Domingo
1 de enero de 1978
NO A LA
VIOLENCIA, SÍ A LA PAZ.
Una vez
más nos atrevemos a dirigir al mundo, a la humanidad, la palabra suave y
solemne de Paz. Esta palabra nos oprime y nos exalta. No es nuestra; desciende
del reino invisible, el reino de los cielos; notamos la trascendencia
profética, no apagada por nuestros humildes labios, que le prestan la voz: «Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor»
(Lc 2, 14). ¡Sí, repetimos, la Paz
debe existir!. ¡La Paz es posible!.
Este es
el anuncio; esta es la nueva, siempre nueva y gran noticia; éste es el Evangelio,
que también en el alba del nuevo ciclo sideral, el año de gracia de 1978,
debemos proclamar a todos los hombres: la Paz es el don que se ofrece a los
hombres, que pueden y deben acoger, colocándolo en la cima de sus espíritus, de
sus esperanzas, de su felicidad.
La Paz,
recordémoslo inmediatamente, no es un sueño puramente ideal, no es una utopía
atrayente, pero infecunda e inalcanzable; es y debe ser una realidad; una
realidad mutable y que se debe crear en cada período de la civilización, como
el pan que nos alimenta, fruto de la tierra y de la divina Providencia, pero a
la vez obra del hombre trabajador. La Paz no es, en absoluto, un estado de
ataraxia pública en la cual quien goza de ella se ve dispensado de todo cuidado
y defendido ante cualquier obstáculo, pudiendo concederse una felicidad estable
y tranquila que tiene más de inercia y de egoísmo que de vigor vigilante y
laborioso: la Paz es un equilibrio que
se sostiene en el movimiento y que despliega constantes energías de espíritu y
de acción; es una fortaleza inteligente y siempre viva.
Por
eso, en los umbrales del nuevo año de 1978, suplicamos una vez más a todos los
hombres de buena voluntad, a las personas responsables de la dirección
colectiva de la vida social, a los Políticos, a los Pensadores, a los
Publicistas, a los Artistas, a los inspiradores de la opinión pública, a los
maestros de las escuelas, del arte, de la oración, y también a los grandes
mentores y agentes del mercado mundial de armas, a todos, a emprender
nuevamente con generosa honestidad la reflexión acerca de la Paz en el mundo,
hoy.
Elementos a valorar.
Creemos
que, a la hora de valorar esta Paz, hay dos fenómenos capitales que se imponen
con fácil ventaja a la atención común:
1º)- Progreso evolutivo.
El
primer fenómeno es extraordinariamente positivo y lo constituye el progreso
evolutivo de la Paz. Esta es una idea que va ganando prestigio en la conciencia
de la humanidad; avanza, precede y acompaña a la idea del progreso, que es la
de la unidad del género humano. La historia de nuestro tiempo, digámoslo en
honor suyo, está toda ella salpicada de flores de una espléndida documentación
en favor de la Paz pensada, organizada, celebrada y defendida: Helsinki enseña.
Y confirman estas esperanzas la próxima Sesión Especial de la Asamblea General
de la ONU, dedicada al problema del desarme, y los numerosos esfuerzos de los
grandes y de los humildes agentes de la paz.
Nadie
se atreve hoy a sostener, como principios de bienestar y de gloria, programas
declarados de lucha mortal entre los hombres, esto es, de guerra. Incluso allí
donde las expresiones comunitarias de un legítimo interés nacional, sufragado
por títulos que parecen coincidir con las razones prevalentes del derecho, no
logran afirmarse mediante la guerra como vía de solución, se confía todavía que
pueda ser evitado el recurso desesperado al uso de las armas, hoy más que nunca
locamente homicida y destructor. Pero en estos momentos la conciencia del mundo
se halla aterrorizada por la hipótesis de que nuestra Paz no sea sino una
tregua y de que se pueda desencadenar fulminantemente una conflagración
inconmensurable. Quisiéramos estar en condiciones de ahuyentar esta inmanente y
terrible pesadilla, proclamando en alta voz lo absurdo de la guerra moderna y
la absoluta necesidad de la Paz, no fundada ya sobre la prevalencia de las
armas, dotadas hoy día de un infernal potencial bélico (recordemos la tragedia
del Japón), o sobre la violencia estructural de algunos regímenes políticos,
sino sobre el método paciente, racional y solidario de la justicia y la
libertad, como lo van promoviendo y tutelando las grandes instituciones
internacionales actualmente existentes. Confiamos en que las enseñanzas
magistrales de nuestros grandes Predecesores, Pío XII y Juan XXIII, seguirán
inspirando en este tema fundamental la sabiduría de los maestros modernos y de
los hombres políticos de nuestro tiempo.
2º)- Violencia pasional o cerebral.
Queremos
referirnos ahora a un segundo fenómeno, negativo y concomitante con el primero;
es el de la violencia pasional o cerebral. Está difundiéndose en la vida
civilizada, aprovechándose de las facilidades de que goza la actividad del
ciudadano para acechar y herir, generalmente a traición, al ciudadano-hermano
que se opone legalmente a un interés propio. Esta violencia, que podemos llamar
también privada por más que esté astutamente organizada en grupos clandestinos
y facciosos, asume proporciones preocupantes, tales como para convertirse en
costumbre. Se podría definir delincuencia, por las expresiones antijurídicas en
que se expresa, pero las manifestaciones en que desde hace algún tiempo y en
algunos ambientes se va desplegando, exigen un análisis propio, bastante
variado y difícil. Deriva de una decadencia de la conciencia moral, no educada,
no asistida, empapada generalmente de un pesimismo social, que ha apagado en el
espíritu el gusto y el empeño de la honestidad profesada por sí misma, así como
aquello que de más hermoso y más feliz hay en el corazón humano: el amor
verdadero, noble y fiel. A veces la psicología del violento arranca de una raíz
perversa de venganza ideal y, consiguientemente, de una justicia insatisfecha,
macerada por pensamientos amargos y egoístas, y potencialmente sin reparo ni
freno con respecto a cualquier objetivo; lo posible sustituye a lo honesto;
único freno es el temor de incurrir en alguna sanción pública y privada; y por
esto la actitud habitual de esta violencia es la de la acción a escondidas y
del acto vil y alevoso que compensa la violencia misma con el éxito impune.
Signos y efectos de la violencia.
La
violencia no es fortaleza. Es la explosión de una energía ciega que degrada al
hombre que se abandona a ella, rebajándolo del nivel racional al pasional;
incluso cuando la violencia conserva un cierto dominio de sí, busca vías
innobles para afirmarse, las vías de la insidia, de la sorpresa, de la
prevalencia física sobre un adversario más débil y posiblemente indefenso;
aprovecha de la sorpresa o del miedo de éste y de la propia locura; y si esto
ocurre entre los dos contendientes ¿cuál es el más vil?.
Un aspecto de la violencia erigida en sistema «para arreglar cuentas» ¿no recurre a formas abominables de odio, de rencor, de enemistad que constituyen un peligro para la convivencia, y que descalifican a la comunidad, dentro de la cual descomponen los sentimientos mismos de humanidad que forman el tejido primario e indispensable de cualquier sociedad, ya sea familiar, tribal o comunitaria?.
Un aspecto de la violencia erigida en sistema «para arreglar cuentas» ¿no recurre a formas abominables de odio, de rencor, de enemistad que constituyen un peligro para la convivencia, y que descalifican a la comunidad, dentro de la cual descomponen los sentimientos mismos de humanidad que forman el tejido primario e indispensable de cualquier sociedad, ya sea familiar, tribal o comunitaria?.
La
violencia es antisocial por los métodos mismos que le permiten organizarse en
una complicidad de grupo, donde el silencio forma el cemento de cohesión y el
escudo de protección; un deshonroso sentido del honor le confiere un paliativo
de conciencia; y es ésta una de las deformaciones difundida hoy día por el
verdadero sentido social que cubre con el secreto y con la amenaza de venganza
despiadada ciertas formas asociadas de egoísmo colectivo, receloso de la
legalidad normal y siempre hábil para eludir su observancia, tramando, como por
fuerza de cosas, empresas criminales que a veces degeneran en gestos de
despiadado terrorismo, epílogo de la falsa vía emprendida y causa de
deplorables represiones.
La violencia conduce a la revolución y la revolución a
la pérdida de la libertad. Es equivocado el eje social, en torno al cual
despliega la violencia el propio desarrollo fatal; estallada como reacción de
fuerza, no falta a veces de lógico impulso, termina su ciclo contra sí misma y
contra los motivos que han provocado su intervención. Posiblemente es el caso
de recordar la frase lapidaria de Cristo contra el recurso impulsivo al uso de
una espada vengadora: «... quien toma la espada, a espada morirá» (Mt 26, 52).
Recordémoslo por tanto: la violencia no es fortaleza. No exalta, sino que
humilla al hombre que hace recurso a ella.
La guerra, expresión de violencia con efectos devastadores.
En este
mensaje de Paz hablamos de la violencia, como de su término antagonista, y no
hemos hablado de guerra, la cual merece aún nuestra condenación, por más que
hoy día la guerra tiene ya su propia condena, cada vez más extendida, y tiene
en contra suya un laudable esfuerzo cada vez más cualificado tanto social como
políticamente; además porque se halla reprimida por la misma terribilidad de
las propias armas, de las que podría disponer inmediatamente en la supertrágica
eventualidad de que estallase. El miedo, común a todos los Pueblos y en
especial a los más fuertes, contiene la eventualidad de que la guerra asuma las
proporciones de una conflagración cósmica. Al miedo, dique más mental que real,
se une como ya hemos dicho un esfuerzo racional y elevado a los supremos
niveles políticos, que debe tender no tanto a equilibrar la fuerza de los
eventuales contendientes, cuanto a demostrar la suprema irracionalidad de la
guerra, y al mismo tiempo a establecer entre los Pueblos relaciones cada vez
interdependientes, solidarias al fin, y también más amistosas y humanas. Dios
quiera que así sea.
No
podemos cerrar los ojos ante la triste realidad de la guerra parcial, bien sea
porque mantiene su presencia feroz en determinadas zonas, bien porque psicológicamente no queda excluida de hecho en la turbulenta hipótesis de la
historia contemporánea. Nuestra guerra contra la guerra no ha sido vencida
todavía; nuestro «sí» a la Paz es más bien optativo que real, porque en tantas
situaciones geográficas y políticas, no arregladas aún con soluciones justas y
pacíficas, permanece endémica la hipótesis de futuros conflictos. Nuestro amor
a la Paz debe permanecer en guardia; además otras perspectivas distintas de la
de una nueva guerra mundial nos obligan a considerar y exaltar la Paz incluso
fuera de las trincheras militares.
Defensa de la paz.
De
hecho debemos defender hoy la Paz bajo su aspecto, que podríamos llamar
metafísico, anterior y superior al histórico y contingente de la pausa militar
y de la exterior tranquillitas ordinis, queremos considerar la causa de la Paz
reflejada en la de la misma vida humana. Nuestro «sí» a la Paz se extiende a un
«sí» a la vida. La Paz debe afirmarse no sólo en los campos de batalla, sino
dondequiera que se desarrolla la existencia del hombre. Hay, más aún debe haber, también no sólo una Paz que tutele esta existencia contra las amenazas de las
armas bélicas, sino también una Paz que proteja la vida en cuanto tal contra
toda clase de peligros, contra toda clase de daño, contra toda insidia.
El
discurso podría ser vastísimo; pero nuestros puntos de referencia son pocos y
determinados. Existe en el tejido de nuestra civilización una categoría de
Personas doctas, valientes y buenas, que han hecho de la ciencia y del arte
sanitaria su vocación y su profesión. Son los Médicos y cuantos con ellos y
bajo su dirección estudian y trabajan por la existencia y el bienestar de la
humanidad. Honor y reconocimiento a estos sabios y generosos tutores de la vida
humana.
Nosotros,
ministros de la Religión, miramos a esta escogidísima categoría de Personas,
dedicada a la salud física y psíquica de la humanidad, con gran admiración, con
profunda gratitud y con gran confianza. Por muchos títulos, la salud física, el
remedio a la enfermedad, el alivio del dolor, la energía del desarrollo y del
trabajo, la duración de la existencia temporal y tanta parte de la vida moral
dependen de la cordura y de los cuidados de estos protectores, defensores y
amigos del hombre. Estamos cerca de los hombres y sostenemos, dentro de
nuestras posibilidades, sus fatigas, su honor, su espíritu. Confiamos en su
solidaridad para afirmar y defender la Vida humana en aquellas singulares
contingencias en que la Vida misma puede verse comprometida por un positivo e
inicuo propósito de la voluntad humana. Nuestro «sí» a la Paz suena como un
«sí» a la vida. La vida del hombre, desde su primer encenderse a la existencia,
es sagrada. La ley del «no matarás» tutela este inefable prodigio de la vida
humana con una soberanía trascendente. Este es el principio que gobierna
nuestro ministerio religioso en orden al ser humano. Confiamos en tener como
aliado nuestro el ministerio terapéutico.
Y
confiamos no menos en el ministerio que ha dado principio a la vida humana, en
primer lugar el materno. ¡Qué delicado se vuelve ahora nuestro discurso, qué
emocionado, piadoso y grave!. La Paz tiene en este campo de la vida que nace su
primer escudo de protección; un escudo provisto de la más suave protección,
pero escudo de defensa y de amor.
Nos no
podemos, por tanto, sino desaprobar toda ofensa a la vida que nace y no podemos
sino suplicar a todas las Autoridades, a todas las instancias competentes que
actúen para que se prohíba y se ponga remedio al aborto voluntario. El seno
materno y la cuna de la infancia son las primeras barreras que no solamente
defienden con la Vida la Paz, sino que la construyen (cf. Sal 126, 3 ss.).
Quien, oponiéndose a la guerra y a la violencia, escoge la Paz, escoge por eso
mismo la Vida, escoge el Hombre en sus exigencias profundas y esenciales; este
es el sentido de este mensaje, que de nuevo enviamos con humilde y ardiente
convicción a los Responsables de la Paz en la tierra y a todos los Hermanos del
mundo.
Papel de los jóvenes.
Pero
debemos añadir todavía una apostilla dedicada a todos los muchachos que
constituyen frente a la violencia el sector más vulnerable de la sociedad, pero
también la esperanza de un mañana mejor: llegue a ellos por alguna vía benévola
e inteligente, este Mensaje de la Paz.
Digamos
la razón.
Primeramente, porque en los Mensajes de la Paz de los años anteriores
pusimos en evidencia que no hablamos en nuestro nombre solamente, sino que
hablamos en nombre de Cristo, que es «el Príncipe de la Paz» en el mundo (Is 9,
6), el cual ha dicho: «Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán
llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9). Creemos que sin la guía y la ayuda de Cristo
la Paz verdadera, estable y universal no es posible. Y creemos también que la
Paz de Cristo no hace débiles a los hombres, no los convierte en gente miedosa
y víctimas de la prepotencia de los otros, sino que más bien los hace capaces
de luchar por la justicia y de resolver muchas cuestiones con la generosidad,
más aún con el genio del amor.
Segunda
razón. Vosotros, jóvenes, tenéis frecuentemente la tentación de reñir.
Recordaos: Es una vanidad nociva el querer aparecer fuertes contra otros
hermanos y compañeros mediante las peleas, las palabrotas, los golpes, la ira,
la venganza. Responderéis que todos hacen lo mismo. Mal hecho, os decimos; si
queréis ser fuertes, sedlo con vuestro ánimo, con vuestro comportamiento;
aprended a dominaros; sabed también perdonar y volved de nuevo a ser amigos de
aquellos que os han ofendido: así seréis de verdad cristianos.
No
odiéis a nadie. No seais orgullosos ante otros jóvenes o personas de distinta
condición social, de otros Países. No actuéis por interés egoísta, por
despecho, nunca jamás por venganza, repetimos.
Tercera
razón. Pensamos que vosotros, jóvenes, cuando seáis hombres deberéis cambiar el
modo de pensar y de actuar del mundo de hoy, siempre dispuesto a distinguirse,
a separarse de los demás, a combatirlos; ¿no somos todos hermanos?, ¿no somos
todos miembros de una misma familia humana?, ¿no están todas las Naciones
obligadas a ir de acuerdo, a crear la Paz?.
Vosotros,
jóvenes de los nuevos tiempos, debéis acostumbraros a amar a todos, a dar a la
sociedad el aspecto de una comunidad más buena, más honesta, más solidaria.
¿Querréis verdaderamente ser hombres y no lobos?. ¿Queréis verdaderamente tener
el mérito y la alegría de hacer el bien, de ayudar a quien lo necesita, de
realizar alguna obra buena con el único premio de la conciencia?. Pues bien,
recordad las palabras pronunciadas por Jesús durante la última Cena, la noche
anterior a su pasión. El dijo: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos
a los otros ... En estos conocerán que sois mis discípulos: si tenéis amor unos
para con otros» (Jn 13, 34-35). Este es el signo de nuestra autenticidad,
humana y cristiana, quererse bien los unos a los otros.
Jóvenes,
nos despedimos y os bendecimos a todos. Esta es nuestra consigna: ¡No a la
violencia, sí a la Paz!. ¡Sí a Dios!.
Vaticano,
8 de diciembre de 1977.
PAULUS
PP. VI
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