1 de enero de 1996
¡DEMOS
A LOS NIÑOS UN FUTURO DE PAZ!
1. Al
final de 1994, Año internacional de la familia, dirigí a los niños de todo el
mundo una carta, pidiéndoles que rezasen para que la humanidad llegue a ser
cada vez más familia de Dios, capaz de vivir en concordia y paz. Además, no he
dejado de expresar mi viva preocupación por los niños víctimas de los
conflictos bélicos y de otras formas de violencia, llamando la atención de la
opinión pública mundial sobre estas graves situaciones.
Al
inicio del nuevo año, mi pensamiento se dirige una vez más a los niños y a sus
legítimas aspiraciones de amor y serenidad.
De entre ellos siento el deber de recordar particularmente a los marcados por el sufrimiento, quienes a menudo llegan a adultos sin haber experimentado nunca lo que es la paz. La mirada de los pequeños debería ser siempre alegre y confiada; sin embargo con frecuencia está llena de tristeza y miedo: ¡ya han visto y padecido demasiado en los pocos años de su vida!.
De entre ellos siento el deber de recordar particularmente a los marcados por el sufrimiento, quienes a menudo llegan a adultos sin haber experimentado nunca lo que es la paz. La mirada de los pequeños debería ser siempre alegre y confiada; sin embargo con frecuencia está llena de tristeza y miedo: ¡ya han visto y padecido demasiado en los pocos años de su vida!.
¡Demos
a los niños un futuro de paz!. Ésta es la llamada que dirijo confiado a los
hombres y mujeres de buena voluntad, invitando a cada uno a ayudar a los niños
a crecer en un clima de auténtica paz. Es un derecho suyo y es un deber
nuestro.
Niños
víctimas de la guerra.
2.
Tengo presente la gran cantidad de niños que he podido encontrar a lo largo de
mi pontificado, especialmente en los viajes apostólicos a cada continente.
Niños serenos y llenos de alegría. Pienso en ellos al inicio del nuevo año.
Deseo a todos los niños del mundo que comiencen con gozo el año 1996 y que
puedan transcurrir una niñez serena, ayudados en ello por el apoyo de adultos
responsables.
Quisiera
que en todas partes la relación armónica entre adultos y niños favoreciese un
clima de paz y de auténtico bienestar. Lamentablemente, no son pocos en el
mundo los niños víctimas inocentes de las guerras. En los últimos años han sido
heridos y muertos a millones: una verdadera masacre.
La
especial protección establecida para la infancia por las normas internacionales
ha sido ampliamente inobservada y los conflictos regionales e interétnicos,
multiplicados de un modo excesivo, hacen vana la tutela prevista por las normas
humanitarias (cf. Convención de las Naciones Unidas del 20 de noviembre de 1989
sobre los derechos de los niños, en particular el art. 38; Convención de Ginebra del 12 de agosto de 1949 para la protección de las personas civiles en
tiempo de guerra, art. 24; Protocolos I y II del 12 de diciembre de 1977, etc).
Los niños han llegado incluso a ser blanco de los francotiradores, sus escuelas
destruidas premeditadamente y bombardeados los hospitales donde son curados.
Ante semejantes y monstruosas aberraciones, ¿cómo no levantar la voz para una
condena unánime?. La muerte deliberada de un niño constituye una de las
manifestaciones más desconcertantes del eclipse de todo respeto por la vida
humana (cf. carta encíclica Evangelium vitae, n. 3, 25 de marzo de 1995: AAS 87
[1995] 404).
Además
de los niños asesinados, quiero también recordar a los mutilados durante los
conflictos bélicos y a consecuencia de los mismos. Finalmente, mi pensamiento
se dirige a los niños sistemáticamente perseguidos, violentados y eliminados
durante las llamadas «limpiezas étnicas».
3. No
hay sólo niños que sufren la violencia de las guerras; no pocos de ellos son
obligados a ser sus protagonistas. En algunos países del mundo se ha llegado a
obligar a chicos y chicas, incluso muy jóvenes, a prestar servicio en las
formaciones militares de las partes en lucha. Seducidos por la promesa de
comida e instrucción escolar, son conducidos a campamentos aislados, donde
padecen hambre y malos tratos, y donde son instigados a matar incluso a
personas de sus propias poblaciones. A menudo son enviados como avanzada para
limpiar los campos minados. ¡Evidentemente su vida vale muy poco para quien se
sirve así de ellos!.
El
futuro de estos niños con armas está con frecuencia marcado. Después de años de
servicio militar, algunos son simplemente licenciados y enviados a casa, y a
menudo no logran reintegrarse en la vida civil. Otros, avergonzándose de haber
sobrevivido a sus compañeros, acaban cayendo en la delincuencia o en la droga.
¡Quién sabe los fantasmas que continuarán turbando sus ánimos!. ¿Podrán alguna
vez desaparecer de su mente tantos recuerdos de violencia y de muerte?.
Merecen
un vivo reconocimiento aquellas organizaciones humanitarias y religiosas que se
esfuerzan por aliviar sufrimientos tan inhumanos. También se debe
agradecimiento a las personas de buena voluntad y a las familias que ofrecen
acogida amorosa a los pequeños que han quedado huérfanos, prodigándose por
sanar sus traumas y favorecer su reinserción en sus comunidades de origen.
4. El
recuerdo de millones de niños asesinados, los ojos tristes de tantos de sus
coetáneos que sufren cruelmente nos invitan a emplear todas las vías posibles
para salvaguardar o restablecer la paz, haciendo cesar los conflictos y las
guerras.
Con
anterioridad a la IV Conferencia mundial sobre la mujer, celebrada en Pekín el
pasado mes de septiembre, invité a las instituciones caritativas y educativas
católicas a adoptar una estrategia coordinada y prioritaria en relación con las
niñas y las jóvenes, especialmente las más pobres (cf. Mensaje a la delegación de la Santa Sede para la IV Conferencia mundial sobre la mujer, 29 de agosto de
1995: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 1 de septiembre
de 1995, p. 2). Deseo ahora renovar esa llamada, extendiéndola de modo
particular a las instituciones y organizaciones católicas que se dedican a los
menores: ayudad a las niñas que han sufrido a causa de la guerra o de la
violencia; enseñad a los chicos a reconocer y respetar la dignidad de la mujer;
ayudad a la infancia a redescubrir la ternura del amor de Dios, que se hizo
hombre y que, muriendo, dejó al mundo el don de su paz (cf. Jn 14, 27).
No me
cansaré de repetir que, desde las más altas organizaciones internacionales a
las asociaciones locales, desde los jefes de Estado hasta el ciudadano
corriente, todos estamos llamados, tanto diariamente como en las grandes
ocasiones de la vida, a dar nuestra contribución a la paz y a rechazar
cualquier apoyo a la guerra.
Niños
víctimas de varias formas de violencia.
5.
Millones de niños sufren a causa de otras formas de violencia, presentes tanto
en las sociedades afectadas por la miseria como en las desarrolladas. Son
violencias con frecuencia menos manifiestas, pero no por ello menos terribles.
La Conferencia internacional para el desarrollo social, celebrada este año en Copenhague, ha
señalado la relación entre pobreza y violencia (cf. Declaración de Copenhague,
16) y en esa ocasión los Estados se han comprometido a combatir de modo más
firme la plaga de la miseria con iniciativas a nivel nacional a partir de 1996
(cf. Programa de acción, capítulo II). Éstas fueron también las orientaciones
surgidas de la precedente Conferencia mundial de la ONU, dedicada a los niños
(Nueva York, 1990). En realidad, la miseria está en el origen de condiciones de
existencia y de trabajo inhumanas. En algunos países hay niños obligados a
trabajar desde su infancia, maltratados, castigados violentamente, remunerados
con una paga irrisoria: al no tener manera de hacerse respetar, son los más
fáciles de chantajear y explotar.
Otras
veces son objeto de compraventa (cf. Programa de acción, 39, e), para ser
utilizados en la mendicidad o, peor aún, para ser introducidos en la
prostitución, en el ámbito del llamado «turismo sexual», fenómeno absolutamente
despreciable que degrada a quien lo practica y también a todos los que de algún
modo lo favorecen. Existen, además, personas que no tienen escrúpulos en
reclutar niños para actividades criminales, especialmente para el tráfico de
drogas, con el riesgo, entre otras cosas, de quedar enganchados en el uso de
tales sustancias.
No son
pocos los niños que acaban por tener como único lugar de vida la calle: tras
haber escapado de casa, o haber sido abandonados por la familia, o simplemente
privados para siempre de un ambiente familiar, viven precariamente, en estado
de total abandono, considerados por muchos como desechos de los que hay que
desprenderse.
6. La
violencia sobre los niños lamentablemente no falta ni siquiera en familias que
viven en condiciones de desahogo y bienestar. Afortunadamente se trata de
episodios poco frecuentes, pero es importante de todos modos no ignorarlos.
Sucede, a veces, que dentro de las mismas paredes del hogar, y precisamente por
obra de las personas en las que parecería justo poner plena confianza, los
pequeños sufren prevaricaciones y vejaciones con efectos perjudiciales para su
desarrollo.
Además,
son muchos los niños que deben soportar los traumas derivados de las tensiones
entre los padres o de la misma ruptura de la familia. La preocupación por su
bien no logra frenar medidas dictadas con frecuencia por el egoísmo y la
hipocresía de los adultos. Detrás de una apariencia de normalidad y serenidad,
más convincente aún por la abundancia de bienes materiales, los niños se ven a
veces obligados a crecer en una triste soledad, sin una justa y amorosa guía y
sin una adecuada formación moral. Abandonados a sí mismos, encuentran
habitualmente su principal punto de referencia en la televisión, cuyos programas
presentan a menudo modelos de vida irreales o corruptos, frente a los que su
frágil discernimiento no es todavía capaz de reaccionar.
¿Cómo
sorprenderse de que una violencia tan multiforme e insidiosa acabe por penetrar
también en sus corazones jóvenes cambiando su natural entusiasmo en desencanto
o cinismo, su espontánea bondad en indiferencia y egoísmo?. De este modo,
persiguiendo falaces ideales, la infancia corre el riesgo de encontrar amargura
y humillación, hostilidad y odio, absorbiendo la insatisfacción y el vacío de
los que está impregnado el ambiente circundante. Es bien sabido que las
experiencias de la infancia tienen repercusiones profundas y a veces
irremediables para el resto de la vida.
Es
difícil esperar que los niños sepan un día construir un mundo mejor, cuando se
ha faltado al deber preciso de su educación para la paz. Ellos tienen necesidad
de «aprender la paz»: es un derecho suyo que no puede ser desatendido.
Niños y
esperanzas de paz.
7. He
querido poner claramente de relieve las condiciones, con frecuencia dramáticas,
en que viven muchos niños de hoy. Lo considero un deber: ellos serán los
adultos del tercer milenio. Sin embargo, no pretendo ceder al pesimismo, ni
ignorar los elementos que invitan a la esperanza. ¿Cómo no hablar, por ejemplo,
de tantas familias en todo el mundo donde los niños crecen en un ambiente
sereno?, ¿cómo no recordar los esfuerzos que tantas personas y organismos hacen
para asegurar a los niños en dificultad un desarrollo armónico y gozoso?. Son
iniciativas de entidades públicas y privadas, de familias y de comunidades
encomiables, cuyo único objetivo es hacer que los niños que se han visto
envueltos en cualquier vicisitud traumática vuelvan a una vida normal. Son, en
particular, propuestas concretas de procesos educativos encaminados a valorizar
completamente cada potencialidad personal, para hacer de los muchachos y de los
jóvenes auténticos artífices de paz.
Tampoco
debe olvidarse la mayor conciencia de la comunidad internacional que en estos
últimos años, a pesar de dificultades y titubeos, se esfuerza por afrontar con
decisión y discernimiento los problemas de la infancia.
Los
resultados alcanzados animan a proseguir este empeño tan loable. Si se les
ayuda y ama convenientemente, los niños mismos saben hacerse protagonistas de
paz, constructores de un mundo fraterno y solidario. Con su entusiasmo y con la
naturalidad de su entrega, pueden llegar a ser «testigos» y «maestros» de
esperanza y de paz en beneficio de los mismos adultos. Para no desperdiciar
esta potencialidad, es preciso ofrecer a los niños, con el debido respeto a su
personalidad, toda oportunidad favorable para una maduración equilibrada y
abierta.
Una
infancia serena permitirá a los niños mirar con confianza la vida y el mañana.
¡Ay de los que apagan en ellos el ímpetu gozoso de la esperanza!
Niños
en escuela de paz.
8. Los
pequeños aprenden muy pronto a conocer la vida. Observan e imitan el modo de
actuar de los adultos. Aprenden rápidamente el amor y el respeto por los demás,
pero asimilan también con prontitud los venenos de la violencia y del odio. La
experiencia que han tenido en la familia condicionará fuertemente las actitudes
que asumirán de adultos. Por tanto, si la familia es el primer lugar donde se
abren al mundo, la familia debe ser para ellos la primera escuela de paz.
Los
padres tienen una posibilidad extraordinaria de dar a conocer a sus hijos este
valor: el testimonio de su amor recíproco. Al amarse, permiten al hijo, desde
el comienzo de su existencia, crecer en un ambiente de paz, impregnado de
aquellos elementos positivos que constituyen de por sí el verdadero patrimonio
familiar: estima y acogida recíprocas, escucha, participación, gratuidad,
perdón. Gracias a la reciprocidad que promueven, estos valores representan una
auténtica educación para la paz y hacen al niño, desde su más tierna edad,
constructor activo de ella.
Él
comparte con sus padres y hermanos la experiencia de la vida y de la esperanza,
viendo cómo se afrontan con humildad y valentía las inevitables dificultades, y
respirando en cada circunstancia un clima de estima por los demás y de respeto
de las opiniones diversas de las propias.
Es,
sobre todo, en casa donde, antes incluso de cualquier palabra, los pequeños
deben experimentar, en el amor que los rodea, el amor de Dios por ellos, y
aprender que él quiere paz y comprensión recíproca entre todos los seres
humanos llamados a formar una única y gran familia.
9.
Pero, además de la educación familiar fundamental, los niños tienen derecho a
una específica formación para la paz en la escuela y en las demás estructuras
educativas, las cuales tienen la misión de hacerles comprender gradualmente la
naturaleza y las exigencias de la paz dentro de su mundo y de su cultura. Es
necesario que los niños aprendan la historia de la paz y no sólo la de las
guerras ganadas o perdidas.
¡Que se
les ofrezca, por tanto, ejemplos de paz y no de violencia!. Afortunadamente, se
pueden encontrar numerosos de estos modelos positivos en cada cultura y en cada
período de la historia. Es preciso crear iniciativas educativas adecuadas,
promoviendo con creatividad vías nuevas, sobre todo donde más acuciante es la
miseria cultural y moral. Todo debe estar dispuesto para que los pequeños
lleguen a ser heraldos de paz.
Los
niños no son una carga para la sociedad, ni son instrumentos de ganancia, ni
simplemente personas sin derechos; son miembros valiosos de la familia humana,
cuyas esperanzas, expectativas y potencialidades encarnan.
Jesús,
camino para la paz.
10. La
paz es don de Dios; pero depende de los hombres acogerlo para construir un
mundo de paz. Ellos podrán hacerlo sólo si tienen la sencillez de corazón de
los niños. Éste es uno de los aspectos más profundos y paradójicos del anuncio
cristiano: hacerse pequeño, antes que ser una exigencia moral, es una dimensión
del misterio de la Encarnación.
En
efecto, el Hijo de Dios no vino en potencia y gloria, como sucederá al final de
los tiempos, sino como niño necesitado y de condición pobre. Compartiendo
enteramente nuestra condición humana, excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15),
asumió también la fragilidad y las expectativas de futuro propias de la
infancia. Desde aquel momento decisivo para la historia de la humanidad,
despreciar la infancia es al mismo tiempo despreciar a Aquel que ha querido
manifestar la grandeza de un amor dispuesto a rebajarse y a renunciar a toda
gloria para salvar al hombre.
Jesús
se identificó con los pequeños, y cuando los Apóstoles discutían sobre quién
era el más grande, «tomó a un niño, lo puso a su lado, y les dijo: "El que
reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí,
recibe a Aquel que me ha enviado"» (Lc 9, 47-48). El Señor nos puso muy en
guardia contra el riesgo de escandalizar a los niños: «Al que escandalice a uno
de estos pequeños que creen en mí, más vale que le cuelguen al cuello una de
esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del
mar» (Mt 18, 6).
Pidió a
los discípulos que volvieran a ser «niños» y, cuando ellos intentaron alejar a
los pequeños que le rodeaban, se enfadó: «Dejad que los niños vengan a mí, no
se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el reino de Dios. Yo os
aseguro: el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc
10, 14-15). De este modo, Jesús invertía el modo común de pensar. Los adultos
deben aprender de los niños los caminos de Dios: de su capacidad de confianza y
de abandono pueden aprender a invocar con justa familiaridad «Abbá, Padre».
11.
Hacerse pequeños como los niños -confiados totalmente al Padre, revestidos de
mansedumbre evangélica-, más que un imperativo ético, es un motivo de
esperanza. Incluso allí donde fuesen tales las dificultades que desanimasen y
tan poderosas las fuerzas del mal como para atemorizar, la persona que sabe
encontrar la sencillez del niño puede volver a esperar: lo puede ante todo el
creyente, consciente de que cuenta con un Dios que quiere la concordia de todos
los hombres en la comunión pacífica de su Reino; pero lo puede también quien,
aun sin participar del don de la fe, cree en los valores del perdón y de la
solidaridad, y en ellos entrevé -no sin la acción secreta del Espíritu- la
posibilidad de dar un rostro nuevo a la tierra.
Me
dirijo, pues, con confianza a los hombres y mujeres de buena voluntad.
¡Unámonos todos para combatir cualquier forma de violencia y derrotar la
guerra!. ¡Creemos las condiciones para que los pequeños puedan recibir como
herencia de nuestra generación un mundo más unido y solidario!.
¡Demos
a los niños un futuro de paz!.
Vaticano,
8 de diciembre de 1995.
JOANNES
PAULUS PP. II
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