Sábado 1
de enero de 1977
SI
QUIERES LA PAZ, DEFIENDE LA VIDA.
¡Hombres ilustres y responsables!. ¡Hombres
innumerables y desconocidos!. ¡Hombres Amigos!.
Una vez
más, décima vez, nos dirigimos a vosotros, estamos con vosotros. En el alba del
nuevo año 1977, estamos a vuestra puerta y llamamos (cfr. Ap 3, 20). Abridnos,
por favor. Somos el Peregrino de costumbre, que recorre los senderos del mundo,
sin cansarse jamás ni perder el camino. Hemos sido enviados para traeros el
anuncio de siempre; somos el profeta de la Paz. Sí, Paz, Paz, vamos gritando,
como mensajero de una idea fija, de una idea antigua, pero siempre nueva por la
necesidad presente que la reclama como un descubrimiento, como un deber, como
una dicha. La idea de la Paz parece un dato adquirido, como expresión equivalente
y perfectiva de la civilización.
No hay civilización sin Paz. Pero, en realidad, la Paz nunca es completa ni segura. Habéis observado cómo hasta los logros del progreso pueden convertirse en causa de conflictos, y de qué proporción. No juzguéis superfluo, y por ello aburrido, nuestro mensaje anual en favor de la Paz.
No hay civilización sin Paz. Pero, en realidad, la Paz nunca es completa ni segura. Habéis observado cómo hasta los logros del progreso pueden convertirse en causa de conflictos, y de qué proporción. No juzguéis superfluo, y por ello aburrido, nuestro mensaje anual en favor de la Paz.
En el
cuadrante de la psicología de la humanidad, la Paz ha marcado, después de la
última guerra mundial, una hora de fortuna. Sobre las inmensas ruinas,
distintas, sí, en los diversos Países, pero universales, finalmente se ha visto
dominar, sola, victoriosa, la Paz.
E
inmediatamente las obras, las instituciones propias de la Paz han brotado como
vegetación de primavera; muchas de ellas perduran y florecen sin cesar; son las
conquistas del mundo nuevo; y el mundo hace bien de estar orgulloso y querer
conservar la eficiencia y el desarrollo de las mismas; son las obras y las
instituciones que marcan un nuevo peldaño en el progreso de la humanidad.
Escuchemos ahora por un instante una voz autorizada, paterna y profética, la de
nuestro venerable Predecesor el Papa Juan XXIII:
«La
convivencia humana, Venerables Hermanos y amados hijos, es y tiene que ser
considerada, sobre todo, como una realidad espiritual: como comunicación de
conocimientos en la luz de la verdad, como ejercicio de derechos y cumplimiento
de obligaciones, como impulso y reclamo hacia el bien moral, como noble
disfrute en común de la belleza en todas sus legítimas expresiones, como
permanente disposición a comunicar los unos a los otros lo mejor de sí mismos,
como anhelo de una mutua y siempre más rica asimilación de valores
espirituales. Valores en los que encuentren su perenne vivificación y su
orientación de fondo las manifestaciones culturales, el mundo de la economía,
las instituciones sociales, los movimientos y las teorías políticas, los
ordenamientos jurídicos y todos los demás elementos exteriores en los que se
articula y se expresa la convivencia en su incesante desenvolvimiento»
(Encíclica Pacem in terris, 11 abril 1963: Acta Apostolicae Sedis 55, 1963, p.
266).
Pero
esta fase terapéutica de la Paz cede el paso a nuevas contestaciones, bien como
residuo de renovadas contiendas, sólo provisionalmente apagadas, bien como
fenómenos históricos nuevos que nacen de las estructuras sociales en continua
evolución. La Paz vuelve a estar amenazada, primeramente en los sentimientos de
los hombres, después en contestaciones parciales y locales, más tarde en
espantosos programas de armamento, que calculan en frío el potencial de
aterradoras destrucciones, superiores incluso a nuestra misma capacidad de
traducirlas en medidas concretas. Surgen por todas partes tentativas, dignas de
grandísimo elogio, para conjurar semejantes conflagraciones. De todo corazón
deseamos que prevalezcan sobre los inconmensurables peligros a los que dichas
tentativas tratan de poner un remedio preventivo.
¡Hombres
Hermanos!, esto no basta. El concepto de la Paz, como ideal que dirige la
actividad efectiva de la sociedad humana, parece sucumbir ante la fatal fuerza
superior de la incapacidad del mundo a gobernarse en la Paz y con la Paz. La
Paz no es un hecho autógeno, aunque hacia él tienden los impulsos profundos de
la naturaleza humana; la Paz es el orden; y al orden aspiran todas las cosas,
todos los hechos, como a un destino preconstituido, como a una razón de ser
preconcebida, pero que se realiza en concomitancia y en colaboración con
multitud de factores. Por eso la Paz es un vértice que supone una interior y
compleja estructura de soporte; es como un cuerpo flexible que debe ser
sostenido por un esqueleto robusto. Es una construcción que debe su estabilidad
y su excelencia al esfuerzo sostenedor de causas y condiciones, que a veces le
faltan, y aun cuando las tiene no siempre cumplen la función que les ha sido
asignada para que la pirámide de la Paz sea estable, tanto en su base como en
su cúspide.
Frente
a este análisis de la Paz, que confirma su excelencia, su necesidad, y que al
mismo tiempo revela su inestabilidad y fragilidad, nos reafirmamos nuestra
convicción: la Paz es un deber, la Paz es posible. Este es nuestro mensaje
repetido, que hace suyo el ideal de la civilización, que se hace eco de las
aspiraciones de los Pueblos, conforta la esperanza de los hombres humildes y
débiles y ennoblece con la justicia la seguridad de los fuertes. Es el mensaje
del optimismo, es el presagio del porvenir. La Paz no es un sueño, no es una
utopía, no es una ilusión. No es tampoco la fatiga de Sísifo: no, la Paz puede
ser prolongada y fortalecida; puede escribir las más bellas páginas de la
historia, no sólo con los fastos del poder y la gloria, sino mucho más aún con
los mejores fastos de la virtud humana, de la bondad popular, de la prosperidad
colectiva, de la verdadera civilización: la civilización del amor.
¿Es
verdaderamente posible?. Sí, lo es, lo debe ser. Pero seamos sinceros : la Paz,
repetimos, es un deber, es posible, pero no sin el concurso de muchas y no
fáciles condiciones. El discurso sobre las condiciones de la Paz —nos damos
bien cuenta de ello— es muy difícil y largo. No nos atrevemos a afrontarlo
ahora. Lo dejamos a los expertos. Pero Nos no queremos callar un aspecto que es
sin duda primordial. Nos basta por el momento recordarlo y recomendarlo a la
reflexión de los hombres buenos e inteligentes. Se trata de lo siguiente: la
relación de la Paz con la concepción que el mundo tiene de la Vida humana.
Paz y
Vida: son bienes supremos en el orden civil; y son bienes correlativos.
¿Queremos
la Paz?. ¡Defendamos la Vida!.
Este
binomio «Paz y Vida» puede parecer casi una tautología, un slogan retórico:
pero no lo es. Representa una conquista por la que se ha combatido sin cesar a
lo largo del camino del progreso humano; un camino que no ha llegado todavía a
su meta final. ¡Cuántas veces, en la dramática historia de la humanidad, el
binomio «Paz y Vida» encierra no un abrazo fraterno, sino una lucha feroz de
los dos términos!. La Paz se busca y se conquista con la muerte y no con la
Vida; y la Vida se afirma no con la Paz, sino con la lucha, como un triste
destino necesario para la propia defensa.
El parentesco
entre la Paz y la Vida parece brotar de la naturaleza misma de las cosas; pero
no siempre, ni brota todavía de la lógica del pensamiento y de la conducta de
los hombres. Y ésta es, si queremos comprender la dinámica del progreso humano,
la paradoja y la novedad que Nos debemos afirmar para el año de gracia de 1977
y para siempre. Pero no es fácil, no es sencillo lograrlo porque demasiadas
objeciones, formidables objeciones custodiadas en el inmenso arsenal de las
pseudo-convicciones, de los prejuicios empíricos y utilitarios, de las llamadas
razones de Estado o de las costumbres históricas y tradicionales oponen, aun
hoy día, obstáculos que parecen insuperables. Con esta trágica conclusión: si
Paz y Vida pueden ilógica pero prácticamente separarse, se perfila en el
horizonte del futuro una catástrofe que, en nuestros días, podría resultar
inconmensurable e irremediable, tanto para la Paz como para la Vida. Hiroshima
es un documento terriblemente elocuente y un paradigma espantosamente profético
a este respecto. Si, por una fatal hipótesis, la Paz se concibiera como
disociada del connatural respeto a la Vida, podría imponerse como un triste
triunfo de la muerte; vienen a la mente las palabras de Cornelio Tácito: «...
ubi solitudinem faciunt, pacem appellant» (Vida de Agrícola, 30). Y
recíprocamente: ¿se puede exaltar con egoísta y casi idolátrica preferencia la
Vida privilegiada de algunos a costa de la opresión o de la supresión de los
otros?. ¿Es esto Paz?.
Para
encontrar la clave de la verdad en este conflicto, que de teórico y moral se
convierte en trágicamente real, que profana y tiñe de sangre aún hoy día tantas
páginas de la convivencia humana, hay que reconocer sin duda el primado de la
Vida, como valor y condición de la Paz. Esta es la fórmula: «si quieres la Paz,
defiende la Vida». La Vida es el vértice de la Paz. Si la lógica de nuestro
actuar parte de la sacralidad de la Vida, la guerra, como medio normal y
habitual para la afirmación del derecho y, por tanto, de la Paz, queda
virtualmente descalificada. La Paz no es sino la superioridad incontestable del
derecho y, en definitiva, la feliz celebración de la Vida.
Absurdo y crimen de las guerras.
Aquí
podríamos seguir citando ejemplos indefinidamente, lo mismo que no tiene fin la
casuística de las aventuras, o por mejor decirlo, de las desaventuras, en que
la Vida está puesta en juego de cara a la Paz. Nos hacemos nuestra la
clasificación que, en tal sentido, ha sido presentada teniendo en cuenta «tres
imperativos esenciales». Para lograr la Paz auténtica y feliz es necesario, según
estos imperativos: «defender la Vida, cuidar la Vida, promover la Vida».
La
política de los grandes armamentos entra inmediatamente en cuestión. La vieja
sentencia que ha hecho y hace escuela en política: «si vis pacem, para bellum»
no se puede admitir sin radicales reservas (cfr. Lc 14, 31). Con la sincera
audacia de nuestros principios, denunciamos así el falso y peligroso programa
de la «carrera de los armamentos», de la secreta competición por la
superioridad bélica entre los pueblos. Aunque, por una sobreviviente y feliz
cordura, o por tácito pero de hecho tremendo «brazo de hierro» en el equilibrio
de las mortíferas fuerzas contrarias, no estalla la guerra (¡qué guerra
sería!), sin embargo, cómo no lamentar el derroche de medios económicos y de energías
humanas para conservar a cada Estado su coraza de armas cada vez más costosas,
cada vez más eficientes, en perjuicio de los balances escolares, culturales,
agrícolas, sanitarios, civiles: la Paz y la Vida soportan pesos enormes e
incalculables para mantener una Paz fundada sobre la perpetua amenaza a la
Vida, como también para defender la Vida mediante una constante amenaza a la
Paz.
Se
dirá: es inevitable. Puede serlo en una concepción tan imperfecta aún de la
civilización. Pero reconozcamos al menos que este desafío constitucional, que
la carrera de los armamentos establece entre la Vida y la Paz, es una fórmula
falaz en sí misma y que por tanto ha de ser corregida, superada. Loor pues al
esfuerzo ya iniciado para reducir y al fin para eliminar esta absurda guerra
fría, resultado del progresivo aumento del respectivo potencial bélico de las
Naciones, como si éstas tuviesen que ser, sin tregua, enemigas entre sí y como
si fuesen incapaces de darse cuenta de que tal concepción de las relaciones internacionales
tendría un día como resultado la ruina del país y de innumerables vidas
humanas.
Los seres humanos no-nacidos tienen derecho a la Vida.
Pero no
es sólo la guerra la que mata la Paz. Todo delito contra la Vida es un atentado
contra la Paz, especialmente si hace mella en la conducta del Pueblo, tal como
está ocurriendo frecuentemente hoy, con horrible y a veces legal facilidad, con
la supresión de la Vida naciente, con el aborto. Se suelen invocar en favor del
aborto las razones siguientes:
- el aborto mira a frenar el aumento molesto de la población,
- a eliminar seres condenados a la malformación,
- al deshonor social,
- a la miseria proletaria,
- etc.;
Es sagrada: ¿qué quiere decir esto?. Quiere decir que queda excluida de cualquier arbitrario poder supresor, que es
intocable, digna de todo respeto, de todo cuidado, de cualquier debido
sacrificio. Para quien cree en Dios es espontáneo, es debido por ley religiosa
trascendente; e incluso para quien no tiene esta suerte de admitir la mano de
Dios protectora y desagraviadora de todo ser humano, es y debe ser intuitivo en
virtud de la dignidad humana este sentido de lo sacro, es decir, de lo
intocable, de lo inviolable, propio de una existencia humana viva. Lo saben, lo
sienten aquéllos que han tenido la desventura, la culpa implacable, el
remordimiento siempre renaciente de haber suprimido voluntariamente una Vida;
la voz de la sangre inocente grita en el corazón de la persona homicida con
desgarradora insistencia: la Paz interior no es posible por vía de sofismas
egoístas. Y si lo es, un atentado contra la Paz, es decir, contra el sistema
protector general del orden, de la humana y segura convivencia, en una palabra
contra la Paz, ha sido perpetrado: Vida individual y Paz general están siempre
unidas por un inquebrantable parentesco. Si queremos que el orden social
creciente se asiente sobre principios intocables, no lo ofendamos en el corazón
de su esencial sistema: el respeto a la vida humana. También en este sentido
Paz y Vida son solidarias en la base del orden y de la civilización.
Paz y Vida están unidas en todo.
El
discurso puede prolongarse sometiendo a examen las numerosas formas en que la
ofensa a la vida parece convertirse en costumbre, las maneras de delincuencia
colectiva, para asegurarse la complicidad del silencio o la de enteros sectores
de ciudadanos, para hacer de la venganza privada un vil deber colectivo, del
terrorismo un fenómeno de legítima afirmación política o social, de la tortura
policial un método eficaz de la fuerza pública que no mira ya a restablecer el
orden, sino a imponer una innoble represión. Es imposible que la paz florezca
donde la incolumidad de la vida se halla comprometida hasta este extremo. Donde
reina la violencia, desaparece la verdadera Paz. Por el contrario, donde los
derechos del hombre son profesados realmente y reconocidos y defendidos
públicamente, la Paz se convierte en la atmósfera alegre y operante de la
convivencia social.
Documentos
de nuestro progreso civil son los textos de los compromisos internacionales en
favor de la tutela de los Derechos Humanos, de la Defensa del niño, de la
salvaguardia de las libertades fundamentales del hombre. Son la epopeya de la
Paz, en cuanto son un escudo que defiende la Vida. ¿Son completos?, ¿son
observados?. Todos nosotros nos damos cuenta de que la civilización se
manifiesta en tales declaraciones y que encuentra en ellas el aval de la propia
realidad, plena y gloriosa, si esas declaraciones pasan a las conciencias y a
las costumbres; realidad escarnecida y violada, si quedan en letra muerta.
¡Hombres,
Hombres de la madurez del siglo veinte!. Vosotros habéis firmado las Cartas
gloriosas de vuestra plenitud humana ya conseguida, si tales cartas son
verdaderas; habéis sellado vuestra condena moral ante la historia, si ellas son
documentos de veleidades retóricas o de hipocresía jurídica. El metro está ahí:
en la ecuación entre Paz verdadera y dignidad de la Vida.
Acoged
nuestra imploración suplicante: que tal ecuación se lleve a efecto y que sobre
ella se eleve una nueva cúspide en el horizonte de nuestra civilización de la
Vida y de la Paz: la civilización, decimos una vez más, del amor.
¿Queda
dicho todo?.
No,
falta por resolver una cuestión: ¿cómo realizar este programa de civilización?,
¿cómo hermanar de veras la Vida y la Paz?.
Respondemos
en términos que pueden parecer inaccesibles a cuantos encierran el horizonte de
la Realidad en la sola visión natural. Hay que recurrir a ese mundo religioso,
que Nos llamamos «sobrenatural». Es necesaria la fe para descubrir ese sistema
de eficiencias que intervienen en el conjunto de las vicisitudes humanas, en
las que se injerta la obra transcendente de Dios y que las habilita para
efectos superiores, imposibles humanamente hablando. Hace falta la religión, viva y verdadera, para hacerlos posibles. Hace falta la ayuda del «Dios de la
paz» (Flp 4, 9).
Dichosos
nosotros si conocemos esto y lo creemos; y dichosos si, de acuerdo con esta fe,
sabemos descubrir y poner en práctica la relación existente entre la Vida y la
Paz.
Porque
existe una excepción capital al razonamiento expuesto más arriba, el cual
antepone la Vida a la Paz y hace depender la Paz de la inviolabilidad de la
Vida: es la excepción que se verifica en aquellos casos en que entra en juego
un bien superior a la misma Vida. Se trata de un Bien cuyo valor desborda el
valor de la Vida misma, como la verdad, la justicia, la libertad civil, el amor
al prójimo, la Fe... Entonces interviene la palabra de Cristo: «Quien ama la
propia Vida (más que estos Bienes superiores), la perderá» (cfr. Jn 12, 25).
Esto demuestra que así como la Paz debe ser considerada en orden a la Vida y
que así como el ordenado bienestar asegurado a la Vida debe desembocar en la
Paz misma, la armonía que hace ordenada y feliz, interior y socialmente, a la
existencia humana, así también esta existencia humana, esto es, la Vida, no
puede ni debe sustraerse a las finalidades superiores que le confieren su
primordial razón de ser: ¿para qué se vive?, ¿qué es lo que da a la Vida, además
de la ordenada tranquilidad de la Paz, su propia dignidad, su plenitud
espiritual, su grandeza moral y, también, su finalidad religiosa?. ¿Se habrá
perdido quizá la Paz, la verdadera Paz, cuando en el área de la Vida se haya
dado carta de ciudadanía al Amor, en su más alta expresión que es el
sacrificio?. Y si el sacrificio entra verdaderamente en un designio de Redención
y de título meritorio para una existencia que trasciende las formas y las medidas
temporales ¿no recuperará esta existencia, a nivel superior y eterno, la Paz,
su verdadera y centuplicada Paz de la Vida eterna? (cfr. Mt 19, 29). El que es
discípulo de la escuela de Cristo puede comprender este lenguaje trascendente
(cfr. Mt 19, 11). ¿Y por qué no podríamos ser nosotros esos alumnos?. Cristo «es
nuestra Paz» (cfr. Ef 2, 11).
Así lo
deseamos de corazón a todos aquellos a quienes, con nuestra Bendición, llega
este mensaje nuestro de Paz y de Vida.
Vaticano,
8 de diciembre de 1976.
Pablo VI
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