Mensaje del Papa JUAN PABLO II para la celebración de la XXX JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 de enero de 2000
PAZ EN LA TIERRA A LOS HOMBRES QUE DIOS AMA
1. Éste
es el anuncio de los ángeles que acompañó al nacimiento de Jesucristo hace 2000
años (cf. Lc 2,14) y que escucharemos resonar con alegría en la noche
santa de Navidad, en el momento en que solemnemente se abrirá el Gran
Jubileo.
Este
mensaje de esperanza que viene de la gruta de Belén lo queremos volver a
proponer al inicio del nuevo Milenio. Dios ama a todos los hombres y mujeres de
la tierra y les concede la esperanza de un tiempo nuevo, un tiempo de paz. Su
amor, revelado plenamente en el Hijo hecho carne, es el fundamento de la paz
universal; acogido profundamente en el corazón, reconcilia a cada uno con Dios y
consigo mismo, renueva las relaciones entre los hombres y suscita la sed de
fraternidad capaz de alejar la tentación de la violencia y la guerra.
El Gran
Jubileo está indisolublemente unido a este mensaje de amor y de reconciliación,
que manifiesta las aspiraciones más auténticas de la humanidad de nuestro
tiempo.
2. Con
la perspectiva de un año lleno de significado, renuevo cordialmente a todos el
deseo de paz. A todos os digo que la paz es posible. Pedida como un don de Dios,
debe ser también construida día a día con su ayuda a través de obras de justicia
y de amor.
Ciertamente, son muchos y complejos los problemas que a menudo
hacen que sea difícil y desalentador el camino hacia la paz, pero ésta es una
exigencia profundamente enraizada en el corazón de cada ser humano. Por eso, no
debe disminuir la voluntad de buscarla incesantemente, pues su fundamento se
halla en la conciencia de que la humanidad, marcada por el pecado, el odio y la
violencia, está llamada por Dios a formar una sola familia. Este designio
divino debe ser reconocido y puesto en práctica, promoviendo la búsqueda de
relaciones armoniosas entre las personas y los pueblos, en una cultura que
integre la apertura al Trascendente, la promoción del hombre y el respeto de la
naturaleza.
Éste es
el mensaje de Navidad, el mensaje del Jubileo y mi deseo al inicio de un nuevo
Milenio.
Con la
guerra, la humanidad es la que pierde.
3.
Durante el siglo que dejamos atrás, la humanidad ha sido duramente probada por
una interminable y horrenda serie de guerras, conflictos, genocidios, «
limpiezas étnicas », que han causado indescriptibles sufrimientos: millones y
millones de víctimas, familias y países destruidos; multitudes de prófugos,
miseria, hambre, enfermedades, subdesarrollo y pérdida de ingentes recursos. En
la raíz de tanto sufrimiento hay una lógica de violencia, alimentada por el
deseo de dominar y de explotar a los demás, por ideologías de poder o de
totalitarismo utópico, por nacionalismos exacerbados o antiguos odios tribales.
A veces, a la violencia brutal y sistemática, orientada hacia el sometimiento o
incluso el exterminio total de regiones y pueblos enteros, ha sido necesario
oponer una resistencia armada.
El
siglo XX nos deja en herencia, sobre todo, una advertencia: unas guerras a
menudo son causa de otras, ya que alimentan odios profundos, crean
situaciones de injusticia y ofenden la dignidad y los derechos de las personas.
En general, además de ser extraordinariamente dañinas, no resuelven los
problemas que las originan y, por tanto, resultan inútiles. Con la guerra, la
humanidad es la que pierde. Sólo desde la paz y con la paz se puede
garantizar el respeto de la dignidad de la persona y de sus derechos
inalienables.
4.
Frente al escenario de guerra del siglo XX, el honor de la humanidad ha sido
salvado por los que han hablado y trabajado en nombre de la paz.
Es un
deber recordar a los que, en un gran número, han contribuido a la afirmación de
los derechos humanos y a su solemne proclamación, a la derrota de los
totalitarismos, al final del colonialismo, al desarrollo de la democracia y a la
creación de grandes organismos internacionales. Ejemplos luminosos y proféticos
nos han dado quienes han orientado sus opciones de vida hacia el valor de la
no-violencia. Su testimonio de coherencia y fidelidad, llevado incluso hasta el
martirio, ha escrito extraordinarias páginas ricas de enseñanzas.
Entre
aquellos que han trabajado en nombre de la paz, no hay que olvidar a los hombres
y mujeres cuya dedicación ha hecho posible grandes progresos en todos los campos
de la ciencia y de la técnica, logrando vencer graves enfermedades y mejorando y
prolongando la vida.
Tampoco
puedo dejar de referirme a mis Predecesores, de venerada memoria, que han guiado
la Iglesia en el siglo XX. Con su Magisterio y su incansable actuación han
orientado a la Iglesia en la promoción de una cultura de paz. Como testimonio
emblemático de este esfuerzo está la feliz y clarividente intuición de Pablo VI,
que el 8 de diciembre de 1967 instituyó la Jornada Mundial de la Paz, la cual se
ha ido consolidando año tras año como experiencia fecunda de reflexión y de
proyección común.
5. «Paz en la tierra a los hombres que Dios ama». El anuncio evangélico sugiere esta preocupante pregunta: ¿Estará el siglo que inicia bajo el signo de la paz y de la fraternidad entre los hombres y los pueblos?. No podemos prever el futuro; sin embargo, podemos establecer un principio exigente: habrá paz en la medida en que toda la humanidad sepa redescubrir su originaria vocación a ser una sola familia, en la que la dignidad y los derechos de las personas —de cualquier estado, raza o religión— sean reconocidos como anteriores y preeminentes respecto a cualquier diferencia o especificidad.
Desde
esta concepción puede ser animado, dirigido y orientado el actual contexto
mundial, marcado por la dinámica de la globalización. Este proceso, que no
carece de riesgos, presenta extraordinarias y prometedoras oportunidades,
precisamente con vistas a hacer de la humanidad una sola familia, fundada en los
valores de la justicia, la igualdad y la solidaridad.
6. Por
eso es necesario un cambio radical de perspectiva; ante todo debe prevalecer el
bien de la humanidad y no el bien particular de una comunidad política, racial o
cultural. La consecución del bien común de una comunidad política no puede ir
contra el bien común de toda la humanidad, concretado en el
reconocimiento y respeto de los derechos del hombre, sancionados por la
Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Por tanto, se deben
superar las concepciones y actuaciones, a menudo condicionadas y determinadas
por grandes intereses económicos, que subordinan cualquier otro valor a un
concepto absoluto de Nación y de Estado. Las divisiones y diferencias políticas,
culturales e institucionales en que se articula y organiza la humanidad son,
desde esta perspectiva, legítimas en la medida en que se armonizan con la
pertenencia a la familia humana y con las exigencias éticas y jurídicas
derivadas de la misma.
Los
crímenes contra la humanidad.
7. De este principio surge una consecuencia de gran importancia: quien viola los derechos humanos, ofende la conciencia humana en cuanto tal y ofende a la humanidad misma. El deber de tutelar tales derechos transciende, pues, los confines geográficos y políticos dentro de los que son conculcados. Los crímenes contra la humanidad no pueden ser considerados asuntos internos de una nación. En este sentido, la puesta en marcha de la institución de una Corte penal que los juzgue es un paso importante. Tenemos que dar gracias a Dios que siga creciendo, en la conciencia de los pueblos y las naciones, la convicción de que los derechos humanos, universales e indivisibles, no tienen fronteras.
7. De este principio surge una consecuencia de gran importancia: quien viola los derechos humanos, ofende la conciencia humana en cuanto tal y ofende a la humanidad misma. El deber de tutelar tales derechos transciende, pues, los confines geográficos y políticos dentro de los que son conculcados. Los crímenes contra la humanidad no pueden ser considerados asuntos internos de una nación. En este sentido, la puesta en marcha de la institución de una Corte penal que los juzgue es un paso importante. Tenemos que dar gracias a Dios que siga creciendo, en la conciencia de los pueblos y las naciones, la convicción de que los derechos humanos, universales e indivisibles, no tienen fronteras.
8. En
nuestro tiempo han ido disminuyendo las guerras entre los Estados. Sin embargo,
este dato, de por sí consolador, ha de ser visto con cautela al considerar los
conflictos armados que tienen lugar en el interior de los Estados.
Desgraciadamente son demasiado numerosos, presentes prácticamente en todos los
continentes y frecuentemente de gran violencia. En general, los provocan
antiguos motivos históricos de naturaleza étnica, tribal o incluso religiosa, a
los que se añaden actualmente otras razones de naturaleza ideológica, social y
económica.
Estos
conflictos internos, en los que se suelen usar armas de pequeño calibre o las
llamadas armas « ligeras », pero en realidad extraordinariamente mortíferas, a
menudo conllevan graves implicaciones que van más allá de los límites del
Estado, afectando intereses y responsabilidades externas. Aunque es verdad que
resulta muy difícil comprender y valorar las causas y los intereses en juego
debido a su enorme complejidad, un dato se revela indiscutible: las
consecuencias más dramáticas de estos conflictos las padecen las poblaciones
civiles, a causa de la inobservancia de las leyes comunes y las leyes de
guerra. Lejos de ser protegidos, los civiles son con frecuencia el primer
objetivo de las fuerzas opuestas, viéndose a veces ellos mismos directamente
involucrados en acciones armadas dentro de una espiral perversa que los hace, al
mismo tiempo, víctimas y verdugos de otros civiles.
Muchos
y horripilantes han sido, y siguen siendo, los escenarios siniestros en los que
niños, mujeres, ancianos indefensos y sin ninguna culpa son, muy a su pesar,
víctimas de los conflictos que ensangrientan nuestros días. Demasiados,
verdaderamente, por no decir que ha llegado el momento de cambiar el modo de
actuar, con decisión y gran sentido de la responsabilidad.
El
derecho a la asistencia humanitaria.
9. En todo caso, ante estas situaciones complejas y dramáticas y contra todas las presuntas «razones» de la guerra, se ha de afirmar el valor fundamental del derecho humanitario y, por tanto, el deber de garantizar el derecho a la asistencia humanitaria de los refugiados y de los pueblos que sufren.
9. En todo caso, ante estas situaciones complejas y dramáticas y contra todas las presuntas «razones» de la guerra, se ha de afirmar el valor fundamental del derecho humanitario y, por tanto, el deber de garantizar el derecho a la asistencia humanitaria de los refugiados y de los pueblos que sufren.
El
reconocimiento y el cumplimiento efectivo de estos derechos no tienen que estar
sometidos a intereses de alguna de las partes en conflicto. Al contrario, se
impone el deber de determinar todos los modos, institucionales o no, que puedan
concretar las finalidades humanitarias del mejor modo posible. La legitimación
moral y política de esos derechos reside en el principio por el cual el bien de
la persona humana está antes de todo y transciende toda institución
humana.
10.
Quiero aquí reafirmar mi profundo convencimiento de que, ante los actuales
conflictos armados, la negociación entre las partes, ayudada con oportunas
intervenciones de mediación y pacificación llevadas a cabo por organismos
regionales e internacionales, asume la máxima relevancia, para prevenir los
mismos conflictos o, una vez que han estallado, para que cesen, restableciendo
la paz por medio de una ecuánime resolución de los derechos y de los intereses
en juego.
Este
convencimiento sobre el papel positivo de organismos de mediación y pacificación
se extiende a las organizaciones humanitarias no gubernamentales y a los
organismos religiosos que, con discreción y generosidad, promueven la paz entre
los diferentes grupos, ayudan a vencer antiguos rencores, a reconciliar enemigos
y a abrir el camino hacia un futuro nuevo y común. Al mismo tiempo que rindo
homenaje a su noble dedicación por la causa de la paz, quiero dirigir una
palabra de emotivo aprecio a todos los que han dado su vida para que otros
pudieran vivir. Por ellos elevo a Dios mi oración e invito también a los
creyentes a hacer lo mismo.
La «injerencia humanitaria».
11.
Evidentemente, cuando la población civil corre peligro de sucumbir ante el
ataque de un agresor injusto y los esfuerzos políticos y los instrumentos de
defensa no violenta no han valido para nada, es legítimo, e incluso obligado,
emprender iniciativas concretas para desarmar al agresor. Pero éstas han de
estar circunscritas en el tiempo y deben ser concretas en sus objetivos, de modo
que estén dirigidas desde el total respeto al derecho internacional,
garantizadas por una autoridad reconocida a nivel supranacional y en ningún caso
dejadas a la mera lógica de las armas.
Por
eso, habrá que hacer un mayor y mejor uso de lo que prevé la Carta de las
Naciones Unidas, definiendo posteriormente instrumentos y modalidades eficaces
de intervención, en el marco de la legalidad internacional.
A este
propósito la misma Organización de las Naciones Unidas tiene que ofrecer a todos
los Estados miembros la misma oportunidad de participar en las decisiones,
superando privilegios y discriminaciones que debilitan su papel y
credibilidad.
12. Se
abre aquí un campo de reflexión y de deliberación nuevo, tanto para la política
como para el derecho, un campo que todos esperamos sea cultivado con pasión y
cordura. Es necesaria e improrrogable una renovación del derecho
internacional y de las instituciones internacionales que tenga su punto de
partida en la supremacía del bien de la humanidad y de la persona sobre
todas las otras cosas y sea éste el criterio fundamental de organización. Esta
renovación es más urgente aún si consideramos la paradoja de la guerra en
nuestro tiempo, tal y como se ha reflejado también en los conflictos recientes,
en los que contrastaba la gran seguridad de los ejércitos con la desconcertante
situación de peligro de la población civil. En ninguna clase de conflicto es
legítimo dejar de lado el derecho de los civiles a la incolumidad.
Más
allá de las perspectivas jurídicas e institucionales, es fundamental el deber de
todos los hombres y mujeres de buena voluntad, llamados a comprometerse por la
paz, a educar en la paz, a desarrollar estructuras de paz e instrumentos de
no-violencia y a hacer todos los esfuerzos posibles para llevar a los que están
en conflicto a la mesa de negociación.
La paz
en la solidaridad.
13. « Paz en la tierra a los hombres que Dios ama ». Desde la problemática de la guerra la mirada se dirige espontáneamente a otra dimensión ligada especialmente a ella: el tema de la solidaridad. El noble y laborioso trabajo por la paz, que pertenece a la vocación de la humanidad a ser y a reconocerse como familia, tiene su punto de apoyo en el principio del destino universal de los bienes de la tierra, principio que no hace ilegítima la propiedad privada, sino que orienta su concepción y gestión desde su imprescindible función social, para el bien común y especialmente de los miembros más débiles de la sociedad. Este principio fundamental desgraciadamente está muy olvidado, como demuestra la persistencia y el crecimiento de la desigualdad entre un Norte del mundo, cada vez más saturado de bienes y recursos y habitado por un número cada vez más mayor de ancianos, y un Sur en el que se concentra la gran mayoría de las jóvenes generaciones, privadas todavía de una perspectiva esperanzadora de desarrollo social, cultural y económico.
13. « Paz en la tierra a los hombres que Dios ama ». Desde la problemática de la guerra la mirada se dirige espontáneamente a otra dimensión ligada especialmente a ella: el tema de la solidaridad. El noble y laborioso trabajo por la paz, que pertenece a la vocación de la humanidad a ser y a reconocerse como familia, tiene su punto de apoyo en el principio del destino universal de los bienes de la tierra, principio que no hace ilegítima la propiedad privada, sino que orienta su concepción y gestión desde su imprescindible función social, para el bien común y especialmente de los miembros más débiles de la sociedad. Este principio fundamental desgraciadamente está muy olvidado, como demuestra la persistencia y el crecimiento de la desigualdad entre un Norte del mundo, cada vez más saturado de bienes y recursos y habitado por un número cada vez más mayor de ancianos, y un Sur en el que se concentra la gran mayoría de las jóvenes generaciones, privadas todavía de una perspectiva esperanzadora de desarrollo social, cultural y económico.
Que
nadie se haga ilusiones de que la simple ausencia de guerra, aún siendo tan
deseada, sea sinónimo de una paz duradera. No hay verdadera paz si no viene
acompañada de equidad, verdad, justicia y solidaridad. Está condenado al fracaso
cualquier proyecto que mantenga separados dos derechos indivisibles e
interdependientes: el de la paz y el de un desarrollo integral y solidario.
« Las injusticias, las desigualdades excesivas de carácter económico o social,
la envidia, la desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las
naciones, amenazan sin cesar la paz y causan las guerras. Todo lo que se hace
para eliminar estos desórdenes contribuye a construir la paz y evitar la guerra
».
14. En
el inicio de un nuevo siglo, la pobreza de miles de millones de hombres y
mujeres es la cuestión que, más que cualquier otra, interpela nuestra
conciencia humana y cristiana. Es aún más dramática al ser conscientes de que
los mayores problemas económicos de nuestro tiempo no dependen de la falta de
recursos, sino del hecho de que a las actuales estructuras económicas, sociales
y culturales les cuesta hacerse cargo de las exigencias de un auténtico
desarrollo.
Justamente, los pobres, tanto los de los países en vías de
desarrollo como los de los prósperos y ricos, «exigen el derecho de participar
y gozar de los bienes materiales y de hacer fructificar su capacidad de trabajo,
creando así un mundo más justo y más próspero para todos. La promoción de los
pobres es una gran ocasión para el crecimiento moral, cultural e incluso
económico de la humanidad entera». Miramos a los pobres no como un problema,
sino como los que pueden llegar a ser sujetos y protagonistas de un futuro nuevo
y más humano para todo el mundo.
Urgencia de una reorientación de la economía.
15. En este sentido, resulta obligado preguntarse también por el creciente malestar que sienten en nuestros días muchos estudiosos y agentes económicos ante los problemas que surgen desde la vertiente de la pobreza, la paz, la ecología y el futuro de los jóvenes, cuando reflexionan sobre el papel del mercado, sobre la omnipresente dimensión monetario-financiera, la separación entre lo económico y lo social y otros asuntos similares de la actividad económica.
15. En este sentido, resulta obligado preguntarse también por el creciente malestar que sienten en nuestros días muchos estudiosos y agentes económicos ante los problemas que surgen desde la vertiente de la pobreza, la paz, la ecología y el futuro de los jóvenes, cuando reflexionan sobre el papel del mercado, sobre la omnipresente dimensión monetario-financiera, la separación entre lo económico y lo social y otros asuntos similares de la actividad económica.
Puede
que haya llegado el momento de una nueva y más profunda reflexión sobre el
sentido de la economía y de sus fines. Con este propósito, parece urgente
que vuelva a ser considerada la concepción misma del bienestar, de modo que no
se vea dominada por una estrecha perspectiva utilitarista, que deja
completamente al margen valores como el de la solidaridad y el
altruismo.
16.
Quisiera aquí invitar a los que se dedican a la ciencia económica y a los mismos
trabajadores de este sector, así como a los responsables políticos, a que tomen
nota de la urgencia de que la praxis económica y las políticas correspondientes
miren al bien de todo hombre y de todo el hombre. Lo exige no sólo la ética,
sino también una sana economía. En efecto, parece confirmado por la experiencia
que el desarrollo económico está cada vez más condicionado por el hecho de que
sean valoradas las personas y sus capacidades, que se promueva la participación,
se cultiven más y mejor los conocimientos y las informaciones y se incremente la
solidaridad.
Se
trata de valores que, lejos de ser extraños a la ciencia y a la actividad
económica, contribuyen a hacer de ella una ciencia y una práctica integralmente
«humanas». Una economía que no considere la dimensión ética y que no procure
servir el bien de la persona —de toda persona y de toda la persona— no puede
llamarse, de por sí, «economía», entendida en el sentido de una racional y
beneficiosa gestión de la riqueza material.
¿Qué
modelos de desarrollo?.17. Desde el momento en que la humanidad, llamada a ser una sola familia, todavía está dividida dramáticamente en dos por la pobreza —al principio del siglo XXI más de mil cuatrocientos millones de personas viven en una situación de extrema pobreza—, es especialmente urgente reconsiderar los modelos que inspiran las opciones de desarrollo.
A este
respecto, se tendrán que armonizar mejor las legítimas exigencias de eficacia
económica con las de participación política y justicia social, sin recaer en los
errores ideológicos cometidos en el siglo XX. En concreto, ello significa
entretejer de solidaridad las redes de las relaciones recíprocas entre lo
económico, político y social, que los procesos de globalización en la actualidad
tienden a aumentar.
Estos
procesos exigen una reorientación de la cooperación internacional, en los
términos de una nueva cultura de la solidaridad. Pensada como germen de paz,
la cooperación no puede reducirse a la ayuda y a la asistencia, menos aún
buscando las ventajas del rendimiento de los recursos puestos a disposición. En
cambio, la cooperación debe expresar un compromiso concreto y tangible de
solidaridad, de tal modo que haga de los pobres protagonistas de su desarrollo y
permita al mayor número posible de personas fomentar, dentro de las concretas
circunstancias económicas y políticas en las que viven, la creatividad propia
del ser humano, de la que depende también la riqueza de las
naciones.
Es
preciso, en especial, encontrar soluciones definitivas al viejo problema de la
deuda internacional de los países pobres y empobrecidos, garantizando al mismo tiempo la
financiación necesaria también para la lucha contra el hambre, la desnutrición,
las enfermedades, el analfabetismo y la degradación del medio
ambiente.
18. Se
impone hoy, con más urgencia que en el pasado, la necesidad de cultivar la
conciencia de valores morales universales, para afrontar los problemas del
presente, cuya nota común es la dimensión planetaria que van asumiendo. La
promoción de la paz y los derechos humanos, el estallido de conflictos armados
dentro y fuera de los Estados, la defensa de las minorías étnicas y de los
emigrantes, la salvaguardia del medio ambiente, la batalla contra terribles
enfermedades, la lucha contra los traficantes de droga y armas y contra la
corrupción política y económica, son cuestiones ante las que ninguna nación por
sí sola puede hacer hoy frente. Todas ellas atañen a la comunidad humana entera
y, por tanto, se deben afrontar y resolver trabajando juntos.
Han de
encontrarse vías para dialogar, con un lenguaje común y comprensible, sobre los
problemas del ser humano de cara al futuro. El fundamento de este diálogo es la
ley moral universal inscrita en el corazón humano. Siguiendo esta «
gramática » del espíritu, la comunidad humana puede afrontar los problemas de la
convivencia y moverse hacia el mañana respetando el designio
divino.
Del
encuentro entre la fe y la razón, entre el sentido religioso y el moral, deriva
una decisiva aportación en la dirección del diálogo y la colaboración entre
pueblos, culturas y religiones.
Jesús,
don de paz.
19. «Paz en la tierra a los hombres que Dios ama». En todo el mundo, en el
contexto del Gran Jubileo, los cristianos están comprometidos a hacer solemne
memoria de la Encarnación. Retomando el anuncio de los ángeles en Belén (cf.
Lc 2,14), ellos proclaman este acontecimiento con la conciencia de que
Jesús «es nuestra paz» (Ef 2,14), es don de paz para todos los hombres.
Sus primeras palabras a los discípulos después de la Resurrección fueron: «Paz
a vosotros» (Jn 20, 19.21.26). Él vino para unir lo que estaba dividido,
para destruir el pecado y el odio, despertando en la humanidad la vocación a la
unidad y a la fraternidad. Él es, por tanto, «el principio y el ejemplo de esta
humanidad renovada, llena de amor fraterno, de sinceridad y de espíritu de paz,
a la que todos aspiran».
20. En
este año jubilar, la Iglesia, en el recuerdo vivo de su Señor, quiere confirmar
su propia vocación y misión a ser en Cristo « sacramento », es decir, signo e
instrumento de paz en el mundo y para el mundo. Para ella, cumplir su misión
evangelizadora es trabajar por la paz. «Así, la Iglesia, único rebaño de Dios,
como signo levantado entre las naciones, comunicando el Evangelio de la paz a
todo el género humano, peregrina en esperanza hacia la meta de la patria celeste».
Por
tanto, para los fieles católicos el compromiso de construir la paz y la justicia
no es secundario, sino esencial, y ha de ser llevado a cabo con espíritu abierto
hacia los hermanos de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, hacia los
creyentes de otras religiones y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad,
con los que comparten el mismo anhelo de paz y de fraternidad.
Comprometerse generosamente por la paz.
21. Es
motivo de esperanza constatar cómo, a pesar de que hay múltiples y graves
obstáculos, se siguen desarrollando día a día iniciativas y proyectos de paz,
con la generosa colaboración de tantas personas. La paz es un edificio en
continua construcción. A su edificación concurren:
– los
educadores que saben transmitir los auténticos valores presentes en todas las
áreas del saber y en el patrimonio histórico y cultural de la
humanidad;
– los
hombres y mujeres del mundo del trabajo comprometidos en la lucha por la
dignidad del trabajo ante las nuevas situaciones que a nivel internacional
reclaman justicia y solidaridad;
– los
gobernantes que tienen como objetivo de su acción política y la de sus países
una firme y convencida determinación por la paz y la justicia;
– todos
aquellos que trabajan en primera línea en Organismos Internacionales, a menudo
con escasos medios, donde « trabajar por la paz » es una empresa arriesgada
incluso para la propia integridad personal;
– los
miembros de las Organizaciones No Gubernamentales que, con el estudio y la
acción, se dedican a la prevención y resolución de conflictos en las más
variadas situaciones y en diversas partes del mundo;
– los
creyentes que, convencidos de que la auténtica fe nunca es fuente de guerra ni
de violencia, promueven argumentos para la paz y el amor a través del diálogo
ecuménico e interreligioso.
22. Mi
pensamiento se dirige particularmente a vosotros, queridos jóvenes, que
experimentáis de un modo especial la bendición de la vida y tenéis el deber de
no malgastarla. En las escuelas y universidades, en los ambientes de trabajo, en
el tiempo libre y en el deporte, en todo lo que hacéis, dejaos guiar
constantemente por este objetivo: la paz dentro y fuera de vosotros, la paz
siempre, la paz con todos, la paz para todos.
A los
jóvenes que desgraciadamente han conocido la trágica experiencia de la guerra y
experimentan sentimientos de odio y resentimiento, os quiero hacer una súplica:
haced lo posible por encontrar el camino de la reconciliación y el perdón. Es
difícil, pero es el único modo que os permite mirar al futuro con esperanza para
vosotros y vuestros hijos, para vuestros países y para la humanidad
entera.
Tendré
la oportunidad de reanudar este diálogo con vosotros, queridos jóvenes, cuando
nos encontremos en Roma el próximo mes de agosto con motivo de la Jornada
Jubilar dedicada a vosotros.
El Papa
Juan XXIII en uno de sus últimos discursos se dirigió una vez más «a los
hombres de buena voluntad» para invitarlos a comprometerse en un programa de
paz fundado en el «evangelio de la obediencia a Dios, de la misericordia y del
perdón»; y añadía: «entonces, sin ninguna duda, la paloma luminosa de la paz
recorrerá su camino, encendiendo el gozo y derramando la luz y la gracia en el
corazón de los hombres sobre toda la superficie de la tierra, haciéndoles
descubrir, más allá de toda frontera, rostros de hermanos, rostros de amigos». ¡Que vosotros, jóvenes del 2000, podáis descubrir y hacer descubrir
rostros de hermanos y rostros de amigos!.
En este
Año Jubilar, en el que la Iglesia se dedicará a la oración por la paz con
especiales súplicas, nos dirigimos con filial devoción a la Madre de Jesús,
invocándola como Reina de la paz, para que Ella nos conceda pródigamente los
dones de su materna bondad y ayude al género humano a ser una sola familia, en
la solidaridad y en la paz.
Vaticano, 8 de diciembre de 1999
JUAN PABLO II
JUAN PABLO II
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