1 de enero de 1979
PARA
LOGRAR LA PAZ, EDUCAR A LA PAZ
A todos
vosotros que deseáis la paz:
La gran
causa de la paz entre los pueblos tiene necesidad de todas las energías de paz
latentes en el corazón del hombre. A suscitarlas y cultivarlas -a educarlas-
ha querido mi predecesor Pablo VI, poco antes de su muerte, que fuese
consagrada la Jornada mundial 1979, que lleva por lema: « PARA
LOGRAR LA PAZ, EDUCAR A LA PAZ ».
A lo
largo de todo su pontificado, Pablo VI ha recorrido con vosotros los difíciles
caminos de la paz. Compartía vuestras angustias cuando la paz estaba en
peligro. Sufría con aquéllos que padecían el azote de la guerra. Alentaba todos
los esfuerzos encaminados a restaurar la paz. Mantenía siempre la esperanza,
con una indomable energía.
Convencido
de que la paz es tarea de todos, había lanzado en 1967 la idea de una Jornada
Mundial de la Paz, deseando que todos vosotros la hiciérais iniciativa propia.
Desde entonces, cada año su Mensaje ofrecía a los responsables de las naciones
y de las organizaciones internacionales la oportunidad de renovar y expresar
públicamente lo que legitima su autoridad : hacer progresar y cohabitar en la
paz a hombres libres, justos y fraternos. Las comunidades más heterogéneas se
encontraban para celebrar el bien inestimable de la paz y corroborar su
voluntad de defenderla y servirla.
Yo
recojo de manos de mi venerado predecesor el bastón de peregrino de la paz.
Camino a vuestro lado con el Evangelio de la paz. «Bienaventurados los que
trabajan por la paz». Al comienzo del año 1979, os invito a celebrar la Jornada
Mundial, colocándola —de acuerdo con el deseo de Pablo VI— bajo el signo de la
educación a la paz.
Una
aspiración incoercible.
Conseguir
la paz: he ahí el resumen y la coronación de todas nuestras aspiraciones. La
paz —tal es nuestro convencimiento— es plenitud y es alegría. Para hacerla real
entre los países, se multiplican los intentos a través de intercambios
bilaterales o multilaterales, conferencias internacionales; algunos toman
personalmente iniciativas valientes, con el fin de establecer la paz o de hacer
desaparecer la amenaza de una nueva guerra.
Una
confianza quebrantada.
Pero al
mismo tiempo, se observa que tanto las personas como los grupos no acaban de
arreglar sus conflictos secretos o públicos. ¿Será pues la paz un ideal fuera
de nuestro alcance?. El espectáculo cotidiano de las guerras, de las tensiones,
de las divisiones siembra la duda y el desaliento. Focos de discordia y de odio
parecen incluso atizados artificialmente por algunos que no pagan las
consecuencias. Y con demasiada frecuencia los gestos de paz son irrisoriamente
incapaces de cambiar el curso de las cosas, cuando no son arrastrados y al
final utilizados por la lógica dominante de la explotación y de la violencia.
En unas
partes, la timidez y la dificultad de las reformas necesarias envenenan las
relaciones entre grupos humanos, unidos sin embargo por una larga o ejemplar
historia común; nuevas ambiciones de poder inclinan a recurrir a la coacción
del número o a la fuerza brutal para aclarar la situación, bajo la mirada
impotente, muchas veces interesada y cómplice, de otros países próximos o
lejanos; tanto los más fuertes como los más débiles ya no depositan su
confianza en los pacientes procedimientos de la paz.
En
otras partes, el temor de una paz mal asegurada, los imperativos militares y
políticos, los intereses económicos y comerciales llevan consigo la
constitución de arsenales o la venta de armas de una capacidad alarmante de
destrucción: la carrera de armamentos prevalece entonces sobre las grandes
tareas pacíficas que deberían unir a los pueblos en una nueva solidaridad,
alimenta conflictos esporádicos, pero sangrientos, y acumula las más graves
amenazas. Es verdad: a primera vista, la causa de la paz tiene ante sí un
obstáculo desesperante.
De
palabras de paz...
Sin
embargo, en casi todos los discursos públicos, a nivel de naciones o de
organismos internacionales, rara vez se ha hablado tanto de paz, de distensión,
de entendimiento, de soluciones razonables de los conflictos, de acuerdo con la
justicia. La paz se ha convertido en el lema que tranquiliza o quiere seducir.
Esto, en cierto sentido es un hecho positivo: la opinión pública de las naciones
no aguantaría ya que se haga la apología de la guerra ni tampoco que se corra
el riesgo de una guerra ofensiva.
...a
convicciones de paz.
Pero
para poner de manifiesto el desafío que se impone a toda la humanidad, frente a
la dura tarea de la paz, hace falta algo más que palabras, sinceras o
demagógicas. Sobre todo es necesario que penetre el verdadero espíritu de la
paz a nivel de hombres políticos, de medios o de centros de los que dependen
más o menos directamente, más o menos secretamente, los pasos decisivos hacia
la paz o al contrario la prolongación de las guerras o de las situaciones de
violencia. Es necesario, como mínimo, apoyarse sobre principios elementales
pero seguros, como son los siguientes:
- Las cosas de los hombres deben ser tratadas con humanidad, y no por la violencia.
- Las tensiones, los contenciosos y los conflictos deben ser arreglados por negociaciones razonables y no por la fuerza.
- Las oposiciones ideológicas deben confrontarse en un clima de diálogo y de libre discusión.
- Los intereses legítimos de grupos determinados deben tener también en cuenta los intereses legítimos de los otros grupos afectados y las exigencias del bien común superior.
- El recurso a las armas no debería ser considerado como el instrumento adecuado para solucionar los conflictos.
- Los derechos humanos imprescriptibles deben ser salvaguardados en toda circunstancia.
- No está permitido matar para imponer una solución.
Estos
principios humanitarios los puede encontrar todo hombre de buena voluntad en su
propia conciencia. Corresponden a la voluntad de Dios sobre los hombres. Para
que se conviertan en convicciones, tanto para los poderosos como para los
débiles, e impregnen toda su actividad, hay que devolverles toda su fuerza. Es
necesaria una educación paciente y prolongada a todos los niveles.
II. LA
EDUCACIÓN A LA PAZ.
1.
LLENAR NUESTRAS MIRADAS CON HORIZONTES DE PAZ.
Para
vencer este sentimiento espontáneo de impotencia, la tarea y el primer
beneficio de una educación digna de este nombre es mirar más allá de las
tristes evidencias inmediatas, o más bien, aprender a reconocer, en el meollo
mismo de los estallidos de la violencia que mata, el camino discreto de la paz
que jamás renuncia, que incansablemente cura la heridas, que mantiene y hace
progresar la vida. La marcha hacia la paz aparecerá entonces posible y
deseable, fuerte y ya victoriosa.
Un
repaso a la historia.
Aprendamos
primero a repasar la historia de los pueblos y de la humanidad según esquemas
más verdaderos que los de la concatenación de las guerras y de las
revoluciones. Ciertamente, el ruido de las batallas domina la historia. Pero
son las treguas de la violencia las que han consentido realizar esas obras
culturales duraderas de las que se honra la humanidad. Además, si es que se
puede encontrar en las guerras y en las mismas revoluciones unos factores de
vida y progreso, ellos provienen de aspiraciones de orden distinto al de la
violencia: son aspiraciones de naturaleza espiritual, tales como la voluntad de
ver reconocida una dignidad común a toda la humanidad, de salvar el espíritu y
la libertad de un pueblo. Donde existían estas aspiraciones, actuaban como un
regulador en el seno mismo de los conflictos, impedían rupturas irremediables,
mantenían una esperanza y preparaban una nueva oportunidad para la paz. Donde
faltaban tales aspiraciones o se alteraban en la exaltación de la violencia,
dejaban el campo abierto a la lógica de la destrucción que ha llevado a
regresiones económicas y culturales duraderas y a la muerte de civilizaciones
enteras. Responsables de los pueblos, sabed educaros a vosotros mismos en el
amor de la paz, discerniendo y haciendo brillar en las grandes páginas de la
historia nacional el ejemplo de vuestros predecesores cuya gloria ha sido hacer
germinar unos frutos de paz. «Dichosos los que trabajan por la paz ...».
La
estima de las grandes tareas pacificadoras de hoy.
Hoy
vosotros contribuiréis a la educación en la paz dando el mayor relieve posible
a las grandes tareas pacificadoras que se imponen a la familia humana. A través
de vuestros esfuerzos para llegar a una gestión razonable y solidaria del
propio ambiente y del patrimonio común de la humanidad, a la erradicación de la
miseria que abruma a millones de hombres, a la consolidación de instituciones
susceptibles de expresar y agrandar la unidad de la familia humana a nivel
regional y mundial, los hombres descubrirán la llamada fascinante de la paz que
es reconciliación entre sí y reconciliación con su universo natural.
Exhortando, contra todas las demagogias ambientales, a la búsqueda de modos de
vida más simples, menos expuestos a la tiranía de los instintos de posesión, de
consumo y de dominio, y más acogedores de los ritmos profundos de la
creatividad personal y de la amistad, abriréis para vosotros mismos y para
todos un espacio inmenso a las posibilidades insospechadas de la paz.
La
irradiación de múltiples ejemplos de paz.
Inhibe
tanto al individuo el sentimiento de que resulten vanos sus modestos esfuerzos
en favor de la paz, en el límite restringido de las responsabilidades de cada
uno, debido a los grandes debates políticos mundiales prisioneros de una lógica
de simples medidas de fuerzas y de recurso a los armamentos, como lo libera el
espectáculo de las instancias internacionales convencidas de las posibilidades
de la paz, y empeñadas de manera apasionada en la construcción de la paz. La
educación para la paz puede entonces beneficiar también de un interés renovado
por los ejemplos cotidianos de sencillos artífices de paz a todos los niveles:
son individuos y hogares que, por el dominio de sus pasiones, por la aceptación
y el respeto mutuos, conquistan su propia paz interior y la difunden; son
pueblos, a menudo pobres y probados, cuya sabiduría milenaria se ha forjado
alrededor del bien supremo de la paz, que han sabido resistir frecuentemente a
las seducciones engañosas de progresos rápidos conseguidos por la violencia, convencidos
de que tales beneficios llevarían los gérmenes envenenados de nuevos
conflictos.
Sí, sin
ignorar el drama de las violencias, llenemos nuestras miradas y la de las
jóvenes generaciones con estos objetivos de paz: son éstos los que ejercerán
una atracción decisiva. Sobre todo, harán surgir la aspiración a la paz que es
un constitutivo del hombre. Estas energías nuevas harán inventar un nuevo
lenguaje de paz y nuevos gestos de paz.
2.
HABLAR UN LENGUAJE DE PAZ.
El
lenguaje es para expresar los sentimientos del corazón y para unir. Pero cuando
es prisionero de esquemas prefabricados, arrastra a su vez al corazón hacia sus
propias pendientes. Hay que actuar, pues, sobre el lenguaje para actuar sobre
el corazón e impedir las trampas del lenguaje.
Es fácil
constatar hasta qué punto la ironía acerba y la dureza en los juicios, en la
crítica de los demás y sobre todo del «extranjero», la contestación y la
reivindicación sistemáticas invaden las comunicaciones orales y ahogan tanto la
caridad social cuanto la misma justicia. A fuerza de expresarlo todo en
términos de relaciones de fuerza, de lucha de grupos y de clases, de amigos y
de enemigos, se ha creado el terreno propicio a las barreras sociales, al
menosprecio, es decir, al odio y al terrorismo y su apología disimulada o
abierta. De un corazón conquistado por el valor superior de la paz brotan al
contrario el deseo de escuchar y de comprender, el respeto al otro, la dulzura
que es fuerza verdadera y la confianza. Este lenguaje sitúa en el camino de la
objetividad, de la verdad, de la paz. Grande es en este punto la función
educativa de los medios de comunicación social. Y es también muy influyente la
manera de expresarse en los intercambios y en los debates con ocasión de
confrontaciones políticas, nacionales e internacionales. Responsables de las
naciones y responsables de las organizaciones internacionales, sabed encontrar
un lenguaje nuevo, un lenguaje de paz: éste abre por sí mismo un nuevo espacio
a la paz.
3.
HACER GESTOS DE PAZ.
Lo que
suscita unos horizontes de paz, lo que sirve a un lenguaje de paz, debe
expresarse en unos gestos de paz. En su ausencia, la convicciones nacientes se
evaporan y el lenguaje de paz se convierte en una retórica rápidamente
desacreditada. Muy numerosos pueden ser los artífices de paz si toman
conciencia de sus posibilidades y de sus responsabilidades. La práctica de la
paz arrastra a la paz. Ella enseña a los que buscan el tesoro de la paz que
este tesoro se descubre y se ofrece a quienes realizan modestamente, día tras
día, todas las acciones de paz de que son capaces.
Padres,
educadores y jóvenes.
Padres
y educadores, ayudad a los niños y a los jóvenes a hacer la experiencia de la
paz en las mil acciones diarias que están a su alcance, en familia, en la
escuela, en el juego, la camaradería, el trabajo en equipo, la competición
deportiva, las múltiples conciliaciones y reconciliaciones necesarias. El Año
internacional del Niño, que las Naciones Unidas han proclamado para 1979,
debería atraer la atención de todos sobre la aportación original de los niños a
la paz.
Jóvenes,
sed constructores de paz. Vosotros sois artífices con pleno derecho de esta
gran obra común. Resistid a las facilidades que os adormecen en la triste
mediocridad, y a las violencias estériles con que quieren utilizaros algunas
veces unos adultos que no están en paz consigo mismos. Seguid los caminos que
os marca vuestro sentido de la generosidad, de la alegría de vivir, del
compartir. Vosotros deseáis invertir vuestras energías nuevas —que escapan a
las discriminaciones apriorísticas— en unos encuentros fraternales por encima
de fronteras, en el aprendizaje de lenguas extranjeras que faciliten la
comunicación, en el servicio desinteresado a los países más necesitados.
Vosotros sois las primeras víctimas de la guerra que destroza vuestro ímpetu.
Vosotros sois la promesa de la paz.
Compañeros
sociales.
Compañeros
de la vida profesional y social, la paz os resulta a menudo difícil de
conseguir. No hay paz sin justicia y sin libertad, sin un compromiso valiente
para promover una y otra. La fortaleza que hay que poner en práctica debe ser paciente,
sin resignación ni renuncia, firme sin provocación, prudente para preparar
activamente los progresos deseables sin disipar las energías en llamaradas de
indignación violenta prontamente extinguidas. Contra las injusticias y las
opresiones, la paz está llamada a abrirse un camino en la adopción de una
acción decidida. Pero esta acción debe llevar ya la marca del objetivo al que
tiende, a saber, una mejor aceptación mutua de las personas y de los grupos.
Encontrará una regulación en la voluntad de paz que proviene de lo más profundo
del hombre, en las aspiraciones y en la legislación de los pueblos: Es esta
capacidad de paz, cultivada, disciplinada, la que da lucidez en orden a dar a
las tensiones y a los mismos conflictos las treguas necesarias para desarrollar
su lógica fecunda y constructiva. Lo que ocurre en la vida social interna de
los países tiene una repercusión considerable —en lo bueno y en lo malo— sobre
la paz entre las naciones.
Hombres
políticos.
Pero,
hay que insistir en ello de nuevo, estos múltiples gestos de paz corren el
riesgo de ser desalentados y en parte aniquilados por una política
internacional que no hallara la misma dinámica de paz. Hombres políticos,
responsables de los pueblos y de las organizaciones internacionales, yo os manifiesto
mi estima sincera y doy mi total apoyo a vuestros esfuerzos muchas veces
agotadores por mantener o restablecer la paz. Es más, consciente de que va en
ello la felicidad e incluso la supervivencia de la humanidad, y persuadido de
la gran responsabilidad que me incumbe de hacer eco a la llamada capital de
Cristo: «Dichosos los que trabajan por la paz», me atrevo a alentaros a que
vayais más lejos. Abrid nuevas puertas a la paz. Haced todo lo que está en
vuestras manos para hacer prevalecer la vía del diálogo sobre la de la fuerza.
Que esto tenga aplicación en primer lugar en el plano interior: ¿cómo pueden los pueblos promover de verdad la paz internacional, si son ellos mismos prisioneros de ideologías según las cuales la justicia y la paz no se obtienen más que reduciendo a la impotencia a aquéllos que, ya de antemano, son considerados indignos de ser artífices de la propia suerte o cooperadores válidos del bien común?. En las negociaciones con los adversarios, estad persuadidos de que el honor y la eficiencia no se miden por el grado de inflexibilidad en la defensa de los intereses, sino por la capacidad de respeto, de verdad, de benevolencia y de fraternidad para con los colegas, en una palabra, por su humanidad. Llevad a cabo gestos de paz, incluso audaces, que rompan con los encadenamientos fatales y con el peso de las pasiones heredadas de la historia; tejed después pacientemente la trama política, económica y cultural de la paz. Cread —la hora es propicia y el tiempo urge— zonas cada vez más amplias de desarme. Tened la valentía de examinar nuevamente y en profundidad la turbadora cuestión del comercio de las armas. Sabed detectar a tiempo y regular con serenidad los conflictos latentes, antes de que despierten las pasiones. Proporcionad marcos institucionales apropiados a las solidaridades regionales y mundiales. Renunciad a utilizar, al servicio de conflictos de interés, los legítimos valores, es decir, espirituales que se degradan si se los instrumentaliza. Velad para que la legítima pasión comunicativa de las ideas se ejerza por la vía de la persuasión y no bajo la presión de las amenazas y de las armas.
Que esto tenga aplicación en primer lugar en el plano interior: ¿cómo pueden los pueblos promover de verdad la paz internacional, si son ellos mismos prisioneros de ideologías según las cuales la justicia y la paz no se obtienen más que reduciendo a la impotencia a aquéllos que, ya de antemano, son considerados indignos de ser artífices de la propia suerte o cooperadores válidos del bien común?. En las negociaciones con los adversarios, estad persuadidos de que el honor y la eficiencia no se miden por el grado de inflexibilidad en la defensa de los intereses, sino por la capacidad de respeto, de verdad, de benevolencia y de fraternidad para con los colegas, en una palabra, por su humanidad. Llevad a cabo gestos de paz, incluso audaces, que rompan con los encadenamientos fatales y con el peso de las pasiones heredadas de la historia; tejed después pacientemente la trama política, económica y cultural de la paz. Cread —la hora es propicia y el tiempo urge— zonas cada vez más amplias de desarme. Tened la valentía de examinar nuevamente y en profundidad la turbadora cuestión del comercio de las armas. Sabed detectar a tiempo y regular con serenidad los conflictos latentes, antes de que despierten las pasiones. Proporcionad marcos institucionales apropiados a las solidaridades regionales y mundiales. Renunciad a utilizar, al servicio de conflictos de interés, los legítimos valores, es decir, espirituales que se degradan si se los instrumentaliza. Velad para que la legítima pasión comunicativa de las ideas se ejerza por la vía de la persuasión y no bajo la presión de las amenazas y de las armas.
Poniendo
en práctica gestos resueltos de paz, liberaréis las verdaderas aspiraciones de
los pueblos y encontraréis en ellas aliados poderosos para trabajar por el
desarrollo pacífico de todos. Os educaréis vosotros mismos a la paz,
despertaréis en vosotros convicciones firmes y una nueva capacidad de
iniciativa al servicio de la gran causa de la paz.
III. LA
CONTRIBUCIÓN ESPECÍFICA DE LOS CRISTIANOS.
La
importancia de la fe.
Toda
esta educación a la paz entre los pueblos, en su propio país, en su ambiente,
en sí mismo se ofrece a todos los hombres de buena voluntad, como recuerda la
encíclica Pacem in terris del Papa Juan XXIII. En grados diversos, está a su
alcance. Y como «la paz en la tierra ... no puede fundarse ni afirmarse más que
en el respeto absoluto del orden establecido por Dios» (Encíclica citada, AAS
55, 1963, p. 257), los creyentes tienen en su religión las luces, los reclamos,
las fuerzas, para trabajar por la educación en la paz. El verdadero sentimiento
religioso no puede menos de promover la verdadera paz. Los poderes públicos, al
reconocer como se debe la libertad religiosa, favorecen la expansión del
espíritu de paz, en lo más profundo de los corazones y en las instituciones
educativas promovidas por los creyentes. Los cristianos, por su parte, están
especialmente educados por Cristo y entrenados por él para ser artífices de
paz: «Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de
Dios» (Mt 5, 9; cfr. Lc 10, 5 etc.). Al final de este Mensaje, se comprenderá
que llamo particularmente la atención de los hijos de la Iglesia, con el fin de
estimular su contribución a la paz y a situarla en el gran Designio de Paz, revelado
por Dios en Jesucristo. La aportación específica de los cristianos y de la
Iglesia en la obra común será tanto más segura, cuanto más se nutra en sus
propias fuentes, en su esperanza propia.
La
visión cristiana de la Paz.
Queridos
Hermanos y Hermanas en Cristo: la aspiración a la paz que vosotros compartís
con todos los hombres corresponde a una llamada inicial de Dios a formar una
sola familia de hermanos, creados a imagen del mismo Padre. La revelación
insiste sobre nuestra libertad y nuestra solidaridad. Las dificultades que
encontramos en la marcha hacia la paz están ligadas en parte a nuestra
debilidad de creaturas, cuyos pasos son necesariamente lentos y progresivos;
estas dificultades se agravan a causa de nuestros egoísmos, nuestros pecados de
toda índole, a consecuencia del pecado de origen que ha marcado una ruptura con
Dios, produciendo una ruptura entre hermanos. La imagen de la Torre de Babel
describe bien la situación. Pero nosotros creemos que Jesucristo, mediante la
donación de su vida en la cruz, se ha convertido en nuestra Paz: él ha
derribado el muro de odio que separaba a los hermanos enemistados (Ef. 2,
14). Mediante su resurrección y entrada en la gloria del Padre, nos asocia
misteriosamente a su vida: reconciliándonos con Dios, repara las heridas del
pecado y de la división, y nos hace capaces de inscribir en nuestras sociedades
un esbozo de la unidad que él restablece en nosotros. Los discípulos más fieles
de Cristo han sido artífices de paz, llegando hasta perdonar a sus enemigos,
hasta ofrecer muchas veces su propia vida por ellos. Su ejemplo traza el camino
a una humanidad nueva que no se contenta ya con compromisos provisionales, sino
que realiza la fraternidad más profunda. Sabemos que nuestra marcha hacia la
paz en la tierra, sin perder su consistencia natural ni sus propias
dificultades, está englobada en el interior de otra marcha, la de la salvación,
que se termina en una plenitud eterna de paz, en una comunión total con Dios.
Así el Reino de Dios, Reino de paz, con su propia fuente, sus medios y su fin,
penetra ya toda la actividad terrena sin diluirse en ella. Esta visión de fe
tiene un impacto profundo sobre la actividad cotidiana de los cristianos.
El
dinamismo cristiano de la paz.
Ciertamente,
avanzamos por los caminos de la paz, con las debilidades y las búsquedas
vacilantes de todos nuestros compañeros de viaje. Sufrimos con ellos la trágica
falta de paz. Sentimos la urgencia de ponerle remedio con mayor resolución aún,
por el honor de Dios y por el honor del hombre. No pretendemos hallar en la
lectura del Evangelio fórmulas ya hechas para llevar a cabo hoy tal o cual
progreso en la paz. Pero todos hallamos, casi en cada página del Evangelio y de
la historia de la Iglesia, un espíritu, el del amor fraterno, que educa
poderosamente a la paz. Hallamos en los dones del Espíritu Santo y en los
Sacramentos una fuerza alimentada en la fuente divina. Hallamos en Cristo, una
esperanza. Los fracasos no lograrán hacer vana la obra de la paz, aun cuando
los resultados inmediatos sean frágiles, aun cuando nosotros seamos perseguidos
por nuestro testimonio en favor de la paz. Cristo Salvador asocia a su destino
a todos aquéllos que trabajan con amor por la paz.
La
oración por la paz.
La paz
es obra nuestra: exige nuestra acción decidida y solidaria. Pero es
inseparablemente y por encima de todo un don de Dios: exige nuestra oración.
Los cristianos deben estar en primera fila entre aquéllos que oran diariamente
por la paz; deben además educar a orar por la paz. Ellos procurarán orar con
María, Reina de la paz.
A
todos; cristianos, creyentes y hombres de buena voluntad os digo: no tengáis
miedo de apostar por la paz, de educar para la paz. La aspiración a la paz no
quedará nunca decepcionada. El trabajo por la paz, inspirado por la caridad que
no pasa, dará sus frutos. La paz será la última palabra de la Historia.
Vaticano,
8 de diciembre de 1978.
JOANNES
PAULUS PP. II
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