1 de enero de 1992
CREYENTES
UNIDOS EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA PAZ
1. El
primero de enero próximo se celebrará, como en años anteriores, la Jornada
mundial de la paz, que en esa fecha cumplirá el veinticinco aniversario de su
institución.
Es muy natural que en esta ocasión mi pensamiento se dirija con la admiración y gratitud de siempre a la amada figura de mi venerado predecesor Pablo VI que, con feliz intuición pastoral y pedagógica, quiso invitar a todos "los verdaderos amigos de la paz" a unirse para reflexionar sobre este "bien primario" de la humanidad.
Es muy natural que en esta ocasión mi pensamiento se dirija con la admiración y gratitud de siempre a la amada figura de mi venerado predecesor Pablo VI que, con feliz intuición pastoral y pedagógica, quiso invitar a todos "los verdaderos amigos de la paz" a unirse para reflexionar sobre este "bien primario" de la humanidad.
A
distancia de un cuarto de siglo, es igualmente natural mirar al pasado en su
conjunto, para verificar si verdaderamente ha progresado o no la causa de la
paz en el mundo, y si los dolorosos acontecimientos de los últimos meses
—algunos, por desgracia, todavía en curso— han representado un retroceso
sustancial al mostrar hasta qué punto es real el peligro de que la razón humana
se deje dominar por egoísmos destructores o por antiguos odios. Al mismo
tiempo, la progresiva consolidación de nuevas democracias ha devuelto las
esperanzas a pueblos enteros, despertando la fe en un diálogo internacional más
fecundo y abriendo la perspectiva a la deseada pacificación.
En este
contexto de luces y sombras, este Mensaje anual no quiere ser ni un balance ni
un juicio, sino sólo una nueva y fraterna invitación a reflexionar sobre las
vicisitudes humanas del momento, para elevarlas hacia una visión
ético-religiosa, en la cual los creyentes deben ser los primeros en inspirarse.
Estos, precisamente por su fe, están llamados —individual y colectivamente— a
ser mensajeros y constructores de paz. Como los demás y más que ellos, están
llamados a buscar con humildad y perseverancia las respuestas adecuadas a las
expectativas de seguridad y libertad, de solidaridad y participación que unen a
los hombres en un mundo, que se está haciendo, por así decir, cada vez más
pequeño. Ciertamente, trabajar en favor de la paz atañe a toda persona de buena
voluntad; por esto los diversos Mensajes han sido dirigidos a todos los
miembros de la familia humana. Sin embargo, este deber es urgente para cuantos
profesan la fe en Dios y más aún para los cristianos, que tienen como guía y
maestro al "Príncipe de la paz" (cf. Is 9, 5).
Naturaleza
moral y religiosa de la paz.
2. La
aspiración a la paz es inherente a la naturaleza humana y se encuentra en las
diversas religiones. Se manifiesta en el deseo de orden y tranquilidad, en la
actitud de disponibilidad hacia los demás, en la colaboración y coparticipación
basadas en el respeto recíproco. Estos valores, derivados de la ley natural y
explicitados por las religiones, exigen para su desarrollo la aportación
solidaria de todos: políticos, dirigentes de Organismos internacionales,
empresarios y trabajadores, grupos asociados y ciudadanos privados. Se trata de
un deber concreto para todos, que obliga aún más si son creyentes, pues
testimoniar la paz, trabajar y orar por ella es propio de un comportamiento
religioso coherente.
Esto
explica el porqué, incluso en los libros sagrados de las diversas religiones,
la referencia a la paz ocupa un puesto de relieve en el ámbito de la vida del
hombre y de sus relaciones con Dios. En efecto, mientras que para nosotros los
cristianos Jesucristo, Hijo de Aquel que tiene "pensamientos de paz, y no
de aflicción" (Jr 29, 11), es "nuestra paz" (Ef 2, 14), para los
hermanos hebreos la palabra "shalom" expresa augurio y bendición en
un estado de armonía del hombre consigo mismo, con la naturaleza y con Dios, y
para los fieles musulmanes el término "salam" es tan importante que
constituye uno de los nombres divinos más bellos. Se puede decir que una vida
religiosa, si se vive auténticamente, debe producir frutos de paz y
fraternidad, pues es propio de la religión fortalecer cada vez más la unión con
la divinidad y favorecer una relación cada vez más solidaria entre los hombres.
Reavivar
el "espíritu de Asís".
3.
Convencido del consenso en torno a este valor, hace cinco años me dirigí a los
responsables de las Iglesias cristianas y de las grandes religiones del mundo
para invitarlos a un encuentro especial de oración por la paz, que se celebró
en Asís. El recuerdo de aquel acontecimiento significativo me ha sugerido
llamar de nuevo la atención sobre el tema de la solidaridad de los creyentes en
esta causa común.
En Asís
se congregaron, procedentes de los diversos continentes, los líderes
espirituales de las principales religiones. Aquello fue un testimonio concreto
de la dimensión universal de la paz, como confirmación de que ésta no es
solamente el resultado de hábiles negociaciones político-diplomáticas o de
compromisos económicos interesados, sino que depende fundamentalmente de Aquel
que conoce el corazón de los hombres y orienta y dirige sus pasos. Como
personas comprometidas por el destino de la humanidad, ayunamos juntos,
intentando expresar así nuestra comprensión y solidaridad con los millones de
personas que son víctimas del hambre en todo el mundo. Como creyentes que
siguen con interés las vicisitudes de la historia humana, peregrinamos juntos,
meditando en silencio sobre nuestro origen común y sobre nuestro común destino,
sobre nuestras limitaciones y responsabilidades, sobre las demandas y
aspiraciones de tantos hermanos y hermanas que esperan nuestra ayuda en sus
necesidades.
Lo que
entonces hicimos orando y mostrando nuestro decidido compromiso por la paz en
la tierra, debemos continuar haciéndolo ahora. Debemos mantener vivo el genuino
"espíritu de Asís", no sólo por un deber de coherencia y fidelidad,
sino también para ofrecer a las generaciones futuras un motivo de fundada
esperanza. En la Ciudad del "Poverello" iniciamos juntos un camino
que debe proseguir, sin excluir por ello la búsqueda de otras vías y nuevos
medios para consolidar la paz sobre fundamentos espirituales.
4. Sin
embargo, antes de recurrir a los medios humanos quiero subrayar la necesidad de
una oración intensa y humilde, confiada y perseverante, si se quiere que el
mundo se convierta finalmente en una morada de paz, pues la oración es la
fuerza por excelencia para implorarla y obtenerla. Ella infunde ánimo y
sostiene a quien ama y quiere promover dicho bien según las propias
posibilidades y en los variados ambientes en que vive. La oración, mientras
impulsa al encuentro con el Altísimo, dispone también al encuentro con nuestro
prójimo, ayudando a establecer con todos, sin discriminación alguna, relaciones
de respeto, de comprensión, de estima y de amor.
El
sentimiento religioso y el espíritu de oración no sólo nos hacen crecer
interiormente, sino que incluso nos iluminan sobre el verdadero significado de
nuestra presencia en el mundo. Se puede decir también que la dimensión
religiosa nos impulsa a trabajar con mayor dedicación en la construcción de una
sociedad ordenada donde reine la paz.
La
oración es el vínculo que nos une de forma más eficaz, pues en ella se realiza
el encuentro de los creyentes cuando se superan desigualdades, incomprensiones,
rencores y hostilidades; es decir, cuando se encuentran en Dios, Señor y Padre
de todos. La oración, como expresión auténtica de la recta relación con Dios y
con los demás, es ya una aportación positiva para la paz.
Diálogo
ecuménico y relaciones interreligiosas.
5. La
oración no ha de ser, sin embargo, el único lugar de encuentro sino que debe ir
acompañada por otros gestos concretos. Cada religión tiene su visión propia
sobre los actos que hay que realizar y los caminos que hay que recorrer para
alcanzar la paz. La Iglesia católica, mientras afirma abiertamente su
identidad, su doctrina y su misión salvífica para todos los hombres, "no
rechaza nada de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo. Considera
con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas
que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no
pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los
hombres" (Nostra aetate, 2).
Sin
ignorar ni disminuir las diferencias, la Iglesia está convencida de que, para
la promoción de la paz, existen algunos elementos o aspectos que puede ser útil
desarrollar y poner en práctica en unión con los seguidores de otros credos y
confesiones. A esto tienden los contactos interreligiosos y, de manera
especial, el diálogo ecuménico. Gracias a estas formas de encuentro y de
intercambio las religiones han podido tomar una conciencia más clara de sus
responsabilidades, ciertamente no pequeñas, sobre el verdadero bien de la
humanidad entera. Las religiones se muestran hoy decididas más firmemente a no
dejarse instrumentalizar por intereses particularistas o por fines políticos, y
tienden a asumir una actitud más consciente e incisiva en la animación de las
realidades sociales y culturales en la comunidad de los pueblos. Esto les
permite ser una fuerza activa en el proceso de desarrollo y ofrecer así una
esperanza segura a la humanidad. En no pocas ocasiones se ha evidenciado que su
acción habría resultado más eficaz si se hubiera llevado a cabo conjuntamente y
de manera coordinada. Este modo de proceder de los creyentes puede ser
determinante para la pacificación de los pueblos y la superación de las
divisiones aún existentes entre "regiones" y "mundos".
Camino
a recorrer.
6. Para
alcanzar esta meta de cooperación activa en la causa de la paz queda aún por
recorrer un largo camino: es el camino del mutuo conocimiento, favorecido
actualmente por el desarrollo de los medios de comunicación social y facilitado
por un diálogo leal y amplio; es el camino del perdón generoso, de la
reconciliación fraterna, de la colaboración incluso en sectores restringidos o
secundarios, pero que llevan siempre a la misma causa; es el camino de la
convivencia cotidiana en compartir esfuerzos y sacrificios para alcanzar el
mismo objetivo. En este camino toca quizás a cada creyente, es decir, a las
personas que profesan una religión, antes aún que a sus líderes, afrontar el
esfuerzo y al mismo tiempo tener la satisfacción de construir juntos la paz.
Los
contactos interreligiosos, junto con el diálogo ecuménico, parecen ahora la vía
obligada para que las heridas tan dolorosas, producidas a lo largo de los
siglos, ya no se repitan o se sanen pronto las que todavía quedan. El creyente
debe ser artífice de paz, ante todo con el ejemplo personal de su recta actitud
interior, que se proyecta también hacia fuera en acciones coherentes y en
comportamientos como la serenidad, el equilibrio, la superación de los
instintos, la realización de gestos de comprensión, de perdón, de generosa
donación, que tienen una influencia pacificadora entre las personas del propio
ambiente y de la propia comunidad religiosa y civil.
Precisamente
por esto, en la próxima Jornada, invito a todos los creyentes a realizar un
serio examen de conciencia para estar mejor dispuestos a escuchar la voz del
"Dios de la paz" (cf. 1 Co 14, 33) y dedicarse con renovada confianza
a esta gran tarea. En efecto, estoy convencido de que los creyentes —y espero
también que los hombres de buena voluntad— acogerán este nuevo llamamiento,
cuya insistencia se debe a la gravedad del momento.
7. La
oración y la acción concorde de los creyentes por la paz deben tener en cuenta
los problemas y las legítimas aspiraciones de las personas y de los pueblos.
La paz
es un bien fundamental que conlleva el respeto y la promoción de los valores
esenciales del hombre: el derecho a la vida en todas las fases de su
desarrollo; el derecho a ser debidamente considerados, independientemente de la
raza, sexo o convicciones religiosas; el derecho a los bienes materiales
necesarios para la vida; el derecho al trabajo y a la justa distribución de sus
frutos para una convivencia ordenada y solidaria. Como hombres, como creyentes
y más aún como cristianos, debemos sentirnos comprometidos a vivir estos
valores de justicia, que encuentran su coronamiento en el precepto supremo de
la caridad: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22, 39).
Una vez
más quiero recordar que el riguroso respeto de la libertad religiosa y de su
derecho correspondiente es principio y fundamento de la convivencia pacífica.
Espero que este respeto sea un compromiso no sólo afirmado teóricamente, sino
puesto realmente en práctica por los líderes políticos y religiosos, y por los
mismos creyentes: es en base a su reconocimiento como asume importancia la
dimensión trascendente de la persona humana.
Sería
aberrante que las religiones o grupos de sus seguidores, en la interpretación y
práctica de sus respectivas creencias, se dejaran arrastrar hacia formas de
fundamentalismo y fanatismo, justificando con motivaciones religiosas las
luchas y los conflictos con los demás. Si se da una lucha digna del hombre ésta
debe ser la que va contra las propias pasiones desordenadas, contra toda clase
de egoísmo, contra los intentos de opresión a los demás, contra todo tipo de
odio y violencia; en una palabra, contra todo lo que se opone a la paz y la
reconciliación.
8.
Exhorto, finalmente, a los responsables de las naciones y de la comunidad
internacional a demostrar siempre el más grande respeto por la conciencia
religiosa de cada hombre y por la cualificada aportación de la religión al
progreso de la civilización y al desarrollo de los pueblos. Que no caigan en la
tentación de servirse de las religiones, instrumentalizándolas como un medio de
poder, especialmente cuando se trata de oponerse militarmente al adversario.
Que las
mismas autoridades civiles y políticas aseguren a las religiones respeto y
garantías jurídicas —a nivel nacional e internacional— evitando que la
aportación de las mismas a la construcción de la paz sea marginada o relegada a
la esfera privada, o incluso ignorada.
Exhorto
nuevamente a las autoridades públicas a esforzarse con vigilante sentido de
responsabilidad en prevenir guerras y conflictos, en hacer triunfar el derecho
y la justicia, y favorecer al mismo tiempo un desarrollo que redunde en
beneficio de todos y, en primer lugar, de quienes están atenazados por las
cadenas de la miseria, del hambre y del sufrimiento. Son de apreciar los
progresos ya conseguidos en la reducción de armamentos: los recursos económicos
y financieros, empleados hasta ahora para la producción y el comercio de tantos
instrumentos de muerte, podrán utilizarse en favor del hombre y ya jamás contra
el hombre. Estoy convencido de que a este juicio positivo se asocian millones
de hombres y mujeres de todo el mundo, que no tienen la posibilidad de hacer
oír su voz.
Exhortación
especial para los cristianos.
9. En
este momento deseo dirigir una exhortación particular a todos los cristianos.
La misma fe en Jesucristo nos compromete a dar un testimonio concorde del
"Evangelio de la paz" (Ef 6, 15). Nos toca a nosotros, en primer
lugar, abrirnos a los demás creyentes para emprender unidos a ellos, con
valentía y perseverancia, la obra grandiosa de construir aquella paz que el
mundo desea pero que en definitiva no sabe darse. "La paz os dejo, mi paz
os doy", nos dijo Jesús (Jn 14, 27). Esta promesa divina nos infunde la
esperanza, más aún, la certeza de la esperanza divina de que la paz es posible
porque nada es imposible para Dios (cf. Lc 1, 37). En efecto, la verdadera paz
es siempre un don de Dios; para nosotros cristianos es un don precioso del
Señor resucitado (cf. Jn 20, 19. 26).
A los
grandes retos del mundo contemporáneo, queridos hermanos y hermanas de la
Iglesia católica, conviene responder uniendo las propias fuerzas con las de
quienes comparten con nosotros algunos valores fundamentales, empezando por los
de orden religioso y moral. Y entre estos retos hay que afrontar aún el de la
paz. Construirla junto con los demás creyentes es ya vivir en el espíritu de la
bienaventuranza evangélica: "Bienaventurados los que trabajan por la paz,
porque ellos serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9).
Vaticano,
8 de diciembre de 1991.
JOANNES
PAULUS PP. II
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