21 Tiempo ordinario – A (Mateo 16,13-20)
Evangelio del 23 / Ago / 2020
No es fácil intentar responder con
sinceridad a la pregunta de Jesús: «¿Quién decís que soy yo?». En realidad,
¿quién es Jesús para nosotros?.
Su persona nos llega a través de veinte siglos de imágenes, fórmulas, devociones, experiencias, interpretaciones culturales… que van desvelando y velando al mismo tiempo su riqueza insondable.
Su persona nos llega a través de veinte siglos de imágenes, fórmulas, devociones, experiencias, interpretaciones culturales… que van desvelando y velando al mismo tiempo su riqueza insondable.
Pero, además, cada uno de nosotros vamos
revistiendo a Jesús de lo que somos nosotros. Y proyectamos en él nuestros
deseos, aspiraciones, intereses y limitaciones. Y casi sin darnos cuenta lo
empequeñecemos y desfiguramos, incluso cuando tratamos de exaltarlo.
Pero Jesús sigue vivo. Los cristianos no
lo hemos podido disecar con nuestra mediocridad. No permite que lo disfracemos.
No se deja etiquetar ni reducir a unos ritos, unas fórmulas o unas costumbres.
Jesús siempre desconcierta a quien se
acerca a él con postura abierta y sincera. Siempre es distinto de lo que
esperábamos. Siempre abre nuevas brechas en nuestra vida, rompe nuestros
esquemas y nos atrae a una vida nueva. Cuanto más se le conoce, más sabe uno
que todavía está empezando a descubrirlo.
Jesús es peligroso. Percibimos en él una
entrega a los hombres que desenmascara nuestro egoísmo. Una pasión por la
justicia que sacude nuestras seguridades, privilegios y egoísmos. Una ternura
que deja al descubierto nuestra mezquindad. Una libertad que rasga nuestras mil
esclavitudes y servidumbres.
Y, sobre todo, intuimos en él un
misterio de apertura, cercanía y proximidad a Dios que nos atrae y nos invita a
abrir nuestra existencia al Padre. A Jesús lo iremos conociendo en la medida en
que nos entreguemos a él. Solo hay un camino para ahondar en su misterio:
seguirlo.
Seguir humildemente sus pasos, abrirnos
con él al Padre, reproducir sus gestos de amor y ternura, mirar la vida con sus
ojos, compartir su destino doloroso, esperar su resurrección. Y, sin duda, orar
muchas veces desde el fondo de nuestro corazón: «Creo, Señor, ayuda a mi
incredulidad».
José Antonio Pagola
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