José María Marín Sevilla.
Nació el 28 de diciembre de 1955 en el
seno de una familia de tres hijos, de inmigrantes obreros (originarios de
Andalucía) en Vall de Uxó (Castellón).
Realiza sus estudios de Filosofía y
Teología en la Facultad de Valencia y el Centro de Estudios Teológicos del
Seminario Diocesano “Mater Dei” de Segorbe-Castellón.
Se ordenó sacerdote el 24 de junio de 1984, en la Parroquia del Santo Ángel, en su ciudad natal.
Se ordenó sacerdote el 24 de junio de 1984, en la Parroquia del Santo Ángel, en su ciudad natal.
Licenciado en Pedagogía de la Fe
(Catequética) en la facultad de Teología de San Dámaso de Madrid y Doctor en
Teología Dogmática por la Universidad Pontificia de Salamanca.
Ha publicado dos libros en torno a la
fragilidad corporal de San Ignacio de Loyola, el fundador enfermo y
discapacitado de la Compañía de Jesús.
Trabaja en la Dirección y Gestión del
“Maset de Frater” para la promoción personal e inclusión social de personas con
discapacidad gravemente afectadas. Se inició en el año 1984 y en la actualidad
atiende a 45 personas en régimen de Residencia permanente y 20 en Centro de
día; con más de 40 profesionales, además de personal voluntario y en prácticas
Imparte numerosas charlas, conferencias
y Ejercicios Espirituales a agentes de pastoral y educación en diversos
Colegios religiosos, Movimientos y Asociaciones de Laicos. Está especializado
en teología y pastoral de la fragilidad y el sufrimiento.
Es Consiliario de la Frater en Castellón
(fue Consiliario Nacional de Frater España los años 2000-2006). Ejerce su
ministerio sacerdotal en la parroquia de sant Pedro Apóstol en el Grao de
Castelló. Participa en el Consejo de Presbiterio como representante de los
compañeros del Arciprestazgo de la Costa.
Más de 50 años de amistad y de fe
compartida le unen a las gentes que viven y se comprometen en la Frater. Su
vocación primero, y su ministerio después, han estado siempre vinculados a los
proyectos y actividades concretas de este Movimiento Evangelizador
Internacional de Acción Católica que trata de vivir la fe comprometido con el
mundo del dolor y del sufrimiento humano que encierra la experiencia de
enfermedad o limitación física. Las gentes de Frater son personas afectadas por
graves limitaciones físicas y/o por graves enfermedades crónicas que condicionan
terriblemente los más mínimos detalles de la existencia. Son gentes que dan la
cara a la enfermedad y la muerte, “contagiados” por la fuerza del amor, la
fuerza de la fragilidad..., que brota de los que viven, sufren y gozan con fe.
¿Qué tienen que ver nuestras
adoraciones, exposiciones y procesiones eucarísticas con Jesús de Nazaret?.
José
María Marín: "Un Corpus Christi sin escuchar la voz de los pobres es una
gravísima profanación de la voluntad de Dios".
"Es necesario que, laicos, curas,
teólogos, pastoralistas y especialmente los obispos tomemos muy en serio ¿qué
nos está pasando cuando vemos lo que pasa y seguimos como si nada pasase?".
"Comulgar con Cristo tiene muy poco
que ver con nuestras comuniones diarias, dominicales o las normalizadas
Primeras Comuniones".
"No es suficiente con vincular la
celebración de la última Cena del Señor, con el Día del Amor Fraterno (el
Jueves Santo) ni tampoco la fiesta del Corpus Christi, con el Día de la Caridad".
13.06.2020 José María Marín Sevilla
Celebrar el Corpus Christi, en el seno
de la cultura actual nos lleva de la mano a realizar una profunda reflexión si
queremos que el sacramento de la Eucaristía no sea solo un rito vacío e
irrelevante, no para la sociedad que ya lo es, sino para la inmensa mayoría de
los bautizados.
Mirar la realidad es siempre un primer
paso para saber dónde ir y hacia dónde encaminar nuestros pasos. La Fundación SM presentó que en su momento el
Informe “Jóvenes españoles entre dos siglos (1984-2017)”, puso sobre la mesa
que la religión sigue ocupando uno de los últimos lugares en la escala de
valoración de las cosas importantes para los jóvenes (16%). Y que, aunque, un
40% se define como católico, un gran porcentaje de ellos no se identifican con
la institución eclesial, ni con las prácticas religiosas –entre ellas la
Eucaristía- y mucho menos con la moral católica. ¿Importa esto?, creo que sí, y
mucho.
Es necesario que, laicos, curas,
teólogos, pastoralistas y especialmente los obispos tomemos muy en serio ¿qué
nos está pasando cuando vemos lo que pasa y seguimos como si nada pasase?. Si
esperamos a que las cosas cambien con reformas litúrgicas venidas de Roma, o de
las Conferencias Episcopales el futuro quizá sea incluso peor. Pongo por
ejemplo algunas afirmaciones que hizo el cardenal Robert Sarah: “Comulgar en la
mano es un ataque diabólico a la Eucaristía”. Desautorizado en público por el
Papa Francisco, en más de una ocasión, por sus manifestaciones contra la liturgia
del Vaticano II, lo incomprensible es que siga en su cargo.
Con ocasión de la celebración del Corpus
Christi aprovechamos para ofrecer algunas reflexiones y líneas de actuación.
Aunque, sin duda estarán aún muy lejos de hacerse realidad en las comunidades
cristianas que celebran la misa cada domingo. Comulgar con Cristo tiene muy
poco que ver con nuestras comuniones diarias, dominicales o las normalizadas
Primeras Comuniones.
La conocida sentencia de san Agustin:
«Yo soy el alimento de las almas adultas; crece y me comerás. Pero no me
transformarás en ti como asimilas los alimentos de la carne, sino que tú te
transformarás en mí”, nos plantea el verdadero desafío: convertirnos en lo que
comulgamos. Es tan claro que no necesitaría mayor explicación. Es tan evidente
que las cosas no son así entre nosotros que necesitamos discernir
profundamente, acerca de dónde, cómo y para qué celebramos la Eucaristía.
El dónde porque el templo, el altar, los
vasos y ornamentos sagrados son ya un primer obstáculo. Más que a reconocer a
Jesús en su gesto de servicio y entrega, nos traslada a los palacios de los
poderosos, sus banquetes y su vanidad.
El cómo es importante. Las fórmulas
litúrgicas, la preocupación doctrinal y la rutina no son tampoco los mejores
compañeros para el que busca encontrarse con Dios porque éste, como afirma el
Evangelio, se da a conocer con palabras sencillas a los sencillos, y gusta de
ocultarse a los poderosos.
Profundizar en el para qué, quizá sea lo
más importante y lo más coherente. Aquí es donde el suspenso de nuestras misas
es mayor. Para “cumplir” con los mandamientos de la Iglesia, aunque la mayor de
las veces lo hagamos dejando de lado el único Mandamiento de Cristo: “amaos
como yo os he amado”. Es evidente que la obligación de la misa y las
procesiones multitudinarias exponiendo el pan consagrado en carrozas y
custodias de oro y piedras preciosas no parece ser la verdadera finalidad del
sacramento del Amor. Ni mucho ni nada tiene que ver con la Memoria del
Crucificado por su opción por los pobres y su oposición a la religión de su
tiempo.
No cabe duda de que tenemos que
discernir y transformar nuestra fe y nuestra relación con la Eucaristía hasta
despojarla de lo accesorio para encontrar su verdadero sentido y su fuerza
transformadora. Una Eucaristía que no podemos seguir manteniendo alejada de
nuestro tiempo, de nuestra cultura y de la inmensa mayoría de los jóvenes. Son
ya varias las generaciones para los que el sacramento del Amor es algo
profundamente desconocido y ajeno -hayan sido o no iniciados en la fe y en la
Iglesia-. Muchos crecieron en el seno de familias cristianas y hoy han
abandonado la Iglesia, quizá la fe y la búsqueda de valores más allá de lo
material e inmanente, inmersos en un mundo secular, técnico y científico.
El desafío se nos plantea también dentro
de casa: ¿Qué hacer con los jóvenes y adultos que buscan sinceramente a Dios y
se esfuerzan por mantener viva su espiritualidad, pero ni pueden -ni intentan-
encontrarlo en la Iglesia de siempre, en las celebraciones y las palabras de
siempre?. Hace años el Papa advertía: necesitamos “imaginar espacios de oración
y de comunión con características novedosas, más atractivas y significativas
—especialmente— para los habitantes urbanos” (Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 73).
El primer paso es, sin duda, reconocer
la evidencia de los hechos y armarse de valor (el que procede del Espíritu de
Jesús). Solo así podemos empezar a caminar en buena dirección. Primeros pasos
sencillos, espontáneos y que tendrán que ser, necesariamente, atrevidos y
concretos hasta configurar un estilo nuevo de ser Iglesia desde la cercanía a
los pobres y descartados.
Primeros pasos que deberán empezar desde la misma
Iniciación Cristiana. Muchos no la tuvieron y otros la han olvidado. Una
iniciación que no puede ser volver al adoctrinamiento y la catequesis anterior.
Tendrá que ser algo realmente nuevo que ilumine el sentido de la existencia y
el camino de sus vidas.
Lo más grande que la Iglesia puede ofrecer a la
humanidad, antes y ahora, es propiciar el encuentro personal con Jesucristo,
pero eso no se produce mecánicamente, ni tampoco dando a todos la misma
respuesta y los mismos instrumentos. Necesitamos un nuevo paradigma de
acompañamiento, plural, integral y básicamente testimonial. Hay que presentar
la fe y la celebración de los sacramentos en el lenguaje y con signos de la
cultura moderna y posmoderna en la que viven los destinatarios de la fe en el
siglo XXI.
Hoy más que nunca debemos convencernos
de que el encuentro con Jesucristo en lo más profundo de cada creyente no se
produce sin una relación estrecha con el mundo de los empobrecidos, víctimas de
nuestra forma de vida individualista y profundamente egoísta que sustenta las
estructuras económicas injustas y criminales que establecen las relaciones
entre las personas y los pueblos desde la más profunda injusticia y
desigualdad.
Un CORPUS CHRISTI celebrado sin escuchar la voz de los pobres,
víctimas inocentes de nuestras estructuras de pecado será, probablemente, solo
un rito que no significa nada, o peor una gravísima profanación de la voluntad
de Dios expresada en la Encarnación de su Hijo, que vino a este mundo, esencialmente
para salvarlo.
El creyente de hoy: o se encuentra con
el Señor de la historia, en las relaciones de fraternidad o no se encontrará
con Él. Relaciones imposibles sin el “pan partido y repartido” –que es el
verdadero signo de la Eucaristía-. Y lo mismo con el vino: “¿Podéis beber el
cáliz que yo voy a beber?. Ellos le respondieron: podemos” (Mateo 20, 22). Y
efectivamente así fue todos los discípulos lo bebieron. ¿Lo beberemos nosotros?. La respuesta es importante, porque sólo este, y no otro, es el verdadero culto
que Dios quiere. Porque solo una Eucaristía, que visibilice al Jesús de la
Última Cena, tendrá fuerza para convertirnos en testigos capacitados para
evangelizar en el mundo y en la cultura contemporánea.
Debemos, pues, discernir qué tienen que
ver nuestras adoraciones, exposiciones y procesiones eucarísticas con Jesús de
Nazaret –el Cristo- y si estamos o no verdaderamente dispuestos, a hacer
“Memoria suya”, dejándonos comer y asimilar hasta desaparecer, en beneficio de
los demás. El mismo Juan Pablo II advertía de ello hace años: “No podemos
engañarnos: por el amor recíproco y, en especial, por el desvelo por el
necesitado seremos reconocidos como discípulos auténticos de Cristo (Cf Jn
13.35; Mt 25,31-46). Este es el criterio básico merced al cual se comprobará la
autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas" (Carta apostólica Mane
nobiscum domine, 28).
No es suficiente con vincular la
celebración de la última Cena del Señor, con el Día del Amor Fraterno (el
Jueves Santo) ni tampoco la fiesta del Corpus Christi, con el Día de la
Caridad. Vinculación que llegó de la mano de la Acción Católica y las Cáritas
Diocesanas, o lo que es lo mismo de los laicos que son el pueblo de Dios
solidario y compasivo. Este es solo un gesto, un primer paso, pero hay que
seguir avanzando. No pueden convivir en la misma casa gestos tan
contradictorios: la caridad y la compasión de quienes comparten día a día la
vida y las reivindicaciones de los pobres, inmigrantes, jóvenes y mayores
parados, familias sin techo y sin pan, cristianos perseguidos por la justicia y
torturados por la fe… Y prácticas religiosas que, al margen de la suerte de los
“primeros en el Reino”, celebran el Día del Corpus con carrozas y custodias de
oro y plata, símbolos de riqueza, poder y gloria.
La fiesta del Corpus Christi nos ofrece
cada año un nuevo desafío. El signo del amor de Dios, el cuerpo que alimenta
nuestra fe, no tendrá la eficacia sacramental que le suponemos, sino conducen
al compromiso personal por la justicia, trabajando al mismo tiempo por la
conversión personal, social y estructural.
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