1 de enero de 1998
DE LA
JUSTICIA DE CADA UNO NACE LA PAZ PARA TODOS
1. La
justicia camina con la paz y está en relación constante y dinámica con ella. La
justicia y la paz tienden al bien de cada uno y de todos, por eso exigen orden
y verdad. Cuando una se ve amenazada, ambas vacilan; cuando se ofende la
justicia también se pone en peligro la paz.
Hay una
estrecha relación entre la justicia de cada uno y la paz para todos, por este
motivo deseo dirigirme, con el presente Mensaje para la Jornada de la Paz, ante
todo a los Jefes de Estado, teniendo bien presente que el mundo de hoy, aunque
lacerado en muchas regiones por tensiones, violencias y conflictos, está en
busca de nuevas formas y de equilibrios más estables, en vista de una paz
auténtica y duradera para toda la humanidad.
Justicia
y paz no son conceptos abstractos o ideales lejanos; son valores que
constituyen un patrimonio común y que están radicados en el corazón de cada
persona. Todos están llamados a vivir en la justicia y a trabajar por la paz:
individuos, familias, comunidades y naciones. Nadie puede eximirse de esta
responsabilidad.
Pienso
tanto en quienes, a su pesar, se encuentran implicados en dolorosos conflictos,
como en los marginados, los pobres y las víctimas de todo tipo de explotación:
son personas que experimentan en su carne la ausencia de la paz y los efectos
desgarradores de la injusticia. ¿Quién puede quedar indiferente ante su anhelo
de una vida asentada en la justicia y en la auténtica paz?. Es responsabilidad
de todos hacer lo posible para que lo alcancen, pues la plena justicia sólo se
obtiene cuando todos pueden participar de ella por igual.
La
justicia es, al mismo tiempo, virtud moral y concepto legal. En ocasiones, se
la representa con los ojos vendados; en realidad, lo propio de la justicia es
estar atenta y vigilante para asegurar el equilibrio entre derechos y deberes,
así como el promover la distribución equitativa de los costes y beneficios. La
justicia restaura, no destruye; reconcilia en vez de instigar a la venganza.
Bien mirado, su raíz última se encuentra en el amor, cuya expresión más
significativa es la misericordia. Por lo tanto, separada del amor
misericordioso, la justicia se hace fría e hiriente.
La
justicia es una virtud dinámica y viva: defiende y promueve la inestimable
dignidad de las personas y se ocupa del bien común, tutelando las relaciones
entre las personas y los pueblos. El hombre no vive solo, sino que desde el
primer momento de su existencia está en relación con los demás, de tal manera
que su bien como individuo y el bien de la sociedad van a la par. Entre los dos
aspectos hay un delicado equilibrio.
La
justicia se fundamenta en el respeto de los derechos humanos.
2. La
persona está dotada por naturaleza de derechos universales, inviolables e
inalienables. Éstos, sin embargo, no subsisten por sí solos. A este respecto,
mi venerado Predecesor, el Papa Juan XXIII, enseñaba que la persona «tiene por
sí misma derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su
propia naturaleza» (Pacem in terris). El auténtico baluarte de la paz se apoya sobre el
correcto fundamento antropológico de tales derechos y deberes, y sobre su
intrínseca correlación.
En los
últimos siglos, estos derechos humanos han sido formulados en diversas
declaraciones normativas, así como en instrumentos jurídicos vinculantes. En la
historia de los pueblos y naciones a la búsqueda de justicia y de libertad, su
proclamación se recuerda con legítimo orgullo porque, además, se ha sentido
frecuentemente como un cambio de época, después de flagrantes violaciones de la
dignidad de individuos y de poblaciones enteras.
Hace
cincuenta años, tras una guerra caracterizada por la negación incluso del
derecho a existir de ciertos pueblos, la Asamblea general de las Naciones Unidas promulgó la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Fue un
acto solemne al cual se llegó, tras la triste experiencia de la guerra, por la
voluntad de reconocer de manera formal los mismos derechos a todas las personas
y a todos los pueblos. En este documento se lee la siguiente afirmación, que ha
resistido el paso del tiempo: «La libertad, la justicia y la paz en el mundo
tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos
iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana» (Preámbulo). No menor
atención merecen las palabras con que concluye el documento: «Nada en la
presente Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho
alguno al Estado, a un grupo o a una persona para emprender y desarrollar
actividades o realizar actos tendentes a la supresión de cualquiera de los
derechos y libertades proclamados en la presente Declaración» (Art. 30). Resulta
dramático que, aún en nuestros días, esta disposición se vea claramente violada
por la opresión, los conflictos, la corrupción o, de manera más subrepticia,
mediante el intento de reinterpretar, a veces distorsionando deliberadamente su
sentido, las mismas definiciones contenidas en la Declaración Universal. Ésta
ha de ser observada íntegramente, en el espíritu y en la letra. Sigue siendo
—como dijo el Papa Pablo VI de venerada memoria— uno de los más grandes títulos
de gloria de las Naciones Unidas, «especialmente cuando se piensa en la
importancia que se le atribuye como camino cierto de paz».
Con
ocasión del quincuagésimo aniversario de la Declaración Universal de los
Derechos del Hombre, que se celebra este año, conviene recordar que «la
promoción y protección de los derechos humanos es materia de primaria
importancia para la comunidad internacional» (Declaración de Viena, Preámbulo, 1993).. Sobre este aniversario, sin
embargo, se ciernen las sombras de algunas reservas manifestadas sobre dos
características esenciales de la noción misma de los derechos del hombre: su
universalidad y su indivisibilidad. Estos rasgos distintivos han de ser
afirmados con vigor para rechazar las críticas de quien intenta explotar el
argumento de la especificidad cultural para cubrir violaciones de los derechos
humanos, así como de quien empobrece el concepto de dignidad humana negando
consistencia jurídica a los derechos económicos, sociales y culturales.
Universalidad e indivisibilidad son dos principios guía que exigen siempre la
necesidad de arraigar los derechos humanos en las diversas culturas, así como
de profundizar en su dimensión jurídica con el fin de asegurar su pleno
respeto.
El
respeto de los derechos humanos no comporta únicamente su protección en el
campo jurídico, sino que debe tener en cuenta todos los aspectos que emergen de
la noción de dignidad humana, que es la base de todo derecho. En tal
perspectiva, la atención adecuada a la dimensión educativa adquiere un gran
relieve. Además, es importante considerar también la promoción de los derechos
humanos, que es fruto del amor por la persona como tal, ya que el amor va más
allá de lo que la justicia puede aportar (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes). En el marco de esta promoción, se
deberán realizar esfuerzos ulteriores para proteger particularmente los
derechos de la familia, la cual es «elemento natural y fundamental de la
sociedad» (Cf. Carta de los Derechos de la Familia (22 octubre 1983)).
Globalización
en la solidaridad.
3. Los
profundos cambios geopolíticos acaecidos después de 1989 han ido acompañados de
auténticas revoluciones en el campo social y económico. La globalización de la
economía y de las finanzas es ciertamente una realidad y cada vez se van
percibiendo con más claridad los efectos del rápido progreso proveniente de las
tecnologías informáticas. Estamos en los umbrales de una nueva era que conlleva
a la vez grandes esperanzas e inquietantes puntos interrogativos. ¿Cuáles serán
las consecuencias de los cambios que actualmente se están produciendo?. ¿Se
podrán beneficiar todos de un mercado global?. ¿Tendrán todos finalmente la
posibilidad de gozar de la paz?. ¿Serán más equitativas las relaciones entre los
Estados o, por el contrario, la competencia económica y la rivalidad entre los
pueblos y naciones llevarán a la humanidad hacia una situación de inestabilidad
aún mayor?.
Las
organizaciones internacionales tienen el cometido urgente de contribuir a
promover el sentido de responsabilidad respecto al bien común para lograr una
sociedad más equitativa y una paz más estable en un mundo que se encamina a la
globalización. Pero, para esto, es preciso no perder jamás de vista la persona
humana, que debe ser el centro de cualquier proyecto social. Sólo de este modo
las Naciones Unidas pueden llegar a ser una verdadera «familia de Naciones»,
según su mandato original de «promover el progreso social y mejores condiciones
de vida en una libertad más amplia». Este es el camino para construir una
Comunidad mundial basada en la «confianza recíproca, en el apoyo mutuo y en el
respeto sincero» (Discurso a la 50ª Asamblea general de las Naciones Unidas). En definitiva, el desafío consiste en asegurar una
globalización en la solidaridad, una globalización sin dejar a nadie al margen.
He aquí un evidente deber de justicia, que comporta notables implicaciones
morales en la organización de la vida económica, social, cultural y política de
las Naciones.
El
pesado lastre de la deuda externa.
4. A
causa de su frágil potencial financiero y económico, hay naciones y regiones
enteras del mundo que corren el peligro de quedar excluidas de una economía que
se globaliza. Otras tienen mayores recursos, pero lamentablemente no pueden
beneficiarse de ellos por diversos motivos: desórdenes, conflictos internos,
carencia de estructuras adecuadas, degrado ambiental, corrupción extendida,
criminalidad y otros muchos más. La globalización debe ir unida a la solidaridad.
Por tanto, hay que asignar ayudas especiales que permitan a los Países que sólo
con sus propias fuerzas no pueden entrar con éxito en el mercado global, la
posibilidad de superar su actual situación de desventaja. Es algo que se les
debe por justicia. En una auténtica «familia de Naciones», nadie puede quedar
excluido; por el contrario, se ha de apoyar al más débil y frágil para que
pueda desarrollar plenamente sus propias potencialidades.
Pienso
en una de las mayores dificultades que hoy deben afrontar las Naciones más
pobres. Me refiero al pesado lastre de la deuda externa, que compromete las
economías de Pueblos enteros, frenando su progreso social y político. A este
respecto, las instituciones financieras internacionales han puesto en marcha con
recientes iniciativas un importante intento para la reducción coordinada de
dicha deuda. Deseo de corazón que se continúe avanzando en este camino,
aplicando con flexibilidad las condiciones previstas, de manera que todas las
Naciones con derecho a ello puedan beneficiarse de las mismas antes del año
2000. Los Países más ricos pueden hacer mucho en este sentido, ofreciendo su
apoyo a las mencionadas iniciativas.
La
cuestión de la deuda forma parte de un problema más amplio, que es la
persistencia de la pobreza, a veces extrema, y el surgir de nuevas
desigualdades que acompañan el proceso de globalización. Si el objetivo es una
globalización sin dejar a nadie al margen, ya no se puede tolerar un mundo en
el que viven al lado el acaudalado y el miserable, menesterosos carentes
incluso de lo esencial y gente que despilfarra sin recato aquello que otros
necesitan desesperadamente. Semejantes contrastes son una afrenta a la dignidad
de la persona humana. No faltan ciertamente medios adecuados para eliminar la miseria,
como la promoción de importantes inversiones sociales y productivas por parte
de todas las instancias económicas mundiales. Lo cual requiere, sin embargo,
que la Comunidad internacional se proponga actuar con la determinación política
necesaria. Ya se han dado pasos encomiables en este sentido, si bien una
solución duradera exige el esfuerzo concertado de todos, incluido el de los
mismos Estados interesados.
Urge
una cultura de la legalidad.
5. ¿Qué
decir de las graves desigualdades que existen dentro de las Naciones?. Las
situaciones de extrema pobreza, en cualquier lugar en que se manifiesten, son
la primera injusticia. Su eliminación debe representar para todos una prioridad
tanto en el ámbito nacional como en el internacional.
No se
puede pasar por alto, además, el vicio de la corrupción, que socava el
desarrollo social y político de tantos pueblos. Es un fenómeno creciente que va
penetrando insidiosamente en muchos sectores de la sociedad, burlándose de la
ley e ignorando las normas de justicia y de verdad. La corrupción es difícil de
contrarrestar, porque adopta múltiples formas; sofocada en un área, rebrota a
veces en otra. El hecho mismo de denunciarla requiere valor. Para erradicarla
se necesita además, junto con la voluntad tenaz de las Autoridades, la
colaboración generosa de todos los ciudadanos, sostenidos por una fuerte
conciencia moral.
Una
gran responsabilidad en esta batalla recae sobre las personas que tienen cargos
públicos. Es cometido suyo empeñarse en una ecuánime aplicación de la ley y en
la transparencia de todos los actos de la administración pública. El Estado, al
servicio de los ciudadanos, es el gestor de los bienes del pueblo, que debe
administrar en vista del bien común. El buen gobierno requiere el control
puntual y la corrección plena de todas las transacciones económicas y
financieras. De ninguna manera se puede permitir que los recursos destinados al
bien público sirvan a otros intereses de carácter privado o incluso criminal.
El uso
fraudulento del dinero público penaliza sobre todo a los pobres, que son los
primeros en sufrir la privación de los servicios básicos indispensables para el
desarrollo de la persona. Cuando la corrupción se introduce en la
administración de la justicia, son también los pobres los que han de soportar
con mayor rigor las consecuencias: retrasos, ineficiencia, carencias
estructurales, ausencia de una defensa adecuada. Con frecuencia no les queda
otra solución que padecer la tropelía.
Formas
de injusticia particularmente graves.
6. Hay
otras formas de injusticia que ponen en peligro la paz. Deseo recordar aquí dos
de ellas. En primer lugar la falta de medios para acceder equitativamente al
crédito. Los pobres se ven forzados con frecuencia a quedar fuera de los
normales circuitos económicos o a recurrir a traficantes de dinero sin
escrúpulos que exigen intereses desorbitados, con el resultado final del
empeoramiento de una situación ya de por sí precaria. Por ello es un deber de
todos esforzarse para que les sea posible el acceso al crédito en términos
ecuánimes y con intereses favorables. A decir verdad, ya existen en diversas
partes del mundo instituciones financieras que practican el micro-crédito en
condiciones de favor para quien lo necesita. Son iniciativas que han de ser alentadas,
porque de este modo se puede llegar a cortar de raíz la vergonzosa plaga de la
usura, haciendo posible que los medios económicos necesarios para el digno
desarrollo de las familias y de las comunidades sean accesibles a todos.
En
segundo lugar, ¿qué decir del aumento de la violencia contra las mujeres, las
niñas y los niños?. Es hoy en día una de las violaciones más difundidas de los
derechos humanos, convertida trágicamente en instrumento de terror: mujeres
tomadas como rehenes y menores asesinados bárbaramente. A esto se añade la
violencia de la prostitución forzada y de la pornografía infantil, así como de
la explotación laboral de los menores en condiciones de verdadera esclavitud.
Para contribuir a frenar la propagación de estas formas de violencia se
requieren iniciativas concretas y, especialmente, medidas legales apropiadas,
tanto de ámbito nacional como internacional. Se impone un arduo trabajo
educativo y de promoción cultural para que, como a menudo he recordado en
Mensajes precedentes, se reconozca y se respete la dignidad de cada persona. En
efecto, hay algo que no puede absolutamente faltar en el patrimonio
ético-cultural de la humanidad entera y de cada persona: la conciencia de que
los seres humanos son todos iguales en dignidad, merecen el mismo respeto y son
sujetos de los mismos derechos y deberes.
Construir
la paz en la justicia es tarea de todos y de cada uno.
7. La
paz para todos nace de la justicia de cada uno. Nadie puede desentenderse de
una tarea de importancia tan decisiva para la humanidad. Es algo que implica a
cada hombre y mujer, según sus propias competencias y responsabilidades.
Dirijo
mi llamada, sobre todo, a vosotros, Jefes de Estado y Responsables de las
Naciones, a quienes está confiada la tutela suprema del estado de derecho en
los respectivos Países. Ciertamente, cumplir esta alta misión no es fácil, pero
constituye una de vuestras tareas prioritarias. Ojalá que los ordenamientos de
los Estados a los que servís puedan ser para los ciudadanos garantía de
justicia y estímulo para un crecimiento constante de la conciencia civil.
Construir
la paz en la justicia exige, además, la aportación de todas las categorías
sociales, cada una en su propio ámbito y en sinergia con los demás componentes
de la comunidad. En particular, os animo a vosotros, profesores, comprometidos
en todos los niveles de la instrucción y educación de las nuevas generaciones:
formadlas en los valores morales y civiles, infundiendo en ellas un destacado
sentido de los derechos y deberes, a partir del ámbito mismo de la comunidad
escolar. Educar a la justicia para educar a la paz: ésta es una de vuestras
tareas primarias.
En el
itinerario educativo es insustituible la familia, que sigue siendo el ambiente
privilegiado para la formación humana de las nuevas generaciones. De vuestro
ejemplo, queridos padres, depende en gran medida la fisonomía moral de vuestros
hijos: ellos la asimilan del tipo de relaciones que establecéis dentro y fuera
del núcleo familiar. La familia es la primera escuela de vida y la huella
recibida en ella es decisiva para el futuro desarrollo de la persona.
Finalmente
os digo a vosotros, jóvenes del mundo entero, que aspiráis espontáneamente a la
justicia y a la paz: mantened siempre viva la tensión hacia estos ideales y
tened la paciencia y la tenacidad de perseguirlos en las condiciones concretas
en que vivís.
Rechazad
con prontitud la tentación de usar vías fáciles ilegales hacia falsos
espejismos de éxito o riqueza; por el contrario, amad lo que es justo y
verdadero, aunque mantenerse en esta línea requiera sacrificio y obligue a ir
contracorriente. De este modo, «de la justicia de cada uno nace la paz para
todos».
El
compartir, camino hacia la paz.
8. Se
acerca a grandes pasos el Jubileo del Año 2000, un tiempo para los creyentes
dedicado de manera especial a Dios, Señor de la historia, y una llamada de
atención a todos sobre la radical dependencia de la criatura del Creador. Pero
en la tradición bíblica era también el tiempo de la liberación de los esclavos,
de la restitución de la tierra al legítimo dueño, del perdón de las deudas y de
la consecuente restauración de formas de igualdad entre todos los miembros del
pueblo. Es, por tanto, un tiempo privilegiado para continuar buscando la
justicia que conduce a la paz.
En
virtud de la fe en Dios-amor y de la participación en la redención universal de
Cristo, los cristianos están llamados a comportarse según justicia y a vivir en
paz con todos, porque «Jesús no da simplemente la paz. Nos da su paz acompañada
de su justicia. Él es paz y justicia. Se hace nuestra paz y nuestra
justicia» ( Homilía en el Yankee Stadium de Nueva York). Pronuncié estas palabra hace casi veinte años, sin embargo, en
el horizonte de las actuales transformaciones radicales, adquieren en nuestros
días un sentido aún más vivo y concreto.
Un
signo distintivo del cristiano debe ser, hoy más que nunca, el amor por los
pobres, los débiles y los que sufren. Vivir este exigente compromiso requiere
un vuelco total de aquellos supuestos valores que inducen a buscar el bien
solamente para sí mismo: el poder, el placer y el enriquecimiento sin
escrúpulos. Sí, los discípulos de Cristo están llamados precisamente a esta
conversión radical. Los que se comprometan a seguir este camino experimentarán
verdaderamente «justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14, 17), y
saborearán «un fruto de paz y de justicia» (Hb 12, 11).
Deseo
recordar a los cristianos de cada continente la exhortación del Concilio
Vaticano II: «Es necesario [...] satisfacer ante todo las exigencias de la
justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a
título de justicia» ( Apostolicam actuositatem). Una sociedad auténticamente solidaria se construye
gracias al hecho de que quienes tienen bienes, para ayudar a los pobres, no se
limitan a dar sólo de lo superfluo. Además, no basta ofrecer bienes materiales,
se requiere el espíritu del compartir, de modo que se considere como un título
de honor la posibilidad de dedicar los propios cuidados y atenciones a las
necesidades de los hermanos en dificultad. Hoy se advierte, tanto en los
cristianos, como en los seguidores de otras religiones y en muchos hombres y
mujeres de buena voluntad, la atracción por un estilo de vida sencillo como
condición para que pueda hacerse realidad la participación equitativa en los
frutos de la creación de Dios. Quien vive en la miseria no puede esperar más;
tiene necesidad ahora y, por tanto, tiene derecho a recibir inmediatamente lo
necesario.
El
Espíritu Santo actúa en el mundo.
9. Con
el primer domingo de Adviento ha comenzado el segundo año de preparación
inmediata al Gran Jubileo del 2000, dedicado al Espíritu Santo. El Espíritu de
la esperanza está actuando en el mundo. Está presente en el servicio
desinteresado de quien trabaja al lado de los marginados y los que sufren, de
quien acoge a los emigrantes y refugiados, de quien con valentía se niega a
rechazar a una persona o a un grupo por motivos étnicos, culturales o
religiosos; está presente, de manera particular, en la acción generosa de todos
aquellos que con paciencia y constancia continúan promoviendo la paz y la
reconciliación entre quienes eran antes adversarios y enemigos. Son signos de
esperanza que alientan la búsqueda de la justicia que conduce a la paz.
El
corazón del mensaje evangélico es Cristo, paz y reconciliación para todos. Que
su rostro ilumine el camino de la humanidad que se dispone a cruzar el umbral
del tercer milenio.
¡Que
los dones de su justicia y de su paz sean para
todos, sin distinción alguna!.
«Se
hará la estepa un vergel, y el
vergel será considerado como selva. Reposará
en la estepa la equidad, y la
justicia morará en el vergel; el
producto de la justicia será la paz, el
fruto de la equidad, una seguridad perpetua» (Is 32, 15-17).
Vaticano,
8 de diciembre de 1997.
JOANNES
PAULUS PP. II
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