1 de enero de 1995
LA
MUJER, EDUCADORA PARA LA PAZ
1. Al
comienzo de 1995, con la mirada puesta en el nuevo milenio ya cercano, dirijo
una vez más a todos vosotros, hombres y mujeres de buena voluntad, mi llamada
angustiada por la paz en el mundo.
La
violencia que tantas personas y pueblos continúan sufriendo, las guerras que
todavía ensangrientan numerosas partes del mundo, la injusticia que pesa sobre
la vida de continentes enteros no pueden ser toleradas por más tiempo.
Es hora
de pasar de las palabras a los hechos: los ciudadanos y las familias, los
creyentes y las Iglesias, los Estados y los Organismos Internacionales, ¡todos
se sientan llamados a colaborar con renovado empeño en la promoción de la paz!.
Sabemos
bien cuán difícil es esta tarea. En efecto, para que sea eficaz y duradera, no
puede limitarse a los aspectos exteriores de la convivencia, sino que debe
incidir sobre todo en los ánimos y fomentar una nueva conciencia de la dignidad
humana. Es necesario reafirmarlo con fuerza: una verdadera paz no es posible si
no se promueve, a todos los niveles, el reconocimiento de la dignidad de la
persona humana, ofreciendo a cada individuo la posibilidad de vivir de acuerdo
con esta dignidad. "En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa
hay que establecer como fundamento el principio de que todo ser humano es
persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que,
por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan
inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y
deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por
ningún concepto".
Esta
verdad sobre el hombre es la clave para la solución de todos los problemas que
se refieren a la promoción de la paz. Educar en esta verdad es uno de los
caminos más fecundos y duraderos para consolidar el valor de la paz.
Las
mujeres y la educación para la paz.
2.
Educar para la paz significa abrir las mentes y los corazones para acoger los
valores indicados por el Papa Juan XXIII en la Encíclica Pacem in terris como
básicos para una sociedad pacífica: la verdad, la justicia, el amor, la
libertad. Se trata de un proyecto educativo que abarca toda la vida y dura
toda la vida. Hace de la persona un ser responsable de sí misma y de los demás,
capaz de promover, con valentía e inteligencia, el bien de todo el hombre y de
todos los hombres, como señaló también el Papa Pablo VI en la Encíclica
Populorum progressio. Esta formación para la paz será tanto más eficaz,
cuanto más convergente sea la acción de quienes, por razones diversas,
comparten responsabilidades educativas y sociales. El tiempo dedicado a la
educación es el mejor empleado, porque es decisivo para el futuro de la persona
y, por consiguiente, de la familia y de la sociedad entera.
En este
sentido, deseo dirigir mi Mensaje para esta Jornada de la Paz especialmente a
las mujeres, pidiéndoles que sean educadoras para la paz con todo su ser y en
todas sus actuaciones: que sean testigos, mensajeras, maestras de paz en las
relaciones entre las personas y las generaciones, en la familia, en la vida
cultural, social y política de las naciones, de modo particular en las
situaciones de conflicto y de guerra. ¡Que puedan continuar el camino hacia la
paz ya emprendido antes de ellas por otras muchas mujeres valientes y
clarividentes!.
En
comunión de amor.
3. Esta
llamada dirigida particularmente a la mujer para que sea educadora de paz se
basa en la consideración de que "Dios le confía de modo especial el
hombre, es decir, el ser humano" (Mulieris dignitatem). Esto, sin embargo, no ha de
entenderse en sentido exclusivo, sino más bien según la lógica de funciones
complementarias en la común vocación al amor, que llama a los hombres y a las
mujeres a aspirar concordemente a la paz y a construirla juntos.
En efecto, desde las primeras páginas de la Biblia está expresado admirablemente el proyecto de Dios: El ha querido que entre el hombre y la mujer se estableciera una relación de profunda comunión, en la perfecta reciprocidad de conocimiento y de don (Catecismo de la Iglesia Católica nº 371). El hombre encuentra en la mujer una interlocutora con quien dialogar en total igualdad. Esta aspiración, no satisfecha por ningún otro ser viviente, explica el grito de admiración que salió espontáneamente de la boca del hombre cuando la mujer, según el sugestivo simbolismo bíblico, fue formada de una costilla suya. "Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn 2,23). ¡Es la primera exclamación de amor que resonó sobre la tierra!.
En efecto, desde las primeras páginas de la Biblia está expresado admirablemente el proyecto de Dios: El ha querido que entre el hombre y la mujer se estableciera una relación de profunda comunión, en la perfecta reciprocidad de conocimiento y de don (Catecismo de la Iglesia Católica nº 371). El hombre encuentra en la mujer una interlocutora con quien dialogar en total igualdad. Esta aspiración, no satisfecha por ningún otro ser viviente, explica el grito de admiración que salió espontáneamente de la boca del hombre cuando la mujer, según el sugestivo simbolismo bíblico, fue formada de una costilla suya. "Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn 2,23). ¡Es la primera exclamación de amor que resonó sobre la tierra!.
Si el
hombre y la mujer están hechos el uno para el otro, esto no quiere decir que
Dios los haya creado incompletos. Dios "los ha creado para una comunión de
personas, en la que cada uno puede ser "ayuda" para el otro porque
son a la vez iguales en cuanto personas ("hueso de mis huesos...") y
complementarios en cuanto masculino y femenino" (Catecismo de la Iglesia Católica nº 372). Reciprocidad y
complementariedad son las dos características fundamentales de la pareja
humana.
4. Lamentablemente,
una larga historia de pecado ha perturbado y continúa perturbando el designio
original de Dios sobre la pareja, sobre el "ser-hombre" y el
"ser-mujer", impidiéndoles su plena realización. Es preciso volver a
este designio, anunciándolo con fuerza, para que sobre todo las mujeres, que
han sufrido más por esta realización frustrada, puedan finalmente mostrar en
plenitud su feminidad y su dignidad.
Es
verdad que las mujeres en nuestro tiempo han dado pasos importantes en esta
dirección, logrando estar presentes en niveles relevantes de la vida cultural,
social, económica, política y, obviamente, en la vida familiar. Ha sido un
camino difícil y complicado y, alguna vez, no exento de errores, aunque
sustancialmente positivo, incluso estando todavía incompleto por tantos
obstáculos que, en varias partes de mundo, se interponen a que la mujer sea
reconocida, respetada y valorada en su peculiar dignidad (Mulieris dignitatem). En efecto, la
construcción de la paz no puede prescindir del reconocimiento y de la promoción
de la dignidad personal de las mujeres, llamadas a desempeñar una misión
verdaderamente insustituible en la educación para la paz. Por esto dirijo a
todos una apremiante invitación a reflexionar sobre la importancia decisiva del
papel de las mujeres en la familia y en la sociedad, y a escuchar las
aspiraciones de paz que ellas expresan con palabras y gestos y, en los momentos
más dramáticos, con la elocuencia callada de su dolor.
5. Para
educar a la paz, la mujer debe cultivarla ante todo en sí misma. La paz
interior viene del saberse amados por Dios y de la voluntad de corresponder a
su amor. La historia es rica en admirables ejemplos de mujeres que, conscientes
de ello, han sabido afrontar con éxito difíciles situaciones de explotación, de
discriminación, de violencia y de guerra.
Muchas
mujeres, debido especialmente a condicionamientos sociales y culturales, no
alcanzan una plena conciencia de su dignidad. Otras son víctimas de una
mentalidad materialista y hedonista que las considera un puro instrumento de
placer y no duda en organizar su explotación a través de un infame comercio,
incluso a una edad muy temprana. A ellas se ha de prestar una atención especial
sobre todo por parte de aquellas mujeres que, por educación y sensibilidad, son
capaces de ayudarlas a descubrir la propia riqueza interior. Que las mujeres
ayuden a las mujeres, sirviéndose de la preciosa y eficaz aportación que
asociaciones, movimientos y grupos, muchos de ellos de inspiración religiosa,
han sabido ofrecer para este fin.
6. En
la educación de los hijos la madre juega un papel de primerísimo rango. Por la
especial relación que la une al niño sobre todo en los primeros años de vida,
ella le ofrece aquel sentimiento de seguridad y confianza sin el cual le sería
difícil desarrollar correctamente su propia identidad personal y,
posteriormente, establecer relaciones positivas y fecundas con los demás. Esta
relación originaria entre madre e hijo tiene además un valor educativo muy
particular a nivel religioso, ya que permite orientar hacia Dios la mente y el
corazón del niño mucho antes de que reciba una educación religiosa formal.
En esta
tarea, decisiva y delicada, no se debe dejar sola a ninguna madre. Los hijos
tienen necesidad de la presencia y del cuidado de ambos padres, quienes
realizan su misión educativa principalmente a través del influjo de su
comportamiento. La calidad de la relación que se establece entre los esposos
influye profundamente sobre la psicología del hijo y condiciona no poco sus
relaciones con el ambiente circundante, como también las que irá estableciendo
a lo largo de su existencia.
Esta
primera educación es de capital importancia. Si las relaciones con los padres y
con los demás miembros de la familia están marcadas por un trato afectuoso y
positivo, los niños aprenden por experiencia directa los valores que favorecen
la paz: el amor por la verdad y la justicia, el sentido de una libertad
responsable, la estima y respeto del otro. Al mismo tiempo, creciendo en un
ambiente acogedor y cálido, tienen la posibilidad de percibir, reflejado en sus
relaciones familiares, el amor mismo de Dios y esto les hace madurar en un
clima espiritual capaz de orientarlos a la apertura hacia los demás y al don de
sí mismos al prójimo.
La educación para la paz, naturalmente, continúa en cada período del desarrollo y se debe cultivar particularmente en la difícil etapa de la adolescencia, en la que el paso de la infancia a la edad adulta no está exento de riesgos para los adolescentes, llamados a tomar decisiones definitivas para la vida.
La educación para la paz, naturalmente, continúa en cada período del desarrollo y se debe cultivar particularmente en la difícil etapa de la adolescencia, en la que el paso de la infancia a la edad adulta no está exento de riesgos para los adolescentes, llamados a tomar decisiones definitivas para la vida.
7.
Frente al desafío de la educación, la familia se presenta como "la primera
y fundamental escuela de socialidad" (Familiaris consortio), la primera y fundamental escuela
de paz. Por tanto, no es difícil intuir las dramáticas consecuencias que
encuentran cuando la familia está marcada por crisis profundas que minan o
incluso destruyen su equilibrio interno. Con frecuencia, en estas
circunstancias, las mujeres son abandonadas. Es necesario que, justo entonces,
sean ayudadas adecuadamente no sólo por la solidaridad concreta de otras
familias, comunidades de carácter religioso, grupos de voluntariado, sino
también por el Estado y las Organizaciones Internacionales mediante apropiadas
estructuras de apoyo humano, social y económico que les permitan hacer frente a
las necesidades de los hijos, sin ser forzadas a privarlos excesivamente de su
presencia indispensable.
8. Otro
serio problema se produce allí donde perdura la intolerable costumbre de
discriminar, desde los primeros años, niños y niñas. Si las niñas, ya en la más
tierna edad, son marginadas o consideradas de menor valor, sufrirá un grave
menoscabo la conciencia de su dignidad y se verá comprometido inevitablemente
su desarrollo armónico. La discriminación inicial repercutirá en toda su
existencia, impidiéndolas su plena inserción en la vida social.
¿Cómo
no reconocer pues y alentar la obra inestimable de tantas mujeres, como también
de tantas Congregaciones religiosas femeninas, que en los distintos continentes
y en cada contexto cultural hacen de la educación de las niñas y de las mujeres
el objetivo principal de su servicio?. ¿Cómo no recordar además con
agradecimiento a todas las mujeres que han trabajado y continúan trabajando en
el campo de la salud, con frecuencia en circunstancias muy precarias, logrando
a menudo asegurar la supervivencia misma de innumerables niñas?.
Las
mujeres, educadoras de paz social.
9.
Cuando las mujeres tienen la posibilidad de transmitir plenamente sus dones a
toda la comunidad, cambia positivamente el mismo modo de comprenderse y
organizarse la sociedad, llegando a reflejar mejor la unidad sustancial de la
familia humana. Esta es la premisa más valiosa para la consolidación de una paz
auténtica. Supone, por tanto, un progreso beneficioso la creciente presencia de
las mujeres en la vida social, económica y política a nivel local, nacional e
internacional. Las mujeres tienen pleno derecho a insertarse activamente en
todos los ámbitos públicos y su derecho debe ser afirmado y protegido incluso
por medio de instrumentos legales donde se considere necesario.
Sin
embargo, este reconocimiento del papel público de las mujeres no debe disminuir
su función insustituible dentro de la familia: aquí su aportación al bien y al
progreso social, aunque esté poco considerada, tiene un valor verdaderamente
inestimable. A este respecto, nunca me cansaré de pedir que se den pasos
decisivos hacia adelante de cara al reconocimiento y a la promoción de tan
importante realidad.
10.
Asistimos hoy, atónitos y preocupados, al dramático "crecimiento" de
todo tipo de violencia; no sólo individuos aislados, sino grupos enteros
parecen haber perdido toda forma de respeto a la vida humana. Las mujeres e
incluso los niños están, desgraciadamente, entre las víctimas más frecuentes de
esta violencia ciega. Se trata de formas execrables de barbarie que repugnan
profundamente a la conciencia humana.
A todos
se nos pide que hagamos lo posible por alejar de la sociedad no sólo la
tragedia de la guerra, sino también toda violación de los derechos humanos, a
partir del derecho indiscutible a la vida, cuyo depositario es la persona desde
su concepción. En la violación del derecho a la vida de los seres humanos está
contenida también en germen la extrema violencia de la guerra. Pido por tanto a
las mujeres que se unan todas y siempre en favor de la vida; y al mismo tiempo
pido a todos que ayuden a las mujeres que sufren y, en particular, a los niños,
especialmente a los marcados por el trauma doloroso de experiencias bélicas
desgarradoras: sólo la atención amorosa y solícita podrá lograr que vuelvan a
mirar el futuro con confianza y esperanza.
11.
Cuando mi amado predecesor, el Papa Juan XXIII, vio en la participación de las
mujeres en la vida pública uno de los signos de nuestro tiempo, no dejó de
anunciar que ellas, conscientes de su dignidad, no habrían ya tolerado ser
tratadas de un modo instrumental (Pacem in terris).
Las
mujeres tienen el derecho de exigir que se respete su dignidad. Al mismo
tiempo, tienen el deber de trabajar por la promoción de la dignidad de todas
las personas, tanto de los hombres como de las mujeres.
En este
sentido, hago votos para que las numerosas iniciativas internacionales
previstas para el año 1995 —algunas de las cuales se dedicarán específicamente
a la mujer, como la Conferencia Mundial promovida por las Naciones Unidas en Pekín sobre el tema de la acción para la igualdad, el desarrollo y la paz—
constituyan una ocasión importante para humanizar las relaciones
interpersonales y sociales en el signo de la paz.
María,
modelo de paz.
12.
María, Reina de la paz, con su maternidad, con el ejemplo de su disponibilidad
a las necesidades de los demás, con el testimonio de su dolor está cercana a
las mujeres de nuestro tiempo. Vivió con profundo sentido de responsabilidad el
proyecto que Dios quería realizar en ella para la salvación de toda la humanidad.
Consciente del prodigio que Dios había obrado en ella, haciéndola Madre de su
Hijo hecho hombre, tuvo como primer pensamiento el de ir a visitar a su anciana
prima Isabel para prestarle sus servicios. El encuentro le ofreció la ocasión
de manifestar, con el admirable canto del Magnificat (Lc 1,46-55), su gratitud
a Dios que, con ella y a través de ella, había dado comienzo a una nueva
creación, a una historia nueva.
Pido a
la Virgen Santísima que proteja a los hombres y mujeres que, sirviendo a la
vida, se esfuerzan por construir la paz. ¡Que con su ayuda puedan testimoniar a
todos, especialmente a quienes viviendo en la oscuridad y en el sufrimiento
tienen hambre y sed de justicia, la presencia amorosa del Dios de la paz!.
Vaticano,
8 de diciembre de 1994.
JOANNES
PAULUS PP. II
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