto que consta
de individuos que poseen con igual derecho una misma dignidad natural. Por esta
causa, será siempre necesario, por imperativos de la misma naturaleza, atender
debidamente al bien universal, es decir, al que afecta a toda la familia
humana.
134. En
nuestros días, las relaciones internacionales han sufrido grandes cambios.
Porque, de una parte, el bien común de todos los pueblos plantea problemas de
suma gravedad, difíciles y que exigen inmediata solución, sobre todo en lo
referente a la seguridad y la paz del mundo entero; de otra, los gobernantes de
los diferentes Estados, como gozan de igual derecho, por más que multipliquen
las reuniones y los esfuerzos para encontrar medios jurídicos más aptos, no lo
logran en grado suficiente, no porque les falten voluntad y entusiasmo, sino
porque su autoridad carece del poder necesario.
135.
Por consiguiente, en las circunstancias actuales de la sociedad, tanto la
constitución y forma de los Estados como el poder que tiene la autoridad
pública en todas las naciones del mundo deben considerarse insuficientes para
promover el bien común de los pueblos.
Es
necesaria una autoridad pública de alcance mundial.
136.
Ahora bien, si se examinan con atención, por una parte, el contenido intrínseco
del bien común, y, por otra, la naturaleza y el ejercicio de la autoridad
pública, todos habrán de reconocer que entre ambos existe una imprescindible
conexión. Porque el orden moral, de la misma manera que exige una autoridad
pública para promover el bien común en la sociedad civil, así también requiere
que dicha autoridad pueda lograrlo efectivamente. De aquí nace que las
instituciones civiles -en medio de las cuales la autoridad pública se
desenvuelve, actúa y obtiene su fin- deben poseer una forma y eficacia tales
que puedan alcanzar el bien común por las vías y los procedimientos más
adecuados a las distintas situaciones de la realidad.
137. Y
como hoy el bien común de todos los pueblos plantea problemas que afectan a
todas las naciones, y como semejantes problemas solamente puede afrontarlos una
autoridad pública cuyo poder, estructura y medios sean suficientemente amplios
y cuyo radio de acción tenga un alcance mundial, resulta, en consecuencia, que,
por imposición del mismo orden moral, es preciso constituir una autoridad
pública general.
La
autoridad mundial debe establecerse por acuerdo general de las naciones.
138.
Esta autoridad general, cuyo poder debe alcanzar vigencia en el mundo entero y
poseer medios idóneos para conducir al bien común universal, ha de establecerse
con el consentimiento de todas las naciones y no imponerse por la fuerza. La
razón de esta necesidad reside en que, debiendo tal autoridad desempeñar
eficazmente su función, es menester que sea imparcial para todos, ajena por
completo a los partidismos y dirigida al bien común de todos los pueblos.
Porque si las grandes potencias impusieran por la fuerza esta autoridad
mundial, con razón sería de temer que sirviese al provecho de unas cuantas o
estuviese del lado de una nación determinada, y por ello el valor y la eficacia
de su actividad quedarían comprometidos. Aunque las naciones presenten grandes
diferencias entre sí en su grado de desarrollo económico o en su potencia
militar, defienden, sin embargo, con singular energía la igualdad jurídica y la
dignidad de su propia manera de vida. Por esto, con razón, los Estados no se
resignan a obedecer a los poderes que se les imponen por la fuerza, o a cuya
constitución no han contribuido, o a los que no se han adherido libremente.
La
autoridad mundial debe proteger los derechos de la persona humana.
139.
Así como no se puede juzgar del bien común de una nación sin tener en cuenta la
persona humana, lo mismo debe decirse del bien común general; por lo que la
autoridad pública mundial ha de tender principalmente a que los derechos de la
persona humana se reconozcan, se tengan en el debido honor, se conserven
incólumes y se aumenten en realidad. Esta protección de los derechos del hombre
puede realizarla o la propia autoridad mundial por sí misma, si la realidad lo
permite, o bien creando en todo el mundo un ambiente dentro del cual los
gobernantes de los distintos países puedan cumplir sus funciones con mayor
facilidad.
El
principio de subsidiariedad en el plano mundial.
140.
Además, así como en cada Estado es preciso que las relaciones que median entre
la autoridad pública y los ciudadanos, las familias y los grupos intermedios,
se regulen y gobiernen por el principio de la acción subsidiaria, es justo que
las relaciones entre la autoridad pública mundial y las autoridades públicas de
cada nación se regulen y rijan por el mismo principio. Esto significa que la
misión propia de esta autoridad mundial es examinar y resolver los problemas
relacionados con el bien común universal en el orden económico, social,
político o cultural, ya que estos problemas, por su extrema gravedad, amplitud
extraordinaria y urgencia inmediata, presentan dificultades superiores a las
que pueden resolver satisfactoriamente los gobernantes de cada nación.
141. Es
decir, no corresponde a esta autoridad mundial limitar la esfera de acción o
invadir la competencia propia de la autoridad pública de cada Estado. Por el
contrario, la autoridad mundial debe procurar que en todo el mundo se cree un
ambiente dentro del cual no sólo los poderes públicos de cada nación, sino
también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad
realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos.
142.
Como es sabido, el 26 de junio de 1945 se creó la Organización de las Naciones
Unidas, conocida con la sigla ONU, a la que se agregaron después otros
organismos inferiores, compuestos de miembros nombrados por la autoridad
pública de las diversas naciones; a éstos les han sido confiadas misiones de
gran importancia y de alcance mundial en lo referente a la vida económica y
social, cultural, educativa y sanitaria. Sin embargo, el objetivo fundamental
que se confió a la Organización de las Naciones Unidas es asegurar y consolidar
la paz internacional, favorecer y desarrollar las relaciones de amistad entre
los pueblos, basadas en los principios de igualdad, mutuo respeto y múltiple
colaboración en todos los sectores de la actividad humana.
143.
Argumento decisivo de la misión de la ONU es la Declaración universal de los
derechos del hombre, que la Asamblea general ratificó el 10 de diciembre de
1948. En el preámbulo de esta Declaración se proclama como objetivo básico, que
deben proponerse todos los pueblos y naciones, el reconocimiento y el respeto
efectivo de todos los derechos y todas las formas de la libertad recogidas en
tal Declaración.
144. No
se nos oculta que ciertos capítulos de esta Declaración han suscitado algunas
objeciones fundadas. juzgamos, sin embargo, que esta Declaración debe
considerarse un primer paso introductorio para el establecimiento de una
constitución jurídica y política de todos los pueblos del mundo. En dicha
Declaración se reconoce solemnemente a todos los hombres sin excepción la
dignidad de la persona humana y se afirman todos los derechos que todo hombre
tiene a buscar libremente la verdad, respetar las normas morales, cumplir los
deberes de la justicia, observar una vida decorosa y otros derechos íntimamente
vinculados con éstos.
145.
Deseamos, pues, vehementemente que la Organización de las Naciones Unidas pueda
ir acomodando cada vez mejor sus estructuras y medios a la amplitud y nobleza
de sus objetivos. ¡Ojalá llegue pronto el tiempo en que esta Organización pueda
garantizar con eficacia los derechos del hombre!, derechos que, por brotar
inmediatamente de la dignidad de la persona humana, son universales,
inviolables e inmutables. Tanto mas cuanto que hoy los hombres, por participar
cada vez más activamente en los asuntos públicos de sus respectivas naciones,
siguen con creciente interés la vida de los demás pueblos y tienen una
conciencia cada día más honda de pertenecer como miembros vivos a la gran
comunidad mundial.
V.
NORMAS PARA LA ACCIÓN TEMPORAL DEL CRISTIANO.
146. Al
llegar aquí exhortamos de nuevo a nuestros hijos a participar activamente en la
vida pública y colaborar en el progreso del bien común de todo el género humano
y de su propia nación. Iluminados por la luz de la fe cristiana y guiados por
la caridad, deben procurar con no menor esfuerzo que las instituciones de
carácter económico, social, cultural o político, lejos de crear a los hombres
obstáculos, les presten ayuda positiva para su personal perfeccionamiento, así
en el orden natural como en el sobrenatural.
Cultura,
técnica y experiencia.
147.
Sin embargo, para imbuir la vida pública de un país con rectas normas y
principios cristianos, no basta que nuestros hijos gocen de la luz sobrenatural
de la fe y se muevan por el deseo de promover el bien; se requiere, además, que
penetren en las instituciones de la misma vida pública y actúen con eficacia
desde dentro de ellas.
148.
Pero como la civilización contemporánea se caracteriza sobre todo por un
elevado índice científico y técnico, nadie puede penetrar en las instituciones
públicas si no posee cultura científica, idoneidad técnica y experiencia
profesional.
Virtudes
morales y valores del espíritu.
149.
Todas estas cualidades deben ser consideradas insuficientes por completo para
dar a las relaciones de la vida diaria un sentido más humano, ya que este
sentido requiere necesariamente como fundamento la verdad; como medida, la
justicia; como fuerza impulsora, la caridad, y como hábito normal, la libertad.
150.
Para que los hombres puedan practicar realmente estos principios han de
esforzarse, lo primero, por observar, en el desempeño de sus actividades
temporales, las leyes propias de cada una y los métodos que responden a su
específica naturaleza; lo segundo, han de ajustar sus actividades personales al
orden moral y, por consiguiente, han de proceder como quien ejerce un derecho o
cumple una obligación. Más aún: la razón exige que los hombres, obedeciendo a
los designios providenciales de Dios relativos a nuestra salvación y teniendo
muy en cuenta los dictados de la propia conciencia, se consagren a la acción
temporal, conjugando plenamente las realidades científicas, técnicas y
profesionales con los bienes superiores del espíritu.
Coherencia
entre la fe y la conducta.
151. Es
también un hecho evidente que, en las naciones de antigua tradición cristiana,
las instituciones civiles florecen hoy con un indudable progreso científico y
poseen en abundancia los instrumentos precisos para llevar a cabo cualquier empresa;
pero con frecuencia se observa en ellas un debilitamiento del estímulo y de la
inspiración cristiana.
152.
Hay quien pregunta, con razón, cómo puede haberse producido este hecho. Porque
a la institución de esas leyes contribuyeron no poco, y siguen contribuyendo
aún, personas que profesan la fe cristiana y que, al menos en parte, ajustan
realmente su vida a las normas evangélicas. La causa de este fenómeno creemos
que radica en la incoherencia entre su fe y su conducta. Es, por consiguiente,
necesario que se restablezca en ellos la unidad del pensamiento y de la
voluntad, de tal forma que su acción quede anima da al mismo tiempo por la luz
de la fe y el impulso de la caridad.
153. La
inconsecuencia que demasiadas veces ofrecen los cristianos entre su fe y su
conducta, juzgamos que nace también de su insuficiente formación en la moral y
en la doctrina cristiana. Porque sucede con demasiada frecuencia en muchas
partes que los fieles no dedican igual intensidad a la instrucción religiosa y
a la instrucción profana; mientras en ésta llegan a alcanzar los grados
superiores, en aquélla no pasan ordinariamente del grado elemental. Es, por
tanto, del todo indispensable que la formación de la juventud sea integral,
continua y pedagógicamente adecuada, para que la cultura religiosa y la
formación del sentido moral vayan a la par con el conocimiento científico y con
el incesante progreso de la técnica. Es, además, necesario que los jóvenes se
formen para el ejercicio adecuado de sus tareas en el orden profesional [Mater et magistra].
154. Es
ésta, sin embargo, ocasión oportuna para hacer una advertencia acerca de las
grandes dificultades que supone el comprender correctamente las relaciones que
existen entre los hechos humanos y las exigencias de la justicia; esto es, la
determinación exacta de las medidas graduales y de las formas según las cuales
deban aplicarse los principios doctrinales y los criterios prácticos a la
realidad presente de la convivencia humana.
155. La
exactitud en la determinación de esas medidas graduales y de esas formas es hoy
día más difícil, porque nuestra época, en la que cada uno debe prestar su
contribución al bien común universal, es una época de agitación acelerada. Por
esta causa, el esfuerzo por ver cómo se ajustan cada vez mejor las realidades
sociales a las normas de la justicia es un trabajo de cada día. Y, por lo
mismo, nuestros hijos deben prevenirse frente al peligro de creer que pueden ya
detenerse y descansar satisfechos del camino recorrido.
156.
Por el contrario, todos los hombres han de pensar que lo hasta aquí hecho no
basta para lo que las necesidades piden, y, por tanto, deben acometer cada día
empresas de mayor volumen y más adecuadas en los siguientes campos: empresas
productoras, asociaciones sindicales, corporaciones profesionales, sistemas
públicos de seguridad social, instituciones culturales, ordenamiento jurídico,
regímenes políticos, asistencia sanitaria, deporte y, finalmente, otros
sectores semejantes. Son todas ellas exigencias de esta nuestra época, época
del átomo y de las conquistas espaciales, en la que la humanidad ha iniciado un
nuevo camino con perspectivas de una amplitud casi infinita.
Relaciones
de los católicos con los no-católicos.
Fidelidad
y colaboración.
157.
Los principios hasta aquí expuestos brotan de la misma naturaleza de las cosas
o proceden casi siempre de la esfera de los derechos naturales. Por ello sucede
con bastante frecuencia que los católicos, en la aplicación práctica de estos
principios, colaboran de múltiples maneras con los cristianos separados de esta
Sede Apostólica o con otros hombres que, aun careciendo por completo de la fe
cristiana, obedecen, sin embargo, a la razón y poseen un recto sentido de la
moral natural. En tales ocasiones procuren los católicos ante todo ser siempre
consecuentes consigo mismos y no aceptar jamás compromisos que puedan dañar la
integridad de la religión o de la moral. Deben, sin embargo, al mismo tiempo,
mostrarse animados de espíritu de comprensión para las opiniones ajenas,
plenamente desinteresados y dispuestos a colaborar lealmente en la realización
de aquellas obras que sean por naturaleza buenas o al menos puedan conducir al
bien [Mater et magistra].
158.
Importa distinguir siempre entre el error y el hombre que lo profesa, aunque se
trate de personas que desconocen por entero la verdad o la conocen sólo a
medias en el orden religioso o en el orden de la moral práctica. Porque el
hombre que yerra no que da por ello despojado de su condición de hombre, ni
automáticamente pierde jamás su dignidad de persona, dignidad que debe ser
tenida siempre en cuenta. Además, en la naturaleza humana nunca desaparece la
capacidad de superar el error y de buscar el camino de la verdad. Por otra
parte, nunca le faltan al hombre las ayudas de la divina Providencia en esta
materia. Por lo cual bien puede suceder que quien hoy carece de la luz de la fe
o profesa doctrinas equivocadas, pueda mañana, iluminado por la luz divina,
abrazar la verdad. En efecto, si los católicos, por motivos puramente externos,
establecen relaciones con quienes o no creen en Cristo o creen en El deforma
equivocada, porque viven en el error, pueden ofrecerles una ocasión o un
estímulo para alcanzarla verdad.
Distinguir
entre filosofías y corrientes históricas.
159. En
segundo lugar, es también completamente necesario distinguir entre las teorías
filosóficas falsas sobre la naturaleza, el origen, el fin del mundo y del
hombre y las corrientes de carácter económico y social, cultural o político,
aunque tales corrientes tengan su origen e impulso en tales teorías
filosóficas. Porque una doctrina, cuando ha sido elaborada y definida, ya no
cambia. Por el contrario, las corrientes referidas, al desenvolverse en medio
de condiciones mudables, se hallan sujetas por fuerza a una continua mudanza.
Por lo demás, ¿quién puede negar que, en la medida en que tales corrientes se
ajusten a los dictados de la recta razón y reflejen fielmente las justas
aspiraciones del hombre, puedan tener elementos moralmente positivos dignos de
aprobación?.
Utilidad
de estos contactos.
160.
Por las razones expuestas, puede a veces suceder que ciertos contactos de orden
práctico que hasta ahora parecían totalmente inútiles, hoy, por el contrario,
sean realmente provechosos o se prevea que pueden llegar a serlo en el futuro.
Pero determinar si tal momento ha llegado o no, y además establecer las formas
y las etapas con las cuales deban realizarse estos contactos en orden a
conseguir metas positivas en el campo económico y social o en el campo cultural
o político, son decisiones que sólo puede dar la prudencia, virtud moderadora
de todas las que rigen la vida humana, así en el plano individual como en la
esfera social. Por lo cual, cuando se trata delos católicos, la decisión en
estas materias corresponde principalmente a aquellas personas que ocupan
puestos de mayor influencia en el plano político y en el dominio específico en
que se plantean estas cuestiones. Sólo se les impone una condición: la de que
respeten los principios del derecho natural, observen la doctrina social que la
Iglesia enseña y obedezcan las directrices de las autoridades eclesiásticas.
Porque nadie debe olvidar que la Iglesia tiene el derecho y al mismo tiempo el
deber de tutelar los principios de la fe y de la moral, y también el de
interponer su autoridad cerca de los suyos, aun en la esfera del orden
temporal, cuando es necesario juzgar cómo deben aplicarse dichos principios a
los casos concretos.
161. No
faltan en realidad hombres magnánimos que, ante situaciones que concuerdan poco
o nada con las exigencias de la justicia, se sienten encendidos por un deseo de
reforma total y se lanzan a ella con tal ímpetu, que casi parece una revolución
política.
162.
Queremos que estos hombres tengan presente que el crecimiento paulatino de
todas las cosas es una ley impuesta por la naturaleza y que, por tanto, en el
campo de las instituciones humanas no puede lograrse mejora alguna si no es
partiendo paso a paso desde el interior delas instituciones. Es éste
precisamente el aviso queda nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII, con
las siguientes palabras: No en la revolución, sino en una evolución concorde,
están la salvación y la justicia. La violencia jamás ha hecho otra cosa que
destruir, no edificar; encender las pasiones, no calmarlas; acumular odio y
escombros, no hacer fraternizar a los contendientes, y ha precipitado a los
hombres y a los partidos a la dura necesidad de reconstruir lentamente, después
de pruebas dolorosas, sobre los destrozos de la discordia.
Llamamiento
a una tarea gloriosa y necesaria.
163.
Por tanto, entre las tareas más graves de los hombres de espíritu generoso hay
que incluir, sobre todo, la de establecer un nuevo sistema de relaciones en la
sociedad humana, bajo el magisterio y la égida de la verdad, la justicia, la
caridad y la libertad: primero, entre los individuos; en segundo lugar, entre
los ciudadanos y sus respectivos Estados; tercero, entre los Estados entre sí, y,
finalmente, entre los individuos, familias, entidades intermedias y Estados
particulares, de un lado, y de otro, la comunidad mundial. Tarea sin duda
gloriosa, porque con ella podrá consolidarse la paz verdadera según el orden
establecido por Dios.
164. De
estos hombres, demasiado pocos sin duda para las necesidades actuales, pero
extraordinariamente beneméritos de la convivencia humana, es justo que Nos
hagamos un público elogio y al mismo tiempo les invitemos con urgencia a
proseguir tan fecunda empresa. Pero al mismo tiempo abrigamos la esperanza de
que otros muchos hombres, sobre todo cristianos, acuciados por un deber de
conciencia y por la caridad, se unirán a ellos. Porque es sobremanera necesario
que en la sociedad contemporánea todos los cristianos sin excepción sean como
centellas de luz, viveros de amor y levadura para toda la masa. Efecto que será
tanto mayor cuanto más estrecha sea la unión de cada alma con Dios.
165.
Porque la paz no puede darse en la sociedad humana si primero no se da en el
interior de cada hombre, es decir, si primero no guarda cada uno en sí mismo el
orden que Dios ha establecido. A este respecto pregunta San Agustín: ¿Quiere tu
alma ser capaz de vencer las pasiones? Que se someta al que está arriba y
vencerá al que está abajo; y se hará la paz en ti; una paz verdadera, cierta,
ordenada. ¿Cuál es el orden de esta paz?. Dios manda sobre el alma; el alma,
sobre la carne; no hay orden mejor.
166.
Las enseñanzas que hemos expuesto sobre los problemas que en la actualidad
preocupan tan profundamente a la humanidad, y que tan estrecha conexión guardan
con el progreso de la sociedad, nos las ha dictado el profundo anhelo del que
sabemos participan ardientemente todos los hombres de buena voluntad; esto es,
la consolidación de la paz en el mundo.
167.
Como vicario, aunque indigno, de Aquel a quien el anuncio profético proclamó
Príncipe de la Paz [Is.9,6], consideramos deber nuestro consagrar todos nuestros
pensamientos, preocupaciones y energías a procurar este bien común universal.
Pero la paz será palabra vacía mientras no se funde sobre el orden cuyas líneas
fundamentales, movidos por una gran esperanza, hemos como esbozado en esta
nuestra encíclica: un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las
normas de la justicia, sustentado y henchido por la caridad y, finalmente,
realizado bajo los auspicios de la libertad.
168.
Débese, sin embargo, tener en cuenta que la grandeza y la sublimidad de esta
empresa son tales, que su realización no puede en modo alguno obtenerse por las
solas fuerzas naturales del hombre, aunque esté movido por una buena y loable
voluntad. Para que la sociedad humana constituya un reflejo lo más perfecto
posible del reino de Dios, es de todo punto necesario el auxilio sobrenatural
del cielo.
169.
Exige, por tanto, la propia realidad que en estos días santos nos dirijamos con
preces suplicantes a Aquel que con sus dolorosos tormentos y con su muerte no
sólo borró los pecados, fuente principal de todas las divisiones, miserias y
desigualdades, sino que, además, con el derramamiento de su sangre, reconcilió
al género humano con su Padre celestial, aportándole los dones de la paz: Pues
El es nuestra Paz, que hizo de los pueblos uno... Y viniendo nos anunció la paz
a los de lejos y la paz a los de cerca [Ef.2,14-17].
170. En
la sagrada liturgia de estos días resuena el mismo anuncio: Cristo resucitado,
presentándose en medio de sus discípulos, les saludó diciendo: «La paz sea con
vosotros. Aleluya». Y los discípulos se gozaron viendo al Señor. Cristo, pues,
nos ha traído la paz, nos ha dejado la paz: La paz os dejo, mi paz os doy. No
como el mundo la da os la doy yo [Jn.14,17].
171.
Pidamos, pues, con instantes súplicas al divino Redentor esta paz que El mismo
nos trajo. Que El borre de los hombres cuanto pueda poner en peligro esta paz y
convierta a todos en testigos de la verdad, de la justicia y del amor fraterno.
Que El ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan las naciones,
para que, al mismo tiempo que les procuran una digna prosperidad, aseguren a
sus compatriotas el don hermosísimo de la paz. Que, finalmente, Cristo encienda
las voluntades de todos los hombres para echar por tierra las barreras que
dividen a los unos de los otros, para estrecharlos vínculos de la mutua
caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a
cuantos nos hayan injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos
los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la
tan anhelada paz.
172.
Por último, deseando, venerables hermanos, que esta paz penetre en la grey que
os ha sido confiada, para beneficio, sobre todo, de los más humildes, que
necesitan ayuda y defensa, a vosotros, a los sacerdotes de ambos cleros, a los
religiosos y a las vírgenes consagradas a Dios, a todos los fieles cristianos y
nominalmente a aquellos que secundan con entusiasmo estas nuestras
exhortaciones, impartimos con todo afecto en el Señor la bendición apostólica.
Para todos los hombres de buena voluntad, a quienes va también dirigida esta
nuestra encíclica, imploramos de Dios salud y prosperidad.
Dado en
Roma, junto a San Pedro, el día de jueves Santo, 11 de abril del año 1963,
quinto de nuestro pontificado.
IOANNES
PP. XXIII.
PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO:
En los años 1950 al 1953 se libró la primera guerra (Korea) enmarcada dentro de la Guerra Fría. En apariencia "sólo" era un conflicto armado grave pero las tensiones internacionales debido a la "Guerra Fría" entre los dos grandes bloques militares del planeta hacían de la convivencia internacional y de las relaciones internas en los países algo muy difícil de sobrellevar.
PARA AMPLIAR, CONTRASTAR O PROFUNDIZAR:
PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO:
En los años 1950 al 1953 se libró la primera guerra (Korea) enmarcada dentro de la Guerra Fría. En apariencia "sólo" era un conflicto armado grave pero las tensiones internacionales debido a la "Guerra Fría" entre los dos grandes bloques militares del planeta hacían de la convivencia internacional y de las relaciones internas en los países algo muy difícil de sobrellevar.
- ¿Qué elementos señala Juan XXIII como esenciales para poder construir una verdadera paz, tanto a nivel personal o ambiental como a escala internacional?.
- ¿Por qué esas cuatro notas, qué significado le dio este papa a esas características?.
- ¿Te parece vigente esta encíclica? ¿En qué aspectos ves que está todavía por aplicarse?, ¿en cuáles observas que sí estamos ya en camino?.
- ¿Qué conclusiones obtienes globalmente sobre esta encíclica?. ¿Cómo vivir sus principios en nuestro ámbito más cercano?.
PARA AMPLIAR, CONTRASTAR O PROFUNDIZAR:
- Acontecimientos históricos entre 1960 y 2010.
- Guerra Fría.
- El momento histórico de la Pacem in Terris.
- Contexto histórico y encíclica Pacem in Terris.
- Guía de lectura de la Pacem in Terris.
- Pacem in Terris (wikipedia).
- Pacem in Terris, una carta abierta al mundo.
- Para entender y reflexionar la encíclica Pacem in Terris.
- Pacem in Terris, 50 años después.
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