A los
obispos, a los presbíteros y diáconos, a las personas consagradas y a los
fieles laicos.
Sobre EL
ANUNCIO DEL EVANGELIO EN EL MUNDO ACTUAL.
ÍNDICE:
La
alegría del Evangelio.
I.
Alegría que se renueva y se comunica [2-8]
II. La
dulce y confortadora alegría de evangelizar [9-13]
III. La
nueva evangelización para la transmisión de la fe [14-18]
Propuesta
y límites de esta Exhortación [16-18]
Capítulo
primero:
La
transformación misionera de la Iglesia.
I. Una
Iglesia en salida [20-24]
Primerear,
involucrarse, acompañar, fructificar y festejar [24]
II.
Pastoral en conversión [25-33]
Una
impostergable renovación eclesial [27-33]
III.
Desde el corazón del Evangelio [34-39]
IV. La
misión que se encarna en los límites humanos [40-45]
V. Una
madre de corazón abierto [46-49]
En la
crisis del compromiso comunitario.
I.
Algunos desafíos del mundo actual [52-75]
No a
una economía de la exclusión [53-54]
No a la
nueva idolatría del dinero [55-56]
No a un
dinero que gobierna en lugar de servir [57-58]
No a la
inequidad que genera violencia [59-60]
Algunos
desafíos culturales [61-67]
Desafíos
de la inculturación de la fe [68-70]
Desafíos
de las culturas urbanas [71-75]
II.
Tentaciones de los agentes pastorales [76-109]
Sí al
desafío de una espiritualidad misionera [78-80]
No a la
acedia egoísta [81-83]
No al
pesimismo estéril [84-86]
Sí a
las relaciones nuevas que genera Jesucristo [87-92]
No a la
mundanidad espiritual [93-97]
No a la
guerra entre nosotros [98-101]
Otros
desafíos eclesiales [102-109]
El
anuncio del Evangelio.
I. Todo
el Pueblo de Dios anuncia el Evangelio [111-134]
Un
pueblo para todos [112-114]
Un
pueblo con muchos rostros [115-118]
Todos
somos discípulos misioneros [119-121]
La
fuerza evangelizadora de la piedad popular [122-126]
Persona
a persona [127-129]
Carismas
al servicio de la comunión evangelizadora [130-131]
Cultura,
pensamiento y educación [132-134]
II. La
homilía [135-144]
El
contexto litúrgico [137-138]
La
conversación de la madre [139-141]
Palabras
que hacen arder los corazones [142-144]
III. La
preparación de la predicación [145-159]
El
culto a la verdad [146-148]
La
personalización de la Palabra [149-151]
La
lectura espiritual [152-153]
Un oído
en el pueblo [154-155]
Recursos
pedagógicos [156-159]
IV. Una
evangelización para la profundización del kerygma [160-175]
Una
catequesis kerygmática y mistagógica [163-168]
El
acompañamiento personal de los procesos de crecimiento [169-173]
En
torno a la Palabra de Dios [174-175]
Capítulo
cuarto:
La
dimensión social de la evangelización.
I. Las
repercusiones comunitarias y sociales del kerygma [177-185]
Confesión
de la fe y compromiso social [178-179]
El
Reino que nos reclama [180-181]
La
enseñanza de la Iglesia sobre cuestiones sociales [182-185]
II. La inclusión social de los pobres [186-216]
Unidos
a Dios escuchamos un clamor [187-192]
Fidelidad
al Evangelio para no correr en vano [193-196]
El
lugar privilegiado de los pobres en el pueblo de Dios [197-201]
Economía
y distribución del ingreso [202-208]
Cuidar
la fragilidad [209-216]
III. El bien común y la paz social [217-237]
El
tiempo es superior al espacio [222-225]
La
unidad prevalece sobre el conflicto [226-230]
La
realidad es más importante que la idea [231-233]
El todo
es superior a la parte [234-237]
IV. El diálogo social como contribución a la paz
[238-258]
El
diálogo entre la fe, la razón y las ciencias [242-243]
El
diálogo ecuménico [244-246]
Las
relaciones con el Judaísmo [247-249]
El
diálogo interreligioso [250-254]
El
diálogo social en un contexto de libertad religiosa [255-258]
Evangelizadores
con Espíritu.
I.
Motivaciones para un renovado impulso misionero [262-283]
El
encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva [264-267]
El
gusto espiritual de ser pueblo [268-274]
La
acción misteriosa del Resucitado y de su Espíritu [275-280]
La
fuerza misionera de la intercesión [281-283]
II.
María, la Madre de la evangelización [284-288]
El
regalo de Jesús a su pueblo [285-286]
La
Estrella de la nueva evangelización [287-288]
1. La
alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran
con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la
tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y
renace la alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos
para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e
indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años.
I.
Alegría que se renueva y se comunica.
2. El
gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo,
es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la
búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando
la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para
los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se
goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el
bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen
en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la
opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa
no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.
3.
Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a
renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar
la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso.
No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque
«nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor» [Gaudete in Domino, 22]. Al que
arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia
Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es
el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil
maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza
contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus
brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido!. Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que
nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar
«setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces
siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá
quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él
nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca
nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la
resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que
nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!.
4. Los
libros del Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de la salvación,
que se volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se
dirige al Mesías esperado saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste la
alegría, acrecentaste el gozo» (9,2). Y anima a los habitantes de Sión a
recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y de júbilo!» (12,6). A quien ya
lo ha visto en el horizonte, el profeta lo invita a convertirse en mensajero
para los demás: «Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con
voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén» (40,9). La creación entera
participa de esta alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra!
¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su
pueblo, y de sus pobres se ha compadecido» (49,13).
Zacarías,
viendo el día del Señor, invita a dar vítores al Rey que llega «pobre y montado
en un borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén, que
viene a ti tu Rey, justo y victorioso!» (9,9).
Pero
quizás la invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías, quien nos
muestra al mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de alegría que quiere
comunicar a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de vida releer este texto:
«Tu Dios está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti, te
renueva con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo» (3,17).
Es la
alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como
respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida
de tus posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día» (Si
14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!.
5. El
Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a
la alegría. Bastan algunos ejemplos: «Alégrate» es el saludo del ángel a María
(Lc 1,28). La visita de María a Isabel hace que Juan salte de alegría en el
seno de su madre (cf. Lc 1,41). En su canto María proclama: «Mi espíritu se
estremece de alegría en Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Cuando Jesús comienza su
ministerio, Juan exclama: «Ésta es mi alegría, que ha llegado a su plenitud»
(Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21).
Su mensaje es fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté
en vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría cristiana
bebe de la fuente de su corazón rebosante. Él promete a los discípulos:
«Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20).
E insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá
quitar vuestra alegría» (Jn 16,22). Después ellos, al verlo resucitado, «se
alegraron» (Jn 20,20). El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que en la
primera comunidad «tomaban el alimento con alegría» (2,46). Por donde los
discípulos pasaban, había «una gran alegría» (8,8), y ellos, en medio de la
persecución, «se llenaban de gozo» (13,52). Un eunuco, apenas bautizado,
«siguió gozoso su camino» (8,39), y el carcelero «se alegró con toda su familia
por haber creído en Dios» (16,34). ¿Por qué no entrar también nosotros en ese
río de alegría?.
6. Hay
cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco
que la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias
de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece
al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser
infinitamente amado, más allá de todo. Comprendo a las personas que tienden a
la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco
hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una
secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias: «Me
encuentro lejos de la paz, he olvidado la dicha […] Pero algo traigo a la
memoria, algo que me hace esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado, no
se ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se renuevan. ¡Grande es su
fidelidad! […] Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm
3,17.21-23.26).
7. La
tentación aparece frecuentemente bajo forma de excusas y reclamos, como si
debieran darse innumerables condiciones para que sea posible la alegría. Esto
suele suceder porque «la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las
ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría». Puedo
decir que los gozos más bellos y espontáneos que he visto en mis años de vida
son los de personas muy pobres que tienen poco a qué aferrarse. También
recuerdo la genuina alegría de aquellos que, aun en medio de grandes
compromisos profesionales, han sabido conservar un corazón creyente,
desprendido y sencillo. De maneras variadas, esas alegrías beben en la fuente
del amor siempre más grande de Dios que se nos manifestó en Jesucristo. No me
cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro
del Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una
gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da
un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» [Deus caritas est, 1].
8. Sólo
gracias a ese encuentro —o reencuentro— con el amor de Dios, que se convierte
en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la
autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que
humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos
para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción
evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el
sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?.
II. La
dulce y confortadora alegría de evangelizar.
9. El
bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de
belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una
profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los
demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera
vivir con dignidad y plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y
buscar su bien. No deberían asombrarnos entonces algunas expresiones de san
Pablo: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara
el Evangelio!» (1 Co 9,16).
10. La
propuesta es vivir en un nivel superior, pero no con menor intensidad: «La vida
se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho,
los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y
se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás». Cuando la Iglesia
convoca a la tarea evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos el
verdadero dinamismo de la realización personal: «Aquí descubrimos otra ley
profunda de la realidad: que la vida se alcanza y madura a medida que se la
entrega para dar vida a los otros. Eso es en definitiva la misión». Por
consiguiente, un evangelizador no debería tener permanentemente cara de
funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor, «la dulce y confortadora alegría de
evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas […] Y ojalá el mundo
actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así
recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados,
impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida
irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría
de Cristo» [Evangelii nuntiandi, 80].
Una
eterna novedad.
11. Un
anuncio renovado ofrece a los creyentes, también a los tibios o no
practicantes, una nueva alegría en la fe y una fecundidad evangelizadora. En
realidad, su centro y esencia es siempre el mismo: el Dios que manifestó su
amor inmenso en Cristo muerto y resucitado. Él hace a sus fieles siempre
nuevos; aunque sean ancianos, «les renovará el vigor, subirán con alas como de
águila, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40,31). Cristo es el
«Evangelio eterno» (Ap 14,6), y es «el mismo ayer y hoy y para siempre» (Hb
13,8), pero su riqueza y su hermosura son inagotables. Él es siempre joven y
fuente constante de novedad. La Iglesia no deja de asombrarse por «la
profundidad de la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios» (Rm
11,33). Decía san Juan de la Cruz: «Esta espesura de sabiduría y ciencia de
Dios es tan profunda e inmensa, que, aunque más el alma sepa de ella, siempre
puede entrar más adentro» [Cántico espiritual]. O bien, como afirmaba san Ireneo: «[Cristo], en
su venida, ha traído consigo toda novedad». Él siempre puede, con su
novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas
oscuras y debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece.
Jesucristo también puede romper los esquemas aburridos en los cuales
pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina.
Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del
Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión,
signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo
actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre «nueva».
12. Si
bien esta misión nos reclama una entrega generosa, sería un error entenderla
como una heroica tarea personal, ya que la obra es ante todo de Él, más allá de
lo que podamos descubrir y entender. Jesús es «el primero y el más grande
evangelizador» [Evangelii nuntiandi, 7]. En cualquier forma de evangelización el primado es siempre
de Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de
su Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere
producir, la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de
mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la
iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y que «es Dios
quien hace crecer» (1 Co 3,7). Esta convicción nos permite conservar la alegría
en medio de una tarea tan exigente y desafiante que toma nuestra vida por
entero. Nos pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo.
13.
Tampoco deberíamos entender la novedad de esta misión como un desarraigo, como
un olvido de la historia viva que nos acoge y nos lanza hacia adelante. La
memoria es una dimensión de nuestra fe que podríamos llamar «deuteronómica», en
analogía con la memoria de Israel. Jesús nos deja la Eucaristía como memoria
cotidiana de la Iglesia, que nos introduce cada vez más en la Pascua (cf. Lc
22,19). La alegría evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la
memoria agradecida: es una gracia que necesitamos pedir. Los Apóstoles jamás
olvidaron el momento en que Jesús les tocó el corazón: «Era alrededor de las
cuatro de la tarde» (Jn 1,39). Junto con Jesús, la memoria nos hace presente
«una verdadera nube de testigos» (Hb 12,1). Entre ellos, se destacan algunas
personas que incidieron de manera especial para hacer brotar nuestro gozo
creyente: «Acordaos de aquellos dirigentes que os anunciaron la Palabra de
Dios» (Hb 13,7). A veces se trata de personas sencillas y cercanas que nos
iniciaron en la vida de la fe: «Tengo presente la sinceridad de tu fe, esa fe
que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice» (2 Tm 1,5). El creyente es
fundamentalmente «memorioso».
III. La
nueva evangelización para la transmisión de la fe.
14. En
la escucha del Espíritu, que nos ayuda a reconocer comunitariamente los signos
de los tiempos, del 7 al 28 de octubre de 2012 se celebró la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre el tema La nueva
evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Allí se recordó que la
nueva evangelización convoca a todos y se realiza fundamentalmente en tres
ámbitos. En primer lugar, mencionemos el ámbito de la pastoral ordinaria,
«animada por el fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles
que regularmente frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor
para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna» [Homilía]. También se incluyen
en este ámbito los fieles que conservan una fe católica intensa y sincera,
expresándola de diversas maneras, aunque no participen frecuentemente del
culto. Esta pastoral se orienta al crecimiento de los creyentes, de manera que
respondan cada vez mejor y con toda su vida al amor de Dios.
En
segundo lugar, recordemos el ámbito de «las personas bautizadas que no viven las
exigencias del Bautismo», no tienen una pertenencia cordial a la Iglesia y
ya no experimentan el consuelo de la fe. La Iglesia, como madre siempre atenta,
se empeña para que vivan una conversión que les devuelva la alegría de la fe y
el deseo de comprometerse con el Evangelio.
Finalmente,
remarquemos que la evangelización está esencialmente conectada con la
proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han
rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia
de su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos tienen el
derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo
sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien
comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable.
La Iglesia no crece por proselitismo sino «por atracción» [Homilía].
15.
Juan Pablo II nos invitó a reconocer que «es necesario mantener viva la
solicitud por el anuncio» a los que están alejados de Cristo, «porque ésta es
la tarea primordial de la Iglesia». La actividad misionera «representa aún
hoy día el mayor desafío para la Iglesia»[ y «la causa misionera debe ser la
primera». ¿Qué sucedería si nos tomáramos realmente en serio esas palabras?
Simplemente reconoceríamos que la salida misionera es el paradigma de toda obra
de la Iglesia. En esta línea, los Obispos latinoamericanos afirmaron que ya «no
podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos» y que hace
falta pasar «de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente
misionera». Esta tarea sigue siendo la fuente de las mayores alegrías para
la Iglesia: «Habrá más gozo en el cielo por un solo pecador que se convierta,
que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,7).
Propuesta
y límites de esta Exhortación.
16.
Acepté con gusto el pedido de los Padres sinodales de redactar esta
Exhortación. Al hacerlo, recojo la riqueza de los trabajos del Sínodo.
También he consultado a diversas personas, y procuro además expresar las
preocupaciones que me mueven en este momento concreto de la obra evangelizadora
de la Iglesia. Son innumerables los temas relacionados con la evangelización en
el mundo actual que podrían desarrollarse aquí. Pero he renunciado a tratar
detenidamente esas múltiples cuestiones que deben ser objeto de estudio y
cuidadosa profundización. Tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal
una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la
Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados
locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus
territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable
«descentralización».
17.
Aquí he optado por proponer algunas líneas que puedan alentar y orientar en
toda la Iglesia una nueva etapa evangelizadora, llena de fervor y dinamismo.
Dentro de ese marco, y en base a la doctrina de la Constitución dogmática Lumen gentium, decidí, entre otros temas, detenerme largamente en las siguientes
cuestiones:
a) La
reforma de la Iglesia en salida misionera.
b) Las
tentaciones de los agentes pastorales.
c) La
Iglesia entendida como la totalidad del Pueblo de Dios que evangeliza.
d) La
homilía y su preparación.
e) La
inclusión social de los pobres.
f) La
paz y el diálogo social.
g) Las
motivaciones espirituales para la tarea misionera.
18. Me
extendí en esos temas con un desarrollo que quizá podrá pareceros excesivo.
Pero no lo hice con la intención de ofrecer un tratado, sino sólo para mostrar
la importante incidencia práctica de esos asuntos en la tarea actual de la
Iglesia. Todos ellos ayudan a perfilar un determinado estilo evangelizador que
invito a asumir en cualquier actividad que se realice. Y así, de esta manera,
podamos acoger, en medio de nuestro compromiso diario, la exhortación de la
Palabra de Dios: «Alegraos siempre en el Señor. Os lo repito, ¡alegraos!» (Flp
4,4).
CAPÍTULO
PRIMERO:
LA TRANSFORMACIÓN MISIONERA DE LA IGLESIA.
I. Una
Iglesia en salida.
20. En
la Palabra de Dios aparece permanentemente este dinamismo de «salida» que Dios
quiere provocar en los creyentes. Abraham aceptó el llamado a salir hacia una
tierra nueva (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó el llamado de Dios: «Ve, yo te
envío» (Ex 3,10), e hizo salir al pueblo hacia la tierra de la promesa (cf. Ex
3,17). A Jeremías le dijo: «Adondequiera que yo te envíe irás» (Jr 1,7). Hoy,
en este «id» de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre
nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta
nueva «salida» misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el
camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado:
salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que
necesitan la luz del Evangelio.
21. La
alegría del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los discípulos es
una alegría misionera. La experimentan los setenta y dos discípulos, que
regresan de la misión llenos de gozo (cf. Lc 10,17). La vive Jesús, que se
estremece de gozo en el Espíritu Santo y alaba al Padre porque su revelación
alcanza a los pobres y pequeñitos (cf. Lc 10,21). La sienten llenos de
admiración los primeros que se convierten al escuchar predicar a los Apóstoles
«cada uno en su propia lengua» (Hch 2,6) en Pentecostés. Esa alegría es un
signo de que el Evangelio ha sido anunciado y está dando fruto. Pero siempre
tiene la dinámica del éxodo y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar siempre
de nuevo, siempre más allá. El Señor dice: «Vayamos a otra parte, a predicar
también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido» (Mc 1,38).
Cuando está sembrada la semilla en un lugar, ya no se detiene para explicar
mejor o para hacer más signos allí, sino que el Espíritu lo mueve a salir hacia
otros pueblos.
22. La
Palabra tiene en sí una potencialidad que no podemos predecir. El Evangelio
habla de una semilla que, una vez sembrada, crece por sí sola también cuando el
agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia debe aceptar esa libertad
inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su manera, y de formas muy diversas
que suelen superar nuestras previsiones y romper nuestros esquemas.
23. La
intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y la comunión
«esencialmente se configura como comunión misionera» [Christifideles laici, 32]. Fiel al modelo del
Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en
todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo.
La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie. Así
se lo anuncia el ángel a los pastores de Belén: «No temáis, porque os traigo
una Buena Noticia, una gran alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). El
Apocalipsis se refiere a «una Buena Noticia, la eterna, la que él debía
anunciar a los habitantes de la tierra, a toda nación, familia, lengua y
pueblo» (Ap 14,6).
Primerear,
involucrarse, acompañar, fructificar y festejar.
24. La
Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que
se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan. «Primerear»: sepan
disculpar este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor
tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por eso,
ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro,
buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los
excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber
experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva.
¡Atrevámonos un poco más a primerear!. Como consecuencia, la Iglesia sabe
«involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e
involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos.
Pero luego dice a los discípulos: «Seréis felices si hacéis esto» (Jn 13,17).
La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de
los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y
asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los
evangelizadores tienen así «olor a oveja» y éstas escuchan su voz. Luego, la
comunidad evangelizadora se dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad en
todos sus procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de esperas
largas y de aguante apostólico. La evangelización tiene mucho de paciencia, y
evita maltratar límites. Fiel al don del Señor, también sabe «fructificar». La
comunidad evangelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la
quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña. El sembrador,
cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones quejosas
ni alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una
situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean
imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida entera y jugarla hasta
el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es llenarse de
enemigos, sino que la Palabra sea acogida y manifieste su potencia liberadora y
renovadora. Por último, la comunidad evangelizadora gozosa siempre sabe
«festejar». Celebra y festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante en la
evangelización. La evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en
medio de la exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se
evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual también es
celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado impulso donativo.
25. No
ignoro que hoy los documentos no despiertan el mismo interés que en otras
épocas, y son rápidamente olvidados. No obstante, destaco que lo que trataré de
expresar aquí tiene un sentido programático y consecuencias importantes. Espero
que todas las comunidades procuren poner los medios necesarios para avanzar en
el camino de una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas
como están. Ya no nos sirve una «simple administración». Constituyámonos en
todas las regiones de la tierra en un «estado permanente de misión» [Documento de Aparecida, 551].
26.
Pablo VI invitó a ampliar el llamado a la renovación, para expresar con fuerza
que no se dirige sólo a los individuos aislados, sino a la Iglesia entera.
Recordemos este memorable texto que no ha perdido su fuerza interpelante: «La
Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, debe meditar sobre el
misterio que le es propio […] De esta iluminada y operante conciencia brota un
espontáneo deseo de comparar la imagen ideal de la Iglesia —tal como Cristo la
vio, la quiso y la amó como Esposa suya santa e inmaculada (cf. Ef 5,27)— y el
rostro real que hoy la Iglesia presenta […] Brota, por lo tanto, un anhelo
generoso y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos
que denuncia y refleja la conciencia, a modo de examen interior, frente al
espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí» [Ecclesiam suam, 3].
El
Concilio Vaticano II presentó la conversión eclesial como la apertura a una
permanente reforma de sí por fidelidad a Jesucristo: «Toda la renovación de la
Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad a su vocación […]
Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la
Iglesia misma, en cuanto institución humana y terrena, tiene siempre
necesidad» [Unitatis redintegratio, 6].
Hay
estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo
evangelizador; igualmente las buenas estructuras sirven cuando hay una vida que
las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico,
sin «fidelidad de la Iglesia a la propia vocación», cualquier estructura nueva
se corrompe en poco tiempo.
Una
impostergable renovación eclesial.
27.
Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las
costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial
se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más
que para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión
pastoral sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se
vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea
más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante
actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a
quienes Jesús convoca a su amistad. Como decía Juan Pablo II a los Obispos de
Oceanía, «toda renovación en el seno de la Iglesia debe tender a la misión como
objetivo para no caer presa de una especie de introversión eclesial» [Ecclesia in Oceania, 19].
29. Las
demás instituciones eclesiales, comunidades de base y pequeñas comunidades,
movimientos y otras formas de asociación, son una riqueza de la Iglesia que el
Espíritu suscita para evangelizar todos los ambientes y sectores. Muchas veces
aportan un nuevo fervor evangelizador y una capacidad de diálogo con el mundo
que renuevan a la Iglesia. Pero es muy sano que no pierdan el contacto con esa
realidad tan rica de la parroquia del lugar, y que se integren gustosamente en
la pastoral orgánica de la Iglesia particular. Esta integración evitará que
se queden sólo con una parte del Evangelio y de la Iglesia, o que se conviertan
en nómadas sin raíces.
30.
Cada Iglesia particular, porción de la Iglesia católica bajo la guía de su
obispo, también está llamada a la conversión misionera. Ella es el sujeto
primario de la evangelización, ya que es la manifestación concreta de la
única Iglesia en un lugar del mundo, y en ella «verdaderamente está y obra la
Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica» [Christus Dominus, 11]. Es la Iglesia
encarnada en un espacio determinado, provista de todos los medios de salvación
dados por Cristo, pero con un rostro local. Su alegría de comunicar a
Jesucristo se expresa tanto en su preocupación por anunciarlo en otros lugares
más necesitados como en una salida constante hacia las periferias de su propio
territorio o hacia los nuevos ámbitos socioculturales [Discurso]. Procura estar
siempre allí donde hace más falta la luz y la vida del Resucitado. En orden
a que este impulso misionero sea cada vez más intenso, generoso y fecundo,
exhorto también a cada Iglesia particular a entrar en un proceso decidido de
discernimiento, purificación y reforma.
31. El
obispo siempre debe fomentar la comunión misionera en su Iglesia diocesana
siguiendo el ideal de las primeras comunidades cristianas, donde los creyentes
tenían un solo corazón y una sola alma (cf. Hch 4,32). Para eso, a veces estará
delante para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo, otras veces
estará simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa,
y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados y,
sobre todo, porque el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar nuevos
caminos. En su misión de fomentar una comunión dinámica, abierta y misionera,
tendrá que alentar y procurar la maduración de los mecanismos de participación
que propone el Código de Derecho Canónico y otras formas de diálogo
pastoral, con el deseo de escuchar a todos y no sólo a algunos que le acaricien
los oídos. Pero el objetivo de estos procesos participativos no será
principalmente la organización eclesial, sino el sueño misionero de llegar a
todos.
32.
Dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en
una conversión del papado. Me corresponde, como Obispo de Roma, estar abierto a
las sugerencias que se orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva
más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de
la evangelización. El Papa Juan Pablo II pidió que se le ayudara a encontrar
«una forma del ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo
esencial de su misión, se abra a una situación nueva» [Ut unum sint, 95]. Hemos avanzado poco
en ese sentido. También el papado y las estructuras centrales de la Iglesia
universal necesitan escuchar el llamado a una conversión pastoral. El Concilio Vaticano II expresó que, de modo análogo a las antiguas Iglesias patriarcales,
las Conferencias episcopales pueden «desarrollar una obra múltiple y fecunda, a
fin de que el afecto colegial tenga una aplicación concreta» [Lumen gentium, 23]. Pero este
deseo no se realizó plenamente, por cuanto todavía no se ha explicitado
suficientemente un estatuto de las Conferencias episcopales que las conciba
como sujetos de atribuciones concretas, incluyendo también alguna auténtica
autoridad doctrinal [Apostolos suos]. Una excesiva centralización, más que ayudar, complica
la vida de la Iglesia y su dinámica misionera.
33. La
pastoral en clave de misión pretende abandonar el cómodo criterio pastoral del
«siempre se ha hecho así». Invito a todos a ser audaces y creativos en esta
tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos
evangelizadores de las propias comunidades. Una postulación de los fines sin
una adecuada búsqueda comunitaria de los medios para alcanzarlos está condenada
a convertirse en mera fantasía. Exhorto a todos a aplicar con generosidad y
valentía las orientaciones de este documento, sin prohibiciones ni miedos. Lo
importante es no caminar solos, contar siempre con los hermanos y especialmente
con la guía de los obispos, en un sabio y realista discernimiento pastoral.
III.
Desde el corazón del Evangelio.
34. Si
pretendemos poner todo en clave misionera, esto también vale para el modo de
comunicar el mensaje. En el mundo de hoy, con la velocidad de las
comunicaciones y la selección interesada de contenidos que realizan los medios,
el mensaje que anunciamos corre más que nunca el riesgo de aparecer mutilado y
reducido a algunos de sus aspectos secundarios. De ahí que algunas cuestiones
que forman parte de la enseñanza moral de la Iglesia queden fuera del contexto
que les da sentido. El problema mayor se produce cuando el mensaje que
anunciamos aparece entonces identificado con esos aspectos secundarios que, sin
dejar de ser importantes, por sí solos no manifiestan el corazón del mensaje de
Jesucristo. Entonces conviene ser realistas y no dar por supuesto que nuestros
interlocutores conocen el trasfondo completo de lo que decimos o que pueden
conectar nuestro discurso con el núcleo esencial del Evangelio que le otorga
sentido, hermosura y atractivo.
35. Una
pastoral en clave misionera no se obsesiona por la transmisión desarticulada de
una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia.
Cuando se asume un objetivo pastoral y un estilo misionero, que realmente
llegue a todos sin excepciones ni exclusiones, el anuncio se concentra en lo
esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo
tiempo lo más necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello
profundidad y verdad, y así se vuelve más contundente y radiante.
36.
Todas las verdades reveladas proceden de la misma fuente divina y son creídas
con la misma fe, pero algunas de ellas son más importantes por expresar más
directamente el corazón del Evangelio. En este núcleo fundamental lo que
resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo
muerto y resucitado. En este sentido, el Concilio Vaticano II explicó que «hay
un orden o “jerarquía” en las verdades en la doctrina católica, por ser diversa
su conexión con el fundamento de la fe cristiana» [Unitatis redintegratio, 11]. Esto vale tanto para los
dogmas de fe como para el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, e incluso
para la enseñanza moral.
37.
Santo Tomás de Aquino enseñaba que en el mensaje moral de la Iglesia también
hay una jerarquía, en las virtudes y en los actos que de ellas proceden.
Allí lo que cuenta es ante todo «la fe que se hace activa por la caridad» (Ga
5,6). Las obras de amor al prójimo son la manifestación externa más perfecta de
la gracia interior del Espíritu: «La principalidad de la ley nueva está en la
gracia del Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe que obra por el
amor». Por ello explica que, en cuanto al obrar exterior, la misericordia
es la mayor de todas las virtudes: «En sí misma la misericordia es la más
grande de las virtudes, ya que a ella pertenece volcarse en otros y, más aún,
socorrer sus deficiencias. Esto es peculiar del superior, y por eso se tiene
como propio de Dios tener misericordia, en la cual resplandece su omnipotencia
de modo máximo».
38. Es
importante sacar las consecuencias pastorales de la enseñanza conciliar, que
recoge una antigua convicción de la Iglesia. Ante todo hay que decir que en el
anuncio del Evangelio es necesario que haya una adecuada proporción. Ésta se
advierte en la frecuencia con la cual se mencionan algunos temas y en los
acentos que se ponen en la predicación. Por ejemplo, si un párroco a lo largo
de un año litúrgico habla diez veces sobre la templanza y sólo dos o tres veces
sobre la caridad o la justicia, se produce una desproporción donde las que se
ensombrecen son precisamente aquellas virtudes que deberían estar más presentes
en la predicación y en la catequesis. Lo mismo sucede cuando se habla más de la
ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de
la Palabra de Dios.
39. Así
como la organicidad entre las virtudes impide excluir alguna de ellas del ideal
cristiano, ninguna verdad es negada. No hay que mutilar la integralidad del
mensaje del Evangelio. Es más, cada verdad se comprende mejor si se la pone en
relación con la armoniosa totalidad del mensaje cristiano, y en ese contexto
todas las verdades tienen su importancia y se iluminan unas a otras. Cuando la
predicación es fiel al Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de
algunas verdades y queda claro que la predicación moral cristiana no es una
ética estoica, es más que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un
catálogo de pecados y errores. El Evangelio invita ante todo a responder al
Dios amante que nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros
mismos para buscar el bien de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia
se debe ensombrecer!. Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de
amor. Si esa invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de
la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está
nuestro peor peligro. Porque no será propiamente el Evangelio lo que se
anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de
determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su
frescura y dejará de tener «olor a Evangelio».
IV. La
misión que se encarna en los límites humanos.
40. La
Iglesia, que es discípula misionera, necesita crecer en su interpretación de la
Palabra revelada y en su comprensión de la verdad. La tarea de los exégetas y
de los teólogos ayuda a «madurar el juicio de la Iglesia» [Dei Verbum Dei, 12]. De otro modo
también lo hacen las demás ciencias. Refiriéndose a las ciencias sociales, por
ejemplo, Juan Pablo II ha dicho que la Iglesia presta atención a sus aportes
«para sacar indicaciones concretas que le ayuden a desempeñar su misión de
Magisterio» [Socialium scientiarum, 209]. Además, en el seno de la Iglesia hay innumerables cuestiones
acerca de las cuales se investiga y se reflexiona con amplia libertad. Las distintas
líneas de pensamiento filosófico, teológico y pastoral, si se dejan armonizar
por el Espíritu en el respeto y el amor, también pueden hacer crecer a la
Iglesia, ya que ayudan a explicitar mejor el riquísimo tesoro de la Palabra. A
quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices,
esto puede parecerles una imperfecta dispersión. Pero la realidad es que esa
variedad ayuda a que se manifiesten y desarrollen mejor los diversos aspectos
de la inagotable riqueza del Evangelio.
41. Al
mismo tiempo, los enormes y veloces cambios culturales requieren que prestemos
una constante atención para intentar expresar las verdades de siempre en un
lenguaje que permita advertir su permanente novedad. Pues en el depósito de la
doctrina cristiana «una cosa es la substancia […] y otra la manera de formular
su expresión» [Discurso]. A veces, escuchando un lenguaje completamente ortodoxo, lo
que los fieles reciben, debido al lenguaje que ellos utilizan y comprenden, es
algo que no responde al verdadero Evangelio de Jesucristo. Con la santa
intención de comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano, en
algunas ocasiones les damos un falso dios o un ideal humano que no es
verdaderamente cristiano. De ese modo, somos fieles a una formulación, pero no
entregamos la substancia. Ése es el riesgo más grave. Recordemos que «la
expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación de las formas de
expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje
evangélico en su inmutable significado» [Ut unum sint, 19].
42.
Esto tiene una gran incidencia en el anuncio del Evangelio si de verdad tenemos
el propósito de que su belleza pueda ser mejor percibida y acogida por todos.
De cualquier modo, nunca podremos convertir las enseñanzas de la Iglesia en
algo fácilmente comprendido y felizmente valorado por todos. La fe siempre
conserva un aspecto de cruz, alguna oscuridad que no le quita la firmeza de su
adhesión. Hay cosas que sólo se comprenden y valoran desde esa adhesión que es
hermana del amor, más allá de la claridad con que puedan percibirse las razones
y argumentos. Por ello, cabe recordar que todo adoctrinamiento ha de situarse
en la actitud evangelizadora que despierte la adhesión del corazón con la
cercanía, el amor y el testimonio.
43. En
su constante discernimiento, la Iglesia también puede llegar a reconocer
costumbres propias no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy
arraigadas a lo largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la
misma manera y cuyo mensaje no suele ser percibido adecuadamente. Pueden ser
bellas, pero ahora no prestan el mismo servicio en orden a la transmisión del
Evangelio. No tengamos miedo de revisarlas. Del mismo modo, hay normas o
preceptos eclesiales que pueden haber sido muy eficaces en otras épocas pero
que ya no tienen la misma fuerza educativa como cauces de vida. Santo Tomás de Aquino destacaba que los preceptos dados por Cristo y los Apóstoles al Pueblo
de Dios «son poquísimos». Citando a san Agustín, advertía que los preceptos
añadidos por la Iglesia posteriormente deben exigirse con moderación «para no
hacer pesada la vida a los fieles» y convertir nuestra religión en una
esclavitud, cuando «la misericordia de Dios quiso que fuera libre». Esta
advertencia, hecha varios siglos atrás, tiene una tremenda actualidad. Debería
ser uno de los criterios a considerar a la hora de pensar una reforma de la
Iglesia y de su predicación que permita realmente llegar a todos.
44. Por
otra parte, tanto los Pastores como todos los fieles que acompañen a sus
hermanos en la fe o en un camino de apertura a Dios, no pueden olvidar lo que
con tanta claridad enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «La
imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e
incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el
temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o
sociales» [Nº 1735].
Por lo
tanto, sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con
misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que
se van construyendo día a día [Familiaris consortio, 34]. A los sacerdotes les recuerdo que el
confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia
del Señor que nos estimula a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio
de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida
exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes
dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico
de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y
caídas.
45.
Vemos así que la tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y
de las circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio
en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que
pueda aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de
esos límites y se hace «débil con los débiles […] todo para todos» (1 Co 9,22).
Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la
rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del
Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no
renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del
camino.
V. Una
madre de corazón abierto.
46. La
Iglesia «en salida» es una Iglesia con las puertas abiertas. Salir hacia los
demás para llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin
rumbo y sin sentido. Muchas veces es más bien detener el paso, dejar de lado la
ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para
acompañar al que se quedó al costado del camino. A veces es como el padre del
hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese,
pueda entrar sin dificultad.
47. La
Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre. Uno de los signos
concretos de esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas
partes. De ese modo, si alguien quiere seguir una moción del Espíritu y se
acerca buscando a Dios, no se encontrará con la frialdad de unas puertas
cerradas. Pero hay otras puertas que tampoco se deben cerrar. Todos pueden
participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden integrar la
comunidad, y tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una
razón cualquiera. Esto vale sobre todo cuando se trata de ese sacramento que es
«la puerta», el Bautismo. La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida
sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un
alimento para los débiles. Estas convicciones también tienen consecuencias
pastorales que estamos llamados a considerar con prudencia y audacia. A menudo
nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero
la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno
con su vida a cuestas.
48. Si
la Iglesia entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin
excepciones. Pero ¿a quiénes debería privilegiar?. Cuando uno lee el Evangelio,
se encuentra con una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos
ricos sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser
despreciados y olvidados, a aquellos que «no tienen con qué recompensarte» (Lc
14,14). No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje
tan claro. Hoy y siempre, «los pobres son los destinatarios privilegiados del
Evangelio» [Discurso], y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del
Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo
inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos.
49.
Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Repito aquí para
toda la Iglesia lo que muchas veces he dicho a los sacerdotes y laicos de
Buenos Aires: prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a
la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de
aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser
el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y
procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra
conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo
de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un
horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos
mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa
contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres
donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y
Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37).
CAPÍTULO
SEGUNDO:
EN LA CRISIS DEL COMPROMISO COMUNITARIO.
50.
Antes de hablar acerca de algunas cuestiones fundamentales relacionadas con la
acción evangelizadora, conviene recordar brevemente cuál es el contexto en el
cual nos toca vivir y actuar. Hoy suele hablarse de un «exceso de diagnóstico»
que no siempre está acompañado de propuestas superadoras y realmente
aplicables. Por otra parte, tampoco nos serviría una mirada puramente
sociológica, que podría tener pretensiones de abarcar toda la realidad con su
metodología de una manera supuestamente neutra y aséptica. Lo que quiero
ofrecer va más bien en la línea de un discernimiento evangélico. Es la mirada
del discípulo misionero, que se «alimenta a la luz y con la fuerza del Espíritu
Santo» [Pastores dabo vobis, 10].
51. No
es función del Papa ofrecer un análisis detallado y completo sobre la realidad
contemporánea, pero aliento a todas las comunidades a una «siempre vigilante
capacidad de estudiar los signos de los tiempos» [Ecclesiam suam, 19]. Se trata de una
responsabilidad grave, ya que algunas realidades del presente, si no son bien
resueltas, pueden desencadenar procesos de deshumanización difíciles de
revertir más adelante. Es preciso esclarecer aquello que pueda ser un fruto del
Reino y también aquello que atenta contra el proyecto de Dios. Esto implica no
sólo reconocer e interpretar las mociones del buen espíritu y del malo, sino —y
aquí radica lo decisivo— elegir las del buen espíritu y rechazar las del malo.
Doy por supuestos los diversos análisis que ofrecieron otros documentos del
Magisterio universal, así como los que han propuesto los episcopados regionales
y nacionales. En esta Exhortación sólo pretendo detenerme brevemente, con una
mirada pastoral, en algunos aspectos de la realidad que pueden detener o
debilitar los dinamismos de renovación misionera de la Iglesia, sea porque
afectan a la vida y a la dignidad del Pueblo de Dios, sea porque inciden
también en los sujetos que participan de un modo más directo en las
instituciones eclesiales y en tareas evangelizadoras.
I.
Algunos desafíos del mundo actual.
52. La
humanidad vive en este momento un giro histórico, que podemos ver en los
adelantos que se producen en diversos campos. Son de alabar los avances que
contribuyen al bienestar de la gente, como, por ejemplo, en el ámbito de la
salud, de la educación y de la comunicación. Sin embargo, no podemos olvidar
que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el
día a día, con consecuencias funestas. Algunas patologías van en aumento. El
miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso
en los llamados países ricos. La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la
falta de respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente.
Hay que luchar para vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad. Este
cambio de época se ha generado por los enormes saltos cualitativos,
cuantitativos, acelerados y acumulativos que se dan en el desarrollo
científico, en las innovaciones tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en
distintos campos de la naturaleza y de la vida. Estamos en la era del
conocimiento y la información, fuente de nuevas formas de un poder muchas veces
anónimo.
No a
una economía de la exclusión.
53. Así
como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor
de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y
la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de
frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos
en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida
cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del
juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se
come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la
población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin
salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se
puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que,
además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación
y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su
misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está
en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los
excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes».
54. En
este contexto, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen
que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra
provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta
opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza
burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los
mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los
excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a
otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una
globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces
de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama
de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad
ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la
calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas
esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo
que de ninguna manera nos altera.
No a la
nueva idolatría del dinero.
55. Una
de las causas de esta situación se encuentra en la relación que hemos
establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre
nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que atravesamos nos hace
olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de
la primacía del ser humano!. Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del
antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y
despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un
rostro y sin un objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial, que afecta a
las finanzas y a la economía, pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre
todo, la grave carencia de su orientación antropológica que reduce al ser
humano a una sola de sus necesidades: el consumo.
No a un
dinero que gobierna en lugar de servir.
57.
Tras esta actitud se esconde el rechazo de la ética y el rechazo de Dios. La
ética suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se considera
contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se
la siente como una amenaza, pues condena la manipulación y la degradación de la
persona. En definitiva, la ética lleva a un Dios que espera una respuesta
comprometida que está fuera de las categorías del mercado. Para éstas, si son
absolutizadas, Dios es incontrolable, inmanejable, incluso peligroso, por
llamar al ser humano a su plena realización y a la independencia de cualquier
tipo de esclavitud. La ética —una ética no ideologizada— permite crear un
equilibrio y un orden social más humano. En este sentido, animo a los expertos
financieros y a los gobernantes de los países a considerar las palabras de un
sabio de la antigüedad: «No compartir con los pobres los propios bienes es
robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino
suyos» [San Juan Crisóstomo].
58. Una
reforma financiera que no ignore la ética requeriría un cambio de actitud
enérgico por parte de los dirigentes políticos, a quienes exhorto a afrontar
este reto con determinación y visión de futuro, sin ignorar, por supuesto, la
especificidad de cada contexto. ¡El dinero debe servir y no gobernar!. El Papa
ama a todos, ricos y pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de
recordar que los ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos.
Os exhorto a la solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y las
finanzas a una ética en favor del ser humano.
No a la
inequidad que genera violencia.
59. Hoy
en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la
exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos
será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y
a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas
de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano
provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona
en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos
policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la
tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción
violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y
económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal
consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a
socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por
más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado
en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y
de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir
del cual no puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del llamado «fin de
la historia», ya que las condiciones de un desarrollo sostenible y en paz
todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas.
60. Los
mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación del consumo, pero
resulta que el consumismo desenfrenado unido a la inequidad es doblemente
dañino del tejido social. Así la inequidad genera tarde o temprano una
violencia que las carreras armamentistas no resuelven ni resolverán jamás. Sólo
sirven para pretender engañar a los que reclaman mayor seguridad, como si hoy
no supiéramos que las armas y la represión violenta, más que aportar
soluciones, crean nuevos y peores conflictos. Algunos simplemente se regodean
culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas
generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una «educación» que los
tranquilice y los convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve
todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción
profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e
instituciones— cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes.
Algunos
desafíos culturales.
61.
Evangelizamos también cuando tratamos de afrontar los diversos desafíos que
puedan presentarse. A veces éstos se manifiestan en verdaderos ataques a la
libertad religiosa o en nuevas situaciones de persecución a los cristianos, las
cuales en algunos países han alcanzado niveles alarmantes de odio y violencia. En
muchos lugares se trata más bien de una difusa indiferencia relativista,
relacionada con el desencanto y la crisis de las ideologías que se provocó como
reacción contra todo lo que parezca totalitario. Esto no perjudica sólo a la
Iglesia, sino a la vida social en general. Reconozcamos que una cultura, en la
cual cada uno quiere ser el portador de una propia verdad subjetiva, vuelve
difícil que los ciudadanos deseen integrar un proyecto común más allá de los
beneficios y deseos personales.
62. En
la cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo exterior, lo
inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Lo real cede
el lugar a la apariencia. En muchos países, la globalización ha significado un
acelerado deterioro de las raíces culturales con la invasión de tendencias
pertenecientes a otras culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente
debilitadas. Así lo han manifestado en distintos Sínodos los Obispos de varios
continentes. Los Obispos africanos, por ejemplo, retomando la Encíclica
Sollicitudo rei socialis, señalaron años atrás que muchas veces se quiere
convertir a los países de África en simples «piezas de un mecanismo y de un
engranaje gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios de
comunicación social, los cuales, al estar dirigidos mayormente por centros de
la parte Norte del mundo, no siempre tienen en la debida consideración las
prioridades y los problemas propios de estos países, ni respetan su fisonomía
cultural» [Sollicitudo rei socialis, 22]. Igualmente, los Obispos de Asia «subrayaron los influjos que
desde el exterior se ejercen sobre las culturas asiáticas. Están apareciendo
nuevas formas de conducta, que son resultado de una excesiva exposición a los
medios de comunicación social […] Eso tiene como consecuencia que los aspectos
negativos de las industrias de los medios de comunicación y de entretenimiento
ponen en peligro los valores tradicionales» [Ecclesia in Asia, 7].
63. La
fe católica de muchos pueblos se enfrenta hoy con el desafío de la
proliferación de nuevos movimientos religiosos, algunos tendientes al
fundamentalismo y otros que parecen proponer una espiritualidad sin Dios. Esto
es, por una parte, el resultado de una reacción humana frente a la sociedad
materialista, consumista e individualista y, por otra parte, un aprovechamiento
de las carencias de la población que vive en las periferias y zonas
empobrecidas, que sobrevive en medio de grandes dolores humanos y busca
soluciones inmediatas para sus necesidades. Estos movimientos religiosos, que
se caracterizan por su sutil penetración, vienen a llenar, dentro del
individualismo imperante, un vacío dejado por el racionalismo secularista.
Además, es necesario que reconozcamos que, si parte de nuestro pueblo bautizado
no experimenta su pertenencia a la Iglesia, se debe también a la existencia de
unas estructuras y a un clima poco acogedores en algunas de nuestras parroquias
y comunidades, o a una actitud burocrática para dar respuesta a los problemas,
simples o complejos, de la vida de nuestros pueblos. En muchas partes hay un
predominio de lo administrativo sobre lo pastoral, así como una
sacramentalización sin otras formas de evangelización.
64. El
proceso de secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia al ámbito de lo
privado y de lo íntimo. Además, al negar toda trascendencia, ha producido una
creciente deformación ética, un debilitamiento del sentido del pecado personal
y social y un progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una
desorientación generalizada, especialmente en la etapa de la adolescencia y la
juventud, tan vulnerable a los cambios. Como bien indican los Obispos de
Estados Unidos de América, mientras la Iglesia insiste en la existencia de
normas morales objetivas, válidas para todos, «hay quienes presentan esta
enseñanza como injusta, esto es, como opuesta a los derechos humanos básicos.
Tales alegatos suelen provenir de una forma de relativismo moral que está
unida, no sin inconsistencia, a una creencia en los derechos absolutos de los
individuos. En este punto de vista se percibe a la Iglesia como si promoviera
un prejuicio particular y como si interfiriera con la libertad individual».
Vivimos en una sociedad de la información que nos satura indiscriminadamente de
datos, todos en el mismo nivel, y termina llevándonos a una tremenda
superficialidad a la hora de plantear las cuestiones morales. Por consiguiente,
se vuelve necesaria una educación que enseñe a pensar críticamente y que
ofrezca un camino de maduración en valores.
65. A
pesar de toda la corriente secularista que invade las sociedades, en muchos
países —aun donde el cristianismo es minoría— la Iglesia católica es una
institución creíble ante la opinión pública, confiable en lo que respecta al
ámbito de la solidaridad y de la preocupación por los más carenciados. En
repetidas ocasiones ha servido de mediadora en favor de la solución de
problemas que afectan a la paz, la concordia, la tierra, la defensa de la vida,
los derechos humanos y ciudadanos, etc. ¡Y cuánto aportan las escuelas y
universidades católicas en todo el mundo!. Es muy bueno que así sea. Pero nos
cuesta mostrar que, cuando planteamos otras cuestiones que despiertan menor
aceptación pública, lo hacemos por fidelidad a las mismas convicciones sobre la
dignidad humana y el bien común.
66. La
familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y
vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se
vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad,
el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y
donde los padres transmiten la fe a sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto
como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de
cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero
el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la
emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja. Como enseñan
los Obispos franceses, no procede «del sentimiento amoroso, efímero por
definición, sino de la profundidad del compromiso asumido por los esposos que
aceptan entrar en una unión de vida total».
67. El
individualismo posmoderno y globalizado favorece un estilo de vida que debilita
el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las personas, y que desnaturaliza
los vínculos familiares. La acción pastoral debe mostrar mejor todavía que la
relación con nuestro Padre exige y alienta una comunión que sane, promueva y
afiance los vínculos interpersonales. Mientras en el mundo, especialmente en
algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los
cristianos insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las
heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos «mutuamente a
llevar las cargas» (Ga 6,2). Por otra parte, hoy surgen muchas formas de
asociación para la defensa de derechos y para la consecución de nobles
objetivos. Así se manifiesta una sed de participación de numerosos ciudadanos
que quieren ser constructores del desarrollo social y cultural.
Desafíos
de la inculturación de la fe.
68. El
substrato cristiano de algunos pueblos —sobre todo occidentales— es una
realidad viva. Allí encontramos, especialmente en los más necesitados, una
reserva moral que guarda valores de auténtico humanismo cristiano. Una mirada
de fe sobre la realidad no puede dejar de reconocer lo que siembra el Espíritu
Santo. Sería desconfiar de su acción libre y generosa pensar que no hay
auténticos valores cristianos donde una gran parte de la población ha recibido
el Bautismo y expresa su fe y su solidaridad fraterna de múltiples maneras.
Allí hay que reconocer mucho más que unas «semillas del Verbo», ya que se trata
de una auténtica fe católica con modos propios de expresión y de pertenencia a
la Iglesia. No conviene ignorar la tremenda importancia que tiene una cultura
marcada por la fe, porque esa cultura evangelizada, más allá de sus límites,
tiene muchos más recursos que una mera suma de creyentes frente a los embates
del secularismo actual. Una cultura popular evangelizada contiene valores de fe
y de solidaridad que pueden provocar el desarrollo de una sociedad más justa y
creyente, y posee una sabiduría peculiar que hay que saber reconocer con una
mirada agradecida.
69. Es
imperiosa la necesidad de evangelizar las culturas para inculturar el
Evangelio. En los países de tradición católica se tratará de acompañar, cuidar
y fortalecer la riqueza que ya existe, y en los países de otras tradiciones
religiosas o profundamente secularizados se tratará de procurar nuevos procesos
de evangelización de la cultura, aunque supongan proyectos a muy largo plazo.
No podemos, sin embargo, desconocer que siempre hay un llamado al crecimiento.
Toda cultura y todo grupo social necesitan purificación y maduración. En el
caso de las culturas populares de pueblos católicos, podemos reconocer algunas
debilidades que todavía deben ser sanadas por el Evangelio: el machismo, el
alcoholismo, la violencia doméstica, una escasa participación en la Eucaristía,
creencias fatalistas o supersticiosas que hacen recurrir a la brujería, etc.
Pero es precisamente la piedad popular el mejor punto de partida para sanarlas
y liberarlas.
70.
También es cierto que a veces el acento, más que en el impulso de la piedad
cristiana, se coloca en formas exteriores de tradiciones de ciertos grupos, o
en supuestas revelaciones privadas que se absolutizan. Hay cierto cristianismo
de devociones, propio de una vivencia individual y sentimental de la fe, que en
realidad no responde a una auténtica «piedad popular». Algunos promueven estas
expresiones sin preocuparse por la promoción social y la formación de los
fieles, y en ciertos casos lo hacen para obtener beneficios económicos o algún
poder sobre los demás. Tampoco podemos ignorar que en las últimas décadas se ha
producido una ruptura en la transmisión generacional de la fe cristiana en el
pueblo católico. Es innegable que muchos se sienten desencantados y dejan de
identificarse con la tradición católica, que son más los padres que no bautizan
a sus hijos y no les enseñan a rezar, y que hay un cierto éxodo ddf
hacia otras comunidades de fe. Algunas causas de esta ruptura son: la falta de espacios de diálogo familiar, la influencia de los medios de comunicación, el subjetivismo relativista, el consumismo desenfrenado que alienta el mercado, la falta de acompañamiento pastoral a los más pobres, la ausencia de una acogida cordial en nuestras instituciones, y nuestra dificultad para recrear la adhesión mística de la fe en un escenario religioso plural.
hacia otras comunidades de fe. Algunas causas de esta ruptura son: la falta de espacios de diálogo familiar, la influencia de los medios de comunicación, el subjetivismo relativista, el consumismo desenfrenado que alienta el mercado, la falta de acompañamiento pastoral a los más pobres, la ausencia de una acogida cordial en nuestras instituciones, y nuestra dificultad para recrear la adhesión mística de la fe en un escenario religioso plural.
Desafíos
de las culturas urbanas.
71. La
nueva Jerusalén, la Ciudad santa (cf. Ap 21,2-4), es el destino hacia donde
peregrina toda la humanidad. Es llamativo que la revelación nos diga que la
plenitud de la humanidad y de la historia se realiza en una ciudad. Necesitamos
reconocer la ciudad desde una mirada contemplativa, esto es, una mirada de fe
que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas.
La presencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos
realizan para encontrar apoyo y sentido a sus vidas. Él vive entre los
ciudadanos promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de
verdad, de justicia. Esa presencia no debe ser fabricada sino descubierta,
develada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero,
aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y difusa.
72. En
la ciudad, lo religioso está mediado por diferentes estilos de vida, por
costumbres asociadas a un sentido de lo temporal, de lo territorial y de las
relaciones, que difiere del estilo de los habitantes rurales. En sus vidas
cotidianas los ciudadanos muchas veces luchan por sobrevivir, y en esas luchas
se esconde un sentido profundo de la existencia que suele entrañar también un
hondo sentido religioso. Necesitamos contemplarlo para lograr un diálogo como
el que el Señor desarrolló con la samaritana, junto al pozo, donde ella buscaba
saciar su sed (cf. Jn 4,7-26).
73.
Nuevas culturas continúan gestándose en estas enormes geografías humanas en las
que el cristiano ya no suele ser promotor o generador de sentido, sino que
recibe de ellas otros lenguajes, símbolos, mensajes y paradigmas que ofrecen
nuevas orientaciones de vida, frecuentemente en contraste con el Evangelio de
Jesús. Una cultura inédita late y se elabora en la ciudad. El Sínodo ha
constatado que hoy las transformaciones de esas grandes áreas y la cultura que
expresan son un lugar privilegiado de la nueva evangelización. Esto
requiere imaginar espacios de oración y de comunión con características
novedosas, más atractivas y significativas para los habitantes urbanos. Los
ambientes rurales, por la influencia de los medios de comunicación de masas, no
están ajenos a estas transformaciones culturales que también operan cambios
significativos en sus modos de vida.
74. Se
impone una evangelización que ilumine los nuevos modos de relación con Dios,
con los otros y con el espacio, y que suscite los valores fundamentales. Es
necesario llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar
con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades. No
hay que olvidar que la ciudad es un ámbito multicultural. En las grandes urbes
puede observarse un entramado en el que grupos de personas comparten las mismas
formas de soñar la vida y similares imaginarios y se constituyen en nuevos
sectores humanos, en territorios culturales, en ciudades invisibles. Variadas
formas culturales conviven de hecho, pero ejercen muchas veces prácticas de
segregación y de violencia. La Iglesia está llamada a ser servidora de un
difícil diálogo. Por otra parte, aunque hay ciudadanos que consiguen los medios
adecuados para el desarrollo de la vida personal y familiar, son muchísimos los
«no ciudadanos», los «ciudadanos a medias» o los «sobrantes urbanos». La ciudad
produce una suerte de permanente ambivalencia, porque, al mismo tiempo que
ofrece a sus ciudadanos infinitas posibilidades, también aparecen numerosas
dificultades para el pleno desarrollo de la vida de muchos. Esta contradicción
provoca sufrimientos lacerantes. En muchos lugares del mundo, las ciudades son
escenarios de protestas masivas donde miles de habitantes reclaman libertad,
participación, justicia y diversas reivindicaciones que, si no son
adecuadamente interpretadas, no podrán acallarse por la fuerza.
75. No
podemos ignorar que en las ciudades fácilmente se desarrollan el tráfico de
drogas y de personas, el abuso y la explotación de menores, el abandono de
ancianos y enfermos, varias formas de corrupción y de crimen. Al mismo tiempo,
lo que podría ser un precioso espacio de encuentro y solidaridad,
frecuentemente se convierte en el lugar de la huida y de la desconfianza mutua.
Las casas y los barrios se construyen más para aislar y proteger que para
conectar e integrar. La proclamación del Evangelio será una base para restaurar
la dignidad de la vida humana en esos contextos, porque Jesús quiere derramar
en las ciudades vida en abundancia (cf. Jn 10,10). El sentido unitario y
completo de la vida humana que propone el Evangelio es el mejor remedio para
los males urbanos, aunque debamos advertir que un programa y un estilo uniforme
e inflexible de evangelización no son aptos para esta realidad. Pero vivir a
fondo lo humano e introducirse en el corazón de los desafíos como fermento
testimonial, en cualquier cultura, en cualquier ciudad, mejora al cristiano y
fecunda la ciudad.
II.
Tentaciones de los agentes pastorales.
76.
Siento una enorme gratitud por la tarea de todos los que trabajan en la
Iglesia. No quiero detenerme ahora a exponer las actividades de los diversos
agentes pastorales, desde los obispos hasta el más sencillo y desconocido de
los servicios eclesiales. Me gustaría más bien reflexionar acerca de los
desafíos que todos ellos enfrentan en medio de la actual cultura globalizada.
Pero tengo que decir, en primer lugar y como deber de justicia, que el aporte
de la Iglesia en el mundo actual es enorme. Nuestro dolor y nuestra vergüenza por
los pecados de algunos miembros de la Iglesia, y por los propios, no deben
hacer olvidar cuántos cristianos dan la vida por amor: ayudan a tanta gente a
curarse o a morir en paz en precarios hospitales, o acompañan personas
esclavizadas por diversas adicciones en los lugares más pobres de la tierra, o
se desgastan en la educación de niños y jóvenes, o cuidan ancianos abandonados
por todos, o tratan de comunicar valores en ambientes hostiles, o se entregan
de muchas otras maneras que muestran ese inmenso amor a la humanidad que nos ha
inspirado el Dios hecho hombre. Agradezco el hermoso ejemplo que me dan tantos
cristianos que ofrecen su vida y su tiempo con alegría. Ese testimonio me hace
mucho bien y me sostiene en mi propio deseo de superar el egoísmo para
entregarme más.
77. No
obstante, como hijos de esta época, todos nos vemos afectados de algún modo por
la cultura globalizada actual que, sin dejar de mostrarnos valores y nuevas
posibilidades, también puede limitarnos, condicionarnos e incluso enfermarnos.
Reconozco que necesitamos crear espacios motivadores y sanadores para los
agentes pastorales, «lugares donde regenerar la propia fe en Jesús crucificado
y resucitado, donde compartir las propias preguntas más profundas y las
preocupaciones cotidianas, donde discernir en profundidad con criterios
evangélicos sobre la propia existencia y experiencia, con la finalidad de
orientar al bien y a la belleza las propias elecciones individuales y
sociales». Al mismo tiempo, quiero llamar la atención sobre algunas
tentaciones que particularmente hoy afectan a los agentes pastorales.
78. Hoy
se puede advertir en muchos agentes pastorales, incluso en personas
consagradas, una preocupación exacerbada por los espacios personales de
autonomía y de distensión, que lleva a vivir las tareas como un mero apéndice
de la vida, como si no fueran parte de la propia identidad. Al mismo tiempo, la
vida espiritual se confunde con algunos momentos religiosos que brindan cierto
alivio pero que no alimentan el encuentro con los demás, el compromiso en el
mundo, la pasión evangelizadora. Así, pueden advertirse en muchos agentes
evangelizadores, aunque oren, una acentuación del individualismo, una crisis de
identidad y una caída del fervor. Son tres males que se alimentan entre sí.
79. La
cultura mediática y algunos ambientes intelectuales a veces transmiten una
marcada desconfianza hacia el mensaje de la Iglesia y un cierto desencanto.
Como consecuencia, aunque recen, muchos agentes pastorales desarrollan una
especie de complejo de inferioridad que les lleva a relativizar u ocultar su
identidad cristiana y sus convicciones. Se produce entonces un círculo vicioso,
porque así no son felices con lo que son y con lo que hacen, no se sienten
identificados con su misión evangelizadora, y esto debilita la entrega.
Terminan ahogando su alegría misionera en una especie de obsesión por ser como
todos y por tener lo que poseen los demás. Así, las tareas evangelizadoras se
vuelven forzadas y se dedican a ellas pocos esfuerzos y un tiempo muy limitado.
80. Se
desarrolla en los agentes pastorales, más allá del estilo espiritual o la línea
de pensamiento que puedan tener, un relativismo todavía más peligroso que el
doctrinal. Tiene que ver con las opciones más profundas y sinceras que
determinan una forma de vida. Este relativismo práctico es actuar como si Dios
no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como si los demás
no existieran, trabajar como si quienes no recibieron el anuncio no existieran.
Llama la atención que aun quienes aparentemente poseen sólidas convicciones
doctrinales y espirituales suelen caer en un estilo de vida que los lleva a
aferrarse a seguridades económicas, o a espacios de poder y de gloria humana
que se procuran por cualquier medio, en lugar de dar la vida por los demás en
la misión. ¡No nos dejemos robar el entusiasmo misionero!.
No a la
acedia egoísta.
81.
Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo,
muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a realizar alguna
tarea apostólica, y tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda
quitar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy difícil, por ejemplo, conseguir
catequistas capacitados para las parroquias y que perseveren en la tarea
durante varios años. Pero algo semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan
con obsesión su tiempo personal. Esto frecuentemente se debe a que las personas
necesitan imperiosamente preservar sus espacios de autonomía, como si una tarea
evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una alegre respuesta al amor de
Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve plenos y fecundos. Algunos se
resisten a probar hasta el fondo el gusto de la misión y quedan sumidos en una
acedia paralizante.
82. El
problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las
actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad
que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de
lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino
tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado. Esta acedia pastoral
puede tener diversos orígenes. Algunos caen en ella por sostener proyectos
irrealizables y no vivir con ganas lo que buenamente podrían hacer. Otros, por
no aceptar la costosa evolución de los procesos y querer que todo caiga del
cielo. Otros, por apegarse a algunos proyectos o a sueños de éxitos imaginados
por su vanidad. Otros, por perder el contacto real con el pueblo, en una
despersonalización de la pastoral que lleva a prestar más atención a la
organización que a las personas, y entonces les entusiasma más la «hoja de ruta»
que la ruta misma. Otros caen en la acedia por no saber esperar y querer
dominar el ritmo de la vida. El inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que
los agentes pastorales no toleren fácilmente lo que signifique alguna
contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz.
83. Así
se gesta la mayor amenaza, que «es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de
la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en
realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad». Se
desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los
cristianos en momias de museo. Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o
consigo mismos, viven la constante tentación de apegarse a una tristeza
dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón como «el más preciado de los
elixires del demonio». Llamados a iluminar y a comunicar vida, finalmente
se dejan cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y cansancio interior, y
que apolillan el dinamismo apostólico. Por todo esto, me permito insistir: ¡No
nos dejemos robar la alegría evangelizadora!.
No al
pesimismo estéril.
84. La
alegría del Evangelio es ésa que nada ni nadie nos podrá quitar (cf. Jn 16,22).
Los males de nuestro mundo —y los de la Iglesia— no deberían ser excusas para
reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer.
Además, la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el
Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el
pecado sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Nuestra fe es desafiada a vislumbrar
el vino en que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que crece en
medio de la cizaña. A cincuenta años del Concilio Vaticano II, aunque nos
duelan las miserias de nuestra época y estemos lejos de optimismos ingenuos, el
mayor realismo no debe significar menor confianza en el Espíritu ni menor
generosidad. En ese sentido, podemos volver a escuchar las palabras del beato
Juan XXIII en aquella admirable jornada del 11 de octubre de 1962: «Llegan, a
veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas
que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la
medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina […] Nos
parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar
siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese
inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a
un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero
más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de
planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades,
aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia» [Discurso].
85. Una
de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la
conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados
con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía
plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la
mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia de
las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y
recordar lo que el Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi
fuerza se manifiesta en la debilidad» (2 Co 12,9). El triunfo cristiano es
siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que
se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal. El mal espíritu de
la derrota es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la
cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica.
86. Es
cierto que en algunos lugares se produjo una «desertificación» espiritual,
fruto del proyecto de sociedades que quieren construirse sin Dios o que
destruyen sus raíces cristianas. Allí «el mundo cristiano se está haciendo
estéril, y se agota como una tierra sobreexplotada, que se convierte en
arena». En otros países, la resistencia violenta al cristianismo obliga a
los cristianos a vivir su fe casi a escondidas en el país que aman. Ésta es
otra forma muy dolorosa de desierto. También la propia familia o el propio
lugar de trabajo puede ser ese ambiente árido donde hay que conservar la fe y
tratar de irradiarla. Pero «precisamente a partir de la experiencia de este
desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de
creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se
vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo
contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de
la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto
se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el
camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la
esperanza» [Homilía]. En todo caso, allí estamos llamados a ser personas-cántaros
para dar de beber a los demás. A veces el cántaro se convierte en una pesada
cruz, pero fue precisamente en la cruz donde, traspasado, el Señor se nos
entregó como fuente de agua viva. ¡No nos dejemos robar la esperanza!.
Sí a
las relaciones nuevas que genera Jesucristo.
87.
Hoy, que las redes y los instrumentos de la comunicación humana han alcanzado
desarrollos inauditos, sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística
de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de
apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica que puede convertirse en una
verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa
peregrinación. De este modo, las mayores posibilidades de comunicación se
traducirán en más posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos. Si
pudiéramos seguir ese camino, ¡sería algo tan bueno, tan sanador, tan
liberador, tan esperanzador!. Salir de sí mismo para unirse a otros hace bien.
Encerrarse en sí mismo es probar el amargo veneno de la inmanencia, y la
humanidad saldrá perdiendo con cada opción egoísta que hagamos.
88. El
ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza
permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone
el mundo actual. Muchos tratan de escapar de los demás hacia la privacidad
cómoda o hacia el reducido círculo de los más íntimos, y renuncian al realismo
de la dimensión social del Evangelio. Porque, así como algunos quisieran un
Cristo puramente espiritual, sin carne y sin cruz, también se pretenden
relaciones interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados, por
pantallas y sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad. Mientras
tanto, el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el
rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus
reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo. La
verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la
pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de
los otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la
ternura.
89. El
aislamiento, que es una traducción del inmanentismo, puede expresarse en una
falsa autonomía que excluye a Dios, pero puede también encontrar en lo
religioso una forma de consumismo espiritual a la medida de su individualismo
enfermizo. La vuelta a lo sagrado y las búsquedas espirituales que caracterizan
a nuestra época son fenómenos ambiguos. Más que el ateísmo, hoy se nos plantea
el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que
no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin
compromiso con el otro. Si no encuentran en la Iglesia una espiritualidad que
los sane, los libere, los llene de vida y de paz al mismo tiempo que los
convoque a la comunión solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán
engañados por propuestas que no humanizan ni dan gloria a Dios.
90. Las
formas propias de la religiosidad popular son encarnadas, porque han brotado de
la encarnación de la fe cristiana en una cultura popular. Por eso mismo
incluyen una relación personal, no con energías armonizadoras sino con Dios,
Jesucristo, María, un santo. Tienen carne, tienen rostros. Son aptas para
alimentar potencialidades relacionales y no tanto fugas individualistas. En otros
sectores de nuestras sociedades crece el aprecio por diversas formas de
«espiritualidad del bienestar» sin comunidad, por una «teología de la
prosperidad» sin compromisos fraternos o por experiencias subjetivas sin
rostros, que se reducen a una búsqueda interior inmanentista.
91. Un
desafío importante es mostrar que la solución nunca consistirá en escapar de
una relación personal y comprometida con Dios que al mismo tiempo nos
comprometa con los otros. Eso es lo que hoy sucede cuando los creyentes procuran
esconderse y quitarse de encima a los demás, y cuando sutilmente escapan de un
lugar a otro o de una tarea a otra, quedándose sin vínculos profundos y
estables: «Imaginatio locorum et mutatio multos fefellit». Es un falso
remedio que enferma el corazón, y a veces el cuerpo. Hace falta ayudar a
reconocer que el único camino consiste en aprender a encontrarse con los demás
con la actitud adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de
camino, sin resistencias internas. Mejor todavía, se trata de aprender a
descubrir a Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos.
También es aprender a sufrir en un abrazo con Jesús crucificado cuando
recibimos agresiones injustas o ingratitudes, sin cansarnos jamás de optar por
la fraternidad.
92.
Allí está la verdadera sanación, ya que el modo de relacionarnos con los demás
que realmente nos sana en lugar de enfermarnos es una fraternidad mística,
contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe
descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la
convivencia aferrándose al amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor
divino para buscar la felicidad de los demás como la busca su Padre bueno.
Precisamente en esta época, y también allí donde son un «pequeño rebaño» (Lc
12,32), los discípulos del Señor son llamados a vivir como comunidad que sea
sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-16). Son llamados a dar
testimonio de una pertenencia evangelizadora de manera siempre nueva. ¡No
nos dejemos robar la comunidad!.
No a la
mundanidad espiritual.
93. La
mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e
incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la
gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el Señor reprochaba a los
fariseos: «¿Cómo es posible que creáis, vosotros que os glorificáis unos a
otros y no os preocupáis por la gloria que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es
un modo sutil de buscar «sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp
2,21). Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los
estamentos en los que se enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la
apariencia, no siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo parece
correcto. Pero, si invadiera la Iglesia, «sería infinitamente más desastrosa
que cualquiera otra mundanidad simplemente moral».
94.
Esta mundanidad puede alimentarse especialmente de dos maneras profundamente
emparentadas. Una es la fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el
subjetivismo, donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie de
razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en
definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de
sus sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico
de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten
superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser
inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una
supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo
narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es
analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la
gracia se gastan las energías en controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni
los demás interesan verdaderamente. Son manifestaciones de un inmanentismo
antropocéntrico. No es posible imaginar que de estas formas desvirtuadas de
cristianismo pueda brotar un auténtico dinamismo evangelizador.
95.
Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas
pero con la misma pretensión de «dominar el espacio de la Iglesia». En algunos
hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la
Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el
Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida
de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. En
otros, la misma mundanidad espiritual se esconde detrás de una fascinación por
mostrar conquistas sociales y políticas, o en una vanagloria ligada a la
gestión de asuntos prácticos, o en un embeleso por las dinámicas de autoayuda y
de realización autorreferencial. También puede traducirse en diversas formas de
mostrarse a sí mismo en una densa vida social llena de salidas, reuniones,
cenas, recepciones. O bien se despliega en un funcionalismo empresarial,
cargado de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal
beneficiario no es el Pueblo de Dios sino la Iglesia como organización. En
todos los casos, no lleva el sello de Cristo encarnado, crucificado y
resucitado, se encierra en grupos elitistas, no sale realmente a buscar a los
perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas de Cristo. Ya no hay fervor
evangélico, sino el disfrute espurio de una autocomplacencia egocéntrica.
96. En
este contexto, se alimenta la vanagloria de quienes se conforman con tener
algún poder y prefieren ser generales de ejércitos derrotados antes que simples
soldados de un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas veces soñamos con planes
apostólicos expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios de generales
derrotados!. Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser
historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada
en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es
«sudor de nuestra frente». En cambio, nos entretenemos vanidosos hablando sobre
«lo que habría que hacer» —el pecado del «habriaqueísmo»— como maestros
espirituales y sabios pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos nuestra
imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro
pueblo fiel.
97.
Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza la
profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca
constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha
replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y sus
intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está
auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de
bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de
misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres. ¡Dios nos libre de una
Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales!. Esta mundanidad
asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos
libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia
religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio!.
98.
Dentro del Pueblo de Dios y en las distintas comunidades, ¡cuántas guerras!. En
el barrio, en el puesto de trabajo, ¡cuántas guerras por envidias y celos,
también entre cristianos!. La mundanidad espiritual lleva a algunos cristianos a
estar en guerra con otros cristianos que se interponen en su búsqueda de poder,
prestigio, placer o seguridad económica. Además, algunos dejan de vivir una
pertenencia cordial a la Iglesia por alimentar un espíritu de «internas». Más
que pertenecer a la Iglesia toda, con su rica diversidad, pertenecen a tal o
cual grupo que se siente diferente o especial.
99. El
mundo está lacerado por las guerras y la violencia, o herido por un difuso
individualismo que divide a los seres humanos y los enfrenta unos contra otros
en pos del propio bienestar. En diversos países resurgen enfrentamientos y
viejas divisiones que se creían en parte superadas. A los cristianos de todas
las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de
comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. Que todos puedan
admirar cómo os cuidáis unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os
acompañáis: «En esto reconocerán que sois mis discípulos, en el amor que os
tengáis unos a otros» (Jn 13,35). Es lo que con tantos deseos pedía Jesús al
Padre: «Que sean uno en nosotros […] para que el mundo crea» (Jn 17,21).
¡Atención a la tentación de la envidia!. ¡Estamos en la misma barca y vamos
hacia el mismo puerto!. Pidamos la gracia de alegrarnos con los frutos ajenos,
que son de todos.
100. A
los que están heridos por divisiones históricas, les resulta difícil aceptar
que los exhortemos al perdón y la reconciliación, ya que interpretan que
ignoramos su dolor, o que pretendemos hacerles perder la memoria y los ideales.
Pero si ven el testimonio de comunidades auténticamente fraternas y
reconciliadas, eso es siempre una luz que atrae. Por ello me duele tanto
comprobar cómo en algunas comunidades cristianas, y aun entre personas
consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias,
difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de
cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de
brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos comportamientos?.
101.
Pidamos al Señor que nos haga entender la ley del amor. ¡Qué bueno es tener
esta ley!. ¡Cuánto bien nos hace amarnos los unos a los otros en contra de todo!. Sí, ¡en contra de todo!. A cada uno de nosotros se dirige la exhortación
paulina: «No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien»
(Rm 12,21). Y también: «¡No nos cansemos de hacer el bien!» (Ga 6,9). Todos
tenemos simpatías y antipatías, y quizás ahora mismo estamos enojados con
alguno. Al menos digamos al Señor: «Señor, yo estoy enojado con éste, con
aquélla. Yo te pido por él y por ella». Rezar por aquél con el que estamos
irritados es un hermoso paso en el amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo
hoy!. ¡No nos dejemos robar el ideal del amor fraterno!.
Otros
desafíos eclesiales.
102.
Los laicos son simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios. A su servicio
está la minoría de los ministros ordenados. Ha crecido la conciencia de la
identidad y la misión del laico en la Iglesia. Se cuenta con un numeroso
laicado, aunque no suficiente, con arraigado sentido de comunidad y una gran
fidelidad en el compromiso de la caridad, la catequesis, la celebración de la
fe. Pero la toma de conciencia de esta responsabilidad laical que nace del
Bautismo y de la Confirmación no se manifiesta de la misma manera en todas
partes. En algunos casos porque no se formaron para asumir responsabilidades
importantes, en otros por no encontrar espacio en sus Iglesias particulares
para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo clericalismo que los
mantiene al margen de las decisiones. Si bien se percibe una mayor
participación de muchos en los ministerios laicales, este compromiso no se
refleja en la penetración de los valores cristianos en el mundo social,
político y económico. Se limita muchas veces a las tareas intraeclesiales sin
un compromiso real por la aplicación del Evangelio a la transformación de la
sociedad. La formación de laicos y la evangelización de los grupos
profesionales e intelectuales constituyen un desafío pastoral importante.
103. La
Iglesia reconoce el indispensable aporte de la mujer en la sociedad, con una
sensibilidad, una intuición y unas capacidades peculiares que suelen ser más
propias de las mujeres que de los varones. Por ejemplo, la especial atención
femenina hacia los otros, que se expresa de un modo particular, aunque no
exclusivo, en la maternidad. Reconozco con gusto cómo muchas mujeres comparten
responsabilidades pastorales junto con los sacerdotes, contribuyen al
acompañamiento de personas, de familias o de grupos y brindan nuevos aportes a
la reflexión teológica. Pero todavía es necesario ampliar los espacios para una
presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Porque «el genio femenino es
necesario en todas las expresiones de la vida social; por ello, se ha de
garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito laboral» [Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 295] y en
los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes, tanto en la
Iglesia como en las estructuras sociales.
104.
Las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la
firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la
Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente.
El sacerdocio reservado a los varones, como signo de Cristo Esposo que se
entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone en discusión, pero
puede volverse particularmente conflictiva si se identifica demasiado la
potestad sacramental con el poder. No hay que olvidar que cuando hablamos de la
potestad sacerdotal «nos encontramos en el ámbito de la función, no de la
dignidad ni de la santidad» [Christifideles laici, 51]. El sacerdocio ministerial es uno de los medios
que Jesús utiliza al servicio de su pueblo, pero la gran dignidad viene del
Bautismo, que es accesible a todos. La configuración del sacerdote con Cristo
Cabeza —es decir, como fuente capital de la gracia— no implica una exaltación
que lo coloque por encima del resto. En la Iglesia las funciones «no dan lugar
a la superioridad de los unos sobre los otros» [Inter Insigniores]. De hecho, una mujer, María,
es más importante que los obispos. Aun cuando la función del sacerdocio
ministerial se considere «jerárquica», hay que tener bien presente que «está
ordenada totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de
Cristo» [Mulieris dignitatem 27]. Su clave y su eje no son el poder entendido como dominio, sino la
potestad de administrar el sacramento de la Eucaristía; de aquí deriva su
autoridad, que es siempre un servicio al pueblo. Aquí hay un gran desafío para
los pastores y para los teólogos, que podrían ayudar a reconocer mejor lo que
esto implica con respecto al posible lugar de la mujer allí donde se toman
decisiones importantes, en los diversos ámbitos de la Iglesia.
105. La
pastoral juvenil, tal como estábamos acostumbrados a desarrollarla, ha sufrido
el embate de los cambios sociales. Los jóvenes, en las estructuras habituales,
no suelen encontrar respuestas a sus inquietudes, necesidades, problemáticas y
heridas. A los adultos nos cuesta escucharlos con paciencia, comprender sus
inquietudes o sus reclamos, y aprender a hablarles en el lenguaje que ellos
comprenden. Por esa misma razón, las propuestas educativas no producen los
frutos esperados. La proliferación y crecimiento de asociaciones y movimientos
predominantemente juveniles pueden interpretarse como una acción del Espíritu
que abre caminos nuevos acordes a sus expectativas y búsquedas de
espiritualidad profunda y de un sentido de pertenencia más concreto. Se hace
necesario, sin embargo, ahondar en la participación de éstos en la pastoral de
conjunto de la Iglesia.
106.
Aunque no siempre es fácil abordar a los jóvenes, se creció en dos aspectos: la
conciencia de que toda la comunidad los evangeliza y educa, y la urgencia de
que ellos tengan un protagonismo mayor. Cabe reconocer que, en el contexto
actual de crisis del compromiso y de los lazos comunitarios, son muchos los
jóvenes que se solidarizan ante los males del mundo y se embarcan en diversas
formas de militancia y voluntariado. Algunos participan en la vida de la
Iglesia, integran grupos de servicio y diversas iniciativas misioneras en sus
propias diócesis o en otros lugares. ¡Qué bueno es que los jóvenes sean
«callejeros de la fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada
plaza, a cada rincón de la tierra!.
107. En
muchos lugares escasean las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.
Frecuentemente esto se debe a la ausencia en las comunidades de un fervor
apostólico contagioso, lo cual no entusiasma ni suscita atractivo. Donde hay
vida, fervor, ganas de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas.
Aun en parroquias donde los sacerdotes son poco entregados y alegres, es la
vida fraterna y fervorosa de la comunidad la que despierta el deseo de
consagrarse enteramente a Dios y a la evangelización, sobre todo si esa
comunidad viva ora insistentemente por las vocaciones y se atreve a proponer a
sus jóvenes un camino de especial consagración. Por otra parte, a pesar de la
escasez vocacional, hoy se tiene más clara conciencia de la necesidad de una
mejor selección de los candidatos al sacerdocio. No se pueden llenar los
seminarios con cualquier tipo de motivaciones, y menos si éstas se relacionan
con inseguridades afectivas, búsquedas de formas de poder, glorias humanas o
bienestar económico.
108.
Como ya dije, no he intentado ofrecer un diagnóstico completo, pero invito a
las comunidades a completar y enriquecer estas perspectivas a partir de la
conciencia de sus desafíos propios y cercanos. Espero que, cuando lo hagan,
tengan en cuenta que, cada vez que intentamos leer en la realidad actual los
signos de los tiempos, es conveniente escuchar a los jóvenes y a los ancianos.
Ambos son la esperanza de los pueblos. Los ancianos aportan la memoria y la
sabiduría de la experiencia, que invita a no repetir tontamente los mismos
errores del pasado. Los jóvenes nos llaman a despertar y acrecentar la
esperanza, porque llevan en sí las nuevas tendencias de la humanidad y nos
abren al futuro, de manera que no nos quedemos anclados en la nostalgia de
estructuras y costumbres que ya no son cauces de vida en el mundo actual.
109.
Los desafíos están para superarlos. Seamos realistas, pero sin perder la
alegría, la audacia y la entrega esperanzada. ¡No nos dejemos robar la fuerza
misionera!.
CAPÍTULO
TERCERO:
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO.
110.
Después de tomar en cuenta algunos desafíos de la realidad actual, quiero
recordar ahora la tarea que nos apremia en cualquier época y lugar, porque «no
puede haber auténtica evangelización sin la proclamación explícita de que Jesús
es el Señor», y sin que exista un «primado de la proclamación de Jesucristo en
cualquier actividad de evangelización» [Ecclesia in Asia, 19]. Recogiendo las inquietudes de los
Obispos asiáticos, Juan Pablo II expresó que, si la Iglesia «debe cumplir su
destino providencial, la evangelización, como predicación alegre, paciente y
progresiva de la muerte y resurrección salvífica de Jesucristo, debe ser
vuestra prioridad absoluta». Esto vale para todos.
I. Todo
el Pueblo de Dios anuncia el Evangelio.
111. La
evangelización es tarea de la Iglesia. Pero este sujeto de la evangelización es
más que una institución orgánica y jerárquica, porque es ante todo un pueblo
que peregrina hacia Dios. Es ciertamente un misterio que hunde sus raíces en la
Trinidad, pero tiene su concreción histórica en un pueblo peregrino y
evangelizador, lo cual siempre trasciende toda necesaria expresión
institucional. Propongo detenernos un poco en esta forma de entender la Iglesia,
que tiene su fundamento último en la libre y gratuita iniciativa de Dios.
Un
pueblo para todos.
112. La
salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones
humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande. Dios,
por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí. Él envía su Espíritu a
nuestros corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para
volvernos capaces de responder con nuestra vida a ese amor. La Iglesia es
enviada por Jesucristo como sacramento de la salvación ofrecida por Dios [Lumen gentium, 1].
Ella, a través de sus acciones evangelizadoras, colabora como instrumento de la
gracia divina que actúa incesantemente más allá de toda posible supervisión.
Bien lo expresaba Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo: «Es
importante saber que la primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad
verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si
imploramos esta iniciativa divina, podremos también ser —con Él y en Él— evangelizadores» [Meditación].
El principio de la primacía de la gracia debe ser un faro que alumbre
permanentemente nuestras reflexiones sobre la evangelización.
113.
Esta salvación, que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia, es para
todos [Gaudium et spes, 22], y Dios ha gestado un camino para unirse a cada uno de los seres
humanos de todos los tiempos. Ha elegido convocarlos como pueblo y no como
seres aislados [Lumen gentium, 9]. Nadie se salva solo, esto es, ni como individuo aislado ni
por sus propias fuerzas. Dios nos atrae teniendo en cuenta la compleja trama de
relaciones interpersonales que supone la vida en una comunidad humana. Este
pueblo que Dios se ha elegido y convocado es la Iglesia. Jesús no dice a los
Apóstoles que formen un grupo exclusivo, un grupo de élite. Jesús dice: «Id y haced
que todos los pueblos sean mis discípulos» (Mt 28,19). San Pablo afirma que en
el Pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay ni judío ni griego [...] porque todos
vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). Me gustaría decir a aquellos que
se sienten lejos de Dios y de la Iglesia, a los que son temerosos o a los
indiferentes: ¡El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace con
gran respeto y amor!.
114.
Ser Iglesia es ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del
Padre. Esto implica ser el fermento de Dios en medio de la humanidad. Quiere
decir anunciar y llevar la salvación de Dios en este mundo nuestro, que a
menudo se pierde, necesitado de tener respuestas que alienten, que den
esperanza, que den nuevo vigor en el camino. La Iglesia tiene que ser el lugar
de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado,
perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio.
115.
Este Pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la tierra, cada uno de los
cuales tiene su cultura propia. La noción de cultura es una valiosa herramienta
para entender las diversas expresiones de la vida cristiana que se dan en el
Pueblo de Dios. Se trata del estilo de vida que tiene una sociedad determinada,
del modo propio que tienen sus miembros de relacionarse entre sí, con las demás
criaturas y con Dios. Así entendida, la cultura abarca la totalidad de la vida
de un pueblo. Cada pueblo, en su devenir histórico, desarrolla su propia
cultura con legítima autonomía [Gaudium et spes, 36]. Esto se debe a que la persona humana «por
su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social» [Gaudium et spes, 25], y está
siempre referida a la sociedad, donde vive un modo concreto de relacionarse con
la realidad. El ser humano está siempre culturalmente situado: «naturaleza y
cultura se hallan unidas estrechísimamente». La gracia supone la cultura, y
el don de Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe.
116. En
estos dos milenios de cristianismo, innumerable cantidad de pueblos han
recibido la gracia de la fe, la han hecho florecer en su vida cotidiana y la
han transmitido según sus modos culturales propios. Cuando una comunidad acoge
el anuncio de la salvación, el Espíritu Santo fecunda su cultura con la fuerza
transformadora del Evangelio. De modo que, como podemos ver en la historia de
la Iglesia, el cristianismo no tiene un único modo cultural, sino que,
«permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evangélico y
a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas culturas y
de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado» [Novo millennio ineunte, 40]. En los distintos
pueblos, que experimentan el don de Dios según su propia cultura, la Iglesia
expresa su genuina catolicidad y muestra «la belleza de este rostro
pluriforme». En las manifestaciones cristianas de un pueblo evangelizado,
el Espíritu Santo embellece a la Iglesia, mostrándole nuevos aspectos de la
Revelación y regalándole un nuevo rostro. En la inculturación, la Iglesia
«introduce a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad» [Redemptoris missio, 52], porque
«toda cultura propone valores y formas positivas que pueden enriquecer la
manera de anunciar, concebir y vivir el Evangelio» [Ecclesia in Oceania, 16], Así, «la Iglesia,
asumiendo los valores de las diversas culturas, se hace “sponsa ornata
monilibus suis”, “la novia que se adorna con sus joyas” (cf. Is 61,10)» [Ecclesia in Africa, 61].
117.
Bien entendida, la diversidad cultural no amenaza la unidad de la Iglesia. Es
el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, quien transforma nuestros
corazones y nos hace capaces de entrar en la comunión perfecta de la Santísima
Trinidad, donde todo encuentra su unidad. Él construye la comunión y la armonía
del Pueblo de Dios. El mismo Espíritu Santo es la armonía, así como es el
vínculo de amor entre el Padre y el Hijo. Él es quien suscita una múltiple
y diversa riqueza de dones y al mismo tiempo construye una unidad que nunca es
uniformidad sino multiforme armonía que atrae. La evangelización reconoce
gozosamente estas múltiples riquezas que el Espíritu engendra en la Iglesia. No
haría justicia a la lógica de la encarnación pensar en un cristianismo
monocultural y monocorde. Si bien es verdad que algunas culturas han estado
estrechamente ligadas a la predicación del Evangelio y al desarrollo de un
pensamiento cristiano, el mensaje revelado no se identifica con ninguna de
ellas y tiene un contenido transcultural. Por ello, en la evangelización de
nuevas culturas o de culturas que no han acogido la predicación cristiana, no
es indispensable imponer una determinada forma cultural, por más bella y
antigua que sea, junto con la propuesta del Evangelio. El mensaje que
anunciamos siempre tiene algún ropaje cultural, pero a veces en la Iglesia
caemos en la vanidosa sacralización de la propia cultura, con lo cual podemos
mostrar más fanatismo que auténtico fervor evangelizador.
118.
Los Obispos de Oceanía pidieron que allí la Iglesia «desarrolle una comprensión
y una presentación de la verdad de Cristo que arranque de las tradiciones y
culturas de la región», e instaron «a todos los misioneros a operar en armonía
con los cristianos indígenas para asegurar que la fe y la vida de la Iglesia se
expresen en formas legítimas adecuadas a cada cultura» [Ecclesia in Oceania, 17]. No podemos
pretender que los pueblos de todos los continentes, al expresar la fe
cristiana, imiten los modos que encontraron los pueblos europeos en un
determinado momento de la historia, porque la fe no puede encerrarse dentro de
los confines de la comprensión y de la expresión de una cultura [Ecclesia in Asia, 20]. Es
indiscutible que una sola cultura no agota el misterio de la redención de
Cristo.
Todos
somos discípulos misioneros.
119. En
todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza
santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es
santo por esta unción que lo hace infalible «in credendo». Esto significa que
cuando cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para explicar su fe.
El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación [Lumen gentium, 12]. Como parte de
su misterio de amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles
de un instinto de la fe —el sensus fidei— que los ayuda a discernir lo que
viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los cristianos una
cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que los
permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado
para expresarlas con precisión.
120. En
virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido
en discípulo misionero (cf. Mt 28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera
que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un
agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización
llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea
sólo receptivo de sus acciones. La nueva evangelización debe implicar un nuevo
protagonismo de cada uno de los bautizados. Esta convicción se convierte en un
llamado dirigido a cada cristiano, para que nadie postergue su compromiso con
la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de
Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a
anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones.
Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de
Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino
que somos siempre «discípulos misioneros». Si no nos convencemos, miremos a los
primeros discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de
Jesús, salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41).
La samaritana, apenas salió de su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera,
y muchos samaritanos creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn 4,39).
También san Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso
a predicar que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20). ¿A qué esperamos
nosotros?.
121.
Por supuesto que todos estamos llamados a crecer como evangelizadores.
Procuramos al mismo tiempo una mejor formación, una profundización de nuestro
amor y un testimonio más claro del Evangelio. En ese sentido, todos tenemos que
dejar que los demás nos evangelicen constantemente; pero eso no significa que
debamos postergar la misión evangelizadora, sino que encontremos el modo de
comunicar a Jesús que corresponda a la situación en que nos hallemos. En
cualquier caso, todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio
explícito del amor salvífico del Señor, que más allá de nuestras imperfecciones
nos ofrece su cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra
vida. Tu corazón sabe que no es lo mismo la vida sin Él; entonces eso que has
descubierto, eso que te ayuda a vivir y que te da una esperanza, eso es lo que
necesitas comunicar a los otros. Nuestra imperfección no debe ser una excusa;
al contrario, la misión es un estímulo constante para no quedarse en la
mediocridad y para seguir creciendo. El testimonio de fe que todo cristiano
está llamado a ofrecer implica decir como san Pablo: «No es que lo tenga ya
conseguido o que ya sea perfecto, sino que continúo mi carrera [...] y me lanzo
a lo que está por delante» (Flp 3,12-13).
La
fuerza evangelizadora de la piedad popular.
122.
Del mismo modo, podemos pensar que los distintos pueblos en los que ha sido
inculturado el Evangelio son sujetos colectivos activos, agentes de la
evangelización. Esto es así porque cada pueblo es el creador de su cultura y el
protagonista de su historia. La cultura es algo dinámico, que un pueblo recrea
permanentemente, y cada generación le transmite a la siguiente un sistema de
actitudes ante las distintas situaciones existenciales, que ésta debe
reformular frente a sus propios desafíos. El ser humano «es al mismo tiempo
hijo y padre de la cultura a la que pertenece» [Fides et ratio, 71]. Cuando en un pueblo se ha
inculturado el Evangelio, en su proceso de transmisión cultural también
transmite la fe de maneras siempre nuevas; de aquí la importancia de la
evangelización entendida como inculturación. Cada porción del Pueblo de Dios,
al traducir en su vida el don de Dios según su genio propio, da testimonio de
la fe recibida y la enriquece con nuevas expresiones que son elocuentes. Puede
decirse que «el pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo». Aquí toma
importancia la piedad popular, verdadera expresión de la acción misionera
espontánea del Pueblo de Dios. Se trata de una realidad en permanente
desarrollo, donde el Espíritu Santo es el agente principal [Ecclesia in Asia, 21].
123. En
la piedad popular puede percibirse el modo en que la fe recibida se encarnó en
una cultura y se sigue transmitiendo. En algún tiempo mirada con desconfianza,
ha sido objeto de revalorización en las décadas posteriores al Concilio. Fue
Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi quien dio un impulso
decisivo en ese sentido. Allí explica que la piedad popular «refleja una sed de
Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer» y que «hace
capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de
manifestar la fe». Más cerca de nuestros días, Benedicto XVI, en América
Latina, señaló que se trata de un «precioso tesoro de la Iglesia católica» y
que en ella «aparece el alma de los pueblos latinoamericanos» [Discurso].
124. En
el Documento de Aparecida se describen las riquezas que el Espíritu Santo
despliega en la piedad popular con su iniciativa gratuita. En ese amado
continente, donde gran cantidad de cristianos expresan su fe a través de la
piedad popular, los Obispos la llaman también «espiritualidad popular» o
«mística popular». Se trata de una verdadera «espiritualidad encarnada en
la cultura de los sencillos». No está vacía de contenidos, sino que los
descubre y expresa más por la vía simbólica que por el uso de la razón
instrumental, y en el acto de fe se acentúa más el credere in Deum que el
credere Deum. Es «una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse
parte de la Iglesia, y una forma de ser misioneros»; conlleva la gracia de
la misionariedad, del salir de sí y del peregrinar: «El caminar juntos hacia
los santuarios y el participar en otras manifestaciones de la piedad popular,
también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto
evangelizador». ¡No coartemos ni pretendamos controlar esa fuerza
misionera!.
125.
Para entender esta realidad hace falta acercarse a ella con la mirada del Buen
Pastor, que no busca juzgar sino amar. Sólo desde la connaturalidad afectiva
que da el amor podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de los
pueblos cristianos, especialmente en sus pobres. Pienso en la fe firme de esas
madres al pie del lecho del hijo enfermo que se aferran a un rosario aunque no
sepan hilvanar las proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza
derramada en una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a
María, o en esas miradas de amor entrañable al Cristo crucificado. Quien ama al
santo Pueblo fiel de Dios no puede ver estas acciones sólo como una búsqueda
natural de la divinidad. Son la manifestación de una vida teologal animada por
la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones (cf.
Rm 5,5).
126. En
la piedad popular, por ser fruto del Evangelio inculturado, subyace una fuerza
activamente evangelizadora que no podemos menospreciar: sería desconocer la
obra del Espíritu Santo. Más bien estamos llamados a alentarla y fortalecerla
para profundizar el proceso de inculturación que es una realidad nunca acabada.
Las expresiones de la piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien
sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar atención,
particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización.
Persona
a persona.
127.
Hoy que la Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera, hay una
forma de predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de
llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos
como a los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en
medio de una conversación y también es la que realiza un misionero cuando
visita un hogar. Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a
otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en
la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino.
128. En
esta predicación, siempre respetuosa y amable, el primer momento es un diálogo
personal, donde la otra persona se expresa y comparte sus alegrías, sus
esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas que llenan el
corazón. Sólo después de esta conversación es posible presentarle la Palabra,
sea con la lectura de algún versículo o de un modo narrativo, pero siempre
recordando el anuncio fundamental: el amor personal de Dios que se hizo hombre,
se entregó por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su amistad. Es el
anuncio que se comparte con una actitud humilde y testimonial de quien siempre
sabe aprender, con la conciencia de que ese mensaje es tan rico y tan profundo
que siempre nos supera. A veces se expresa de manera más directa, otras veces a
través de un testimonio personal, de un relato, de un gesto o de la forma que
el mismo Espíritu Santo pueda suscitar en una circunstancia concreta. Si parece
prudente y se dan las condiciones, es bueno que este encuentro fraterno y
misionero termine con una breve oración que se conecte con las inquietudes que
la persona ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha sido escuchada e
interpretada, que su situación queda en la presencia de Dios, y reconocerá que
la Palabra de Dios realmente le habla a su propia existencia.
129. No
hay que pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse siempre con
determinadas fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que expresen un
contenido absolutamente invariable. Se transmite de formas tan diversas que
sería imposible describirlas o catalogarlas, donde el Pueblo de Dios, con sus
innumerables gestos y signos, es sujeto colectivo. Por consiguiente, si el
Evangelio se ha encarnado en una cultura, ya no se comunica sólo a través del
anuncio persona a persona. Esto debe hacernos pensar que, en aquellos países
donde el cristianismo es minoría, además de alentar a cada bautizado a anunciar
el Evangelio, las Iglesias particulares deben fomentar activamente formas, al
menos incipientes, de inculturación. Lo que debe procurarse, en definitiva, es
que la predicación del Evangelio, expresada con categorías propias de la
cultura donde es anunciado, provoque una nueva síntesis con esa cultura. Aunque
estos procesos son siempre lentos, a veces el miedo nos paraliza demasiado. Si
dejamos que las dudas y temores sofoquen toda audacia, es posible que, en lugar
de ser creativos, simplemente nos quedemos cómodos y no provoquemos avance
alguno y, en ese caso, no seremos partícipes de procesos históricos con nuestra
cooperación, sino simplemente espectadores de un estancamiento infecundo de la
Iglesia.
Carismas
al servicio de la comunión evangelizadora.
130. El
Espíritu Santo también enriquece a toda la Iglesia evangelizadora con distintos
carismas. Son dones para renovar y edificar la Iglesia [Lumen gentium, 12]. No son un
patrimonio cerrado, entregado a un grupo para que lo custodie; más bien son
regalos del Espíritu integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro
que es Cristo, desde donde se encauzan en un impulso evangelizador. Un signo
claro de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad para
integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el bien
de todos. Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu no necesita arrojar
sombras sobre otras espiritualidades y dones para afirmarse a sí misma. En la
medida en que un carisma dirija mejor su mirada al corazón del Evangelio, más
eclesial será su ejercicio. En la comunión, aunque duela, es donde un carisma
se vuelve auténtica y misteriosamente fecundo. Si vive este desafío, la Iglesia
puede ser un modelo para la paz en el mundo.
131.
Las diferencias entre las personas y comunidades a veces son incómodas, pero el
Espíritu Santo, que suscita esa diversidad, puede sacar de todo algo bueno y
convertirlo en un dinamismo evangelizador que actúa por atracción. La
diversidad tiene que ser siempre reconciliada con la ayuda del Espíritu Santo;
sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al
mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que
pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros
exclusivismos, provocamos la división y, por otra parte, cuando somos nosotros
quienes queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos
por imponer la uniformidad, la homologación. Esto no ayuda a la misión de la
Iglesia.
Cultura,
pensamiento y educación.
132. El
anuncio a la cultura implica también un anuncio a las culturas profesionales,
científicas y académicas. Se trata del encuentro entre la fe, la razón y las
ciencias, que procura desarrollar un nuevo discurso de la credibilidad, una
original apologética que ayude a crear las disposiciones para que el
Evangelio sea escuchado por todos. Cuando algunas categorías de la razón y de
las ciencias son acogidas en el anuncio del mensaje, esas mismas categorías se
convierten en instrumentos de evangelización; es el agua convertida en vino. Es
aquello que, asumido, no sólo es redimido sino que se vuelve instrumento del
Espíritu para iluminar y renovar el mundo.
133. Ya
que no basta la preocupación del evangelizador por llegar a cada persona, y el
Evangelio también se anuncia a las culturas en su conjunto, la teología —no
sólo la teología pastoral— en diálogo con otras ciencias y experiencias
humanas, tiene gran importancia para pensar cómo hacer llegar la propuesta del
Evangelio a la diversidad de contextos culturales y de destinatarios. La
Iglesia, empeñada en la evangelización, aprecia y alienta el carisma de los
teólogos y su esfuerzo por la investigación teológica, que promueve el diálogo
con el mundo de las culturas y de las ciencias. Convoco a los teólogos a
cumplir este servicio como parte de la misión salvífica de la Iglesia. Pero es
necesario que, para tal propósito, lleven en el corazón la finalidad
evangelizadora de la Iglesia y también de la teología, y no se contenten con
una teología de escritorio.
134.
Las Universidades son un ámbito privilegiado para pensar y desarrollar este
empeño evangelizador de un modo interdisciplinario e integrador. Las escuelas
católicas, que intentan siempre conjugar la tarea educativa con el anuncio
explícito del Evangelio, constituyen un aporte muy valioso a la evangelización
de la cultura, aun en los países y ciudades donde una situación adversa nos
estimule a usar nuestra creatividad para encontrar los caminos adecuados.
II. La
homilía.
135.
Consideremos ahora la predicación dentro de la liturgia, que requiere una seria
evaluación de parte de los Pastores. Me detendré particularmente, y hasta con
cierta meticulosidad, en la homilía y su preparación, porque son muchos los
reclamos que se dirigen en relación con este gran ministerio y no podemos hacer
oídos sordos. La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la
capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo. De hecho, sabemos que los
fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados,
muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Es triste que así
sea. La homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del
Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de
renovación y de crecimiento.
136.
Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de
que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él
despliega su poder a través de la palabra humana. San Pablo habla con fuerza
sobre la necesidad de predicar, porque el Señor ha querido llegar a los demás
también mediante nuestra palabra (cf. Rm 10,14-17). Con la palabra, nuestro
Señor se ganó el corazón de la gente. Venían a escucharlo de todas partes (cf.
Mc 1,45). Se quedaban maravillados bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2).
Sentían que les hablaba como quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con la
palabra, los Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con Él, y para
enviarlos a predicar» (Mc 3,14), atrajeron al seno de la Iglesia a todos los
pueblos (cf. Mc 16,15.20).
El
contexto litúrgico.
137.
Cabe recordar ahora que «la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre
todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de
meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el
cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de
nuevo las exigencias de la alianza» [ Dies Domini, 41]. Hay una valoración especial de la
homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis
por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la
comunión sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya está
entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón
de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y
también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto.
138. La
homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los
recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración.
Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de
una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse
a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de mantener el interés
de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que
la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos
características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el
ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se
incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de
la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que
la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión
con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra
del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más
que el ministro.
La
conversación de la madre.
139.
Dijimos que el Pueblo de Dios, por la constante acción del Espíritu en él, se
evangeliza continuamente a sí mismo. ¿Qué implica esta convicción para el
predicador?. Nos recuerda que la Iglesia es madre y predica al pueblo como una
madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le
enseñe será para bien porque se sabe amado. Además, la buena madre sabe
reconocer todo lo que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y
aprende de él. El espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la
madre como al hijo en sus diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se
valora lo bueno; así también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los
Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que
escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La
prédica cristiana, por tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una
fuente de agua viva para saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo
como tiene que decirlo. Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra
lengua materna, así también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de
«cultura materna», en clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón
se dispone a escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo,
aliento, fuerza, impulso.
140.
Este ámbito materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo del Señor con
su pueblo debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del
predicador, la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus
frases, la alegría de sus gestos. Aun las veces que la homilía resulte algo
aburrida, si está presente este espíritu materno-eclesial, siempre será
fecunda, así como los aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo
en el corazón de los hijos.
141.
Uno se admira de los recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo,
para revelar su misterio a todos, para cautivar a gente común con enseñanzas
tan elevadas y de tanta exigencia. Creo que el secreto se esconde en esa mirada
de Jesús hacia el pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: «No temas,
pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc
12,32); Jesús predica con ese espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al
Padre que le atrae a los pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de
la tierra, porque habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las
has revelado a pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad en dialogar
con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del Señor a su
gente.
Palabras
que hacen arder los corazones.
142. Un
diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto
de hablar y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman por
medio de las palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las
personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente
moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de
exégesis, reducen esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y
que tiene que tener un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la
predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17). En la
homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de
verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la
belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del
bien. La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de
las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible
del amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero
don antes que exigencia.
143. El
desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o
valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia
entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que
hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón. El predicador tiene la
hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y
los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza
entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la
homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él.
El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios.
Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los
sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su
conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los
dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal, convencido
de que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y
a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).
144.
Hablar de corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado por la
integridad de la Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en el
corazón de la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia. La
identidad cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños el
Padre, nos hace anhelar, como hijos pródigos —y predilectos en María—, el otro
abrazo, el del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que
nuestro pueblo se sienta como en medio de estos dos abrazos es la dura pero
hermosa tarea del que predica el Evangelio.
III. La
preparación de la predicación.
145. La
preparación de la predicación es una tarea tan importante que conviene
dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad
pastoral. Con mucho cariño quiero detenerme a proponer un camino de preparación
de la homilía. Son indicaciones que para algunos podrán parecer obvias, pero
considero conveniente sugerirlas para recordar la necesidad de dedicar un
tiempo de calidad a este precioso ministerio. Algunos párrocos suelen plantear
que esto no es posible debido a la multitud de tareas que deben realizar; sin
embargo, me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un
tiempo personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse
menos tiempo a otras tareas también importantes. La confianza en el Espíritu
Santo que actúa en la predicación no es meramente pasiva, sino activa y
creativa. Implica ofrecerse como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las
propias capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que
no se prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones
que ha recibido.
146. El
primer paso, después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la atención
al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación. Cuando uno se
detiene a tratar de comprender cuál es el mensaje de un texto, ejercita el
«culto a la verdad» [Evangelii nuntiandi, 78]. Es la humildad del corazón que reconoce que la
Palabra siempre nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni los árbitros,
sino los depositarios, los heraldos, los servidores». Esa actitud de
humilde y asombrada veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a
estudiarla con sumo cuidado y con un santo temor de manipularla. Para poder
interpretar un texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y
darle tiempo, interés y dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación
que nos domine para entrar en otro ámbito de serena atención. No vale la pena
dedicarse a leer un texto bíblico si uno quiere obtener resultados rápidos,
fáciles o inmediatos. Por eso, la preparación de la predicación requiere amor.
Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas
que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar. A partir de ese
amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una actitud de
discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3,9).
147.
Ante todo conviene estar seguros de comprender adecuadamente el significado de
las palabras que leemos. Quiero insistir en algo que parece evidente pero que
no siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o
tres mil años, su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más
que nos parezca entender las palabras, que están traducidas a nuestra lengua,
eso no significa que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el
escritor sagrado. Son conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis
literario: prestar atención a las palabras que se repiten o se destacan,
reconocer la estructura y el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar
que ocupan los personajes, etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los
pequeños detalles de un texto, lo más importante es descubrir cuál es el
mensaje principal, el que estructura el texto y le da unidad. Si el predicador
no realiza este esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni
orden; su discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no
terminarán de movilizar a los demás. El mensaje central es aquello que el autor
en primer lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una
idea, sino también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un texto fue
escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue
escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito
para enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas
opiniones teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea
misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias.
148. Es
verdad que, para entender adecuadamente el sentido del mensaje central de un
texto, es necesario ponerlo en conexión con la enseñanza de toda la Biblia,
transmitida por la Iglesia. Éste es un principio importante de la
interpretación bíblica, que tiene en cuenta que el Espíritu Santo no inspiró
sólo una parte, sino la Biblia entera, y que en algunas cuestiones el pueblo ha
crecido en su comprensión de la voluntad de Dios a partir de la experiencia
vivida. Así se evitan interpretaciones equivocadas o parciales, que nieguen
otras enseñanzas de las mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el
acento propio y específico del texto que corresponde predicar. Uno de los
defectos de una predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder
transmitir la fuerza propia del texto que se ha proclamado.
La
personalización de la Palabra.
149. El
predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la
Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es
también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y
orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y
engendre dentro de sí una mentalidad nueva» [Pastores dabo vobis, 26]. Nos hace bien renovar cada
día, cada domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en
nosotros mismos crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno
olvidar que «en particular, la mayor o menor santidad del ministro influye
realmente en el anuncio de la Palabra». Como dice san Pablo, «predicamos
no buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones»
(1 Ts 2,4). Si está vivo este deseo de escuchar primero nosotros la Palabra que
tenemos que predicar, ésta se transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel
de Dios: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las lecturas
del domingo resonarán con todo su esplendor en el corazón del pueblo si primero
resonaron así en el corazón del Pastor.
150.
Jesús se irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy exigentes con los
demás, que enseñaban la Palabra de Dios, pero no se dejaban iluminar por ella:
«Atan cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras ellos
no quieren moverlas ni siquiera con el dedo» (Mt 23,4). El Apóstol Santiago
exhortaba: «No os hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo
que tendremos un juicio más severo» (3,1). Quien quiera predicar, primero debe
estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su
existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad
tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha
contemplado». Por todo esto, antes de preparar concretamente lo que uno va
a decir en la predicación, primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra
que herirá a los demás, porque es una Palabra viva y eficaz, que como una
espada, «penetra hasta la división del alma y el espíritu, articulaciones y
médulas, y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12). Esto
tiene un valor pastoral. También en esta época la gente prefiere escuchar a los
testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le
hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo
estuvieran viendo» [Evangelii nuntiandi, 76].
151. No
se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento,
que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no
bajemos los brazos. Lo indispensable es que el predicador tenga la seguridad de
que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene siempre
la última palabra. Ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su vida no le
da gloria plenamente y deseará sinceramente responder mejor a un amor tan
grande. Pero si no se detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si
no deja que toque su propia vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo
movilice, si no dedica un tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí será un
falso profeta, un estafador o un charlatán vacío. En todo caso, desde el
reconocimiento de su pobreza y con el deseo de comprometerse más, siempre podrá
entregar a Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que
tengo te lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y
creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su
mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no sólo por su
razón, sino tomando posesión de todo su ser. El Espíritu Santo, que inspiró la
Palabra, es quien «hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada
evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las
palabras que por sí solo no podría hallar».
La
lectura espiritual.
153. En
la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar,
por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto?. ¿Qué quieres cambiar de mi
vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto?. ¿Por qué esto no me
interesa?», o bien: «¿Qué me agrada?. ¿Qué me estimula de esta Palabra?. ¿Qué me
atrae?. ¿Por qué me atrae?». Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber
tentaciones. Una de ellas es simplemente sentirse molesto o abrumado y
cerrarse; otra tentación muy común es comenzar a pensar lo que el texto dice a
otros, para evitar aplicarlo a la propia vida. También sucede que uno comienza
a buscar excusas que le permitan diluir el mensaje específico de un texto.
Otras veces pensamos que Dios nos exige una decisión demasiado grande, que no
estamos todavía en condiciones de tomar. Esto lleva a muchas personas a perder
el gozo en su encuentro con la Palabra, pero sería olvidar que nadie es más
paciente que el Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él. Invita
siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no
hemos recorrido el camino que la hace posible. Simplemente quiere que miremos
con sinceridad la propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus
ojos, que estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que
todavía no podemos lograr.
Un oído
en el pueblo.
154. El
predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que
los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra
y también un contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las
aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de
considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano»,
prestando atención «al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y
respondiendo a las cuestiones que plantea». Se trata de conectar el
mensaje del texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven,
con una experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no
responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente
religiosa y pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en
los acontecimientos el mensaje de Dios» y esto es mucho más que encontrar
algo interesante para decir. Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor
desea decir en una determinada circunstancia». Entonces, la preparación de
la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, donde
se intenta reconocer —a la luz del Espíritu— «una llamada que Dios hace oír en
una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al
creyente» [Pastores dabo vobis, 10].
155. En
esta búsqueda es posible acudir simplemente a alguna experiencia humana
frecuente, como la alegría de un reencuentro, las desilusiones, el miedo a la
soledad, la compasión por el dolor ajeno, la inseguridad ante el futuro, la
preocupación por un ser querido, etc.; pero hace falta ampliar la sensibilidad
para reconocer lo que tenga que ver realmente con la vida de ellos. Recordemos
que nunca hay que responder preguntas que nadie se hace; tampoco conviene
ofrecer crónicas de la actualidad para despertar interés: para eso ya están los
programas televisivos. En todo caso, es posible partir de algún hecho para que
la Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la conversión, a la
adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de servicio, etc., porque a
veces algunas personas disfrutan escuchando comentarios sobre la realidad en la
predicación, pero no por ello se dejan interpelar personalmente.
Recursos
pedagógicos.
156.
Algunos creen que pueden ser buenos predicadores por saber lo que tienen que
decir, pero descuidan el cómo, la forma concreta de desarrollar una
predicación. Se quejan cuando los demás no los escuchan o no los valoran, pero
quizás no se han empeñado en buscar la forma adecuada de presentar el mensaje.
Recordemos que «la evidente importancia del contenido no debe hacer olvidar la
importancia de los métodos y medios de la evangelización» [Evangelii nuntiandi, 40]. La preocupación
por la forma de predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es
responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra
creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio
exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de
escasa calidad. En la Biblia, por ejemplo, encontramos la recomendación de
preparar la predicación en orden a asegurar una extensión adecuada: «Resume tu
discurso. Di mucho en pocas palabras» (Si 32,8).
157.
Sólo para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que pueden
enriquecer una predicación y volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más
necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar
con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que
se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento;
las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere
transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo
familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien
lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un
deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena homilía,
como me decía un viejo maestro, debe contener «una idea, un sentimiento, una
imagen».
158. Ya
decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de esta predicación y sacan fruto
de ella con tal que sea sencilla, clara, directa, acomodada». La sencillez
tiene que ver con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden
los destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente
sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en
determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las
personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la
catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los cristianos.
El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y
pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno
quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos con la
Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir la vida de la gente y
prestarle una gustosa atención. La sencillez y la claridad son dos cosas
diferentes. El lenguaje puede ser muy sencillo, pero la prédica puede ser poco
clara. Se puede volver incomprensible por el desorden, por su falta de lógica,
o porque trata varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria
es procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una
conexión entre las frases, de manera que las personas puedan seguir fácilmente
al predicador y captar la lógica de lo que les dice.
159.
Otra característica es el lenguaje positivo. No dice tanto lo que no hay que
hacer sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo
negativo, siempre intenta mostrar también un valor positivo que atraiga, para
no quedarse en la queja, el lamento, la crítica o el remordimiento. Además, una
predicación positiva siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja
encerrados en la negatividad. ¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se
reúnan periódicamente para encontrar juntos los recursos que hacen más
atractiva la predicación!.
IV. Una
evangelización para la profundización del kerygma.
160. El
envío misionero del Señor incluye el llamado al crecimiento de la fe cuando
indica: «enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,20). Así
queda claro que el primer anuncio debe provocar también un camino de formación
y de maduración. La evangelización también busca el crecimiento, que implica
tomarse muy en serio a cada persona y el proyecto que Dios tiene sobre ella.
Cada ser humano necesita más y más de Cristo, y la evangelización no debería
consentir que alguien se conforme con poco, sino que pueda decir plenamente:
«Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20).
161. No
sería correcto interpretar este llamado al crecimiento exclusiva o
prioritariamente como una formación doctrinal. Se trata de «observar» lo que el
Señor nos ha indicado, como respuesta a su amor, donde se destaca, junto con
todas las virtudes, aquel mandamiento nuevo que es el primero, el más grande,
el que mejor nos identifica como discípulos: «Éste es mi mandamiento, que os
améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Es evidente que cuando los
autores del Nuevo Testamento quieren reducir a una última síntesis, a lo más
esencial, el mensaje moral cristiano, nos presentan la exigencia ineludible del
amor al prójimo: «Quien ama al prójimo ya ha cumplido la ley [...] De modo que
amar es cumplir la ley entera» (Rm 13,8.10). Así san Pablo, para quien el
precepto del amor no sólo resume la ley sino que constituye su corazón y razón
de ser: «Toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14). Y presenta a sus comunidades la vida
cristiana como un camino de crecimiento en el amor: «Que el Señor os haga
progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con
todos» (1 Ts 3,12). También Santiago exhorta a los cristianos a cumplir «la ley
real según la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (2,8), para no
fallar en ningún precepto.
162.
Por otra parte, este camino de respuesta y de crecimiento está siempre
precedido por el don, porque lo antecede aquel otro pedido del Señor:
«bautizándolos en el nombre…» (Mt 28,19). La filiación que el Padre regala
gratuitamente y la iniciativa del don de su gracia (cf. Ef 2,8-9; 1 Co 4,7) son
la condición de posibilidad de esta santificación constante que agrada a Dios y
le da gloria. Se trata de dejarse transformar en Cristo por una progresiva vida
«según el Espíritu» (Rm 8,5).
Una
catequesis kerygmática y mistagógica.
163. La
educación y la catequesis están al servicio de este crecimiento. Ya contamos
con varios textos magisteriales y subsidios sobre la catequesis ofrecidos por
la Santa Sede y por diversos episcopados. Recuerdo la Exhortación apostólica
Catechesi Tradendae (1979), el Directorio general para la catequesis (1997) y
otros documentos cuyo contenido actual no es necesario repetir aquí. Quisiera
detenerme sólo en algunas consideraciones que me parece conveniente destacar.
164.
Hemos redescubierto que también en la catequesis tiene un rol fundamental el
primer anuncio o «kerygma», que debe ocupar el centro de la actividad
evangelizadora y de todo intento de renovación eclesial. El kerygma es
trinitario. Es el fuego del Espíritu que se dona en forma de lenguas y nos hace
creer en Jesucristo, que con su muerte y resurrección nos revela y nos comunica
la misericordia infinita del Padre. En la boca del catequista vuelve a resonar
siempre el primer anuncio: «Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y
ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para
liberarte». Cuando a este primer anuncio se le llama «primero», eso no
significa que está al comienzo y después se olvida o se reemplaza por otros contenidos
que lo superan. Es el primero en un sentido cualitativo, porque es el anuncio
principal, ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas maneras y ese
que siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la
catequesis, en todas sus etapas y momentos. Por ello, también «el
sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente
necesidad de ser evangelizado» [Pastores dabo vobis, 26].
165. No
hay que pensar que en la catequesis el kerygma es abandonado en pos de una formación
supuestamente más «sólida». Nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más
denso y más sabio que ese anuncio. Toda formación cristiana es ante todo la
profundización del kerygma que se va haciendo carne cada vez más y mejor, que
nunca deja de iluminar la tarea catequística, y que permite comprender
adecuadamente el sentido de cualquier tema que se desarrolle en la catequesis.
Es el anuncio que responde al anhelo de infinito que hay en todo corazón
humano. La centralidad del kerygma demanda ciertas características del anuncio
que hoy son necesarias en todas partes: que exprese el amor salvífico de Dios
previo a la obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad y que apele
a la libertad, que posea unas notas de alegría, estímulo, vitalidad, y una
integralidad armoniosa que no reduzca la predicación a unas pocas doctrinas a
veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al evangelizador ciertas
actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo,
paciencia, acogida cordial que no condena.
166.
Otra característica de la catequesis, que se ha desarrollado en las últimas
décadas, es la de una iniciación mistagógica, que significa básicamente
dos cosas: la necesaria progresividad de la experiencia formativa donde interviene
toda la comunidad y una renovada valoración de los signos litúrgicos de la
iniciación cristiana. Muchos manuales y planificaciones todavía no se han
dejado interpelar por la necesidad de una renovación mistagógica, que podría
tomar formas muy diversas de acuerdo con el discernimiento de cada comunidad
educativa. El encuentro catequístico es un anuncio de la Palabra y está
centrado en ella, pero siempre necesita una adecuada ambientación y una
atractiva motivación, el uso de símbolos elocuentes, su inserción en un amplio
proceso de crecimiento y la integración de todas las dimensiones de la persona
en un camino comunitario de escucha y de respuesta.
167. Es
bueno que toda catequesis preste una especial atención al «camino de la
belleza» (via pulchritudinis). Anunciar a Cristo significa mostrar que
creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero y justo, sino también bello,
capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo, aun en
medio de las pruebas. En esta línea, todas las expresiones de verdadera belleza
pueden ser reconocidas como un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor
Jesús. No se trata de fomentar un relativismo estético [Inter mirifica, 6], que pueda
oscurecer el lazo inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de recuperar
la estima de la belleza para poder llegar al corazón humano y hacer
resplandecer en él la verdad y la bondad del Resucitado. Si, como dice san Agustín, nosotros no amamos sino lo que es bello, el Hijo hecho hombre,
revelación de la infinita belleza, es sumamente amable, y nos atrae hacia sí
con lazos de amor. Entonces se vuelve necesario que la formación en la via
pulchritudinis esté inserta en la transmisión de la fe. Es deseable que cada
Iglesia particular aliente el uso de las artes en su tarea evangelizadora, en
continuidad con la riqueza del pasado, pero también en la vastedad de sus
múltiples expresiones actuales, en orden a transmitir la fe en un nuevo
«lenguaje parabólico» [Discurso]. Hay que atreverse a encontrar los nuevos signos,
los nuevos símbolos, una nueva carne para la transmisión de la Palabra, las
formas diversas de belleza que se valoran en diferentes ámbitos culturales, e
incluso aquellos modos no convencionales de belleza, que pueden ser poco
significativos para los evangelizadores, pero que se han vuelto particularmente
atractivos para otros.
168. En
lo que se refiere a la propuesta moral de la catequesis, que invita a crecer en
fidelidad al estilo de vida del Evangelio, conviene manifestar siempre el bien
deseable, la propuesta de vida, de madurez, de realización, de fecundidad, bajo
cuya luz puede comprenderse nuestra denuncia de los males que pueden
oscurecerla. Más que como expertos en diagnósticos apocalípticos u oscuros
jueces que se ufanan en detectar todo peligro o desviación, es bueno que puedan
vernos como alegres mensajeros de propuestas superadoras, custodios del bien y
la belleza que resplandecen en una vida fiel al Evangelio.
El
acompañamiento personal de los procesos de crecimiento.
169. En
una civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la vez obsesionada
por los detalles de la vida de los demás, impudorosamente enferma de curiosidad
malsana, la Iglesia necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y
detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario. En este mundo los ministros
ordenados y los demás agentes pastorales pueden hacer presente la fragancia de
la presencia cercana de Jesús y su mirada personal. La Iglesia tendrá que
iniciar a sus hermanos —sacerdotes, religiosos y laicos— en este «arte del
acompañamiento», para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante
la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5). Tenemos que darle a nuestro caminar el
ritmo sanador de projimidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión
pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana.
170.
Aunque suene obvio, el acompañamiento espiritual debe llevar más y más a Dios,
en quien podemos alcanzar la verdadera libertad. Algunos se creen libres cuando
caminan al margen de Dios, sin advertir que se quedan existencialmente
huérfanos, desamparados, sin un hogar donde retornar siempre. Dejan de ser
peregrinos y se convierten en errantes, que giran siempre en torno a sí mismos
sin llegar a ninguna parte. El acompañamiento sería contraproducente si se
convirtiera en una suerte de terapia que fomente este encierro de las personas
en su inmanencia y deje de ser una peregrinación con Cristo hacia el Padre.
171.
Más que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de
acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad
de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu, para cuidar entre
todos a las ovejas que se nos confían de los lobos que intentan disgregar el
rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo
primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace
posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual.
La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos
desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a partir de esta
escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino
crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder
plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha
sembrado en la propia vida. Pero siempre con la paciencia de quien sabe aquello
que enseñaba santo Tomás de Aquino: que alguien puede tener la gracia y la
caridad, pero no ejercitar bien alguna de las virtudes «a causa de algunas
inclinaciones contrarias» que persisten. Es decir, la organicidad de las
virtudes se da siempre y necesariamente «in habitu», aunque los
condicionamientos puedan dificultar las operaciones de esos hábitos virtuosos.
De ahí que haga falta «una pedagogía que lleve a las personas, paso a paso, a
la plena asimilación del misterio» [Ecclesia in Asia, 20]. Para llegar a un punto de madurez, es
decir, para que las personas sean capaces de decisiones verdaderamente libres y
responsables, es preciso dar tiempo, con una inmensa paciencia. Como decía el
beato Pedro Fabro: «El tiempo es el mensajero de Dios».
172. El
acompañante sabe reconocer que la situación de cada sujeto ante Dios y su vida
en gracia es un misterio que nadie puede conocer plenamente desde afuera. El
Evangelio nos propone corregir y ayudar a crecer a una persona a partir del
reconocimiento de la maldad objetiva de sus acciones (cf. Mt 18,15), pero sin
emitir juicios sobre su responsabilidad y su culpabilidad (cf. Mt 7,1; Lc
6,37). De todos modos, un buen acompañante no consiente los fatalismos o la
pusilanimidad. Siempre invita a querer curarse, a cargar la camilla, a abrazar
la cruz, a dejarlo todo, a salir siempre de nuevo a anunciar el Evangelio. La
propia experiencia de dejarnos acompañar y curar, capaces de expresar con total
sinceridad nuestra vida ante quien nos acompaña, nos enseña a ser pacientes y
compasivos con los demás y nos capacita para encontrar las maneras de despertar
su confianza, su apertura y su disposición para crecer.
173. El
auténtico acompañamiento espiritual siempre se inicia y se lleva adelante en el
ámbito del servicio a la misión evangelizadora. La relación de Pablo con
Timoteo y Tito es ejemplo de este acompañamiento y formación en medio de la
acción apostólica. Al mismo tiempo que les confía la misión de quedarse en cada
ciudad para «terminar de organizarlo todo» (Tt 1,5; cf. 1 Tm 1,3-5), les da
criterios para la vida personal y para la acción pastoral. Esto se distingue
claramente de todo tipo de acompañamiento intimista, de autorrealización
aislada. Los discípulos misioneros acompañan a los discípulos misioneros.
En
torno a la Palabra de Dios.
174. No
sólo la homilía debe alimentarse de la Palabra de Dios. Toda la evangelización
está fundada sobre ella, escuchada, meditada, vivida, celebrada y testimoniada.
Las Sagradas Escrituras son fuente de la evangelización. Por lo tanto, hace
falta formarse continuamente en la escucha de la Palabra. La Iglesia no
evangeliza si no se deja continuamente evangelizar. Es indispensable que la
Palabra de Dios «sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial» [Verbum Domini, 1].
La Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta
y refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico
testimonio evangélico en la vida cotidiana. Ya hemos superado aquella vieja
contraposición entre Palabra y Sacramento. La Palabra proclamada, viva y
eficaz, prepara la recepción del Sacramento, y en el Sacramento esa Palabra
alcanza su máxima eficacia.
175. El
estudio de las Sagradas Escrituras debe ser una puerta abierta a todos los
creyentes. Es fundamental que la Palabra revelada fecunde radicalmente la
catequesis y todos los esfuerzos por transmitir la fe [Dei Verbum, 21-22]. La evangelización
requiere la familiaridad con la Palabra de Dios y esto exige a las diócesis,
parroquias y a todas las agrupaciones católicas, proponer un estudio serio y
perseverante de la Biblia, así como promover su lectura orante personal y
comunitaria [Verbum Domini, 86-87]. Nosotros no buscamos a tientas ni necesitamos esperar que
Dios nos dirija la palabra, porque realmente «Dios ha hablado, ya no es el gran
desconocido sino que se ha mostrado» [Discurso]. Acojamos el sublime tesoro de la
Palabra revelada.
CAPÍTULO
CUARTO:
LA DIMENSIÓN SOCIAL DE LA EVANGELIZACIÓN.
176.
Evangelizar es hacer presente en el mundo el Reino de Dios. Pero «ninguna
definición parcial o fragmentaria refleja la realidad rica, compleja y dinámica
que comporta la evangelización, si no es con el riesgo de empobrecerla e
incluso mutilarla» [Evangelii nuntiandi, 17]. Ahora quisiera compartir mis inquietudes acerca de la
dimensión social de la evangelización precisamente porque, si esta dimensión no
está debidamente explicitada, siempre se corre el riesgo de desfigurar el
sentido auténtico e integral que tiene la misión evangelizadora.
I. Las
repercusiones comunitarias y sociales del kerygma.
177. El
kerygma tiene un contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del
Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los otros. El contenido
del primer anuncio tiene una inmediata repercusión moral cuyo centro es la
caridad.
Confesión
de la fe y compromiso social.
178.
Confesar a un Padre que ama infinitamente a cada ser humano implica descubrir
que «con ello le confiere una dignidad infinita» [Mensaje a los discapacitados, Ángelus]. Confesar que el Hijo de
Dios asumió nuestra carne humana significa que cada persona humana ha sido
elevada al corazón mismo de Dios. Confesar que Jesús dio su sangre por nosotros
nos impide conservar alguna duda acerca del amor sin límites que ennoblece a
todo ser humano. Su redención tiene un sentido social porque «Dios, en Cristo,
no redime solamente la persona individual, sino también las relaciones sociales
entre los hombres» [Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 52]. Confesar que el Espíritu Santo actúa en todos implica
reconocer que Él procura penetrar toda situación humana y todos los vínculos
sociales: «El Espíritu Santo posee una inventiva infinita, propia de una mente
divina, que provee a desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más
complejos e impenetrables» [Catequesis, 3]. La evangelización procura cooperar también con
esa acción liberadora del Espíritu. El misterio mismo de la Trinidad nos recuerda
que fuimos hechos a imagen de esa comunión divina, por lo cual no podemos
realizarnos ni salvarnos solos. Desde el corazón del Evangelio reconocemos la
íntima conexión que existe entre evangelización y promoción humana, que
necesariamente debe expresarse y desarrollarse en toda acción evangelizadora.
La aceptación del primer anuncio, que invita a dejarse amar por Dios y a amarlo
con el amor que Él mismo nos comunica, provoca en la vida de la persona y en
sus acciones una primera y fundamental reacción: desear, buscar y cuidar el
bien de los demás.
179.
Esta inseparable conexión entre la recepción del anuncio salvífico y un
efectivo amor fraterno está expresada en algunos textos de las Escrituras que
conviene considerar y meditar detenidamente para extraer de ellos todas sus
consecuencias. Es un mensaje al cual frecuentemente nos acostumbramos, lo
repetimos casi mecánicamente, pero no nos aseguramos de que tenga una real
incidencia en nuestras vidas y en nuestras comunidades. ¡Qué peligroso y qué
dañino es este acostumbramiento que nos lleva a perder el asombro, la
cautivación, el entusiasmo por vivir el Evangelio de la fraternidad y la
justicia!. La Palabra de Dios enseña que en el hermano está la permanente
prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo que hicisteis a
uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí» (Mt 25,40). Lo que
hagamos con los demás tiene una dimensión trascendente: «Con la medida con que
midáis, se os medirá» (Mt 7,2); y responde a la misericordia divina con
nosotros: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no
seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis
perdonados; dad y se os dará […] Con la medida con que midáis, se os medirá»
(Lc 6,36-38). Lo que expresan estos textos es la absoluta prioridad de la
«salida de sí hacia el hermano» como uno de los dos mandamientos principales
que fundan toda norma moral y como el signo más claro para discernir acerca del
camino de crecimiento espiritual en respuesta a la donación absolutamente
gratuita de Dios. Por eso mismo «el servicio de la caridad es también una
dimensión constitutiva de la misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de
su propia esencia» [Intima Ecclesiae natura]. Así como la Iglesia es misionera por naturaleza, también
brota ineludiblemente de esa naturaleza la caridad efectiva con el prójimo, la
compasión que comprende, asiste y promueve.
El
Reino que nos reclama.
180.
Leyendo las Escrituras queda por demás claro que la propuesta del Evangelio no
es sólo la de una relación personal con Dios. Nuestra respuesta de amor tampoco
debería entenderse como una mera suma de pequeños gestos personales dirigidos a
algunos individuos necesitados, lo cual podría constituir una «caridad a la
carta», una serie de acciones tendentes sólo a tranquilizar la propia
conciencia. La propuesta es el Reino de Dios (cf. Lc 4,43); se trata de amar a
Dios que reina en el mundo. En la medida en que Él logre reinar entre nosotros,
la vida social será ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad
para todos. Entonces, tanto el anuncio como la experiencia cristiana tienden a
provocar consecuencias sociales. Buscamos su Reino: «Buscad ante todo el Reino
de Dios y su justicia, y todo lo demás vendrá por añadidura» (Mt 6,33). El
proyecto de Jesús es instaurar el Reino de su Padre; Él pide a sus discípulos:
«¡Proclamad que está llegando el Reino de los cielos!» (Mt 10,7).
181. El
Reino que se anticipa y crece entre nosotros lo toca todo y nos recuerda aquel
principio de discernimiento que Pablo VI proponía con relación al verdadero
desarrollo: «Todos los hombres y todo el hombre» [Populorum progressio, 14]. Sabemos que «la
evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación
recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la
vida concreta, personal y social del hombre» [Evangelii nuntiandi, 29]. Se trata del criterio de
universalidad, propio de la dinámica del Evangelio, ya que el Padre desea que
todos los hombres se salven y su plan de salvación consiste en «recapitular
todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es
Cristo» (Ef 1,10). El mandato es: «Id por todo el mundo, anunciad la Buena
Noticia a toda la creación» (Mc 16,15), porque «toda la creación espera
ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). Toda la creación
quiere decir también todos los aspectos de la vida humana, de manera que «la
misión del anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo tiene una destinación
universal. Su mandato de caridad abraza todas las dimensiones de la existencia,
todas las personas, todos los ambientes de la convivencia y todos los pueblos.
Nada de lo humano le puede resultar extraño». La verdadera esperanza
cristiana, que busca el Reino escatológico, siempre genera historia.
La
enseñanza de la Iglesia sobre cuestiones sociales.
182.
Las enseñanzas de la Iglesia sobre situaciones contingentes están sujetas a
mayores o nuevos desarrollos y pueden ser objeto de discusión, pero no podemos
evitar ser concretos —sin pretender entrar en detalles— para que los grandes
principios sociales no se queden en meras generalidades que no interpelan a
nadie. Hace falta sacar sus consecuencias prácticas para que «puedan incidir
eficazmente también en las complejas situaciones actuales» [Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 9]. Los Pastores,
acogiendo los aportes de las distintas ciencias, tienen derecho a emitir
opiniones sobre todo aquello que afecte a la vida de las personas, ya que la
tarea evangelizadora implica y exige una promoción integral de cada ser humano.
Ya no se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito privado y que
está sólo para preparar las almas para el cielo. Sabemos que Dios quiere la
felicidad de sus hijos también en esta tierra, aunque estén llamados a la
plenitud eterna, porque Él creó todas las cosas «para que las disfrutemos» (1
Tm 6,17), para que todos puedan disfrutarlas. De ahí que la conversión
cristiana exija revisar «especialmente todo lo que pertenece al orden social y
a la obtención del bien común» [Ecclesia in America, 27].
183.
Por consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la
intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y
nacional, sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad
civil, sin opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos.
¿Quién pretendería encerrar en un templo y acallar el mensaje de san Francisco
de Asís y de la beata Teresa de Calcuta?. Ellos no podrían aceptarlo. Una
auténtica fe —que nunca es cómoda e individualista— siempre implica un profundo
deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de
nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha
puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y
cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades. La
tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos. Si bien «el orden justo de
la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política», la Iglesia «no
puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia» [Deus caritas est, 28]. Todos los
cristianos, también los Pastores, están llamados a preocuparse por la
construcción de un mundo mejor. De eso se trata, porque el pensamiento social
de la Iglesia es ante todo positivo y propositivo, orienta una acción
transformadora, y en ese sentido no deja de ser un signo de esperanza que brota
del corazón amante de Jesucristo. Al mismo tiempo, une «el propio compromiso al
que ya llevan a cabo en el campo social las demás Iglesias y Comunidades
eclesiales, tanto en el ámbito de la reflexión doctrinal como en el ámbito
práctico» [Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 12].
184. No
es el momento para desarrollar aquí todas las graves cuestiones sociales que
afectan al mundo actual, algunas de las cuales comenté en el capítulo segundo.
Éste no es un documento social, y para reflexionar acerca de esos diversos
temas tenemos un instrumento muy adecuado en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, cuyo uso y estudio recomiendo vivamente. Además, ni el Papa ni
la Iglesia tienen el monopolio en la interpretación de la realidad social o en
la propuesta de soluciones para los problemas contemporáneos. Puedo repetir
aquí lo que lúcidamente indicaba Pablo VI: «Frente a situaciones tan diversas,
nos es difícil pronunciar una palabra única, como también proponer una solución
con valor universal. No es éste nuestro propósito ni tampoco nuestra misión.
Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación
propia de su país» [Octogesima adveniens, 4].
185. A
continuación procuraré concentrarme en dos grandes cuestiones que me parecen
fundamentales en este momento de la historia. Las desarrollaré con bastante
amplitud porque considero que determinarán el futuro de la humanidad. Se trata,
en primer lugar, de la inclusión social de los pobres y, luego, de la paz y el
diálogo social.
II. La
inclusión social de los pobres.
186. De
nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos,
brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la
sociedad.
Unidos
a Dios escuchamos un clamor.
187.
Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para
la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse
plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para
escuchar el clamor del pobre y socorrerlo. Basta recorrer las Escrituras para
descubrir cómo el Padre bueno quiere escuchar el clamor de los pobres: «He
visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor ante sus
opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo […] Ahora, pues,
ve, yo te envío…» (Ex 3,7-8.10), y se muestra solícito con sus necesidades:
«Entonces los israelitas clamaron al Señor y Él les suscitó un libertador» (Jc
3,15). Hacer oídos sordos a ese clamor, cuando nosotros somos los instrumentos
de Dios para escuchar al pobre, nos sitúa fuera de la voluntad del Padre y de
su proyecto, porque ese pobre «clamaría al Señor contra ti y tú te cargarías
con un pecado» (Dt 15,9). Y la falta de solidaridad en sus necesidades afecta
directamente a nuestra relación con Dios: «Si te maldice lleno de amargura, su
Creador escuchará su imprecación» (Si 4,6). Vuelve siempre la vieja pregunta:
«Si alguno que posee bienes del mundo ve a su hermano que está necesitado y le
cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17).
Recordemos también con cuánta contundencia el Apóstol Santiago retomaba la
figura del clamor de los oprimidos: «El salario de los obreros que segaron
vuestros campos, y que no habéis pagado, está gritando. Y los gritos de los
segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» (5,4).
188. La
Iglesia ha reconocido que la exigencia de escuchar este clamor brota de la
misma obra liberadora de la gracia en cada uno de nosotros, por lo cual no se
trata de una misión reservada sólo a algunos: «La Iglesia, guiada por el
Evangelio de la misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por la
justicia y quiere responder a él con todas sus fuerzas» [Libertatis nuntius XI, 1]. En este marco se
comprende el pedido de Jesús a sus discípulos: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc
6,37), lo cual implica tanto la cooperación para resolver las causas
estructurales de la pobreza y para promover el desarrollo integral de los
pobres, como los gestos más simples y cotidianos de solidaridad ante las
miserias muy concretas que encontramos. La palabra «solidaridad» está un poco desgastada
y a veces se la interpreta mal, pero es mucho más que algunos actos esporádicos
de generosidad. Supone crear una nueva mentalidad que piense en términos de
comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes
por parte de algunos.
189. La
solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la función social de
la propiedad y el destino universal de los bienes como realidades anteriores a
la propiedad privada. La posesión privada de los bienes se justifica para
cuidarlos y acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien común, por lo cual
la solidaridad debe vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo que le
corresponde. Estas convicciones y hábitos de solidaridad, cuando se hacen
carne, abren camino a otras transformaciones estructurales y las vuelven
posibles. Un cambio en las estructuras sin generar nuevas convicciones y
actitudes dará lugar a que esas mismas estructuras tarde o temprano se vuelvan
corruptas, pesadas e ineficaces.
190. A
veces se trata de escuchar el clamor de pueblos enteros, de los pueblos más
pobres de la tierra, porque «la paz se funda no sólo en el respeto de los
derechos del hombre, sino también en el de los derechos de los pueblos» [Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 157].
Lamentablemente, aun los derechos humanos pueden ser utilizados como
justificación de una defensa exacerbada de los derechos individuales o de los
derechos de los pueblos más ricos. Respetando la independencia y la cultura de
cada nación, hay que recordar siempre que el planeta es de toda la humanidad y
para toda la humanidad, y que el solo hecho de haber nacido en un lugar con
menores recursos o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con
menor dignidad. Hay que repetir que «los más favorecidos deben renunciar a
algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio
de los demás» [Octogesima adveniens, 23]. Para hablar adecuadamente de nuestros derechos necesitamos
ampliar más la mirada y abrir los oídos al clamor de otros pueblos o de otras
regiones del propio país. Necesitamos crecer en una solidaridad que «debe
permitir a todos los pueblos llegar a ser por sí mismos artífices de su
destino» [Populorum progressio, 65], así como «cada hombre está llamado a desarrollarse».
191. En
cada lugar y circunstancia, los cristianos, alentados por sus Pastores, están
llamados a escuchar el clamor de los pobres, como tan bien expresaron los
Obispos de Brasil: «Deseamos asumir, cada día, las alegrías y esperanzas, las
angustias y tristezas del pueblo brasileño, especialmente de las poblaciones de
las periferias urbanas y de las zonas rurales —sin tierra, sin techo, sin pan,
sin salud— lesionadas en sus derechos. Viendo sus miserias, escuchando sus
clamores y conociendo su sufrimiento, nos escandaliza el hecho de saber que
existe alimento suficiente para todos y que el hambre se debe a la mala
distribución de los bienes y de la renta. El problema se agrava con la práctica
generalizada del desperdicio».
192.
Pero queremos más todavía, nuestro sueño vuela más alto. No hablamos sólo de
asegurar a todos la comida, o un «decoroso sustento», sino de que tengan
«prosperidad sin exceptuar bien alguno»[Mater et Magistra, 3]. Esto implica educación, acceso al
cuidado de la salud y especialmente trabajo, porque en el trabajo libre,
creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la
dignidad de su vida. El salario justo permite el acceso adecuado a los demás
bienes que están destinados al uso común.
Fidelidad
al Evangelio para no correr en vano.
193. El
imperativo de escuchar el clamor de los pobres se hace carne en nosotros cuando
se nos estremecen las entrañas ante el dolor ajeno. Releamos algunas enseñanzas
de la Palabra de Dios sobre la misericordia, para que resuenen con fuerza en la
vida de la Iglesia. El Evangelio proclama: «Felices los misericordiosos, porque
obtendrán misericordia» (Mt 5,7). El Apóstol Santiago enseña que la
misericordia con los demás nos permite salir triunfantes en el juicio divino:
«Hablad y obrad como corresponde a quienes serán juzgados por una ley de
libertad. Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia;
pero la misericordia triunfa en el juicio» (2,12-13). En este texto, Santiago
se muestra como heredero de lo más rico de la espiritualidad judía del
postexilio, que atribuía a la misericordia un especial valor salvífico: «Rompe
tus pecados con obras de justicia, y tus iniquidades con misericordia para con
los pobres, para que tu ventura sea larga» (Dn 4,24). En esta misma línea, la
literatura sapiencial habla de la limosna como ejercicio concreto de la
misericordia con los necesitados: «La limosna libra de la muerte y purifica de
todo pecado» (Tb 12,9). Más gráficamente aún lo expresa el Eclesiástico: «Como
el agua apaga el fuego llameante, la limosna perdona los pecados» (3,30). La
misma síntesis aparece recogida en el Nuevo Testamento: «Tened ardiente caridad
unos por otros, porque la caridad cubrirá la multitud de los pecados» (1 Pe
4,8). Esta verdad penetró profundamente la mentalidad de los Padres de la
Iglesia y ejerció una resistencia profética contracultural ante el
individualismo hedonista pagano. Recordemos sólo un ejemplo: «Así como, en
peligro de incendio, correríamos a buscar agua para apagarlo […] del mismo
modo, si de nuestra paja surgiera la llama del pecado, y por eso nos turbamos,
una vez que se nos ofrezca la ocasión de una obra llena de misericordia,
alegrémonos de ella como si fuera una fuente que se nos ofrezca en la que
podamos sofocar el incendio» [San Agustín].
194. Es
un mensaje tan claro, tan directo, tan simple y elocuente, que ninguna
hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo. La reflexión de la Iglesia
sobre estos textos no debería oscurecer o debilitar su sentido exhortativo,
sino más bien ayudar a asumirlos con valentía y fervor. ¿Para qué complicar lo
que es tan simple?. Los aparatos conceptuales están para favorecer el contacto
con la realidad que pretenden explicar, y no para alejarnos de ella. Esto vale
sobre todo para las exhortaciones bíblicas que invitan con tanta contundencia
al amor fraterno, al servicio humilde y generoso, a la justicia, a la
misericordia con el pobre. Jesús nos enseñó este camino de reconocimiento del
otro con sus palabras y con sus gestos. ¿Para qué oscurecer lo que es tan
claro?. No nos preocupemos sólo por no caer en errores doctrinales, sino también
por ser fieles a este camino luminoso de vida y de sabiduría. Porque «a los
defensores de “la ortodoxia” se dirige a veces el reproche de pasividad, de
indulgencia o de complicidad culpables respecto a situaciones de injusticia
intolerables y a los regímenes políticos que las mantienen» [Libertatis nuntius XI, 18].
195.
Cuando san Pablo se acercó a los Apóstoles de Jerusalén para discernir «si
corría o había corrido en vano» (Ga 2,2), el criterio clave de autenticidad que
le indicaron fue que no se olvidara de los pobres (cf. Ga 2,10). Este gran
criterio, para que las comunidades paulinas no se dejaran devorar por el estilo
de vida individualista de los paganos, tiene una gran actualidad en el contexto
presente, donde tiende a desarrollarse un nuevo paganismo individualista. La
belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por
nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los
últimos, por aquéllos que la sociedad descarta y desecha.
196. A
veces somos duros de corazón y de mente, nos olvidamos, nos entretenemos, nos
extasiamos con las inmensas posibilidades de consumo y de distracción que
ofrece esta sociedad. Así se produce una especie de alienación que nos afecta a
todos, ya que «está alienada una sociedad que, en sus formas de organización
social, de producción y de consumo, hace más difícil la realización de esta
donación y la formación de esa solidaridad interhumana» [Centesimus annus, 41]
El
lugar privilegiado de los pobres en el Pueblo de Dios.
197. El
corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres, tanto que hasta Él
mismo «se hizo pobre» (2 Co 8,9). Todo el camino de nuestra redención está
signado por los pobres. Esta salvación vino a nosotros a través del «sí» de una
humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran
imperio. El Salvador nació en un pesebre, entre animales, como lo hacían los
hijos de los más pobres; fue presentado en el Templo junto con dos pichones, la
ofrenda de quienes no podían permitirse pagar un cordero (cf. Lc 2,24; Lv 5,7);
creció en un hogar de sencillos trabajadores y trabajó con sus manos para
ganarse el pan. Cuando comenzó a anunciar el Reino, lo seguían multitudes de
desposeídos, y así manifestó lo que Él mismo dijo: «El Espíritu del Señor está
sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los
pobres» (Lc 4,18). A los que estaban cargados de dolor, agobiados de pobreza,
les aseguró que Dios los tenía en el centro de su corazón: «¡Felices vosotros,
los pobres, porque el Reino de Dios os pertenece!» (Lc 6,20); con ellos se
identificó: «Tuve hambre y me disteis de comer», y enseñó que la misericordia
hacia ellos es la llave del cielo (cf. Mt 25,35s).
198.
Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que
cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga «su primera
misericordia» [Homilía]. Esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de
fe de todos los cristianos, llamados a tener «los mismos sentimientos de
Jesucristo» (Flp 2,5). Inspirada en ella, la Iglesia hizo una opción por los
pobres entendida como una «forma especial de primacía en el ejercicio de la
caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la
Iglesia» [Sollicitudo rei socialis, 42]. Esta opción —enseñaba Benedicto XVI— «está implícita en la fe
cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para
enriquecernos con su pobreza» [Discurso]. Por eso quiero una Iglesia pobre para los
pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus
fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que
todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una
invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el
centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en
ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a
escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios
quiere comunicarnos a través de ellos.
199.
Nuestro compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en programas de
promoción y asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es un desborde
activista, sino ante todo una atención puesta en el otro «considerándolo como
uno consigo». Esta atención amante es el inicio de una verdadera
preocupación por su persona, a partir de la cual deseo buscar efectivamente su
bien. Esto implica valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de ser,
con su cultura, con su modo de vivir la fe. El verdadero amor siempre es
contemplativo, nos permite servir al otro no por necesidad o por vanidad, sino
porque él es bello, más allá de su apariencia: «Del amor por el cual a uno le
es grata la otra persona depende que le dé algo gratis». El pobre, cuando
es amado, «es estimado como de alto valor», y esto diferencia la auténtica
opción por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar
a los pobres al servicio de intereses personales o políticos. Sólo desde esta
cercanía real y cordial podemos acompañarlos adecuadamente en su camino de
liberación. Únicamente esto hará posible que «los pobres, en cada comunidad
cristiana, se sientan como en su casa. ¿No sería este estilo la más grande y
eficaz presentación de la Buena Nueva del Reino?» [Novo millennio ineunte, 50]. Sin la opción
preferencial por los más pobres, «el anuncio del Evangelio, aun siendo la
primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar
de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada
día».
200.
Puesto que esta Exhortación se dirige a los miembros de la Iglesia católica
quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es
la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una
especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su
amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la
propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción
preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención
religiosa privilegiada y prioritaria.
201.
Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de
vida implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta es una excusa
frecuente en ambientes académicos, empresariales o profesionales, e incluso
eclesiales. Si bien puede decirse en general que la vocación y la misión propia
de los fieles laicos es la transformación de las distintas realidades terrenas
para que toda actividad humana sea transformada por el Evangelio, nadie
puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia
social: «La conversión espiritual, la intensidad del amor a Dios y al prójimo,
el celo por la justicia y la paz, el sentido evangélico de los pobres y de la pobreza,
son requeridos a todos» [Libertatis nuntius XI, 18]. Temo que también estas palabras sólo sean objeto
de algunos comentarios sin una verdadera incidencia práctica. No obstante,
confío en la apertura y las buenas disposiciones de los cristianos, y os pido
que busquéis comunitariamente nuevos caminos para acoger esta renovada
propuesta.
202. La
necesidad de resolver las causas estructurales de la pobreza no puede esperar,
no sólo por una exigencia pragmática de obtener resultados y de ordenar la
sociedad, sino para sanarla de una enfermedad que la vuelve frágil e indigna y
que sólo podrá llevarla a nuevas crisis. Los planes asistenciales, que atienden
ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras. Mientras
no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la
autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando
las causas estructurales de la inequidad [Discurso], no se resolverán los problemas
del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males
sociales.
203. La
dignidad de cada persona humana y el bien común son cuestiones que deberían
estructurar toda política económica, pero a veces parecen sólo apéndices
agregados desde fuera para completar un discurso político sin perspectivas ni
programas de verdadero desarrollo integral. ¡Cuántas palabras se han vuelto
molestas para este sistema!. Molesta que se hable de ética, molesta que se hable
de solidaridad mundial, molesta que se hable de distribución de los bienes,
molesta que se hable de preservar las fuentes de trabajo, molesta que se hable
de la dignidad de los débiles, molesta que se hable de un Dios que exige un
compromiso por la justicia. Otras veces sucede que estas palabras se vuelven
objeto de un manoseo oportunista que las deshonra. La cómoda indiferencia ante
estas cuestiones vacía nuestra vida y nuestras palabras de todo significado. La
vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar
por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al
bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos
los bienes de este mundo.
204. Ya
no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado. El
crecimiento en equidad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo
supone, requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente
orientados a una mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de
trabajo, a una promoción integral de los pobres que supere el mero
asistencialismo. Estoy lejos de proponer un populismo irresponsable, pero la
economía ya no puede recurrir a remedios que son un nuevo veneno, como cuando
se pretende aumentar la rentabilidad reduciendo el mercado laboral y creando
así nuevos excluidos.
205.
¡Pido a Dios que crezca el número de políticos capaces de entrar en un
auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no
la apariencia de los males de nuestro mundo!. La política, tan denigrada, es una
altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque
busca el bien común. Tenemos que convencernos de que la caridad «no es
sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia,
el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones
sociales, económicas y políticas» [Caritas in veritate, 2]. ¡Ruego al Señor que nos regale más
políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los
pobres!. Es imperioso que los gobernantes y los poderes financieros levanten la
mirada y amplíen sus perspectivas, que procuren que haya trabajo digno,
educación y cuidado de la salud para todos los ciudadanos. ¿Y por qué no acudir
a Dios para que inspire sus planes?. Estoy convencido de que a partir de una
apertura a la trascendencia podría formarse una nueva mentalidad política y
económica que ayudaría a superar la dicotomía absoluta entre la economía y el
bien común social.
206. La
economía, como la misma palabra indica, debería ser el arte de alcanzar una
adecuada administración de la casa común, que es el mundo entero. Todo acto
económico de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en el
todo; por ello ningún gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad
común. De hecho, cada vez se vuelve más difícil encontrar soluciones locales
para las enormes contradicciones globales, por lo cual la política local se
satura de problemas a resolver. Si realmente queremos alcanzar una sana
economía mundial, hace falta en estos momentos de la historia un modo más
eficiente de interacción que, dejando a salvo la soberanía de las naciones,
asegure el bienestar económico de todos los países y no sólo de unos pocos.
207.
Cualquier comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda subsistir tranquila
sin ocuparse creativamente y cooperar con eficiencia para que los pobres vivan
con dignidad y para incluir a todos, también correrá el riesgo de la
disolución, aunque hable de temas sociales o critique a los gobiernos.
Fácilmente terminará sumida en la mundanidad espiritual, disimulada con
prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos.
208. Si
alguien se siente ofendido por mis palabras, le digo que las expreso con afecto
y con la mejor de las intenciones, lejos de cualquier interés personal o
ideología política. Mi palabra no es la de un enemigo ni la de un opositor.
Sólo me interesa procurar que aquéllos que están esclavizados por una
mentalidad individualista, indiferente y egoísta, puedan liberarse de esas
cadenas indignas y alcancen un estilo de vida y de pensamiento más humano, más
noble, más fecundo, que dignifique su paso por esta tierra.
Cuidar
la fragilidad.
209.
Jesús, el evangelizador por excelencia y el Evangelio en persona, se identifica
especialmente con los más pequeños (cf. Mt 25,40). Esto nos recuerda que todos
los cristianos estamos llamados a cuidar a los más frágiles de la tierra. Pero
en el vigente modelo «exitista» y «privatista» no parece tener sentido invertir
para que los lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la vida.
210. Es
indispensable prestar atención para estar cerca de nuevas formas de pobreza y
fragilidad donde estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente, aunque eso
aparentemente no nos aporte beneficios tangibles e inmediatos: los sin techo,
los toxicodependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos
cada vez más solos y abandonados, etc. Los migrantes me plantean un desafío
particular por ser Pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos.
Por ello, exhorto a los países a una generosa apertura, que en lugar de temer
la destrucción de la identidad local sea capaz de crear nuevas síntesis
culturales. ¡Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza
enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo
factor de desarrollo!. ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño
arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el
reconocimiento del otro!.
211.
Siempre me angustió la situación de los que son objeto de las diversas formas
de trata de personas. Quisiera que se escuchara el grito de Dios preguntándonos
a todos: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). ¿Dónde está tu hermano esclavo?. ¿Dónde está ese que estás matando cada día en el taller clandestino, en la red
de prostitución, en los niños que utilizas para mendicidad, en aquel que tiene
que trabajar a escondidas porque no ha sido formalizado?. No nos hagamos los
distraídos. Hay mucho de complicidad. ¡La pregunta es para todos!. En nuestras
ciudades está instalado este crimen mafioso y aberrante, y muchos tienen las
manos preñadas de sangre debido a la complicidad cómoda y muda.
212.
Doblemente pobres son las mujeres que sufren situaciones de exclusión, maltrato
y violencia, porque frecuentemente se encuentran con menores posibilidades de
defender sus derechos. Sin embargo, también entre ellas encontramos
constantemente los más admirables gestos de heroísmo cotidiano en la defensa y
el cuidado de la fragilidad de sus familias.
213.
Entre esos débiles, que la Iglesia quiere cuidar con predilección, están
también los niños por nacer, que son los más indefensos e inocentes de todos, a
quienes hoy se les quiere negar su dignidad humana en orden a hacer con ellos
lo que se quiera, quitándoles la vida y promoviendo legislaciones para que
nadie pueda impedirlo. Frecuentemente, para ridiculizar alegremente la defensa
que la Iglesia hace de sus vidas, se procura presentar su postura como algo
ideológico, oscurantista y conservador. Sin embargo, esta defensa de la vida
por nacer está íntimamente ligada a la defensa de cualquier derecho humano.
Supone la convicción de que un ser humano es siempre sagrado e inviolable, en
cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo. Es un fin en sí mismo y
nunca un medio para resolver otras dificultades. Si esta convicción cae, no
quedan fundamentos sólidos y permanentes para defender los derechos humanos,
que siempre estarían sometidos a conveniencias circunstanciales de los
poderosos de turno. La sola razón es suficiente para reconocer el valor
inviolable de cualquier vida humana, pero si además la miramos desde la fe,
«toda violación de la dignidad personal del ser humano grita venganza delante
de Dios y se configura como ofensa al Creador del hombre» [Christifideles laici, 37].
214.
Precisamente porque es una cuestión que hace a la coherencia interna de nuestro
mensaje sobre el valor de la persona humana, no debe esperarse que la Iglesia
cambie su postura sobre esta cuestión. Quiero ser completamente honesto al
respecto. Éste no es un asunto sujeto a supuestas reformas o «modernizaciones».
No es progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana.
Pero también es verdad que hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las
mujeres que se encuentran en situaciones muy duras, donde el aborto se les
presenta como una rápida solución a sus profundas angustias, particularmente
cuando la vida que crece en ellas ha surgido como producto de una violación o
en un contexto de extrema pobreza. ¿Quién puede dejar de comprender esas
situaciones de tanto dolor?.
215.
Hay otros seres frágiles e indefensos, que muchas veces quedan a merced de los
intereses económicos o de un uso indiscriminado. Me refiero al conjunto de la
creación. Los seres humanos no somos meros beneficiarios, sino custodios de las
demás criaturas. Por nuestra realidad corpórea, Dios nos ha unido tan
estrechamente al mundo que nos rodea, que la desertificación del suelo es como
una enfermedad para cada uno, y podemos lamentar la extinción de una especie
como si fuera una mutilación. No dejemos que a nuestro paso queden signos de
destrucción y de muerte que afecten nuestra vida y la de las futuras
generaciones. En este sentido, hago propio el bello y profético lamento
que hace varios años expresaron los Obispos de Filipinas: «Una increíble
variedad de insectos vivían en el bosque y estaban ocupados con todo tipo de
tareas […] Los pájaros volaban por el aire, sus plumas brillantes y sus
diferentes cantos añadían color y melodía al verde de los bosques [...] Dios
quiso esta tierra para nosotros, sus criaturas especiales, pero no para que
pudiéramos destruirla y convertirla en un páramo [...] Después de una sola
noche de lluvia, mira hacia los ríos de marrón chocolate de tu localidad, y
recuerda que se llevan la sangre viva de la tierra hacia el mar [...]. ¿Cómo van
a poder nadar los peces en alcantarillas como el río Pasig y tantos otros ríos
que hemos contaminado?. ¿Quién ha convertido el maravilloso mundo marino en
cementerios subacuáticos despojados de vida y de color?».
216.
Pequeños pero fuertes en el amor de Dios, como san Francisco de Asís, todos los
cristianos estamos llamados a cuidar la fragilidad del pueblo y del mundo en
que vivimos.
III. El
bien común y la paz social.
217.
Hemos hablado mucho sobre la alegría y sobre el amor, pero la Palabra de Dios
menciona también el fruto de la paz (cf. Ga 5,22).
218. La
paz social no puede entenderse como un irenismo o como una mera ausencia de
violencia lograda por la imposición de un sector sobre los otros. También sería
una falsa paz aquélla que sirva como excusa para justificar una organización
social que silencie o tranquilice a los más pobres, de manera que aquéllos que
gozan de los mayores beneficios puedan sostener su estilo de vida sin sobresaltos
mientras los demás sobreviven como pueden. Las reivindicaciones sociales, que
tienen que ver con la distribución del ingreso, la inclusión social de los
pobres y los derechos humanos, no pueden ser sofocadas con el pretexto de
construir un consenso de escritorio o una efímera paz para una minoría feliz.
La dignidad de la persona humana y el bien común están por encima de la
tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a sus privilegios. Cuando
estos valores se ven afectados, es necesaria una voz profética.
219. La
paz tampoco «se reduce a una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre
precario de las fuerzas. La paz se construye día a día, en la instauración de
un orden querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los hombres» [Populorum progressio, 76].
En definitiva, una paz que no surja como fruto del desarrollo integral de
todos, tampoco tendrá futuro y siempre será semilla de nuevos conflictos y de
variadas formas de violencia.
220. En
cada nación, los habitantes desarrollan la dimensión social de sus vidas
configurándose como ciudadanos responsables en el seno de un pueblo, no como
masa arrastrada por las fuerzas dominantes. Recordemos que «el ser ciudadano
fiel es una virtud y la participación en la vida política es una obligación moral».
Pero convertirse en pueblo es todavía más, y requiere un proceso constante en
el cual cada nueva generación se ve involucrada. Es un trabajo lento y arduo
que exige querer integrarse y aprender a hacerlo hasta desarrollar una cultura
del encuentro en una pluriforme armonía.
221.
Para avanzar en esta construcción de un pueblo en paz, justicia y fraternidad,
hay cuatro principios relacionados con tensiones bipolares propias de toda
realidad social. Brotan de los grandes postulados de la Doctrina Social de la Iglesia, los cuales constituyen «el primer y fundamental parámetro de
referencia para la interpretación y la valoración de los fenómenos
sociales» [Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 161]. A la luz de ellos, quiero proponer ahora estos cuatro
principios que orientan específicamente el desarrollo de la convivencia social
y la construcción de un pueblo donde las diferencias se armonicen en un
proyecto común. Lo hago con la convicción de que su aplicación puede ser un
genuino camino hacia la paz dentro de cada nación y en el mundo entero.
222.
Hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite. La plenitud provoca la
voluntad de poseerlo todo, y el límite es la pared que se nos pone delante. El
«tiempo», ampliamente considerado, hace referencia a la plenitud como expresión
del horizonte que se nos abre, y el momento es expresión del límite que se vive
en un espacio acotado. Los ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del
momento y la luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos abre al
futuro como causa final que atrae. De aquí surge un primer principio para
avanzar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio.
223.
Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados
inmediatos. Ayuda a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o
los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad. Es una invitación
a asumir la tensión entre plenitud y límite, otorgando prioridad al tiempo. Uno
de los pecados que a veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste
en privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos.
Darle prioridad al espacio lleva a enloquecerse para tener todo resuelto en el
presente, para intentar tomar posesión de todos los espacios de poder y
autoafirmación. Es cristalizar los procesos y pretender detenerlos. Darle
prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios.
El tiempo rige los espacios, los ilumina y los transforma en eslabones de una
cadena en constante crecimiento, sin caminos de retorno. Se trata de
privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e
involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que
fructifiquen en importantes acontecimientos históricos. Nada de ansiedad, pero
sí convicciones claras y tenacidad.
224. A
veces me pregunto quiénes son los que en el mundo actual se preocupan realmente
por generar procesos que construyan pueblo, más que por obtener resultados
inmediatos que producen un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no
construyen la plenitud humana. La historia los juzgará quizás con aquel
criterio que enunciaba Romano Guardini: «El único patrón para valorar con
acierto una época es preguntar hasta qué punto se desarrolla en ella y alcanza
una auténtica razón de ser la plenitud de la existencia humana, de acuerdo con
el carácter peculiar y las posibilidades de dicha época».
225.
Este criterio también es muy propio de la evangelización, que requiere tener
presente el horizonte, asumir los procesos posibles y el camino largo. El Señor
mismo en su vida mortal dio a entender muchas veces a sus discípulos que había
cosas que no podían comprender todavía y que era necesario esperar al Espíritu
Santo
(cf. Jn
16,12-13). La parábola del trigo y la cizaña (cf. Mt 13,24-30) grafica un
aspecto importante de la evangelización que consiste en mostrar cómo el enemigo
puede ocupar el espacio del Reino y causar daño con la cizaña, pero es vencido
por la bondad del trigo que se manifiesta con el tiempo.
226. El
conflicto no puede ser ignorado o disimulado. Ha de ser asumido. Pero si
quedamos atrapados en él, perdemos perspectivas, los horizontes se limitan y la
realidad misma queda fragmentada. Cuando nos detenemos en la coyuntura
conflictiva, perdemos el sentido de la unidad profunda de la realidad.
227.
Ante el conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante como si nada
pasara, se lavan las manos para poder continuar con su vida. Otros entran de
tal manera en el conflicto que quedan prisioneros, pierden horizontes,
proyectan en las instituciones las propias confusiones e insatisfacciones y así
la unidad se vuelve imposible. Pero hay una tercera manera, la más adecuada, de
situarse ante el conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y
transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso. «¡Felices los que trabajan por
la paz!» (Mt 5,9).
228. De
este modo, se hace posible desarrollar una comunión en las diferencias, que
sólo pueden facilitar esas grandes personas que se animan a ir más allá de la
superficie conflictiva y miran a los demás en su dignidad más profunda. Por eso
hace falta postular un principio que es indispensable para construir la amistad
social: la unidad es superior al conflicto. La solidaridad, entendida en su
sentido más hondo y desafiante, se convierte así en un modo de hacer la
historia, en un ámbito viviente donde los conflictos, las tensiones y los
opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida. No es
apostar por un sincretismo ni por la absorción de uno en el otro, sino por la
resolución en un plano superior que conserva en sí las virtualidades valiosas
de las polaridades en pugna.
229.
Este criterio evangélico nos recuerda que Cristo ha unificado todo en sí: cielo
y tierra, Dios y hombre, tiempo y eternidad, carne y espíritu, persona y
sociedad. La señal de esta unidad y reconciliación de todo en sí es la paz.
Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14). El anuncio evangélico comienza siempre con
el saludo de paz, y la paz corona y cohesiona en cada momento las relaciones
entre los discípulos. La paz es posible porque el Señor ha vencido al mundo y a
su conflictividad permanente «haciendo la paz mediante la sangre de su cruz»
(Col 1,20). Pero si vamos al fondo de estos textos bíblicos, tenemos que llegar
a descubrir que el primer ámbito donde estamos llamados a lograr esta
pacificación en las diferencias es la propia interioridad, la propia vida
siempre amenazada por la dispersión dialéctica. Con corazones rotos en
miles de fragmentos será difícil construir una auténtica paz social.
230. El
anuncio de paz no es el de una paz negociada, sino la convicción de que la
unidad del Espíritu armoniza todas las diversidades. Supera cualquier conflicto
en una nueva y prometedora síntesis. La diversidad es bella cuando acepta
entrar constantemente en un proceso de reconciliación, hasta sellar una especie
de pacto cultural que haga emerger una «diversidad reconciliada», como bien
enseñaron los Obispos del Congo: «La diversidad de nuestras etnias es una
riqueza [...] Sólo con la unidad, con la conversión de los corazones y con la
reconciliación podremos hacer avanzar nuestro país».
La
realidad es más importante que la idea.
231.
Existe también una tensión bipolar entre la idea y la realidad. La realidad
simplemente es, la idea se elabora. Entre las dos se debe instaurar un diálogo
constante, evitando que la idea termine separándose de la realidad. Es
peligroso vivir en el reino de la sola palabra, de la imagen, del sofisma. De
ahí que haya que postular un tercer principio: la realidad es superior a la
idea. Esto supone evitar diversas formas de ocultar la realidad: los purismos
angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los nominalismos
declaracionistas, los proyectos más formales que reales, los fundamentalismos
ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.
232. La
idea —las elaboraciones conceptuales— está en función de la captación, la
comprensión y la conducción de la realidad. La idea desconectada de la realidad
origina idealismos y nominalismos ineficaces, que a lo sumo clasifican o
definen, pero no convocan. Lo que convoca es la realidad iluminada por el
razonamiento. Hay que pasar del nominalismo formal a la objetividad armoniosa.
De otro modo, se manipula la verdad, así como se suplanta la gimnasia por la
cosmética. Hay políticos —e incluso dirigentes religiosos— que se
preguntan por qué el pueblo no los comprende y no los sigue, si sus propuestas
son tan lógicas y claras. Posiblemente sea porque se instalaron en el reino de
la pura idea y redujeron la política o la fe a la retórica. Otros olvidaron la
sencillez e importaron desde fuera una racionalidad ajena a la gente.
233. La
realidad es superior a la idea. Este criterio hace a la encarnación de la
Palabra y a su puesta en práctica: «En esto conoceréis el Espíritu de Dios:
todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne es de Dios» (1 Jn
4,2). El criterio de realidad, de una Palabra ya encarnada y siempre buscando
encarnarse, es esencial a la evangelización. Nos lleva, por un lado, a valorar
la historia de la Iglesia como historia de salvación, a recordar a nuestros
santos que inculturaron el Evangelio en la vida de nuestros pueblos, a recoger
la rica tradición bimilenaria de la Iglesia, sin pretender elaborar un
pensamiento desconectado de ese tesoro, como si quisiéramos inventar el
Evangelio. Por otro lado, este criterio nos impulsa a poner en práctica la
Palabra, a realizar obras de justicia y caridad en las que esa Palabra sea
fecunda. No poner en práctica, no llevar a la realidad la Palabra, es edificar
sobre arena, permanecer en la pura idea y degenerar en intimismos y
gnosticismos que no dan fruto, que esterilizan su dinamismo.
234.
Entre la globalización y la localización también se produce una tensión. Hace
falta prestar atención a lo global para no caer en una mezquindad cotidiana. Al
mismo tiempo, no conviene perder de vista lo local, que nos hace caminar con
los pies sobre la tierra. Las dos cosas unidas impiden caer en alguno de estos
dos extremos: uno, que los ciudadanos vivan en un universalismo abstracto y globalizante,
miméticos pasajeros del furgón de cola, admirando los fuegos artificiales del
mundo, que es de otros, con la boca abierta y aplausos programados; otro, que
se conviertan en un museo folklórico de ermitaños localistas, condenados a
repetir siempre lo mismo, incapaces de dejarse interpelar por el diferente y de
valorar la belleza que Dios derrama fuera de sus límites.
235. El
todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas. Entonces,
no hay que obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares.
Siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos
beneficiará a todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos. Es
necesario hundir las raíces en la tierra fértil y en la historia del propio lugar,
que es un don de Dios. Se trabaja en lo pequeño, en lo cercano, pero con una
perspectiva más amplia. Del mismo modo, una persona que conserva su
peculiaridad personal y no esconde su identidad, cuando integra cordialmente
una comunidad, no se anula sino que recibe siempre nuevos estímulos para su
propio desarrollo. No es ni la esfera global que anula ni la parcialidad
aislada que esteriliza.
236. El
modelo no es la esfera, que no es superior a las partes, donde cada punto es
equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros. El modelo es
el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él
conservan su originalidad. Tanto la acción pastoral como la acción política
procuran recoger en ese poliedro lo mejor de cada uno. Allí entran los pobres
con su cultura, sus proyectos y sus propias potencialidades. Aun las personas
que puedan ser cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar que no
debe perderse. Es la conjunción de los pueblos que, en el orden universal,
conservan su propia peculiaridad; es la totalidad de las personas en una
sociedad que busca un bien común que verdaderamente incorpora a todos.
237. A
los cristianos, este principio nos habla también de la totalidad o integridad
del Evangelio que la Iglesia nos transmite y nos envía a predicar. Su riqueza
plena incorpora a los académicos y a los obreros, a los empresarios y a los
artistas, a todos. La mística popular acoge a su modo el Evangelio entero, y lo
encarna en expresiones de oración, de fraternidad, de justicia, de lucha y de
fiesta. La Buena Noticia es la alegría de un Padre que no quiere que se pierda
ninguno de sus pequeñitos. Así brota la alegría en el Buen Pastor que encuentra
la oveja perdida y la reintegra a su rebaño. El Evangelio es levadura que
fermenta toda la masa y ciudad que brilla en lo alto del monte iluminando a
todos los pueblos. El Evangelio tiene un criterio de totalidad que le es
inherente: no termina de ser Buena Noticia hasta que no es anunciado a todos,
hasta que no fecunda y sana todas las dimensiones del hombre, y hasta que no
integra a todos los hombres en la mesa del Reino. El todo es superior a la
parte.
IV. El diálogo
social como contribución a la paz.
238. La
evangelización también implica un camino de diálogo. Para la Iglesia, en este
tiempo hay particularmente tres campos de diálogo en los cuales debe estar
presente, para cumplir un servicio a favor del pleno desarrollo del ser humano
y procurar el bien común: el diálogo con los Estados, con la sociedad —que
incluye el diálogo con las culturas y con las ciencias— y con otros creyentes
que no forman parte de la Iglesia católica. En todos los casos «la Iglesia habla
desde la luz que le ofrece la fe»,[Discurso] aporta su experiencia de dos mil años y
conserva siempre en la memoria las vidas y sufrimientos de los seres humanos.
Esto va más allá de la razón humana, pero también tiene un significado que
puede enriquecer a los que no creen e invita a la razón a ampliar sus
perspectivas.
239. La
Iglesia proclama «el evangelio de la paz» (Ef 6,15) y está abierta a la
colaboración con todas las autoridades nacionales e internacionales para cuidar
este bien universal tan grande. Al anunciar a Jesucristo, que es la paz en
persona (cf. Ef 2,14), la nueva evangelización anima a todo bautizado a ser
instrumento de pacificación y testimonio creíble de una vida reconciliada.
Es hora de saber cómo diseñar, en una cultura que privilegie el diálogo como
forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de
la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones. El autor
principal, el sujeto histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no es
una clase, una fracción, un grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de
unos pocos para unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se
apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos,
de un pacto social y cultural.
240. Al
Estado compete el cuidado y la promoción del bien común de la sociedad [Catecismo de la Iglesia Católica, 1910].
Sobre la base de los principios de subsidiariedad y solidaridad, y con un gran
esfuerzo de diálogo político y creación de consensos, desempeña un papel
fundamental, que no puede ser delegado, en la búsqueda del desarrollo integral
de todos. Este papel, en las circunstancias actuales, exige una profunda
humildad social.
241. En
el diálogo con el Estado y con la sociedad, la Iglesia no tiene soluciones para
todas las cuestiones particulares. Pero junto con las diversas fuerzas
sociales, acompaña las propuestas que mejor respondan a la dignidad de la
persona humana y al bien común. Al hacerlo, siempre propone con claridad los
valores fundamentales de la existencia humana, para transmitir convicciones que
luego puedan traducirse en acciones políticas.
El
diálogo entre la fe, la razón y las ciencias.
242. El
diálogo entre ciencia y fe también es parte de la acción evangelizadora que
pacifica. El cientismo y el positivismo se rehúsan a «admitir como válidas
las formas de conocimiento diversas de las propias de las ciencias
positivas» [Fides et ratio, 88]. La Iglesia propone otro camino, que exige una síntesis entre
un uso responsable de las metodologías propias de las ciencias empíricas y
otros saberes como la filosofía, la teología, y la misma fe, que eleva al ser
humano hasta el misterio que trasciende la naturaleza y la inteligencia humana.
La fe no le tiene miedo a la razón; al contrario, la busca y confía en ella,
porque «la luz de la razón y la de la fe provienen ambas de Dios» [Fides et ratio, 43], y no
pueden contradecirse entre sí. La evangelización está atenta a los avances
científicos para iluminarlos con la luz de la fe y de la ley natural, en orden
a procurar que respeten siempre la centralidad y el valor supremo de la persona
humana en todas las fases de su existencia. Toda la sociedad puede verse
enriquecida gracias a este diálogo que abre nuevos horizontes al pensamiento y
amplía las posibilidades de la razón. También éste es un camino de armonía y de
pacificación.
243. La
Iglesia no pretende detener el admirable progreso de las ciencias. Al
contrario, se alegra e incluso disfruta reconociendo el enorme potencial que
Dios ha dado a la mente humana. Cuando el desarrollo de las ciencias, manteniéndose
con rigor académico en el campo de su objeto específico, vuelve evidente una
determinada conclusión que la razón no puede negar, la fe no la contradice. Los
creyentes tampoco pueden pretender que una opinión científica que les agrada, y
que ni siquiera ha sido suficientemente comprobada, adquiera el peso de un
dogma de fe. Pero, en ocasiones, algunos científicos van más allá del objeto
formal de su disciplina y se extralimitan con afirmaciones o conclusiones que
exceden el campo de la propia ciencia. En ese caso, no es la razón lo que se
propone, sino una determinada ideología que cierra el camino a un diálogo
auténtico, pacífico y fructífero.
El
diálogo ecuménico.
244. El
empeño ecuménico responde a la oración del Señor Jesús que pide «que todos sean
uno» (Jn 17,21). La credibilidad del anuncio cristiano sería mucho mayor si los
cristianos superaran sus divisiones y la Iglesia realizara «la plenitud de
catolicidad que le es propia, en aquellos hijos que, incorporados a ella
ciertamente por el Bautismo, están, sin embargo, separados de su plena
comunión» [Unitatis redintegratio, 4]. Tenemos que recordar siempre que somos peregrinos, y
peregrinamos juntos. Para eso, hay que confiar el corazón al compañero de
camino sin recelos, sin desconfianzas, y mirar ante todo lo que buscamos: la
paz en el rostro del único Dios. Confiarse al otro es algo artesanal, la paz es
artesanal. Jesús nos dijo: «¡Felices los que trabajan por la paz!» (Mt 5,9). En
este empeño, también entre nosotros, se cumple la antigua profecía: «De sus espadas
forjarán arados» (Is 2,4).
245.
Bajo esta luz, el ecumenismo es un aporte a la unidad de la familia humana. La
presencia, en el Sínodo, del Patriarca de Constantinopla, Su Santidad BartoloméI, y del Arzobispo de Canterbury, Su Gracia Rowan Douglas Williams, fue un
verdadero don de Dios y un precioso testimonio cristiano.
246.
Dada la gravedad del antitestimonio de la división entre cristianos,
particularmente en Asia y en África, la búsqueda de caminos de unidad se vuelve
urgente. Los misioneros en esos continentes mencionan reiteradamente las
críticas, quejas y burlas que reciben debido al escándalo de los cristianos
divididos. Si nos concentramos en las convicciones que nos unen y recordamos el
principio de la jerarquía de verdades, podremos caminar decididamente hacia
expresiones comunes de anuncio, de servicio y de testimonio. La inmensa
multitud que no ha acogido el anuncio de Jesucristo no puede dejarnos
indiferentes. Por lo tanto, el empeño por una unidad que facilite la acogida de
Jesucristo deja de ser mera diplomacia o cumplimiento forzado, para convertirse
en un camino ineludible de la evangelización. Los signos de división entre los
cristianos en países que ya están destrozados por la violencia agregan más
motivos de conflicto por parte de quienes deberíamos ser un atractivo fermento
de paz. ¡Son tantas y tan valiosas las cosas que nos unen!. Y si realmente
creemos en la libre y generosa acción del Espíritu, ¡cuántas cosas podemos
aprender unos de otros!. No se trata sólo de recibir información sobre los demás
para conocerlos mejor, sino de recoger lo que el Espíritu ha sembrado en ellos
como un don también para nosotros. Sólo para dar un ejemplo, en el diálogo con
los hermanos ortodoxos, los católicos tenemos la posibilidad de aprender algo
más sobre el sentido de la colegialidad episcopal y sobre su experiencia de la
sinodalidad. A través de un intercambio de dones, el Espíritu puede llevarnos
cada vez más a la verdad y al bien.
Las
relaciones con el Judaísmo.
247.
Una mirada muy especial se dirige al pueblo judío, cuya Alianza con Dios jamás
ha sido revocada, porque «los dones y el llamado de Dios son irrevocables» (Rm
11,29). La Iglesia, que comparte con el Judaísmo una parte importante de las
Sagradas Escrituras, considera al pueblo de la Alianza y su fe como una raíz
sagrada de la propia identidad cristiana (cf. Rm 11,16-18). Los cristianos no
podemos considerar al Judaísmo como una religión ajena, ni incluimos a los
judíos entre aquellos llamados a dejar los ídolos para convertirse al verdadero
Dios (cf. 1 Ts 1,9). Creemos junto con ellos en el único Dios que actúa en la
historia, y acogemos con ellos la común Palabra revelada.
248. El
diálogo y la amistad con los hijos de Israel son parte de la vida de los discípulos
de Jesús. El afecto que se ha desarrollado nos lleva a lamentar sincera y
amargamente las terribles persecuciones de las que fueron y son objeto,
particularmente aquéllas que involucran o involucraron a cristianos.
249.
Dios sigue obrando en el pueblo de la Antigua Alianza y provoca tesoros de
sabiduría que brotan de su encuentro con la Palabra divina. Por eso, la Iglesia
también se enriquece cuando recoge los valores del Judaísmo. Si bien algunas
convicciones cristianas son inaceptables para el Judaísmo, y la Iglesia no
puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y Mesías, existe una rica
complementación que nos permite leer juntos los textos de la Biblia hebrea y
ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la Palabra, así como
compartir muchas convicciones éticas y la común preocupación por la justicia y
el desarrollo de los pueblos.
El
diálogo interreligioso.
250.
Una actitud de apertura en la verdad y en el amor debe caracterizar el diálogo
con los creyentes de las religiones no cristianas, a pesar de los varios
obstáculos y dificultades, particularmente los fundamentalismos de ambas
partes. Este diálogo interreligioso es una condición necesaria para la paz en
el mundo, y por lo tanto es un deber para los cristianos, así como para otras comunidades
religiosas. Este diálogo es, en primer lugar, una conversación sobre la vida
humana o simplemente, como proponen los Obispos de la India, «estar abiertos a
ellos, compartiendo sus alegrías y penas». Así aprendemos a aceptar a los
otros en su modo diferente de ser, de pensar y de expresarse. De esta forma,
podremos asumir juntos el deber de servir a la justicia y la paz, que deberá
convertirse en un criterio básico de todo intercambio. Un diálogo en el que se
busquen la paz social y la justicia es en sí mismo, más allá de lo meramente
pragmático, un compromiso ético que crea nuevas condiciones sociales. Los
esfuerzos en torno a un tema específico pueden convertirse en un proceso en el
que, a través de la escucha del otro, ambas partes encuentren purificación y
enriquecimiento. Por lo tanto, estos esfuerzos también pueden tener el
significado del amor a la verdad.
251. En
este dialogo, siempre amable y cordial, nunca se debe descuidar el vínculo
esencial entre diálogo y anuncio, que lleva a la Iglesia a mantener y a
intensificar las relaciones con los no cristianos. Un sincretismo
conciliador sería en el fondo un totalitarismo de quienes pretenden conciliar
prescindiendo de valores que los trascienden y de los cuales no son dueños. La
verdadera apertura implica mantenerse firme en las propias convicciones más
hondas, con una identidad clara y gozosa, pero «abierto a comprender las del
otro» y «sabiendo que el diálogo realmente puede enriquecer a cada uno» [Redemptoris missio, 56].
No nos sirve una apertura diplomática, que dice que sí a todo para evitar
problemas, porque sería un modo de engañar al otro y de negarle el bien que uno
ha recibido como un don para compartir generosamente. La evangelización y el
diálogo interreligioso, lejos de oponerse, se sostienen y se alimentan
recíprocamente [Discurso].
252. En
esta época adquiere gran importancia la relación con los creyentes del Islam,
hoy particularmente presentes en muchos países de tradición cristiana donde
pueden celebrar libremente su culto y vivir integrados en la sociedad. Nunca
hay que olvidar que ellos, «confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con
nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día
final» [Lumen gentium, 16]. Los escritos sagrados del Islam conservan parte de las enseñanzas
cristianas; Jesucristo y María son objeto de profunda veneración, y es
admirable ver cómo jóvenes y ancianos, mujeres y varones del Islam son capaces
de dedicar tiempo diariamente a la oración y de participar fielmente de sus
ritos religiosos. Al mismo tiempo, muchos de ellos tienen una profunda
convicción de que la propia vida, en su totalidad, es de Dios y para Él.
También reconocen la necesidad de responderle con un compromiso ético y con la
misericordia hacia los más pobres.
253.
Para sostener el diálogo con el Islam es indispensable la adecuada formación de
los interlocutores, no sólo para que estén sólida y gozosamente radicados en su
propia identidad, sino para que sean capaces de reconocer los valores de los
demás, de comprender las inquietudes que subyacen a sus reclamos y de sacar a
luz las convicciones comunes. Los cristianos deberíamos acoger con afecto y
respeto a los inmigrantes del Islam que llegan a nuestros países, del mismo
modo que esperamos y rogamos ser acogidos y respetados en los países de
tradición islámica. ¡Ruego, imploro humildemente a esos países que den libertad
a los cristianos para poder celebrar su culto y vivir su fe, teniendo en cuenta
la libertad que los creyentes del Islam gozan en los países occidentales!. Frente a episodios de fundamentalismo violento que nos inquietan, el afecto
hacia los verdaderos creyentes del Islam debe llevarnos a evitar odiosas
generalizaciones, porque el verdadero Islam y una adecuada interpretación del
Corán se oponen a toda violencia.
254.
Los no cristianos, por la gratuita iniciativa divina, y fieles a su conciencia,
pueden vivir «justificados mediante la gracia de Dios» [El cristianismo y las religiones, 72], y así «asociados
al misterio pascual de Jesucristo». Pero, debido a la dimensión
sacramental de la gracia santificante, la acción divina en ellos tiende a
producir signos, ritos, expresiones sagradas que a su vez acercan a otros a una
experiencia comunitaria de camino hacia Dios. No tienen el sentido y la
eficacia de los Sacramentos instituidos por Cristo, pero pueden ser cauces que
el mismo Espíritu suscite para liberar a los no cristianos del inmanentismo
ateo o de experiencias religiosas meramente individuales. El mismo Espíritu
suscita en todas partes diversas formas de sabiduría práctica que ayudan a
sobrellevar las penurias de la existencia y a vivir con más paz y armonía. Los
cristianos también podemos aprovechar esa riqueza consolidada a lo largo de los
siglos, que puede ayudarnos a vivir mejor nuestras propias convicciones.
255.
Los Padres sinodales recordaron la importancia del respeto a la libertad
religiosa, considerada como un derecho humano fundamental. Incluye «la
libertad de elegir la religión que se estima verdadera y de manifestar públicamente
la propia creencia» [Ecclesia in Medio Oriente, 26]. Un sano pluralismo, que de verdad respete a los
diferentes y los valore como tales, no implica una privatización de las
religiones, con la pretensión de reducirlas al silencio y la oscuridad de la
conciencia de cada uno, o a la marginalidad del recinto cerrado de los templos,
sinagogas o mezquitas. Se trataría, en definitiva, de una nueva forma de
discriminación y de autoritarismo. El debido respeto a las minorías de
agnósticos o no creyentes no debe imponerse de un modo arbitrario que silencie
las convicciones de mayorías creyentes o ignore la riqueza de las tradiciones
religiosas. Eso a la larga fomentaría más el resentimiento que la tolerancia y
la paz.
256. A
la hora de preguntarse por la incidencia pública de la religión, hay que
distinguir diversas formas de vivirla. Tanto los intelectuales como las notas
periodísticas frecuentemente caen en groseras y poco académicas
generalizaciones cuando hablan de los defectos de las religiones y muchas veces
no son capaces de distinguir que no todos los creyentes —ni todas las
autoridades religiosas— son iguales. Algunos políticos aprovechan esta
confusión para justificar acciones discriminatorias. Otras veces se desprecian
los escritos que han surgido en el ámbito de una convicción creyente, olvidando
que los textos religiosos clásicos pueden ofrecer un significado para todas las
épocas, tienen una fuerza motivadora que abre siempre nuevos horizontes,
estimula el pensamiento, amplía la mente y la sensibilidad. Son despreciados por
la cortedad de vista de los racionalismos. ¿Es razonable y culto relegarlos a
la oscuridad, sólo por haber surgido en el contexto de una creencia religiosa?. Incluyen principios profundamente humanistas que tienen un valor racional
aunque estén teñidos por símbolos y doctrinas religiosas.
257.
Los creyentes nos sentimos cerca también de quienes, no reconociéndose parte de
alguna tradición religiosa, buscan sinceramente la verdad, la bondad y la
belleza, que para nosotros tienen su máxima expresión y su fuente en Dios. Los
percibimos como preciosos aliados en el empeño por la defensa de la dignidad
humana, en la construcción de una convivencia pacífica entre los pueblos y en
la custodia de lo creado. Un espacio peculiar es el de los llamados nuevos
Areópagos, como el «Atrio de los Gentiles», donde «creyentes y no creyentes
pueden dialogar sobre los temas fundamentales de la ética, del arte y de la
ciencia, y sobre la búsqueda de la trascendencia». Éste también es un
camino de paz para nuestro mundo herido.
258. A
partir de algunos temas sociales, importantes en orden al futuro de la
humanidad, procuré explicitar una vez más la ineludible dimensión social del
anuncio del Evangelio, para alentar a todos los cristianos a manifestarla
siempre en sus palabras, actitudes y acciones.
CAPÍTULO
QUINTO:
EVANGELIZADORES
CON ESPÍRITU.
259.
Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que se abren sin
temor a la acción del Espíritu Santo. En Pentecostés, el Espíritu hace salir de
sí mismos a los Apóstoles y los transforma en anunciadores de las grandezas de
Dios, que cada uno comienza a entender en su propia lengua. El Espíritu Santo,
además, infunde la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia
(parresía), en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente.
Invoquémoslo hoy, bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el
riesgo de quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere
evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre
todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios.
260. En
este último capítulo no ofreceré una síntesis de la espiritualidad cristiana,
ni desarrollaré grandes temas como la oración, la adoración eucarística o la
celebración de la fe, sobre los cuales tenemos ya valiosos textos magisteriales
y célebres escritos de grandes autores. No pretendo reemplazar ni superar tanta
riqueza. Simplemente propondré algunas reflexiones acerca del espíritu de la
nueva evangelización.
261.
Cuando se dice que algo tiene «espíritu», esto suele indicar unos móviles interiores
que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y
comunitaria. Una evangelización con espíritu es muy diferente de un conjunto de
tareas vividas como una obligación pesada que simplemente se tolera, o se
sobrelleva como algo que contradice las propias inclinaciones y deseos. ¡Cómo
quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más
fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida
contagiosa!. Pero sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los
corazones el fuego del Espíritu. En definitiva, una evangelización con espíritu
es una evangelización con Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia
evangelizadora. Antes de proponeros algunas motivaciones y sugerencias espirituales,
invoco una vez más al Espíritu Santo; le ruego que venga a renovar, a sacudir,
a impulsar a la Iglesia en una audaz salida fuera de sí para evangelizar a
todos los pueblos.
I.
Motivaciones para un renovado impulso misionero.
262.
Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y trabajan.
Desde el punto de vista de la evangelización, no sirven ni las propuestas
místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis
sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón. Esas
propuestas parciales y desintegradoras sólo llegan a grupos reducidos y no
tienen fuerza de amplia penetración, porque mutilan el Evangelio. Siempre hace
falta cultivar un espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso
y a la actividad. Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante
con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se
vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el
fervor se apaga. La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración, y
me alegra enormemente que se multipliquen en todas las instituciones eclesiales
los grupos de oración, de intercesión, de lectura orante de la Palabra, las
adoraciones perpetuas de la Eucaristía. Al mismo tiempo, «se debe rechazar la
tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver
con las exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación» [Novo millennio ineunte, 52].
Existe el riesgo de que algunos momentos de oración se conviertan en excusa
para no entregar la vida en la misión, porque la privatización del estilo de
vida puede llevar a los cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad.
263. Es
sano acordarse de los primeros cristianos y de tantos hermanos a lo largo de la
historia que estuvieron cargados de alegría, llenos de coraje, incansables en
el anuncio y capaces de una gran resistencia activa. Hay quienes se consuelan
diciendo que hoy es más difícil; sin embargo, reconozcamos que las
circunstancias del Imperio romano no eran favorables al anuncio del Evangelio,
ni a la lucha por la justicia, ni a la defensa de la dignidad humana. En todos
los momentos de la historia están presentes la debilidad humana, la búsqueda
enfermiza de sí mismo, el egoísmo cómodo y, en definitiva, la concupiscencia
que nos acecha a todos. Eso está siempre, con un ropaje o con otro; viene del
límite humano más que de las circunstancias. Entonces, no digamos que hoy es
más difícil; es distinto. Pero aprendamos de los santos que nos han precedido y
enfrentaron las dificultades propias de su época. Para ello, os propongo que
nos detengamos a recuperar algunas motivaciones que nos ayuden a imitarlos
hoy.
El
encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva.
264. La
primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa
experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero
¿qué amor es ése que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de
mostrarlo, de hacerlo conocer?. Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo,
necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos.
Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón
frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante Él con el corazón
abierto, dejando que Él nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que
descubrió Natanael el día que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas
debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48). ¡Qué dulce es estar frente a un
crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y simplemente ser ante sus
ojos!. ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a tocar nuestra existencia y
nos lance a comunicar su vida nueva!. Entonces, lo que ocurre es que, en
definitiva, «lo que hemos visto y oído es lo que anunciamos» (1 Jn 1,3). La
mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con
amor, es detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de
esa manera, su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para
eso urge recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada
día que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida
nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás.
265.
Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su
coherencia, su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total,
todo es precioso y le habla a la propia vida. Cada vez que uno vuelve a
descubrirlo, se convence de que eso mismo es lo que los demás necesitan, aunque
no lo reconozcan: «Lo que vosotros adoráis sin conocer es lo que os vengo a
anunciar» (Hch 17,23). A veces perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar
que el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas,
porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la
amistad con Jesús y el amor fraterno. Cuando se logra expresar adecuadamente y
con belleza el contenido esencial del Evangelio, seguramente ese mensaje
hablará a las búsquedas más hondas de los corazones: «El misionero está
convencido de que existe ya en las personas y en los pueblos, por la acción del
Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre
Dios, sobre el hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado y
de la muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de
responder a esta esperanza» [Redemptoris missio, 45].
El
entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos un tesoro de
vida y de amor que es lo que no puede engañar, el mensaje que no puede
manipular ni desilusionar. Es una respuesta que cae en lo más hondo del ser
humano y que puede sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda
porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar. Nuestra tristeza
infinita sólo se cura con un infinito amor.
266.
Pero esa convicción se sostiene con la propia experiencia, constantemente
renovada, de gustar su amistad y su mensaje. No se puede perseverar en una
evangelización fervorosa si uno no sigue convencido, por experiencia propia, de
que no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo
caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que
ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en
Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo con su
Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón. Sabemos bien que la vida con Él
se vuelve mucho más plena y que con Él es más fácil encontrarle un sentido a
todo. Por eso evangelizamos. El verdadero misionero, que nunca deja de ser
discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja
con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera. Si uno no
lo descubre a Él presente en el corazón mismo de la entrega misionera, pronto
pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite, le falta
fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura,
enamorada, no convence a nadie.
267.
Unidos a Jesús, buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama. En definitiva,
lo que buscamos es la gloria del Padre; vivimos y actuamos «para alabanza de la
gloria de su gracia» (Ef 1,6). Si queremos entregarnos a fondo y con
constancia, tenemos que ir más allá de cualquier otra motivación. Éste es el móvil
definitivo, el más profundo, el más grande, la razón y el sentido final de todo
lo demás. Se trata de la gloria del Padre que Jesús buscó durante toda su
existencia. Él es el Hijo eternamente feliz con todo su ser «hacia el seno del
Padre» (Jn 1,18). Si somos misioneros, es ante todo porque Jesús nos ha dicho:
«La gloria de mi Padre consiste en que deis fruto abundante» (Jn 15,8). Más
allá de que nos convenga o no, nos interese o no, nos sirva o no, más allá de
los límites pequeños de nuestros deseos, nuestra comprensión y nuestras
motivaciones, evangelizamos para la mayor gloria del Padre que nos ama.
El
gusto espiritual de ser pueblo.
268. La
Palabra de Dios también nos invita a reconocer que somos pueblo: «Vosotros, que
en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios» (1 Pe 2,10). Para
ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual
de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es
fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo
tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado,
reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si
no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se
dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que
Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su
pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal
modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia.
269.
Jesús mismo es el modelo de esta opción evangelizadora que nos introduce en el
corazón del pueblo. ¡Qué bien nos hace mirarlo cercano a todos!. Si hablaba con
alguien, miraba sus ojos con una profunda atención amorosa: «Jesús lo miró con
cariño» (Mc 10,21). Lo vemos accesible cuando se acerca al ciego del camino
(cf. Mc 10,46-52) y cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin
importarle que lo traten de comilón y borracho (cf. Mt 11,19). Lo vemos
disponible cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies (cf. Lc 7,36-50)
o cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-15). La entrega de Jesús en la
cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia.
Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad,
compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material
y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están
alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de
un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un
peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y
nos otorga identidad.
270. A
veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente
distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria
humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a
buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a
distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar
en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de
la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente
y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a
un pueblo.
271. Es
verdad que, en nuestra relación con el mundo, se nos invita a dar razón de
nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan. Se nos
advierte muy claramente: «Hacedlo con dulzura y respeto» (1 Pe 3,16), y «en lo
posible y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los hombres» (Rm 12,18).
También se nos exhorta a tratar de vencer «el mal con el bien» (Rm 12,21), sin
cansarnos «de hacer el bien» (Ga 6,9) y sin pretender aparecer como superiores,
sino «considerando a los demás como superiores a uno mismo» (Flp 2,3). De
hecho, los Apóstoles del Señor gozaban de «la simpatía de todo el pueblo» (Hch
2,47; 4,21.33; 5,13). Queda claro que Jesucristo no nos quiere príncipes que
miran despectivamente, sino hombres y mujeres de pueblo. Ésta no es la opinión
de un Papa ni una opción pastoral entre otras posibles; son indicaciones de la
Palabra de Dios tan claras, directas y contundentes que no necesitan
interpretaciones que les quiten fuerza interpelante. Vivámoslas «sine glossa»,
sin comentarios. De ese modo, experimentaremos el gozo misionero de compartir
la vida con el pueblo fiel a Dios tratando de encender el fuego en el corazón
del mundo.
272. El
amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con
Dios hasta el punto de que quien no ama al hermano «camina en las tinieblas» (1
Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios» (1 Jn
4,8). Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte
también en ciegos ante Dios», [Deus caritas est, 16] y que el amor es en el fondo la única luz
que «ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y
actuar». Por lo tanto, cuando vivimos la mística de acercarnos a los demás
y de buscar su bien, ampliamos nuestro interior para recibir los más hermosos
regalos del Señor. Cada vez que nos encontramos con un ser humano en el amor,
quedamos capacitados para descubrir algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos
abren los ojos para reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer
a Dios. Como consecuencia de esto, si queremos crecer en la vida espiritual, no
podemos dejar de ser misioneros. La tarea evangelizadora enriquece la mente y
el corazón, nos abre horizontes espirituales, nos hace más sensibles para
reconocer la acción del Espíritu, nos saca de nuestros esquemas espirituales
limitados. Simultáneamente, un misionero entregado experimenta el gusto de ser
un manantial, que desborda y refresca a los demás. Sólo puede ser misionero
alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad
de los otros. Esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque «hay más
alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35). Uno no vive mejor si escapa de los
demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se
encierra en la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio.
273. La
misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me
puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que
yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en
esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo
como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar,
sanar, liberar. Allí aparece la enfermera de alma, el docente de alma, el
político de alma, ésos que han decidido a fondo ser con los demás y para los
demás. Pero si uno separa la tarea por una parte y la propia privacidad por
otra, todo se vuelve gris y estará permanentemente buscando reconocimientos o
defendiendo sus propias necesidades. Dejará de ser pueblo.
274.
Para compartir la vida con la gente y entregarnos generosamente, necesitamos
reconocer también que cada persona es digna de nuestra entrega. No por su
aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por
las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya.
Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto
de la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita en su vida. Jesucristo dio
su preciosa sangre en la cruz por esa persona. Más allá de toda apariencia,
cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por
ello, si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la
entrega de mi vida. Es lindo ser pueblo fiel de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud
cuando rompemos las paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!.
La
acción misteriosa del Resucitado y de su Espíritu.
275. En
el capítulo segundo reflexionábamos sobre esa falta de espiritualidad profunda
que se traduce en el pesimismo, el fatalismo, la desconfianza. Algunas personas
no se entregan a la misión, pues creen que nada puede cambiar y entonces para
ellos es inútil esforzarse. Piensan así: «¿Para qué me voy a privar de mis
comodidades y placeres si no voy a ver ningún resultado importante?». Con esa
actitud se vuelve imposible ser misioneros. Tal actitud es precisamente una
excusa maligna para quedarse encerrados en la comodidad, la flojera, la
tristeza insatisfecha, el vacío egoísta. Se trata de una actitud
autodestructiva porque «el hombre no puede vivir sin esperanza: su vida,
condenada a la insignificancia, se volvería insoportable». Si pensamos que
las cosas no van a cambiar, recordemos que Jesucristo ha triunfado sobre el
pecado y la muerte y está lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive. De
otro modo, «si Cristo no resucitó, nuestra predicación está vacía» (1 Co
15,14). El Evangelio nos relata que cuando los primeros discípulos salieron a
predicar, «el Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra» (Mc 16,20).
Eso también sucede hoy. Se nos invita a descubrirlo, a vivirlo. Cristo
resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y no nos
faltará su ayuda para cumplir la misión que nos encomienda.
276. Su
resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado
el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer
los brotes de la resurrección. Es una fuerza imparable. Verdad que muchas veces
parece que Dios no existiera: vemos injusticias, maldades, indiferencias y
crueldades que no ceden. Pero también es cierto que en medio de la oscuridad
siempre comienza a brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce un fruto. En
un campo arrasado vuelve a aparecer la vida, tozuda e invencible. Habrá muchas
cosas negras, pero el bien siempre tiende a volver a brotar y a difundirse.
Cada día en el mundo renace la belleza, que resucita transformada a través de
las tormentas de la historia. Los valores tienden siempre a reaparecer de nuevas
maneras, y de hecho el ser humano ha renacido muchas veces de lo que parecía
irreversible. Ésa es la fuerza de la resurrección y cada evangelizador es un
instrumento de ese dinamismo.
277.
También aparecen constantemente nuevas dificultades, la experiencia del
fracaso, las pequeñeces humanas que tanto duelen. Todos sabemos por experiencia
que a veces una tarea no brinda las satisfacciones que desearíamos, los frutos
son reducidos y los cambios son lentos, y uno tiene la tentación de cansarse.
Sin embargo, no es lo mismo cuando uno, por cansancio, baja momentáneamente los
brazos que cuando los baja definitivamente dominado por un descontento crónico,
por una acedia que le seca el alma. Puede suceder que el corazón se canse de
luchar porque en definitiva se busca a sí mismo en un carrerismo sediento de
reconocimientos, aplausos, premios, puestos; entonces, uno no baja los brazos,
pero ya no tiene garra, le falta resurrección. Así, el Evangelio, que es el
mensaje más hermoso que tiene este mundo, queda sepultado debajo de muchas
excusas.
278. La
fe es también creerle a Él, creer que es verdad que nos ama, que vive, que es
capaz de intervenir misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal
con su poder y con su infinita creatividad. Es creer que Él marcha victorioso
en la historia «en unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los
fieles» (Ap 17,14). Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios ya
está presente en el mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de diversas
maneras: como la semilla pequeña que puede llegar a convertirse en un gran
árbol (cf. Mt 13,31-32), como el puñado de levadura, que fermenta una gran masa
(cf. Mt 13,33), y como la buena semilla que crece en medio de la cizaña (cf. Mt
13,24-30), y siempre puede sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra vez,
lucha por florecer de nuevo. La resurrección de Cristo provoca por todas partes
gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la
resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque
Jesús no ha resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la
esperanza viva!.
279.
Como no siempre vemos esos brotes, nos hace falta una certeza interior y es la
convicción de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en
medio de aparentes fracasos, porque «llevamos este tesoro en recipientes de
barro» (2 Co 4,7). Esta certeza es lo que se llama «sentido de misterio». Es
saber con certeza que quien se ofrece y se entrega a Dios por amor seguramente
será fecundo (cf. Jn 15,5). Tal fecundidad es muchas veces invisible,
inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos,
pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que
no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna
de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor
a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa
paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida. A veces
nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no
es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una organización
humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a
nuestra propaganda; es algo mucho más profundo, que escapa a toda medida.
Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro lugar
del mundo donde nosotros nunca iremos. El Espíritu Santo obra como quiere,
cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos pero sin pretender ver
resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra entrega es necesaria.
Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la
entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que
sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca.
280.
Para mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida confianza en el
Espíritu Santo, porque Él «viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rm 8,26). Pero
esa confianza generosa tiene que alimentarse y para eso necesitamos invocarlo
constantemente. Él puede sanar todo lo que nos debilita en el empeño misionero.
Es verdad que esta confianza en lo invisible puede producirnos cierto vértigo:
es como sumergirse en un mar donde no sabemos qué vamos a encontrar. Yo mismo
lo experimenté tantas veces. Pero no hay mayor libertad que la de dejarse
llevar por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir
que Él nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera.
Él sabe bien lo que hace falta en cada época y en cada momento. ¡Esto se llama
ser misteriosamente fecundos!.
La
fuerza misionera de la intercesión.
281.
Hay una forma de oración que nos estimula particularmente a la entrega
evangelizadora y nos motiva a buscar el bien de los demás: es la intercesión.
Miremos por un momento el interior de un gran evangelizador como san Pablo,
para percibir cómo era su oración. Esa oración estaba llena de seres humanos:
«En todas mis oraciones siempre pido con alegría por todos vosotros [...]
porque os llevo dentro de mi corazón» (Flp 1,4.7). Así descubrimos que
interceder no nos aparta de la verdadera contemplación, porque la contemplación
que deja fuera a los demás es un engaño.
282.
Esta actitud se convierte también en agradecimiento a Dios por los demás: «Ante
todo, doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo por todos vosotros» (Rm
1,8). Es un agradecimiento constante: «Doy gracias a Dios sin cesar por todos
vosotros a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús»
(1 Co 1,4); «Doy gracias a mi Dios todas las veces que me acuerdo de vosotros»
(Flp 1,3). No es una mirada incrédula, negativa y desesperanzada, sino una
mirada espiritual, de profunda fe, que reconoce lo que Dios mismo hace en
ellos. Al mismo tiempo, es la gratitud que brota de un corazón verdaderamente
atento a los demás. De esa forma, cuando un evangelizador sale de la oración,
el corazón se le ha vuelto más generoso, se ha liberado de la conciencia
aislada y está deseoso de hacer el bien y de compartir la vida con los demás.
283.
Los grandes hombres y mujeres de Dios fueron grandes intercesores. La
intercesión es como «levadura» en el seno de la Trinidad. Es un adentrarnos en
el Padre y descubrir nuevas dimensiones que iluminan las situaciones concretas
y las cambian. Podemos decir que el corazón de Dios se conmueve por la
intercesión, pero en realidad Él siempre nos gana de mano, y lo que
posibilitamos con nuestra intercesión es que su poder, su amor y su lealtad se
manifiesten con mayor nitidez en el pueblo.
II.
María, la Madre de la evangelización.
284.
Con el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre está María. Ella reunía a
los discípulos para invocarlo (Hch 1,14), y así hizo posible la explosión
misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia
evangelizadora y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva
evangelización.
285. En
la cruz, cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro entre el
pecado del mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora
presencia de la Madre y del amigo. En ese crucial instante, antes de dar por
consumada la obra que el Padre le había encargado, Jesús le dijo a María:
«Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego le dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu
madre» (Jn 19,26-27). Estas palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan
primeramente una preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más bien una
fórmula de revelación que manifiesta el misterio de una especial misión
salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de
hacer esto Jesús pudo sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28). Al pie de la
cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos
lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en
esa imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al Señor no le agrada que
falte a su Iglesia el icono femenino. Ella, que lo engendró con tanta fe,
también acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de
Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión entre
María, la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras, engendran a
Cristo, ha sido bellamente expresada por el beato Isaac de Stella: «En las
Escrituras divinamente inspiradas, lo que se entiende en general de la Iglesia,
virgen y madre, se entiende en particular de la Virgen María […] También se
puede decir que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo,
hija y hermana, virgen y madre fecunda […] Cristo permaneció nueve meses en el
seno de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la
consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel por
los siglos de los siglos».
286.
María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con
unos pobres pañales y una montaña de ternura. Ella es la esclavita del Padre
que se estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no
falte el vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada,
que comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para
los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Ella es la
misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los
corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina
con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor
de Dios. A través de las distintas advocaciones marianas, ligadas generalmente
a los santuarios, comparte las historias de cada pueblo que ha recibido el
Evangelio, y entra a formar parte de su identidad histórica. Muchos padres
cristianos piden el Bautismo para sus hijos en un santuario mariano, con lo
cual manifiestan la fe en la acción maternal de María que engendra nuevos hijos
para Dios. Es allí, en los santuarios, donde puede percibirse cómo María reúne
a su alrededor a los hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y
dejarse mirar por ella. Allí encuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los
sufrimientos y cansancios de la vida. Como a san Juan Diego, María les da la
caricia de su consuelo maternal y les dice al oído: «No se turbe tu corazón […]
¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?».
La
Estrella de la nueva evangelización.
287. A
la Madre del Evangelio viviente le pedimos que interceda para que esta
invitación a una nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda la comunidad
eclesial. Ella es la mujer de fe, que vive y camina en la fe [Lumen gentium, VIII, 52-69], y «su
excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante
para la Iglesia» [Redemptoris Mater, 6]. Ella se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario
de fe, hacia un destino de servicio y fecundidad. Nosotros hoy fijamos en ella
la mirada, para que nos ayude a anunciar a todos el mensaje de salvación, y
para que los nuevos discípulos se conviertan en agentes evangelizadores.
En esta peregrinación evangelizadora no faltan las etapas de aridez,
ocultamiento, y hasta cierta fatiga, como la que vivió María en los años de Nazaret,
mientras Jesús crecía: «Éste es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y
agradable nueva. No es difícil, pues, notar en este inicio una particular
fatiga del corazón, unida a una especie de “noche de la fe” —usando una
expresión de san Juan de la Cruz—, como un “velo” a través del cual hay que
acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio. Pues de este modo
María, durante muchos años, permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo,
y avanzaba en su itinerario de fe» [Redemptoris Mater, 17].
288. Hay
un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez
que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del
cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los
débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse
importantes. Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios porque
«derribó de su trono a los poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lc
1,52.53) es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia. Es
también la que conserva cuidadosamente «todas las cosas meditándolas en su
corazón» (Lc 2,19). María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en
los grandes acontecimientos y también en aquéllos que parecen imperceptibles. Es
contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida
cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret,
y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para
auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39). Esta dinámica de justicia y
ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un
modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su oración maternal
nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para
todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo. Es el
Resucitado quien nos dice, con una potencia que nos llena de inmensa confianza
y de firmísima esperanza: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Con María
avanzamos confiados hacia esta promesa, y le decimos:
Virgen
y Madre María,
tú que,
movida por el Espíritu,
acogiste
al Verbo de la vida
en la
profundidad de tu humilde fe,
totalmente
entregada al Eterno,
ayúdanos
a decir nuestro «sí»
ante la
urgencia, más imperiosa que nunca,
de
hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
llevaste
la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo
exultar en el seno de su madre.
Tú,
estremecida de gozo,
cantaste
las maravillas del Señor.
Tú, que
estuviste plantada ante la cruz
con una
fe inquebrantable
y
recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste
a los discípulos en la espera del Espíritu
para
que naciera la Iglesia evangelizadora.
Consíguenos
ahora un nuevo ardor de resucitados
para
llevar a todos el Evangelio de la vida
que
vence a la muerte.
Danos
la santa audacia de buscar nuevos caminos
para
que llegue a todos
el don
de la belleza que no se apaga.
Tú,
Virgen de la escucha y la contemplación,
madre
del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede
por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para
que ella nunca se encierre ni se detenga
en su
pasión por instaurar el Reino.
Estrella
de la nueva evangelización,
ayúdanos
a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del
servicio, de la fe ardiente y generosa,
de la
justicia y el amor a los pobres,
para
que la alegría del Evangelio
llegue
hasta los confines de la tierra
y
ninguna periferia se prive de su luz.
Madre
del Evangelio viviente,
manantial
de alegría para los pequeños,
ruega
por nosotros.
Amén.
Aleluya.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la clausura del Año de la fe, el 24 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del año 2013, primero de mi Pontificado.
FRANCISCUS
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