Pentecostés
– C (Jn 20,19-23)
Evangelio
del 09 / Jun / 2019
Nuestra
vida está hecha de múltiples experiencias. Gozos y sinsabores, logros y
fracasos, luces y sombras van entretejiendo nuestro vivir diario llenándonos de
vida o agobiando nuestro corazón.
Pero
con frecuencia no somos capaces de percibir todo lo que hay en nosotros mismos.
Lo que captamos con nuestra conciencia es solo una pequeña isla en el mar mucho más amplio y profundo de nuestra vida. A veces, se nos escapa, incluso, lo más esencial y decisivo.
Lo que captamos con nuestra conciencia es solo una pequeña isla en el mar mucho más amplio y profundo de nuestra vida. A veces, se nos escapa, incluso, lo más esencial y decisivo.
En su
precioso libro Experiencia espiritual, K. Rahner nos ha recordado con vigor esa
«experiencia» radicalmente diferente que se da siempre en nosotros, aunque pase
muchas veces desapercibida: la presencia viva del Espíritu de Dios que trabaja
desde dentro nuestro ser.
Una
experiencia que queda, casi siempre, como encubierta por otras muchas que
ocupan nuestro tiempo y nuestra atención. Una presencia que queda como
reprimida y oculta bajo otras impresiones y preocupaciones que se apoderan de
nuestro corazón.
Casi
siempre nos parece que lo grande y gratuito tiene que ser siempre algo poco
frecuente, pero, cuando se trata de Dios, no es así. Ha habido en ciertos
sectores del cristianismo una tendencia a considerar esa presencia viva del
Espíritu como algo reservado más bien a personas elegidas y selectas. Una
experiencia propia de creyentes privilegiados.
Rahner
nos ha recordado que el Espíritu de Dios está siempre vivo en el corazón del
ser humano pues el Espíritu es sencillamente la comunicación del mismo Dios en
lo más íntimo de nuestra existencia. Ese Espíritu de Dios se comunica y regala,
incluso, allí donde aparentemente no pasa nada. Allí donde se acepta la vida y
se cumple con sencillez la obligación pesada de cada día.
El
Espíritu de Dios sigue trabajando silenciosamente en el corazón de la gente
normal y sencilla, en contraste con el orgullo y las pretensiones de quienes se
sienten en posesión del Espíritu.
La
fiesta de Pentecostés es una invitación a buscar esa presencia del Espíritu de
Dios en todos nosotros, no para presentarla como un trofeo que poseemos frente
a otros que no han sido elegidos, sino para acoger a ese Dios que está en la
fuente de toda vida, por muy pequeña y pobre que nos pueda parecer a nosotros.
El
Espíritu de Dios es de todos, porque el Amor inmenso de Dios no puede olvidar
ninguna lágrima, ningún gemido ni anhelo que brota del corazón de sus hijos e
hijas.
José
Antonio Pagola
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