A los obispos, a los presbíteros y diáconos, a las personas consagradas, a todos los fieles laicos y a todos los hombres de buena voluntad.
Sobre el el DESARROLLO HUMANO INTEGRAL EN LA CARIDAD Y EN LA VERDAD.
Sobre el el DESARROLLO HUMANO INTEGRAL EN LA CARIDAD Y EN LA VERDAD.
Introducción.
1. La
caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida
terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza
impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. El
amor —«caritas»— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a
comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la
paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta.
Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,32). Por tanto, defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad. Ésta «goza con la verdad» (1 Co 13,6). Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros. En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cf. Jn 14,6).
Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,32). Por tanto, defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad. Ésta «goza con la verdad» (1 Co 13,6). Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros. En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cf. Jn 14,6).
2. La
caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. Todas las
responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina provienen de la
caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de toda la Ley (cf. Mt
22,36-40). Ella da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el
prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las
amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones,
como las relaciones sociales, económicas y políticas. Para la Iglesia
—aleccionada por el Evangelio—, la caridad es todo porque, como enseña San Juan
(cf. 1 Jn 4,8.16) y como he recordado en mi primera Carta encíclica «Dios es
caridad» (Deus caritas est): todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere
forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios
ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza.
Soy
consciente de las desviaciones y la pérdida de sentido que ha sufrido y sufre
la caridad, con el consiguiente riesgo de ser mal entendida, o excluida de la
ética vivida y, en cualquier caso, de impedir su correcta valoración. En el
ámbito social, jurídico, cultural, político y económico, es decir, en los
contextos más expuestos a dicho peligro, se afirma fácilmente su irrelevancia
para interpretar y orientar las responsabilidades morales. De aquí la necesidad
de unir no sólo la caridad con la verdad, en el sentido señalado por San Pablo
de la «veritas in caritate» (Ef 4,15), sino también en el sentido, inverso y
complementario, de «caritas in veritate». Se ha de buscar, encontrar y expresar
la verdad en la «economía» de la caridad, pero, a su vez, se ha de entender,
valorar y practicar la caridad a la luz de la verdad. De este modo, no sólo
prestaremos un servicio a la caridad, iluminada por la verdad, sino que
contribuiremos a dar fuerza a la verdad, mostrando su capacidad de autentificar
y persuadir en la concreción de la vida social. Y esto no es algo de poca
importancia hoy, en un contexto social y cultural, que con frecuencia
relativiza la verdad, bien desentendiéndose de ella, bien rechazándola.
3. Por
esta estrecha relación con la verdad, se puede reconocer a la caridad como
expresión auténtica de humanidad y como elemento de importancia fundamental en
las relaciones humanas, también las de carácter público. Sólo en la verdad
resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La verdad es luz que
da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón y
la de la fe, por medio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural y
sobrenatural de la caridad, percibiendo su significado de entrega, acogida y
comunión. Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se
convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el
riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de las
emociones y las opiniones contingentes de los sujetos, una palabra de la que se
abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo contrario. La verdad
libera a la caridad de la estrechez de una emotividad que la priva de
contenidos relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su
horizonte humano y universal. En la verdad, la caridad refleja la dimensión
personal y al mismo tiempo pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez
«Agapé» y «Lógos»: Caridad y Verdad, Amor y Palabra.
4.
Puesto que está llena de verdad, la caridad puede ser comprendida por el hombre
en toda su riqueza de valores, compartida y comunicada. En efecto, la verdad es
«lógos» que crea «diá-logos» y, por tanto, comunicación y comunión. La verdad,
rescatando a los hombres de las opiniones y de las sensaciones subjetivas, les
permite llegar más allá de las determinaciones culturales e históricas y
apreciar el valor y la sustancia de las cosas. La verdad abre y une el
intelecto de los seres humanos en el lógos del amor: éste es el anuncio y el
testimonio cristiano de la caridad. En el contexto social y cultural actual, en
el que está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero, vivir la caridad
en la verdad lleva a comprender que la adhesión a los valores del cristianismo no
es sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena
sociedad y un verdadero desarrollo humano integral. Un cristianismo de caridad
sin verdad se puede confundir fácilmente con una reserva de buenos
sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales. De este
modo, en el mundo no habría un verdadero y propio lugar para Dios. Sin la
verdad, la caridad es relegada a un ámbito de relaciones reducido y privado.
Queda excluida de los proyectos y procesos para construir un desarrollo humano
de alcance universal, en el diálogo entre saberes y operatividad.
5. La
caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris). Su origen es el amor
que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo
desciende sobre nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es amor
redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado, puesto en práctica
por Cristo (cf. Jn 13,1) y «derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo» (Rm 5,5). Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en
sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia
para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad.
La
doctrina social de la Iglesia responde a esta dinámica de caridad recibida y
ofrecida. Es «caritas in veritate in re sociali», anuncio de la verdad del amor
de Cristo en la sociedad. Dicha doctrina es servicio de la caridad, pero en la
verdad. La verdad preserva y expresa la fuerza liberadora de la caridad en los
acontecimientos siempre nuevos de la historia. Es al mismo tiempo verdad de la
fe y de la razón, en la distinción y la sinergia a la vez de los dos ámbitos
cognitivos. El desarrollo, el bienestar social, una solución adecuada de los
graves problemas socioeconómicos que afligen a la humanidad, necesitan esta
verdad. Y necesitan aún más que se estime y dé testimonio de esta verdad. Sin
verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia y
responsabilidad social, y la actuación social se deja a merced de intereses
privados y de lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad,
tanto más en una sociedad en vías de globalización, en momentos difíciles como
los actuales.
6.
«Caritas in veritate» es el principio sobre el que gira la doctrina social de
la Iglesia, un principio que adquiere forma operativa en criterios orientadores
de la acción moral. Deseo volver a recordar particularmente dos de ellos,
requeridos de manera especial por el compromiso para el desarrollo en una
sociedad en vías de globalización: la justicia y el bien común.
Ante
todo, la justicia. Ubi societas, ibi ius: toda sociedad elabora un sistema
propio de justicia. La caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar,
ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar
al otro lo que es «suyo», lo que le corresponde en virtud de su ser y de su
obrar. No puedo «dar» al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que
en justicia le corresponde. Quien ama con caridad a los demás, es ante todo
justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que
no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es «inseparable
de la caridad» [Populorum progressio,22], intrínseca a ella. La justicia es la primera vía de la
caridad o, como dijo Pablo VI, su «medida mínima» [Homilía para la «Jornada del desarrollo»], parte integrante de ese
amor «con obras y según la verdad» (1 Jn 3,18), al que nos exhorta el apóstol
Juan. Por un lado, la caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto
de los legítimos derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa de la
construcción de la «ciudad del hombre» según el derecho y la justicia. Por
otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la
entrega y el perdón [Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002 132-140]. La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con
relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de
gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor
de Dios también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico
a todo compromiso por la justicia en el mundo.
7. Hay
que tener también en gran consideración el bien común. Amar a alguien es querer
su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien
relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de
ese «todos nosotros», formado por individuos, familias y grupos intermedios que
se unen en comunidad social [Gaudium et spes, 26]. No es un bien que se busca por sí mismo, sino
para las personas que forman parte de la comunidad social, y que sólo en ella
pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz. Desear el bien común y
esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por el bien
común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de
instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida
social, que se configura así como pólis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto
más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a
sus necesidades reales. Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su
vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis. Ésta es la vía
institucional —también política, podríamos decir— de la caridad, no menos
cualificada e incisiva de lo que pueda ser la caridad que encuentra
directamente al prójimo fuera de las mediaciones institucionales de la pólis.
El compromiso por el bien común, cuando está inspirado por la caridad, tiene
una valencia superior al compromiso meramente secular y político. Como todo
compromiso en favor de la justicia, forma parte de ese testimonio de la caridad
divina que, actuando en el tiempo, prepara lo eterno. La acción del hombre
sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye
a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la
historia de la familia humana. En una sociedad en vías de globalización, el
bien común y el esfuerzo por él, han de abarcar necesariamente a toda la
familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones [Pacem in terris], dando
así forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta
medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin barreras.
8. Al
publicar en 1967 la Encíclica Populorum progressio, mi venerado predecesor
Pablo VI ha iluminado el gran tema del desarrollo de los pueblos con el
esplendor de la verdad y la luz suave de la caridad de Cristo. Ha afirmado que
el anuncio de Cristo es el primero y principal factor de desarrollo y nos ha
dejado la consigna de caminar por la vía del desarrollo con todo nuestro
corazón y con toda nuestra inteligencia, es decir, con el ardor de la
caridad y la sabiduría de la verdad. La verdad originaria del amor de Dios, que
se nos ha dado gratuitamente, es lo que abre nuestra vida al don y hace posible
esperar en un «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres», en el
tránsito «de condiciones menos humanas a condiciones más humanas», que se
obtiene venciendo las dificultades que inevitablemente se encuentran a lo largo
del camino.
A más
de cuarenta años de la publicación de la Encíclica, deseo rendir homenaje y
honrar la memoria del gran Pontífice Pablo VI, retomando sus enseñanzas sobre
el desarrollo humano integral y siguiendo la ruta que han trazado, para
actualizarlas en nuestros días. Este proceso de actualización comenzó con la
Encíclica Sollicitudo rei socialis, con la que el Siervo de Dios Juan Pablo II
quiso conmemorar la publicación de la Populorum progressio con ocasión de su
vigésimo aniversario. Hasta entonces, una conmemoración similar fue dedicada
sólo a la Rerum novarum. Pasados otros veinte años más, manifiesto mi
convicción de que la Populorum progressio merece ser considerada como «la Rerum
novarum de la época contemporánea», que ilumina el camino de la humanidad en
vías de unificación.
9. El
amor en la verdad —caritas in veritate— es un gran desafío para la Iglesia en
un mundo en progresiva y expansiva globalización. El riesgo de nuestro tiempo
es que la interdependencia de hecho entre los hombres y los pueblos no se
corresponda con la interacción ética de la conciencia y el intelecto, de la que
pueda resultar un desarrollo realmente humano. Sólo con la caridad, iluminada
por la luz de la razón y de la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo
con un carácter más humano y humanizador. El compartir los bienes y recursos,
de lo que proviene el auténtico desarrollo, no se asegura sólo con el progreso
técnico y con meras relaciones de conveniencia, sino con la fuerza del amor que
vence al mal con el bien (cf. Rm 12,21) y abre la conciencia del ser humano a
relaciones recíprocas de libertad y de responsabilidad.
La
Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer y no pretende «de ninguna
manera mezclarse en la política de los Estados»[Populorum progressio, 13]. No obstante, tiene una
misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia en favor de una
sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación. Sin verdad se
cae en una visión empirista y escéptica de la vida, incapaz de elevarse sobre
la praxis, porque no está interesada en tomar en consideración los valores —a
veces ni siquiera el significado— con los cuales juzgarla y orientarla. La
fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de
libertad (cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de un desarrollo humano integral.
Por eso la Iglesia la busca, la anuncia incansablemente y la reconoce allí
donde se manifieste. Para la Iglesia, esta misión de verdad es irrenunciable.
Su doctrina social es una dimensión singular de este anuncio: está al servicio
de la verdad que libera. Abierta a la verdad, de cualquier saber que provenga,
la doctrina social de la Iglesia la acoge, recompone en unidad los fragmentos
en que a menudo la encuentra, y se hace su portadora en la vida concreta
siempre nueva de la sociedad de los hombres y los pueblos [Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 76].
El mensaje de la POPULORUM PROGRESSIO.
10. A
más de cuarenta años de su publicación, la relectura de la Populorum progressio
insta a permanecer fieles a su mensaje de caridad y de verdad, considerándolo
en el ámbito del magisterio específico de Pablo VI y, más en general, dentro de
la tradición de la doctrina social de la Iglesia. Se han de valorar después los
diversos términos en que hoy, a diferencia de entonces, se plantea el problema
del desarrollo. El punto de vista correcto, por tanto, es el de la Tradición de
la fe apostólica [Discurso], patrimonio antiguo y nuevo, fuera del cual la Populorum progressio sería un documento sin raíces y las cuestiones sobre el desarrollo
se reducirían únicamente a datos sociológicos.
11. La
publicación de la Populorum progressio tuvo lugar poco después de la conclusión
del Concilio Ecuménico Vaticano II. La misma Encíclica señala en los primeros
párrafos su íntima relación con el Concilio. Veinte años después, JuanPablo II subrayó en la Sollicitudo rei socialis la fecunda relación de aquella
Encíclica con el Concilio y, en particular, con la Constitución pastoral
Gaudium et spes [Sollicitudo rei socialis, 6-7]. También yo deseo recordar aquí la importancia del ConcilioVaticano II para la Encíclica de Pablo VI y para todo el Magisterio social de
los Sumos Pontífices que le han sucedido. El Concilio profundizó en lo que
pertenece desde siempre a la verdad de la fe, es decir, que la Iglesia, estando
al servicio de Dios, está al servicio del mundo en términos de amor y verdad.
Pablo VI partía precisamente de esta visión para decirnos dos grandes verdades.
La primera es que toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando anuncia,
celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral del
hombre. Tiene un papel público que no se agota en sus actividades de asistencia
o educación, sino que manifiesta toda su propia capacidad de servicio a la
promoción del hombre y la fraternidad universal cuando puede contar con un
régimen de libertad. Dicha libertad se ve impedida en muchos casos por
prohibiciones y persecuciones, o también limitada cuando se reduce la presencia
pública de la Iglesia solamente a sus actividades caritativas. La segunda
verdad es que el auténtico desarrollo del hombre concierne de manera unitaria a
la totalidad de la persona en todas sus dimensiones [Populorum progressio, 14]. Sin la perspectiva de
una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin aliento.
Encerrado dentro de la historia, queda expuesto al riesgo de reducirse sólo al
incremento del tener; así, la humanidad pierde la valentía de estar disponible
para los bienes más altos, para las iniciativas grandes y desinteresadas que la
caridad universal exige. El hombre no se desarrolla únicamente con sus propias
fuerzas, así como no se le puede dar sin más el desarrollo desde fuera. A lo
largo de la historia, se ha creído con frecuencia que la creación de
instituciones bastaba para garantizar a la humanidad el ejercicio del derecho
al desarrollo. Desafortunadamente, se ha depositado una confianza excesiva en
dichas instituciones, casi como si ellas pudieran conseguir el objetivo deseado
de manera automática. En realidad, las instituciones por sí solas no bastan,
porque el desarrollo humano integral es ante todo vocación y, por tanto,
comporta que se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de
todos. Este desarrollo exige, además, una visión trascendente de la persona,
necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o se le deja únicamente en
manos del hombre, que cede a la presunción de la auto-salvación y termina por
promover un desarrollo deshumanizado. Por lo demás, sólo el encuentro con Dios
permite no «ver siempre en el prójimo solamente al otro» [Deus caritas est, 18], sino reconocer en
él la imagen divina, llegando así a descubrir verdaderamente al otro y a
madurar un amor que «es ocuparse del otro y preocuparse por el otro».
12. La
relación entre la Populorum progressio y el Concilio Vaticano II no representa
una fisura entre el Magisterio social de Pablo VI y el de los Pontífices que lo
precedieron, puesto que el Concilio profundiza dicho magisterio en la
continuidad de la vida de la Iglesia [Discurso]. En este sentido, algunas
subdivisiones abstractas de la doctrina social de la Iglesia, que aplican a las
enseñanzas sociales pontificias categorías extrañas a ella, no contribuyen a
clarificarla. No hay dos tipos de doctrina social, una preconciliar y otra
postconciliar, diferentes entre sí, sino una única enseñanza, coherente y al mismo
tiempo siempre nueva [Sollicitudo rei socialis, 3]. Es justo señalar las peculiaridades de una u otra
Encíclica, de la enseñanza de uno u otro Pontífice, pero sin perder nunca de
vista la coherencia de todo el corpus doctrinal en su conjunto. Coherencia
no significa un sistema cerrado, sino más bien la fidelidad dinámica a una luz
recibida. La doctrina social de la Iglesia ilumina con una luz que no cambia
los problemas siempre nuevos que van surgiendo. Eso salvaguarda tanto el
carácter permanente como histórico de este «patrimonio» doctrinal [Laborem exercens, 3] que, con
sus características específicas, forma parte de la Tradición siempre viva de la
Iglesia [Centesimus annus, 3]. La doctrina social está construida sobre el fundamento transmitido
por los Apóstoles a los Padres de la Iglesia y acogido y profundizado después
por los grandes Doctores cristianos. Esta doctrina se remite en definitiva al
hombre nuevo, al «último Adán, Espíritu que da vida» (1 Co 15,45), y que es
principio de la caridad que «no pasa nunca» (1 Co 13,8). Ha sido atestiguada
por los Santos y por cuantos han dado la vida por Cristo Salvador en el campo
de la justicia y la paz. En ella se expresa la tarea profética de los Sumos
Pontífices de guiar apostólicamente la Iglesia de Cristo y de discernir las
nuevas exigencias de la evangelización. Por estas razones, la Populorum progressio, insertada en la gran corriente de la Tradición, puede hablarnos
todavía hoy a nosotros.
13.
Además de su íntima unión con toda la doctrina social de la Iglesia, la
Populorum progressio enlaza estrechamente con el conjunto de todo el magisterio
de Pablo VI y, en particular, con su magisterio social. Sus enseñanzas sociales
fueron de gran relevancia: reafirmó la importancia imprescindible del Evangelio
para la construcción de la sociedad según libertad y justicia, en la
perspectiva ideal e histórica de una civilización animada por el amor. Pablo VI
entendió claramente que la cuestión social se había hecho mundial [Populorum progressio, 3] y captó
la relación recíproca entre el impulso hacia la unificación de la humanidad y
el ideal cristiano de una única familia de los pueblos, solidaria en la común
hermandad. Indicó en el desarrollo, humana y cristianamente entendido, el
corazón del mensaje social cristiano y propuso la caridad cristiana como
principal fuerza al servicio del desarrollo. Movido por el deseo de hacer
plenamente visible al hombre contemporáneo el amor de Cristo, Pablo VI afrontó
con firmeza cuestiones éticas importantes, sin ceder a las debilidades
culturales de su tiempo.
14. Con
la Carta apostólica Octogesima adveniens, de 1971, Pablo VI trató luego el tema
del sentido de la política y el peligro que representaban las visiones utópicas
e ideológicas que comprometían su cualidad ética y humana. Son argumentos
estrechamente unidos con el desarrollo. Lamentablemente, las ideologías
negativas surgen continuamente. Pablo VI ya puso en guardia sobre la ideología
tecnocrática, hoy particularmente arraigada, consciente del gran riesgo de
confiar todo el proceso del desarrollo sólo a la técnica, porque de este modo
quedaría sin orientación. En sí misma considerada, la técnica es ambivalente.
Si de un lado hay actualmente quien es propenso a confiar completamente a ella
el proceso de desarrollo, de otro, se advierte el surgir de ideologías que
niegan in toto la utilidad misma del desarrollo, considerándolo radicalmente
antihumano y que sólo comporta degradación. Así, se acaba a veces por condenar,
no sólo el modo erróneo e injusto en que los hombres orientan el progreso, sino
también los descubrimientos científicos mismos que, por el contrario, son una
oportunidad de crecimiento para todos si se usan bien. La idea de un mundo sin
desarrollo expresa desconfianza en el hombre y en Dios. Por tanto, es un grave
error despreciar las capacidades humanas de controlar las desviaciones del
desarrollo o ignorar incluso que el hombre tiende constitutivamente a «ser
más». Considerar ideológicamente como absoluto el progreso técnico y soñar con
la utopía de una humanidad que retorna a su estado de naturaleza originario,
son dos modos opuestos para eximir al progreso de su valoración moral y, por
tanto, de nuestra responsabilidad.
15.
Otros dos documentos de Pablo VI, aunque no tan estrechamente relacionados con
la doctrina social —la Encíclica Humanae vitae, del 25 de julio de 1968, y la
Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, del 8 de diciembre de 1975— son muy
importantes para delinear el sentido plenamente humano del desarrollo propuesto
por la Iglesia. Por tanto, es oportuno leer también estos textos en relación
con la Populorum progressio.
La
Encíclica Humanae vitae subraya el sentido unitivo y procreador a la vez de la
sexualidad, poniendo así como fundamento de la sociedad la pareja de los
esposos, hombre y mujer, que se acogen recíprocamente en la distinción y en la
complementariedad; una pareja, pues, abierta a la vida [Discurso]. No se trata de una
moral meramente individual: la Humanae vitae señala los fuertes vínculos entre
ética de la vida y ética social, inaugurando una temática del magisterio que ha
ido tomando cuerpo poco a poco en varios documentos y, por último, en la
Encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II [Evangelium vitae, 93]. La Iglesia propone con fuerza
esta relación entre ética de la vida y ética social, consciente de que «no
puede tener bases sólidas, una sociedad que —mientras afirma valores como la
dignidad de la persona, la justicia y la paz— se contradice radicalmente aceptando
y tolerando las más variadas formas de menosprecio y violación de la vida
humana, sobre todo si es débil y marginada».
La
Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi guarda una relación muy estrecha con
el desarrollo, en cuanto «la evangelización —escribe Pablo VI— no sería
completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de
los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y
social del hombre». «Entre evangelización y promoción humana (desarrollo,
liberación) existen efectivamente lazos muy fuertes»: partiendo de esta
convicción, Pablo VI aclaró la relación entre el anuncio de Cristo y la
promoción de la persona en la sociedad. El testimonio de la caridad de Cristo
mediante obras de justicia, paz y desarrollo forma parte de la evangelización,
porque a Jesucristo, que nos ama, le interesa todo el hombre. Sobre estas
importantes enseñanzas se funda el aspecto misionero [Sollicitudo rei socialis, 41] de la doctrina social de la Iglesia, como un elemento esencial de evangelización. Es anuncio y
testimonio de la fe. Es instrumento y fuente imprescindible para educarse en
ella.
16. En
la Populorum progressio, Pablo VI nos ha querido decir, ante todo, que el
progreso, en su fuente y en su esencia, es una vocación: «En los designios de
Dios, cada hombre está llamado a promover su propio progreso, porque la vida de
todo hombre es una vocación». Esto es precisamente lo que legitima la
intervención de la Iglesia en la problemática del desarrollo. Si éste afectase
sólo a los aspectos técnicos de la vida del hombre, y no al sentido de su
caminar en la historia junto con sus otros hermanos, ni al descubrimiento de la
meta de este camino, la Iglesia no tendría por qué hablar de él. Pablo VI, como
ya León XIII en la Rerum novarum, era consciente de cumplir un deber propio
de su ministerio al proyectar la luz del Evangelio sobre las cuestiones
sociales de su tiempo [Populorum progressio, 2.13].
Decir
que el desarrollo es vocación equivale a reconocer, por un lado, que éste nace
de una llamada trascendente y, por otro, que es incapaz de darse su significado
último por sí mismo. Con buenos motivos, la palabra «vocación» aparece de nuevo
en otro pasaje de la Encíclica, donde se afirma: «No hay, pues, más que un
humanismo verdadero que se abre al Absoluto en el reconocimiento de una
vocación que da la idea verdadera de la vida humana». Esta visión del
progreso es el corazón de la Populorum progressio y motiva todas las
reflexiones de Pablo VI sobre la libertad, la verdad y la caridad en el desarrollo.
Es también la razón principal por lo que aquella Encíclica todavía es actual en
nuestros días.
17. La
vocación es una llamada que requiere una respuesta libre y responsable. El
desarrollo humano integral supone la libertad responsable de la persona y los
pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo desde fuera y por
encima de la responsabilidad humana. Los «mesianismos prometedores, pero
forjadores de ilusiones» [Centesimus annus, 25] basan siempre sus propias propuestas en la
negación de la dimensión trascendente del desarrollo, seguros de tenerlo todo a
su disposición. Esta falsa seguridad se convierte en debilidad, porque comporta
el sometimiento del hombre, reducido a un medio para el desarrollo, mientras
que la humildad de quien acoge una vocación se transforma en verdadera
autonomía, porque hace libre a la persona. Pablo VI no tiene duda de que hay
obstáculos y condicionamientos que frenan el desarrollo, pero tiene también la
certeza de que «cada uno permanece siempre, sean los que sean los influjos que
sobre él se ejercen, el artífice principal de su éxito o de su fracaso» [Populorum progressio, 16].
Esta libertad se refiere al desarrollo que tenemos ante nosotros pero, al mismo
tiempo, también a las situaciones de subdesarrollo, que no son fruto de la
casualidad o de una necesidad histórica, sino que dependen de la
responsabilidad humana. Por eso, «los pueblos hambrientos interpelan hoy, con
acento dramático, a los pueblos opulentos». También esto es vocación, en
cuanto llamada de hombres libres a hombres libres para asumir una
responsabilidad común. Pablo VI percibía netamente la importancia de las
estructuras económicas y de las instituciones, pero se daba cuenta con igual
claridad de que la naturaleza de éstas era ser instrumentos de la libertad
humana. Sólo si es libre, el desarrollo puede ser integralmente humano; sólo en
un régimen de libertad responsable puede crecer de manera adecuada.
18.
Además de la libertad, el desarrollo humano integral como vocación exige
también que se respete la verdad. La vocación al progreso impulsa a los hombres
a «hacer, conocer y tener más para ser más». Pero la cuestión es: ¿qué
significa «ser más»?. A esta pregunta, Pablo VI responde indicando lo que
comporta esencialmente el «auténtico desarrollo»: «debe ser integral, es decir,
promover a todos los hombres y a todo el hombre». En la concurrencia entre
las diferentes visiones del hombre que, más aún que en la sociedad de Pablo VI,
se proponen también en la de hoy, la visión cristiana tiene la peculiaridad de
afirmar y justificar el valor incondicional de la persona humana y el sentido
de su crecimiento. La vocación cristiana al desarrollo ayuda a buscar la
promoción de todos los hombres y de todo el hombre. Pablo VI escribe: «Lo que
cuenta para nosotros es el hombre, cada hombre, cada agrupación de hombres,
hasta la humanidad entera» [Centesimus annus, 53-62]. La fe cristiana se ocupa del desarrollo, no
apoyándose en privilegios o posiciones de poder, ni tampoco en los méritos de
los cristianos, que ciertamente se han dado y también hoy se dan, junto con sus
naturales limitaciones [Populorum progressio, 12], sino sólo en Cristo, al cual debe remitirse toda
vocación auténtica al desarrollo humano integral. El Evangelio es un elemento
fundamental del desarrollo porque, en él, Cristo, «en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre» [Gaudium et spes, 22]. Con las enseñanzas de su Señor, la Iglesia escruta los signos de
los tiempos, los interpreta y ofrece al mundo «lo que ella posee como propio:
una visión global del hombre y de la humanidad» [Populorum progressio, 13]. Precisamente porque Dios
pronuncia el «sí» más grande al hombre [Discurso], el hombre no puede dejar de abrirse
a la vocación divina para realizar el propio desarrollo. La verdad del
desarrollo consiste en su totalidad: si no es de todo el hombre y de todos los
hombres, no es verdadero desarrollo. Éste es el mensaje central de la Populorum progressio, válido hoy y siempre. El desarrollo humano integral en el plano
natural, al ser respuesta a una vocación de Dios creador[48], requiere su
autentificación en «un humanismo trascendental, que da [al hombre] su mayor
plenitud; ésta es la finalidad suprema del desarrollo personal». Por tanto,
la vocación cristiana a dicho desarrollo abarca tanto el plano natural como el
sobrenatural; éste es el motivo por el que, «cuando Dios queda eclipsado,
nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la finalidad y el “bien”,
empieza a disiparse» [Discurso].
19.
Finalmente, la visión del desarrollo como vocación comporta que su centro sea
la caridad. En la Encíclica Populorum progressio, Pablo VI señaló que las
causas del subdesarrollo no son principalmente de orden material. Nos invitó a
buscarlas en otras dimensiones del hombre. Ante todo, en la voluntad, que con
frecuencia se desentiende de los deberes
de la solidaridad. Después, en el pensamiento, que no siempre sabe orientar
adecuadamente el deseo. Por eso, para alcanzar el desarrollo hacen falta
«pensadores de reflexión profunda que busquen un humanismo nuevo, el cual
permita al hombre moderno hallarse a sí mismo» [Populorum progressio, 20]. Pero eso no es todo. El
subdesarrollo tiene una causa más importante aún que la falta de pensamiento:
es «la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos». Esta
fraternidad, ¿podrán lograrla alguna vez los hombres por sí solos?. La sociedad
cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos. La razón,
por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer
una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad. Ésta
nace de una vocación transcendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado,
y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna. Pablo VI,
presentando los diversos niveles del proceso de desarrollo del hombre, puso en
lo más alto, después de haber mencionado la fe, «la unidad de la caridad de
Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios
vivo, Padre de todos los hombres».
20.
Estas perspectivas abiertas por la Populorum progressio siguen siendo
fundamentales para dar vida y orientación a nuestro compromiso por el
desarrollo de los pueblos. Además, la Populorum progressio subraya
reiteradamente la urgencia de las reformas[54] y pide que, ante los grandes
problemas de la injusticia en el desarrollo de los pueblos, se actúe con valor
y sin demora. Esta urgencia viene impuesta también por la caridad en la verdad.
Es la caridad de Cristo la que nos impulsa: «caritas Christi urget nos» (2 Co
5,14). Esta urgencia no se debe sólo al estado de cosas, no se deriva solamente
de la avalancha de los acontecimientos y problemas, sino de lo que está en
juego: la necesidad de alcanzar una auténtica fraternidad. Lograr esta meta es
tan importante que exige tomarla en consideración para comprenderla a fondo y
movilizarse concretamente con el «corazón», con el fin de hacer cambiar los
procesos económicos y sociales actuales hacia metas plenamente humanas.
CAPÍTULO SEGUNDO.
El desarrollo humano en nuestro tiempo.
21.
Pablo VI tenía una visión articulada del desarrollo. Con el término
«desarrollo» quiso indicar ante todo el objetivo de que los pueblos salieran
del hambre, la miseria, las enfermedades endémicas y el analfabetismo. Desde el
punto de vista económico, eso significaba su participación activa y en
condiciones de igualdad en el proceso económico internacional; desde el punto
de vista social, su evolución hacia sociedades solidarias y con buen nivel de
formación; desde el punto de vista político, la consolidación de regímenes
democráticos capaces de asegurar libertad y paz. Después de tantos años, al ver
con preocupación el desarrollo y la perspectiva de las crisis que se suceden en
estos tiempos, nos preguntamos hasta qué punto se han cumplido las expectativas
de Pablo VI siguiendo el modelo de desarrollo que se ha adoptado en las últimas
décadas. Por tanto, reconocemos que estaba fundada la preocupación de la
Iglesia por la capacidad del hombre meramente tecnológico para fijar objetivos
realistas y poder gestionar constante y adecuadamente los instrumentos
disponibles. La ganancia es útil si, como medio, se orienta a un fin que le dé
un sentido, tanto en el modo de adquirirla como de utilizarla. El objetivo
exclusivo del beneficio, cuando es obtenido mal y sin el bien común como fin
último, corre el riesgo de destruir riqueza y crear pobreza. El desarrollo
económico que Pablo VI deseaba era el que produjera un crecimiento real,
extensible a todos y concretamente sostenible. Es verdad que el desarrollo ha
sido y sigue siendo un factor positivo que ha sacado de la miseria a miles de
millones de personas y que, últimamente, ha dado a muchos países la posibilidad
de participar efectivamente en la política internacional. Sin embargo, se ha de
reconocer que el desarrollo económico mismo ha estado, y lo está aún, aquejado
por desviaciones y problemas dramáticos, que la crisis actual ha puesto todavía
más de manifiesto. Ésta nos pone improrrogablemente ante decisiones que afectan
cada vez más al destino mismo del hombre, el cual, por lo demás, no puede
prescindir de su naturaleza. Las fuerzas técnicas que se mueven, las
interrelaciones planetarias, los efectos perniciosos sobre la economía real de
una actividad financiera mal utilizada y en buena parte especulativa, los
imponentes flujos migratorios, frecuentemente provocados y después no
gestionados adecuadamente, o la explotación sin reglas de los recursos de la
tierra, nos induce hoy a reflexionar sobre las medidas necesarias para
solucionar problemas que no sólo son nuevos respecto a los afrontados por el
Papa Pablo VI, sino también, y sobre todo, que tienen un efecto decisivo para
el bien presente y futuro de la humanidad. Los aspectos de la crisis y sus
soluciones, así como la posibilidad de un nuevo desarrollo futuro, están cada
vez más interrelacionados, se implican recíprocamente, requieren nuevos
esfuerzos de comprensión unitaria y una nueva síntesis humanista. Nos preocupa
justamente la complejidad y gravedad de la situación económica actual, pero
hemos de asumir con realismo, confianza y esperanza las nuevas responsabilidades
que nos reclama la situación de un mundo que necesita una profunda renovación
cultural y el redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir
un futuro mejor. La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas
reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las
experiencias positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis se
convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene
afrontar las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más
que resignada.
22.
Hoy, el cuadro del desarrollo se despliega en múltiples ámbitos. Los actores y
las causas, tanto del subdesarrollo como del desarrollo, son múltiples, las
culpas y los méritos son muchos y diferentes. Esto debería llevar a liberarse
de las ideologías, que con frecuencia simplifican de manera artificiosa la
realidad, y a examinar con objetividad la dimensión humana de los problemas.
Como ya señaló Juan Pablo II [Sollicitudo rei socialis, 28], la línea de demarcación entre países ricos y
pobres ahora no es tan neta como en tiempos de la Populorum progressio. La
riqueza mundial crece en términos absolutos, pero aumentan también las
desigualdades. En los países ricos, nuevas categorías sociales se empobrecen y
nacen nuevas pobrezas. En las zonas más pobres, algunos grupos gozan de un tipo
de superdesarrollo derrochador y consumista, que contrasta de modo inaceptable
con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora. Se sigue produciendo
«el escándalo de las disparidades hirientes» [Populorum progressio, 9]. Lamentablemente, hay
corrupción e ilegalidad tanto en el comportamiento de sujetos económicos y
políticos de los países ricos, nuevos y antiguos, como en los países pobres. La
falta de respeto de los derechos humanos de los trabajadores es provocada a
veces por grandes empresas multinacionales y también por grupos de producción
local. Las ayudas internacionales se han desviado con frecuencia de su
finalidad por irresponsabilidades tanto en los donantes como en los
beneficiarios. Podemos encontrar la misma articulación de responsabilidades
también en el ámbito de las causas inmateriales o culturales del desarrollo y
el subdesarrollo. Hay formas excesivas de protección de los conocimientos por
parte de los países ricos, a través de un empleo demasiado rígido del derecho a
la propiedad intelectual, especialmente en el campo sanitario. Al mismo tiempo,
en algunos países pobres perduran modelos culturales y normas sociales de
comportamiento que frenan el proceso de desarrollo.
23.
Hoy, muchas áreas del planeta se han desarrollado, aunque de modo problemático
y desigual, entrando a formar parte del grupo de las grandes potencias
destinado a jugar un papel importante en el futuro. Pero se ha de subrayar que
no basta progresar sólo desde el punto de vista económico y tecnológico. El
desarrollo necesita ser ante todo auténtico e integral. El salir del atraso
económico, algo en sí mismo positivo, no soluciona la problemática compleja de
la promoción del hombre, ni en los países protagonistas de estos adelantos, ni
en los países económicamente ya desarrollados, ni en los que todavía son
pobres, los cuales pueden sufrir, además de antiguas formas de explotación, las
consecuencias negativas que se derivan de un crecimiento marcado por desviaciones
y desequilibrios.
Tras el
derrumbe de los sistemas económicos y políticos de los países comunistas de
Europa Oriental y el fin de los llamados «bloques contrapuestos», hubiera sido
necesario un replanteamiento total del desarrollo. Lo pidió Juan Pablo II,
quien en 1987 indicó que la existencia de estos «bloques» era una de las
principales causas del subdesarrollo [Sollicitudo rei socialis, 20], pues la política sustraía recursos a
la economía y a la cultura, y la ideología inhibía la libertad. En 1991,
después de los acontecimientos de 1989, pidió también que el fin de los bloques
se correspondiera con un nuevo modo de proyectar globalmente el desarrollo, no
sólo en aquellos países, sino también en Occidente y en las partes del mundo
que se estaban desarrollando [Centesimus annus, 22-29]. Esto ha ocurrido sólo en parte, y sigue
siendo un deber llevarlo a cabo, tal vez aprovechando precisamente las medidas
necesarias para superar los problemas económicos actuales.
24. El
mundo que Pablo VI tenía ante sí, aunque el proceso de socialización estuviera
ya avanzado y pudo hablar de una cuestión social que se había hecho mundial,
estaba aún mucho menos integrado que el actual. La actividad económica y la
función política se movían en gran parte dentro de los mismos confines y podían
contar, por tanto, la una con la otra. La actividad productiva tenía lugar
predominantemente en los ámbitos nacionales y las inversiones financieras
circulaban de forma bastante limitada con el extranjero, de manera que la
política de muchos estados podía fijar todavía las prioridades de la economía
y, de algún modo, gobernar su curso con los instrumentos que tenía a su
disposición. Por este motivo, la Populorum progressio asignó un papel central,
aunque no exclusivo, a los «poderes públicos».
En nuestra época, el Estado se encuentra con el deber de afrontar las limitaciones que pone a su soberanía el nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional, caracterizado también por una creciente movilidad de los capitales financieros y los medios de producción materiales e inmateriales. Este nuevo contexto ha modificado el poder político de los estados.
En nuestra época, el Estado se encuentra con el deber de afrontar las limitaciones que pone a su soberanía el nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional, caracterizado también por una creciente movilidad de los capitales financieros y los medios de producción materiales e inmateriales. Este nuevo contexto ha modificado el poder político de los estados.
Hoy,
aprendiendo también la lección que proviene de la crisis económica actual, en
la que los poderes públicos del Estado se ven llamados directamente a corregir
errores y disfunciones, parece más realista una renovada valoración de su papel
y de su poder, que han de ser sabiamente reexaminados y revalorizados, de modo
que sean capaces de afrontar los desafíos del mundo actual, incluso con nuevas
modalidades de ejercerlos. Con un papel mejor ponderado de los poderes
públicos, es previsible que se fortalezcan las nuevas formas de participación
en la política nacional e internacional que tienen lugar a través de la
actuación de las organizaciones de la sociedad civil; en este sentido, es de
desear que haya mayor atención y participación en la res publica por parte de
los ciudadanos.
25.
Desde el punto de vista social, a los sistemas de protección y previsión, ya
existentes en tiempos de Pablo VI en muchos países, les cuesta trabajo, y les
costará todavía más en el futuro, lograr sus objetivos de verdadera justicia
social dentro de un cuadro de fuerzas profundamente transformado. El mercado,
al hacerse global, ha estimulado, sobre todo en países ricos, la búsqueda de
áreas en las que emplazar la producción a bajo coste con el fin de reducir los
precios de muchos bienes, aumentar el poder de adquisición y acelerar por tanto
el índice de crecimiento, centrado en un mayor consumo en el propio mercado
interior. Consiguientemente, el mercado ha estimulado nuevas formas de
competencia entre los estados con el fin de atraer centros productivos de
empresas extranjeras, adoptando diversas medidas, como una fiscalidad favorable
y la falta de reglamentación del mundo del trabajo. Estos procesos han llevado
a la reducción de la red de seguridad social a cambio de la búsqueda de mayores
ventajas competitivas en el mercado global, con grave peligro para los derechos
de los trabajadores, para los derechos fundamentales del hombre y para la solidaridad
en las tradicionales formas del Estado social. Los sistemas de seguridad social
pueden perder la capacidad de cumplir su tarea, tanto en los países pobres,
como en los emergentes, e incluso en los ya desarrollados desde hace tiempo. En
este punto, las políticas de balance, con los recortes al gasto social, con
frecuencia promovidos también por las instituciones financieras
internacionales, pueden dejar a los ciudadanos impotentes ante riesgos antiguos
y nuevos; dicha impotencia aumenta por la falta de protección eficaz por parte
de las asociaciones de los trabajadores. El conjunto de los cambios sociales y
económicos hace que las organizaciones sindicales tengan mayores dificultades
para desarrollar su tarea de representación de los intereses de los
trabajadores, también porque los gobiernos, por razones de utilidad económica,
limitan a menudo las libertades sindicales o la capacidad de negociación de los
sindicatos mismos. Las redes de solidaridad tradicionales se ven obligadas a
superar mayores obstáculos. Por tanto, la invitación de la doctrina social de la Iglesia, empezando por la Rerum novarum, a dar vida a asociaciones de
trabajadores para defender sus propios derechos ha de ser respetada, hoy más
que ayer, dando ante todo una respuesta pronta y de altas miras a la urgencia
de establecer nuevas sinergias en el ámbito internacional y local.
La
movilidad laboral, asociada a la desregulación generalizada, ha sido un
fenómeno importante, no exento de aspectos positivos porque estimula la producción
de nueva riqueza y el intercambio entre culturas diferentes. Sin embargo,
cuando la incertidumbre sobre las condiciones de trabajo a causa de la
movilidad y la desregulación se hace endémica, surgen formas de inestabilidad
psicológica, de dificultad para abrirse caminos coherentes en la vida, incluido
el del matrimonio. Como consecuencia, se producen situaciones de deterioro
humano y de desperdicio social. Respecto a lo que sucedía en la sociedad
industrial del pasado, el paro provoca hoy nuevas formas de irrelevancia
económica, y la actual crisis sólo puede empeorar dicha situación. El estar sin
trabajo durante mucho tiempo, o la dependencia prolongada de la asistencia
pública o privada, mina la libertad y la creatividad de la persona y sus relaciones
familiares y sociales, con graves daños en el plano psicológico y espiritual.
Quisiera recordar a todos, en especial a los gobernantes que se ocupan en dar
un aspecto renovado al orden económico y social del mundo, que el primer
capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su
integridad: «Pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida
económico-social» [Gaudium et spes, 63].
26. En
el plano cultural, las diferencias son aún más acusadas que en la época de
Pablo VI. Entonces, las culturas estaban generalmente bien definidas y tenían
más posibilidades de defenderse ante los intentos de hacerlas homogéneas. Hoy,
las posibilidades de interacción entre las culturas han aumentado notablemente,
dando lugar a nuevas perspectivas de diálogo intercultural, un diálogo que,
para ser eficaz, ha de tener como punto de partida una toma de conciencia de la
identidad específica de los diversos interlocutores. Pero no se ha de olvidar
que la progresiva mercantilización de los intercambios culturales aumenta hoy
un doble riesgo. Se nota, en primer lugar, un eclecticismo cultural asumido con
frecuencia de manera acrítica: se piensa en las culturas como superpuestas unas
a otras, sustancialmente equivalentes e intercambiables. Eso induce a caer en
un relativismo que en nada ayuda al verdadero diálogo intercultural; en el
plano social, el relativismo cultural provoca que los grupos culturales estén
juntos o convivan, pero separados, sin diálogo auténtico y, por lo tanto, sin
verdadera integración. Existe, en segundo lugar, el peligro opuesto de rebajar
la cultura y homologar los comportamientos y estilos de vida. De este modo, se
pierde el sentido profundo de la cultura de las diferentes naciones, de las
tradiciones de los diversos pueblos, en cuyo marco la persona se enfrenta a las
cuestiones fundamentales de la existencia [Centesimus annus, 24]. El eclecticismo y el bajo nivel
cultural coinciden en separar la cultura de la naturaleza humana. Así, las
culturas ya no saben encontrar su lugar en una naturaleza que las transciende [Discurso],
terminando por reducir al hombre a mero dato cultural. Cuando esto ocurre, la
humanidad corre nuevos riesgos de sometimiento y manipulación.
27. En
muchos países pobres persiste, y amenaza con acentuarse, la extrema inseguridad
de vida a causa de la falta de alimentación: el hambre causa todavía muchas
víctimas entre tantos Lázaros a los que no se les consiente sentarse a la mesa
del rico epulón, como en cambio Pablo VI deseaba [Populorum progressio, 47]. Dar de comer a los
hambrientos (cf. Mt 25,35.37.42) es un imperativo ético para la Iglesia
universal, que responde a las enseñanzas de su Fundador, el Señor Jesús, sobre
la solidaridad y el compartir. Además, en la era de la globalización, eliminar
el hambre en el mundo se ha convertido también en una meta que se ha de lograr
para salvaguardar la paz y la estabilidad del planeta. El hambre no depende
tanto de la escasez material, cuanto de la insuficiencia de recursos sociales,
el más importante de los cuales es de tipo institucional. Es decir, falta un
sistema de instituciones económicas capaces, tanto de asegurar que se tenga
acceso al agua y a la comida de manera regular y adecuada desde el punto de
vista nutricional, como de afrontar las exigencias relacionadas con las
necesidades primarias y con las emergencias de crisis alimentarias reales,
provocadas por causas naturales o por la irresponsabilidad política nacional e
internacional. El problema de la inseguridad alimentaria debe ser planteado en
una perspectiva de largo plazo, eliminando las causas estructurales que lo
provocan y promoviendo el desarrollo agrícola de los países más pobres mediante
inversiones en infraestructuras rurales, sistemas de riego, transportes,
organización de los mercados, formación y difusión de técnicas agrícolas
apropiadas, capaces de utilizar del mejor modo los recursos humanos, naturales
y socio-económicos, que se puedan obtener preferiblemente en el propio lugar,
para asegurar así también su sostenibilidad a largo plazo. Todo eso ha de
llevarse a cabo implicando a las comunidades locales en las opciones y
decisiones referentes a la tierra de cultivo. En esta perspectiva, podría ser
útil tener en cuenta las nuevas fronteras que se han abierto en el empleo
correcto de las técnicas de producción agrícola tradicional, así como las más
innovadoras, en el caso de que éstas hayan sido reconocidas, tras una adecuada
verificación, convenientes, respetuosas del ambiente y atentas a las
poblaciones más desfavorecidas. Al mismo tiempo, no se debería descuidar la
cuestión de una reforma agraria ecuánime en los países en desarrollo. El
derecho a la alimentación y al agua tiene un papel importante para conseguir
otros derechos, comenzando ante todo por el derecho primario a la vida. Por
tanto, es necesario que madure una conciencia solidaria que considere la
alimentación y el acceso al agua como derechos universales de todos los seres
humanos, sin distinciones ni discriminaciones [Mensaje a la FAO]. Es importante destacar,
además, que la vía solidaria hacia el desarrollo de los países pobres puede ser
un proyecto de solución de la crisis global actual, como lo han intuido en los
últimos tiempos hombres políticos y responsables de instituciones
internacionales. Apoyando a los países económicamente pobres mediante planes de
financiación inspirados en la solidaridad, con el fin de que ellos mismos
puedan satisfacer las necesidades de bienes de consumo y desarrollo de los
propios ciudadanos, no sólo se puede producir un verdadero crecimiento
económico, sino que se puede contribuir también a sostener la capacidad
productiva de los países ricos, que corre peligro de quedar comprometida por la
crisis.
28. Uno
de los aspectos más destacados del desarrollo actual es la importancia del tema
del respeto a la vida, que en modo alguno puede separarse de las cuestiones
relacionadas con el desarrollo de los pueblos. Es un aspecto que últimamente
está asumiendo cada vez mayor relieve, obligándonos a ampliar el concepto de
pobreza [Evangelium vitae, 18. 59. 63-64] y de subdesarrollo a los problemas vinculados con la acogida de la
vida, sobre todo donde ésta se ve impedida de diversas formas.
La
situación de pobreza no sólo provoca todavía en muchas zonas un alto índice de
mortalidad infantil, sino que en varias partes del mundo persisten prácticas de
control demográfico por parte de los gobiernos, que con frecuencia difunden la
contracepción y llegan incluso a imponer también el aborto. En los países
económicamente más desarrollados, las legislaciones contrarias a la vida están
muy extendidas y han condicionado ya las costumbres y la praxis, contribuyendo
a difundir una mentalidad antinatalista, que muchas veces se trata de
transmitir también a otros estados como si fuera un progreso cultural.
Algunas
organizaciones no gubernamentales, además, difunden el aborto, promoviendo a
veces en los países pobres la adopción de la práctica de la esterilización,
incluso en mujeres a quienes no se pide su consentimiento. Por añadidura,
existe la sospecha fundada de que, en ocasiones, las ayudas al desarrollo se
condicionan a determinadas políticas sanitarias que implican de hecho la
imposición de un fuerte control de la natalidad. Preocupan también tanto las
legislaciones que aceptan la eutanasia como las presiones de grupos nacionales
e internacionales que reivindican su reconocimiento jurídico.
La
apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo. Cuando una
sociedad se encamina hacia la negación y la supresión de la vida, acaba por no
encontrar la motivación y la energía necesaria para esforzarse en el servicio
del verdadero bien del hombre. Si se pierde la sensibilidad personal y social
para acoger una nueva vida, también se marchitan otras formas de acogida
provechosas para la vida social [Mensaje para la Paz 2007, 5]. La acogida de la vida forja las energías
morales y capacita para la ayuda recíproca. Fomentando la apertura a la vida,
los pueblos ricos pueden comprender mejor las necesidades de los que son
pobres, evitar el empleo de ingentes recursos económicos e intelectuales para
satisfacer deseos egoístas entre los propios ciudadanos y promover, por el
contrario, buenas actuaciones en la perspectiva de una producción moralmente
sana y solidaria, en el respeto del derecho fundamental de cada pueblo y cada
persona a la vida.
29. Hay
otro aspecto de la vida de hoy, muy estrechamente unido con el desarrollo: la
negación del derecho a la libertad religiosa. No me refiero sólo a las luchas y
conflictos que todavía se producen en el mundo por motivos religiosos, aunque a
veces la religión sea solamente una cobertura para razones de otro tipo, como
el afán de poder y riqueza. En efecto, hoy se mata frecuentemente en el nombre
sagrado de Dios, como muchas veces ha manifestado y deplorado públicamente mi
predecesor Juan Pablo II y yo mismo [Mensaje para la Paz 2007, 5. 14]. La violencia frena el desarrollo
auténtico e impide la evolución de los pueblos hacia un mayor bienestar socioeconómico
y espiritual. Esto ocurre especialmente con el terrorismo de inspiración
fundamentalista [Mensaje para la Paz 2006, 9-10], que causa dolor, devastación y muerte, bloquea el diálogo
entre las naciones y desvía grandes recursos de su empleo pacífico y civil. No
obstante, se ha de añadir que, además del fanatismo religioso que impide el
ejercicio del derecho a la libertad de religión en algunos ambientes, también
la promoción programada de la indiferencia religiosa o del ateísmo práctico por
parte de muchos países contrasta con las necesidades del desarrollo de los
pueblos, sustrayéndoles bienes espirituales y humanos. Dios es el garante del
verdadero desarrollo del hombre en cuanto, habiéndolo creado a su imagen, funda
también su dignidad trascendente y alimenta su anhelo constitutivo de «ser
más». El ser humano no es un átomo perdido en un universo casual [Homilía], sino una
criatura de Dios, a quien Él ha querido dar un alma inmortal y al que ha amado
desde siempre. Si el hombre fuera fruto sólo del azar o la necesidad, o si tuviera
que reducir sus aspiraciones al horizonte angosto de las situaciones en que
vive, si todo fuera únicamente historia y cultura, y el hombre no tuviera una
naturaleza destinada a transcenderse en una vida sobrenatural, podría hablarse
de incremento o de evolución, pero no de desarrollo. Cuando el Estado promueve,
enseña, o incluso impone formas de ateísmo práctico, priva a sus ciudadanos de
la fuerza moral y espiritual indispensable para comprometerse en el desarrollo
humano integral y les impide avanzar con renovado dinamismo en su compromiso en
favor de una respuesta humana más generosa al amor divino [Deus caritas est, 1]. Y también se da
el caso de que países económicamente desarrollados o emergentes exporten a los
países pobres, en el contexto de sus relaciones culturales, comerciales y
políticas, esta visión restringida de la persona y su destino. Éste es el daño
que el «superdesarrollo» [Sollicitudo rei socialis, 28] produce al desarrollo auténtico, cuando va
acompañado por el «subdesarrollo moral» [Populorum progressio, 19].
30. En
esta línea, el tema del desarrollo humano integral adquiere un alcance aún más
complejo: la correlación entre sus múltiples elementos exige un esfuerzo para
que los diferentes ámbitos del saber humano sean interactivos, con vistas a la
promoción de un verdadero desarrollo de los pueblos. Con frecuencia, se cree
que basta aplicar el desarrollo o las medidas socioeconómicas correspondientes
mediante una actuación común. Sin embargo, este actuar común necesita ser
orientado, porque «toda acción social implica una doctrina». Teniendo en
cuenta la complejidad de los problemas, es obvio que las diferentes disciplinas
deben colaborar en una interdisciplinariedad ordenada. La caridad no excluye el
saber, más bien lo exige, lo promueve y lo anima desde dentro. El saber nunca
es sólo obra de la inteligencia. Ciertamente, puede reducirse a cálculo y
experimentación, pero si quiere ser sabiduría capaz de orientar al hombre a la
luz de los primeros principios y de su fin último, ha de ser «sazonado» con la
«sal» de la caridad. Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin
el amor. En efecto, «el que está animado de una verdadera caridad es ingenioso
para descubrir las causas de la miseria, para encontrar los medios de
combatirla, para vencerla con intrepidez». Al afrontar los fenómenos que
tenemos delante, la caridad en la verdad exige ante todo conocer y entender,
conscientes y respetuosos de la competencia específica de cada ámbito del
saber. La caridad no es una añadidura posterior, casi como un apéndice al
trabajo ya concluido de las diferentes disciplinas, sino que dialoga con ellas
desde el principio. Las exigencias del amor no contradicen las de la razón. El
saber humano es insuficiente y las conclusiones de las ciencias no podrán
indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre. Siempre
hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad [Deus caritas est, 28]. Pero ir más
allá nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón, ni contradecir
sus resultados. No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor
rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor.
31.
Esto significa que la valoración moral y la investigación científica deben
crecer juntas, y que la caridad ha de animarlas en un conjunto interdisciplinar
armónico, hecho de unidad y distinción. La doctrina social de la Iglesia, que
tiene «una importante dimensión interdisciplinar» [Centesimus annus, 59], puede desempeñar en esta
perspectiva una función de eficacia extraordinaria. Permite a la fe, a la
teología, a la metafísica y a las ciencias encontrar su lugar dentro de una
colaboración al servicio del hombre. La doctrina social de la Iglesia ejerce
especialmente en esto su dimensión sapiencial. Pablo VI vio con claridad que
una de las causas del subdesarrollo es una falta de sabiduría, de reflexión, de
pensamiento capaz de elaborar una síntesis orientadora [Populorum progressio, 40. 85], y que requiere «una
clara visión de todos los aspectos económicos, sociales, culturales y
espirituales». La excesiva sectorización del saber [Fides et ratio], el cerrarse de las
ciencias humanas a la metafísica, las dificultades del diálogo entre las
ciencias y la teología, no sólo dañan el desarrollo del saber, sino también el
desarrollo de los pueblos, pues, cuando eso ocurre, se obstaculiza la visión de
todo el bien del hombre en las diferentes dimensiones que lo caracterizan. Es
indispensable «ampliar nuestro concepto de razón y de su uso» [Discurso] para
conseguir ponderar adecuadamente todos los términos de la cuestión del
desarrollo y de la solución de los problemas socioeconómicos.
32. Las
grandes novedades que presenta hoy el cuadro del desarrollo de los pueblos
plantean en muchos casos la exigencia de nuevas soluciones. Éstas han de
buscarse, a la vez, en el respeto de las leyes propias de cada cosa y a la luz
de una visión integral del hombre que refleje los diversos aspectos de la
persona humana, considerada con la mirada purificada por la caridad. Así se
descubrirán singulares convergencias y posibilidades concretas de solución, sin
renunciar a ningún componente fundamental de la vida humana.
La
dignidad de la persona y las exigencias de la justicia requieren, sobre todo
hoy, que las opciones económicas no hagan aumentar de manera excesiva y
moralmente inaceptable las desigualdades [Populorum progressio, 33] y que se siga buscando como prioridad
el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo mantengan.
Pensándolo bien, esto es también una exigencia de la «razón económica». El
aumento sistémico de las desigualdades entre grupos sociales dentro de un mismo
país y entre las poblaciones de los diferentes países, es decir, el aumento
masivo de la pobreza relativa, no sólo tiende a erosionar la cohesión social y,
de este modo, poner en peligro la democracia, sino que tiene también un impacto
negativo en el plano económico por el progresivo desgaste del «capital social»,
es decir, del conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las
normas, que son indispensables en toda convivencia civil.
La
ciencia económica nos dice también que una situación de inseguridad estructural
da origen a actitudes antiproductivas y al derroche de recursos humanos, en
cuanto que el trabajador tiende a adaptarse pasivamente a los mecanismos
automáticos, en vez de dar espacio a la creatividad. También sobre este punto
hay una convergencia entre ciencia económica y valoración moral. Los costes
humanos son siempre también costes económicos y las disfunciones económicas
comportan igualmente costes humanos.
Además,
se ha de recordar que rebajar las culturas a la dimensión tecnológica, aunque
puede favorecer la obtención de beneficios a corto plazo, a la larga
obstaculiza el enriquecimiento mutuo y las dinámicas de colaboración. Es
importante distinguir entre consideraciones económicas o sociológicas a corto y
largo plazo. Reducir el nivel de tutela de los derechos de los trabajadores y
renunciar a mecanismos de redistribución del rédito con el fin de que el país
adquiera mayor competitividad internacional, impiden consolidar un desarrollo
duradero. Por tanto, se han de valorar cuidadosamente las consecuencias que
tienen sobre las personas las tendencias actuales hacia una economía de corto,
a veces brevísimo plazo. Esto exige «una nueva y más profunda reflexión sobre
el sentido de la economía y de sus fines» [Mensaje para la Paz 2000, 15], además de una honda revisión con
amplitud de miras del modelo de desarrollo, para corregir sus disfunciones y
desviaciones. Lo exige, en realidad, el estado de salud ecológica del planeta;
lo requiere sobre todo la crisis cultural y moral del hombre, cuyos síntomas
son evidentes en todas las partes del mundo desde hace tiempo.
33. Más
de cuarenta años después de la Populorum progressio, su argumento de fondo, el
progreso, sigue siendo aún un problema abierto, que se ha hecho más agudo y
perentorio por la crisis económico-financiera que se está produciendo. Aunque
algunas zonas del planeta que sufrían la pobreza han experimentado cambios
notables en términos de crecimiento económico y participación en la producción
mundial, otras viven todavía en una situación de miseria comparable a la que
había en tiempos de Pablo VI y, en algún caso, puede decirse que peor. Es
significativo que algunas causas de esta situación fueran ya señaladas en la
Populorum progressio, como por ejemplo, los altos aranceles aduaneros impuestos
por los países económicamente desarrollados, que todavía impiden a los
productos procedentes de los países pobres llegar a los mercados de los países
ricos. En cambio, otras causas que la Encíclica sólo esbozó, han adquirido
después mayor relieve. Este es el caso de la valoración del proceso de
descolonización, por entonces en pleno auge. Pablo VI deseaba un itinerario
autónomo que se recorriera en paz y libertad. Después de más de cuarenta años,
hemos de reconocer lo difícil que ha sido este recorrido, tanto por nuevas
formas de colonialismo y dependencia de antiguos y nuevos países hegemónicos,
como por graves irresponsabilidades internas en los propios países que se han
independizado.
La
novedad principal ha sido el estallido de la interdependencia planetaria, ya
comúnmente llamada globalización. Pablo VI lo había previsto parcialmente, pero
es sorprendente el alcance y la impetuosidad de su auge. Surgido en los países
económicamente desarrollados, este proceso ha implicado por su naturaleza a
todas las economías. Ha sido el motor principal para que regiones enteras
superaran el subdesarrollo y es, de por sí, una gran oportunidad. Sin embargo,
sin la guía de la caridad en la verdad, este impulso planetario puede
contribuir a crear riesgo de daños hasta ahora desconocidos y nuevas divisiones
en la familia humana. Por eso, la caridad y la verdad nos plantean un
compromiso inédito y creativo, ciertamente muy vasto y complejo. Se trata de
ensanchar la razón y hacerla capaz de conocer y orientar estas nuevas e
imponentes dinámicas, animándolas en la perspectiva de esa «civilización del
amor», de la cual Dios ha puesto la semilla en cada pueblo y en cada cultura.
CAPÍTULO TERCERO.
Fraternidad, desarrollo económico y sociedad civil.
34. La
caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don.
La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa
desapercibida debido a una visión de la existencia que antepone a todo la
productividad y la utilidad. El ser humano está hecho para el don, el cual
manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente. A veces, el hombre moderno
tiene la errónea convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de
la sociedad. Es una presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo, que
procede —por decirlo con una expresión creyente— del pecado de los orígenes. La
sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado
original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la
construcción de la sociedad: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza
herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la
educación, de la política, de la acción social y de las costumbres» [Centesimus annus, 25]. Hace
tiempo que la economía forma parte del conjunto de los ámbitos en que se
manifiestan los efectos perniciosos del pecado. Nuestros días nos ofrecen una
prueba evidente. Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal
de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación
con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social. Además, la
exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a «injerencias» de
carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos
incluso de manera destructiva. Con el pasar del tiempo, estas posturas han
desembocado en sistemas económicos, sociales y políticos que han tiranizado la
libertad de la persona y de los organismos sociales y que, precisamente por
eso, no han sido capaces de asegurar la justicia que prometían. Como he
afirmado en la Encíclica Spe salvi, se elimina así de la historia la esperanza
cristiana [Spe salvi, 17], que no obstante es un poderoso recurso social al servicio del
desarrollo humano integral, en la libertad y en la justicia. La esperanza
sostiene a la razón y le da fuerza para orientar la voluntad. Está ya
presente en la fe, que la suscita. La caridad en la verdad se nutre de ella y,
al mismo tiempo, la manifiesta. Al ser un don absolutamente gratuito de Dios,
irrumpe en nuestra vida como algo que no es debido, que trasciende toda ley de
justicia. Por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar.
Nos precede en nuestra propia alma como signo de la presencia de Dios en
nosotros y de sus expectativas para con nosotros. La verdad que, como la
caridad es don, nos supera, como enseña San Agustín. Incluso nuestra propia
verdad, la de nuestra conciencia personal, ante todo, nos ha sido «dada». En
efecto, en todo proceso cognitivo la verdad no es producida por nosotros, sino
que se encuentra o, mejor aún, se recibe. Como el amor, «no nace del
pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser
humano» [Deus caritas est, 3].
Al ser
un don recibido por todos, la caridad en la verdad es una fuerza que funda la
comunidad, unifica a los hombres de manera que no haya barreras o confines. La
comunidad humana puede ser organizada por nosotros mismos, pero nunca podrá ser
sólo con sus propias fuerzas una comunidad plenamente fraterna ni aspirar a
superar las fronteras, o convertirse en una comunidad universal. La unidad del
género humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la
palabra de Dios-Amor que nos convoca. Al afrontar esta cuestión decisiva, hemos
de precisar, por un lado, que la lógica del don no excluye la justicia ni se yuxtapone
a ella como un añadido externo en un segundo momento y, por otro, que el
desarrollo económico, social y político necesita, si quiere ser auténticamente
humano, dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad.
35. Si
hay confianza recíproca y generalizada, el mercado es la institución económica
que permite el encuentro entre las personas, como agentes económicos que
utilizan el contrato como norma de sus relaciones y que intercambian bienes y
servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos. El mercado está
sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa, que regula
precisamente la relación entre dar y recibir entre iguales. Pero la doctrina
social de la Iglesia no ha dejado nunca de subrayar la importancia de la
justicia distributiva y de la justicia social para la economía de mercado, no
sólo porque está dentro de un contexto social y político más amplio, sino
también por la trama de relaciones en que se desenvuelve. En efecto, si el
mercado se rige únicamente por el principio de la equivalencia del valor de los
bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social que necesita
para su buen funcionamiento. Sin formas internas de solidaridad y de confianza
recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica.
Hoy, precisamente esta confianza ha fallado, y esta pérdida de confianza es
algo realmente grave.
Pablo VI subraya oportunamente en la Populorum progressio que el sistema económico
mismo se habría aventajado con la práctica generalizada de la justicia, pues
los primeros beneficiarios del desarrollo de los países pobres hubieran sido
los países ricos. No se trata sólo de remediar el mal funcionamiento con
las ayudas. No se debe considerar a los pobres como un «fardo» [Centesimus annus, 28], sino como
una riqueza incluso desde el punto de vista estrictamente económico. No
obstante, se ha de considerar equivocada la visión de quienes piensan que la
economía de mercado tiene necesidad estructural de una cuota de pobreza y de
subdesarrollo para funcionar mejor. Al mercado le interesa promover la
emancipación, pero no puede lograrlo por sí mismo, porque no puede producir lo que
está fuera de su alcance. Ha de sacar fuerzas morales de otras instancias que
sean capaces de generarlas.
36. La
actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando
sin más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien
común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política. Por tanto,
se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que
correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría
el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa de
graves desequilibrios.
La
Iglesia sostiene siempre que la actividad económica no debe considerarse
antisocial. Por eso, el mercado no es ni debe convertirse en el ámbito donde el
más fuerte avasalle al más débil. La sociedad no debe protegerse del mercado,
pensando que su desarrollo comporta ipso facto la muerte de las relaciones
auténticamente humanas. Es verdad que el mercado puede orientarse en sentido
negativo, pero no por su propia naturaleza, sino por una cierta ideología que
lo guía en este sentido. No se debe olvidar que el mercado no existe en su
estado puro, se adapta a las configuraciones culturales que lo concretan y
condicionan. En efecto, la economía y las finanzas, al ser instrumentos, pueden
ser mal utilizados cuando quien los gestiona tiene sólo referencias egoístas.
De esta forma, se puede llegar a transformar medios de por sí buenos en
perniciosos. Lo que produce estas consecuencias es la razón oscurecida del
hombre, no el medio en cuanto tal. Por eso, no se deben hacer reproches al
medio o instrumento sino al hombre, a su conciencia moral y a su
responsabilidad personal y social.
La
doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir relaciones
auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de
reciprocidad, también dentro de la actividad económica y no solamente fuera o
«después» de ella. El sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o
antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque
es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente.
El gran
desafío que tenemos, planteado por las dificultades del desarrollo en este
tiempo de globalización y agravado por la crisis económico-financiera actual,
es mostrar, tanto en el orden de las ideas como de los comportamientos, que no
sólo no se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética
social, como la trasparencia, la honestidad y la responsabilidad, sino que en
las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como
expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad
económica ordinaria. Esto es una exigencia del hombre en el momento actual,
pero también de la razón económica misma. Una exigencia de la caridad y de la
verdad al mismo tiempo.
37. La
doctrina social de la Iglesia ha sostenido siempre que la justicia afecta a
todas las fases de la actividad económica, porque en todo momento tiene que ver
con el hombre y con sus derechos. La obtención de recursos, la financiación, la
producción, el consumo y todas las fases del proceso económico tienen
ineludiblemente implicaciones morales. Así, toda decisión económica tiene
consecuencias de carácter moral. Lo confirman las ciencias sociales y las tendencias
de la economía contemporánea. Hace algún tiempo, tal vez se podía confiar
primero a la economía la producción de riqueza y asignar después a la política
la tarea de su distribución. Hoy resulta más difícil, dado que las actividades
económicas no se limitan a territorios definidos, mientras que las autoridades
gubernativas siguen siendo sobre todo locales. Además, las normas de justicia
deben ser respetadas desde el principio y durante el proceso económico, y no
sólo después o colateralmente. Para eso es necesario que en el mercado se dé
cabida a actividades económicas de sujetos que optan libremente por ejercer su
gestión movidos por principios distintos al del mero beneficio, sin renunciar
por ello a producir valor económico. Muchos planteamientos económicos
provenientes de iniciativas religiosas y laicas demuestran que esto es
realmente posible.
En la
época de la globalización, la economía refleja modelos competitivos vinculados
a culturas muy diversas entre sí. El comportamiento económico y empresarial que
se desprende tiene en común principalmente el respeto de la justicia
conmutativa. Indudablemente, la vida económica tiene necesidad del contrato
para regular las relaciones de intercambio entre valores equivalentes. Pero
necesita igualmente leyes justas y formas de redistribución guiadas por la
política, además de obras caracterizadas por el espíritu del don. La economía
globalizada parece privilegiar la primera lógica, la del intercambio
contractual, pero directa o indirectamente demuestra que necesita a las otras
dos, la lógica de la política y la lógica del don sin contrapartida.
38. En
la Centesimus annus, mi predecesor Juan Pablo II señaló esta problemática al
advertir la necesidad de un sistema basado en tres instancias: el mercado, el
Estado y la sociedad civil. Consideró que la sociedad civil era el ámbito
más apropiado para una economía de la gratuidad y de la fraternidad, sin
negarla en los otros dos ámbitos. Hoy podemos decir que la vida económica debe
ser comprendida como una realidad de múltiples dimensiones: en todas ellas,
aunque en medida diferente y con modalidades específicas, debe haber respeto a
la reciprocidad fraterna. En la época de la globalización, la actividad
económica no puede prescindir de la gratuidad, que fomenta y extiende la
solidaridad y la responsabilidad por la justicia y el bien común en sus
diversas instancias y agentes. Se trata, en definitiva, de una forma concreta y
profunda de democracia económica. La solidaridad es en primer lugar que todos
se sientan responsables de todos [Sollicitudo rei socialis, 38]; por tanto no se la puede dejar solamente
en manos del Estado. Mientras antes se podía pensar que lo primero era alcanzar
la justicia y que la gratuidad venía después como un complemento, hoy es
necesario decir que sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera la justicia. Se
requiere, por tanto, un mercado en el cual puedan operar libremente, con
igualdad de oportunidades, empresas que persiguen fines institucionales
diversos. Junto a la empresa privada, orientada al beneficio, y los diferentes
tipos de empresa pública, deben poderse establecer y desenvolver aquellas
organizaciones productivas que persiguen fines mutualistas y sociales. De su
recíproca interacción en el mercado se puede esperar una especie de combinación
entre los comportamientos de empresa y, con ella, una atención más sensible a
una civilización de la economía. En este caso, caridad en la verdad significa
la necesidad de dar forma y organización a las iniciativas económicas que, sin
renunciar al beneficio, quieren ir más allá de la lógica del intercambio de
cosas equivalentes y del lucro como fin en sí mismo.
39.
Pablo VI pedía en la Populorum progressio que se llegase a un modelo de
economía de mercado capaz de incluir, al menos tendencialmente, a todos los
pueblos, y no solamente a los particularmente dotados. Pedía un compromiso para
promover un mundo más humano para todos, un mundo «en donde todos tengan que
dar y recibir, sin que el progreso de los unos sea un obstáculo para el
desarrollo de los otros». Así, extendía al plano universal las mismas
exigencias y aspiraciones de la Rerum novarum, escrita como consecuencia de la
revolución industrial, cuando se afirmó por primera vez la idea —seguramente
avanzada para aquel tiempo— de que el orden civil, para sostenerse, necesitaba
la intervención redistributiva del Estado. Hoy, esta visión de la Rerum novarum, además de puesta en crisis por los procesos de apertura de los
mercados y de las sociedades, se muestra incompleta para satisfacer las
exigencias de una economía plenamente humana. Lo que la doctrina de la Iglesia
ha sostenido siempre, partiendo de su visión del hombre y de la sociedad, es
necesario también hoy para las dinámicas características de la globalización.
Cuando
la lógica del mercado y la lógica del Estado se ponen de acuerdo para mantener
el monopolio de sus respectivos ámbitos de influencia, se debilita a la larga
la solidaridad en las relaciones entre los ciudadanos, la participación, el
sentido de pertenencia y el obrar gratuitamente, que no se identifican con el
«dar para tener», propio de la lógica de la compraventa, ni con el «dar por
deber», propio de la lógica de las intervenciones públicas, que el Estado
impone por ley. La victoria sobre el subdesarrollo requiere actuar no sólo en
la mejora de las transacciones basadas en la compraventa, o en las
transferencias de las estructuras asistenciales de carácter público, sino sobre
todo en la apertura progresiva en el contexto mundial a formas de actividad
económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y comunión. El
binomio exclusivo mercado-Estado corroe la sociabilidad, mientras que las
formas de economía solidaria, que encuentran su mejor terreno en la sociedad
civil aunque no se reducen a ella, crean sociabilidad. El mercado de la gratuidad
no existe y las actitudes gratuitas no se pueden prescribir por ley. Sin
embargo, tanto el mercado como la política tienen necesidad de personas
abiertas al don recíproco.
40. Las
actuales dinámicas económicas internacionales, caracterizadas por graves
distorsiones y disfunciones, requieren también cambios profundos en el modo de
entender la empresa. Antiguas modalidades de la vida empresarial van
desapareciendo, mientras otras más prometedoras se perfilan en el horizonte.
Uno de los mayores riesgos es sin duda que la empresa responda casi
exclusivamente a las expectativas de los inversores en detrimento de su
dimensión social. Debido a su continuo crecimiento y a la necesidad de mayores
capitales, cada vez son menos las empresas que dependen de un único empresario
estable que se sienta responsable a largo plazo, y no sólo por poco tiempo, de
la vida y los resultados de su empresa, y cada vez son menos las empresas que
dependen de un único territorio. Además, la llamada deslocalización de la
actividad productiva puede atenuar en el empresario el sentido de
responsabilidad respecto a los interesados, como los trabajadores, los
proveedores, los consumidores, así como al medio ambiente y a la sociedad más
amplia que lo rodea, en favor de los accionistas, que no están sujetos a un
espacio concreto y gozan por tanto de una extraordinaria movilidad. El mercado
internacional de los capitales, en efecto, ofrece hoy una gran libertad de
acción. Sin embargo, también es verdad que se está extendiendo la conciencia de
la necesidad de una «responsabilidad social» más amplia de la empresa. Aunque
no todos los planteamientos éticos que guían hoy el debate sobre la
responsabilidad social de la empresa son aceptables según la perspectiva de la
doctrina social de la Iglesia, es cierto que se va difundiendo cada vez más la
convicción según la cual la gestión de la empresa no puede tener en cuenta
únicamente el interés de sus propietarios, sino también el de todos los otros
sujetos que contribuyen a la vida de la empresa: trabajadores, clientes,
proveedores de los diversos elementos de producción, la comunidad de
referencia. En los últimos años se ha notado el crecimiento de una clase
cosmopolita de manager, que a menudo responde sólo a las pretensiones de los
nuevos accionistas de referencia compuestos generalmente por fondos anónimos
que establecen su retribución. Pero también hay muchos managers hoy que, con un
análisis más previsor, se percatan cada vez más de los profundos lazos de su
empresa con el territorio o territorios en que desarrolla su actividad. PabloVI invitaba a valorar seriamente el daño que la trasferencia de capitales al
extranjero, por puro provecho personal, puede ocasionar a la propia nación.
Juan Pablo II advertía que invertir tiene siempre un significado moral, además
de económico [Centesimus annus, 36]. Se ha de reiterar que todo esto mantiene su validez en
nuestros días a pesar de que el mercado de capitales haya sido fuertemente
liberalizado y la moderna mentalidad tecnológica pueda inducir a pensar que
invertir es sólo un hecho técnico y no humano ni ético. No se puede negar que
un cierto capital puede hacer el bien cuando se invierte en el extranjero en
vez de en la propia patria. Pero deben quedar a salvo los vínculos de justicia,
teniendo en cuenta también cómo se ha formado ese capital y los perjuicios que
comporta para las personas el que no se emplee en los lugares donde se ha
generado [Populorum progressio, 24]. Se ha de evitar que el empleo de recursos financieros esté
motivado por la especulación y ceda a la tentación de buscar únicamente un
beneficio inmediato, en vez de la sostenibilidad de la empresa a largo plazo,
su propio servicio a la economía real y la promoción, en modo adecuado y
oportuno, de iniciativas económicas también en los países necesitados de
desarrollo. Tampoco hay motivos para negar que la deslocalización, que lleva
consigo inversiones y formación, puede hacer bien a la población del país que
la recibe. El trabajo y los conocimientos técnicos son una necesidad universal.
Sin embargo, no es lícito deslocalizar únicamente para aprovechar particulares
condiciones favorables, o peor aún, para explotar sin aportar a la sociedad
local una verdadera contribución para el nacimiento de un sólido sistema
productivo y social, factor imprescindible para un desarrollo estable.
41. A
este respecto, es útil observar que la iniciativa empresarial tiene, y debe
asumir cada vez más, un significado polivalente. El predominio persistente del
binomio mercado-Estado nos ha acostumbrado a pensar exclusivamente en el
empresario privado de tipo capitalista por un lado y en el directivo estatal
por otro. En realidad, la iniciativa empresarial se ha de entender de modo
articulado. Así lo revelan diversas motivaciones metaeconómicas. El ser
empresario, antes de tener un significado profesional, tiene un significado
humano [Centesimus annus, 32]. Es propio de todo trabajo visto como «actus personae» [Laborem exercens, 24] y por eso
es bueno que todo trabajador tenga la posibilidad de dar la propia aportación a
su labor, de modo que él mismo «sea consciente de que está trabajando en algo
propio». Por eso, Pablo VI enseñaba que «todo trabajador es un
creador» [Populorum progressio, 27]. Precisamente para responder a las exigencias y a la dignidad de
quien trabaja, y a las necesidades de la sociedad, existen varios tipos de
empresas, más allá de la pura distinción entre «privado» y «público». Cada una
requiere y manifiesta una capacidad de iniciativa empresarial específica. Para
realizar una economía que en el futuro próximo sepa ponerse al servicio del
bien común nacional y mundial, es oportuno tener en cuenta este significado
amplio de iniciativa empresarial. Esta concepción más amplia favorece el
intercambio y la mutua configuración entre los diversos tipos de iniciativa
empresarial, con transvase de competencias del mundo non profit al profit y
viceversa, del público al propio de la sociedad civil, del de las economías
avanzadas al de países en vía de desarrollo.
También
la autoridad política tiene un significado polivalente, que no se puede olvidar
mientras se camina hacia la consecución de un nuevo orden económico-productivo,
socialmente responsable y a medida del hombre. Al igual que se pretende
cultivar una iniciativa empresarial diferenciada en el ámbito mundial, también
se debe promover una autoridad política repartida y que ha de actuar en diversos
planos. El mercado único de nuestros días no elimina el papel de los estados,
más bien obliga a los gobiernos a una colaboración recíproca más estrecha. La
sabiduría y la prudencia aconsejan no proclamar apresuradamente la desaparición
del Estado. Con relación a la solución de la crisis actual, su papel parece
destinado a crecer, recuperando muchas competencias. Hay naciones donde la
construcción o reconstrucción del Estado sigue siendo un elemento clave para su
desarrollo. La ayuda internacional, precisamente dentro de un proyecto
inspirado en la solidaridad para solucionar los actuales problemas económicos,
debería apoyar en primer lugar la consolidación de los sistemas
constitucionales, jurídicos y administrativos en los países que todavía no
gozan plenamente de estos bienes. Las ayudas económicas deberían ir acompañadas
de aquellas medidas destinadas a reforzar las garantías propias de un Estado de
derecho, un sistema de orden público y de prisiones respetuoso de los derechos
humanos y a consolidar instituciones verdaderamente democráticas. No es
necesario que el Estado tenga las mismas características en todos los sitios:
el fortalecimiento de los sistemas constitucionales débiles puede ir acompañado
perfectamente por el desarrollo de otras instancias políticas no estatales, de
carácter cultural, social, territorial o religioso. Además, la articulación de
la autoridad política en el ámbito local, nacional o internacional, es uno de
los cauces privilegiados para poder orientar la globalización económica. Y
también el modo de evitar que ésta mine de hecho los fundamentos de la
democracia.
42. A
veces se perciben actitudes fatalistas ante la globalización, como si las
dinámicas que la producen procedieran de fuerzas anónimas e impersonales o de
estructuras independientes de la voluntad humana. A este respecto, es
bueno recordar que la globalización ha de entenderse ciertamente como un
proceso socioeconómico, pero no es ésta su única dimensión. Tras este proceso
más visible hay realmente una humanidad cada vez más interrelacionada; hay
personas y pueblos para los que el proceso debe ser de utilidad y
desarrollo, gracias a que tanto los individuos como la colectividad asumen
sus respectivas responsabilidades. La superación de las fronteras no es sólo un
hecho material, sino también cultural, en sus causas y en sus efectos. Cuando
se entiende la globalización de manera determinista, se pierden los criterios
para valorarla y orientarla. Es una realidad humana y puede ser fruto de
diversas corrientes culturales que han de ser sometidas a un discernimiento. La
verdad de la globalización como proceso y su criterio ético fundamental vienen
dados por la unidad de la familia humana y su crecimiento en el bien. Por
tanto, hay que esforzarse incesantemente para favorecer una orientación
cultural personalista y comunitaria, abierta a la trascendencia, del proceso de
integración planetaria.
A pesar
de algunos aspectos estructurales innegables, pero que no se deben absolutizar,
«la globalización no es, a priori, ni buena ni mala. Será lo que la gente haga
de ella». Debemos ser sus protagonistas, no las víctimas, procediendo
razonablemente, guiados por la caridad y la verdad. Oponerse ciegamente a la
globalización sería una actitud errónea, preconcebida, que acabaría por ignorar
un proceso que tiene también aspectos positivos, con el riesgo de perder una
gran ocasión para aprovechar las múltiples oportunidades de desarrollo que
ofrece. El proceso de globalización, adecuadamente entendido y gestionado,
ofrece la posibilidad de una gran redistribución de la riqueza a escala
planetaria como nunca se ha visto antes; pero, si se gestiona mal, puede
incrementar la pobreza y la desigualdad, contagiando además con una crisis a
todo el mundo. Es necesario corregir las disfunciones, a veces graves, que
causan nuevas divisiones entre los pueblos y en su interior, de modo que la
redistribución de la riqueza no comporte una redistribución de la pobreza, e
incluso la acentúe, como podría hacernos temer también una mala gestión de la
situación actual. Durante mucho tiempo se ha pensado que los pueblos pobres
deberían permanecer anclados en un estadio de desarrollo preestablecido o
contentarse con la filantropía de los pueblos desarrollados. Pablo VI se
pronunció contra esta mentalidad en la Populorum progressio. Los recursos
materiales disponibles para sacar a estos pueblos de la miseria son hoy
potencialmente mayores que antes, pero se han servido de ellos principalmente
los países desarrollados, que han podido aprovechar mejor la liberalización de
los movimientos de capitales y de trabajo. Por tanto, la difusión de ámbitos de
bienestar en el mundo no debería ser obstaculizada con proyectos egoístas,
proteccionistas o dictados por intereses particulares. En efecto, la
participación de países emergentes o en vías de desarrollo permite hoy
gestionar mejor la crisis. La transición que el proceso de globalización comporta,
conlleva grandes dificultades y peligros, que sólo se podrán superar si se toma
conciencia del espíritu antropológico y ético que en el fondo impulsa la
globalización hacia metas de humanización solidaria. Desgraciadamente, este
espíritu se ve con frecuencia marginado y entendido desde perspectivas
ético-culturales de carácter individualista y utilitarista. La globalización es
un fenómeno multidimensional y polivalente, que exige ser comprendido en la
diversidad y en la unidad de todas sus dimensiones, incluida la teológica. Esto
consentirá vivir y orientar la globalización de la humanidad en términos de
relacionalidad, comunión y participación.
CAPÍTULO CUARTO.
Desarrollo de los pueblos, Derechos y deberes, Ambiente.
43. «La
solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un
deber» [Populorum progressio, 17]. En la actualidad, muchos pretenden pensar que no deben nada a
nadie, si no es a sí mismos. Piensan que sólo son titulares de derechos y con
frecuencia les cuesta madurar en su responsabilidad respecto al desarrollo
integral propio y ajeno. Por ello, es importante urgir una nueva reflexión
sobre los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales éstos se
convierten en algo arbitrario [Mensaje para la Paz 2003, 5]. Hoy se da una profunda contradicción.
Mientras, por un lado, se reivindican presuntos derechos, de carácter
arbitrario y superfluo, con la pretensión de que las estructuras públicas los
reconozcan y promuevan, por otro, hay derechos elementales y fundamentales que
se ignoran y violan en gran parte de la humanidad. Se aprecia con
frecuencia una relación entre la reivindicación del derecho a lo superfluo, e
incluso a la transgresión y al vicio, en las sociedades opulentas, y la
carencia de comida, agua potable, instrucción básica o cuidados sanitarios
elementales en ciertas regiones del mundo subdesarrollado y también en la
periferia de las grandes ciudades. Dicha relación consiste en que los derechos
individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dé un sentido
profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prácticamente
ilimitada y carente de criterios. La exacerbación de los derechos conduce al
olvido de los deberes. Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un
marco antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y
así dejan de ser arbitrarios. Por este motivo, los deberes refuerzan los
derechos y reclaman que se los defienda y promueva como un compromiso al
servicio del bien. En cambio, si los derechos del hombre se fundamentan sólo en
las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos, pueden ser cambiados en
cualquier momento y, consiguientemente, se relaja en la conciencia común el
deber de respetarlos y tratar de conseguirlos. Los gobiernos y los organismos
internacionales pueden olvidar entonces la objetividad y la cualidad de «no
disponibles» de los derechos. Cuando esto sucede, se pone en peligro el
verdadero desarrollo de los pueblos [Mensaje para la Paz 2007, 13]. Comportamientos como éstos
comprometen la autoridad moral de los organismos internacionales, sobre todo a
los ojos de los países más necesitados de desarrollo. En efecto, éstos exigen
que la comunidad internacional asuma como un deber ayudarles a ser «artífices
de su destino» [Populorum progressio, 65], es decir, a que asuman a su vez deberes. Compartir los
deberes recíprocos moviliza mucho más que la mera reivindicación de derechos.
44. La
concepción de los derechos y de los deberes respecto al desarrollo, debe tener
también en cuenta los problemas relacionados con el crecimiento demográfico. Es
un aspecto muy importante del verdadero desarrollo, porque afecta a los valores
irrenunciables de la vida y de la familia. No es correcto considerar el
aumento de población como la primera causa del subdesarrollo, incluso desde el
punto de vista económico: baste pensar, por un lado, en la notable disminución
de la mortalidad infantil y el aumento de la edad media que se produce en los
países económicamente desarrollados y, por otra, en los signos de crisis que se
perciben en la sociedades en las que se constata una preocupante disminución de
la natalidad. Obviamente, se ha de seguir prestando la debida atención a una
procreación responsable que, por lo demás, es una contribución efectiva al
desarrollo humano integral. La Iglesia, que se interesa por el verdadero desarrollo
del hombre, exhorta a éste a que respete los valores humanos también en el
ejercicio de la sexualidad: ésta no puede quedar reducida a un mero hecho
hedonista y lúdico, del mismo modo que la educación sexual no se puede limitar
a una instrucción técnica, con la única preocupación de proteger a los
interesados de eventuales contagios o del «riesgo» de procrear. Esto
equivaldría a empobrecer y descuidar el significado profundo de la sexualidad,
que debe ser en cambio reconocido y asumido con responsabilidad por la persona
y la comunidad. En efecto, la responsabilidad evita tanto que se considere la
sexualidad como una simple fuente de placer, como que se regule con políticas
de planificación forzada de la natalidad. En ambos casos se trata de concepciones
y políticas materialistas, en las que las personas acaban padeciendo diversas
formas de violencia. Frente a todo esto, se debe resaltar la competencia
primordial que en este campo tienen las familias respecto del Estado y sus
políticas restrictivas, así como una adecuada educación de los padres.
La
apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica.
Grandes naciones han podido salir de la miseria gracias también al gran número
y a la capacidad de sus habitantes. Al contrario, naciones en un tiempo
florecientes pasan ahora por una fase de incertidumbre, y en algún caso de
decadencia, precisamente a causa del bajo índice de natalidad, un problema
crucial para las sociedades de mayor bienestar. La disminución de los nacimientos,
a veces por debajo del llamado «índice de reemplazo generacional», pone en
crisis incluso a los sistemas de asistencia social, aumenta los costes, merma
la reserva del ahorro y, consiguientemente, los recursos financieros necesarios
para las inversiones, reduce la disponibilidad de trabajadores cualificados y
disminuye la reserva de «cerebros» a los que recurrir para las necesidades de
la nación.
Además, las familias pequeñas, o muy pequeñas a veces, corren el riesgo de empobrecer las relaciones sociales y de no asegurar formas eficaces de solidaridad. Son situaciones que presentan síntomas de escasa confianza en el futuro y de fatiga moral. Por eso, se convierte en una necesidad social, e incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la persona. En esta perspectiva, los estados están llamados a establecer políticas que promuevan la centralidad y la integridad de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, célula primordial y vital de la sociedad [Apostolicam actuositatem, 11], haciéndose cargo también de sus problemas económicos y fiscales, en el respeto de su naturaleza relacional.
Además, las familias pequeñas, o muy pequeñas a veces, corren el riesgo de empobrecer las relaciones sociales y de no asegurar formas eficaces de solidaridad. Son situaciones que presentan síntomas de escasa confianza en el futuro y de fatiga moral. Por eso, se convierte en una necesidad social, e incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la persona. En esta perspectiva, los estados están llamados a establecer políticas que promuevan la centralidad y la integridad de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, célula primordial y vital de la sociedad [Apostolicam actuositatem, 11], haciéndose cargo también de sus problemas económicos y fiscales, en el respeto de su naturaleza relacional.
45.
Responder a las exigencias morales más profundas de la persona tiene también
importantes efectos beneficiosos en el plano económico. En efecto, la economía
tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética
cualquiera, sino de una ética amiga de la persona. Hoy se habla mucho de ética
en el campo económico, bancario y empresarial. Surgen centros de estudio y
programas formativos de business ethics; se difunde en el mundo desarrollado el
sistema de certificaciones éticas, siguiendo la línea del movimiento de ideas
nacido en torno a la responsabilidad social de la empresa. Los bancos proponen
cuentas y fondos de inversión llamados «éticos». Se desarrolla una «finanza
ética», sobre todo mediante el microcrédito y, más en general, la
microfinanciación. Dichos procesos son apreciados y merecen un amplio apoyo.
Sus efectos positivos llegan incluso a las áreas menos desarrolladas de la
tierra. Conviene, sin embargo, elaborar un criterio de discernimiento válido,
pues se nota un cierto abuso del adjetivo «ético» que, usado de manera
genérica, puede abarcar también contenidos completamente distintos, hasta el
punto de hacer pasar por éticas decisiones y opciones contrarias a la justicia
y al verdadero bien del hombre.
En
efecto, mucho depende del sistema moral de referencia. Sobre este aspecto, la
doctrina social de la Iglesia ofrece una aportación específica, que se funda en
la creación del hombre «a imagen de Dios» (Gn 1,27), algo que comporta la
inviolable dignidad de la persona humana, así como el valor trascendente de las
normas morales naturales. Una ética económica que prescinda de estos dos
pilares correría el peligro de perder inevitablemente su propio significado y
prestarse así a ser instrumentalizada; más concretamente, correría el riesgo de
amoldarse a los sistemas económico-financieros existentes, en vez de corregir
sus disfunciones. Además, podría acabar incluso justificando la financiación de
proyectos no éticos. Es necesario, pues, no recurrir a la palabra «ética» de
una manera ideológicamente discriminatoria, dando a entender que no serían
éticas las iniciativas no etiquetadas formalmente con esa cualificación.
Conviene esforzarse —la observación aquí es esencial— no sólo para que surjan
sectores o segmentos «éticos» de la economía o de las finanzas, sino para que
toda la economía y las finanzas sean éticas y lo sean no por una etiqueta
externa, sino por el respeto de exigencias intrínsecas de su propia naturaleza.
A este respecto, la doctrina social de la Iglesia habla con claridad,
recordando que la economía, en todas sus ramas, es un sector de la actividad
humana [Populorum progressio, 14].
46.
Respecto al tema de la relación entre empresa y ética, así como de la evolución
que está teniendo el sistema productivo, parece que la distinción hasta ahora
más difundida entre empresas destinadas al beneficio (profit) y organizaciones
sin ánimo de lucro (non profit) ya no refleja plenamente la realidad, ni es
capaz de orientar eficazmente el futuro. En estos últimos decenios, ha ido
surgiendo una amplia zona intermedia entre los dos tipos de empresas. Esa zona
intermedia está compuesta por empresas tradicionales que, sin embargo,
suscriben pactos de ayuda a países atrasados; por fundaciones promovidas por
empresas concretas; por grupos de empresas que tienen objetivos de utilidad
social; por el amplio mundo de agentes de la llamada economía civil y de
comunión. No se trata sólo de un «tercer sector», sino de una nueva y amplia
realidad compuesta, que implica al sector privado y público y que no excluye el
beneficio, pero lo considera instrumento para objetivos humanos y sociales. Que
estas empresas distribuyan más o menos los beneficios, o que adopten una u otra
configuración jurídica prevista por la ley, es secundario respecto a su
disponibilidad para concebir la ganancia como un instrumento para alcanzar
objetivos de humanización del mercado y de la sociedad. Es de desear que estas
nuevas formas de empresa encuentren en todos los países también un marco
jurídico y fiscal adecuado. Así, sin restar importancia y utilidad económica y
social a las formas tradicionales de empresa, hacen evolucionar el sistema
hacia una asunción más clara y plena de los deberes por parte de los agentes
económicos. Y no sólo esto. La misma pluralidad de las formas institucionales
de empresa es lo que promueve un mercado más cívico y al mismo tiempo más
competitivo.
47. La
potenciación de los diversos tipos de empresas y, en particular, de los que son
capaces de concebir el beneficio como un instrumento para conseguir objetivos
de humanización del mercado y de la sociedad, hay que llevarla a cabo incluso
en países excluidos o marginados de los circuitos de la economía global, donde
es muy importante proceder con proyectos de subsidiaridad convenientemente
diseñados y gestionados, que tiendan a promover los derechos, pero previendo
siempre que se asuman también las correspondientes responsabilidades. En las
iniciativas para el desarrollo debe quedar a salvo el principio de la
centralidad de la persona humana, que es quien debe asumirse en primer lugar el
deber del desarrollo. Lo que interesa principalmente es la mejora de las
condiciones de vida de las personas concretas de una cierta región, para que
puedan satisfacer aquellos deberes que la indigencia no les permite observar
actualmente. La preocupación nunca puede ser una actitud abstracta. Los
programas de desarrollo, para poder adaptarse a las situaciones concretas, han
de ser flexibles; y las personas que se beneficien deben implicarse
directamente en su planificación y convertirse en protagonistas de su realización.
También es necesario aplicar los criterios de progresión y acompañamiento
—incluido el seguimiento de los resultados—, porque no hay recetas
universalmente válidas. Mucho depende de la gestión concreta de las
intervenciones. «Constructores de su propio desarrollo, los pueblos son los
primeros responsables de él. Pero no lo realizarán en el aislamiento» [Populorum progressio, 77].
Hoy, con la consolidación del proceso de progresiva integración del planeta,
esta exhortación de Pablo VI es más válida todavía. Las dinámicas de inclusión
no tienen nada de mecánico. Las soluciones se han de ajustar a la vida de los
pueblos y de las personas concretas, basándose en una valoración prudencial de
cada situación. Al lado de los macroproyectos son necesarios los microproyectos
y, sobre todo, es necesaria la movilización efectiva de todos los sujetos de la
sociedad civil, tanto de las personas jurídicas como de las personas físicas.
La
cooperación internacional necesita personas que participen en el proceso del
desarrollo económico y humano, mediante la solidaridad de la presencia, el
acompañamiento, la formación y el respeto. Desde este punto de vista, los
propios organismos internacionales deberían preguntarse sobre la eficacia real
de sus aparatos burocráticos y administrativos, frecuentemente demasiado
costosos. A veces, el destinatario de las ayudas resulta útil para quien lo
ayuda y, así, los pobres sirven para mantener costosos organismos burocráticos,
que destinan a la propia conservación un porcentaje demasiado elevado de esos
recursos que deberían ser destinados al desarrollo. A este respecto, cabría
desear que los organismos internacionales y las organizaciones no
gubernamentales se esforzaran por una transparencia total, informando a los
donantes y a la opinión pública sobre la proporción de los fondos recibidos que
se destina a programas de cooperación, sobre el verdadero contenido de dichos
programas y, en fin, sobre la distribución de los gastos de la institución
misma.
48. El
tema del desarrollo está también muy unido hoy a los deberes que nacen de la
relación del hombre con el ambiente natural. Éste es un don de Dios para todos,
y su uso representa para nosotros una responsabilidad para con los pobres, las
generaciones futuras y toda la humanidad. Cuando se considera la naturaleza, y
en primer lugar al ser humano, fruto del azar o del determinismo evolutivo,
disminuye el sentido de la responsabilidad en las conciencias. El creyente
reconoce en la naturaleza el maravilloso resultado de la intervención creadora
de Dios, que el hombre puede utilizar responsablemente para satisfacer sus
legítimas necesidades —materiales e inmateriales— respetando el equilibrio
inherente a la creación misma. Si se desvanece esta visión, se acaba por
considerar la naturaleza como un tabú intocable o, al contrario, por abusar de
ella. Ambas posturas no son conformes con la visión cristiana de la naturaleza,
fruto de la creación de Dios.
La
naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad. Ella nos precede y
nos ha sido dada por Dios como ámbito de vida. Nos habla del Creador (cf. Rm
1,20) y de su amor a la humanidad. Está destinada a encontrar la «plenitud» en
Cristo al final de los tiempos (cf. Ef 1,9-10; Col 1,19-20). También ella, por
tanto, es una «vocación» [Mensaje para la Paz 1990, 6]. La naturaleza está a nuestra disposición no como
un «montón de desechos esparcidos al azar», sino como un don del Creador
que ha diseñado sus estructuras intrínsecas para que el hombre descubra las
orientaciones que se deben seguir para «guardarla y cultivarla» (cf. Gn 2,15).
Pero se ha de subrayar que es contrario al verdadero desarrollo considerar la
naturaleza como más importante que la persona humana misma. Esta postura
conduce a actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo: la salvación del hombre no
puede venir únicamente de la naturaleza, entendida en sentido puramente
naturalista. Por otra parte, también es
necesario refutar la posición contraria, que mira a su completa tecnificación,
porque el ambiente natural no es sólo materia disponible a nuestro gusto, sino
obra admirable del Creador y que lleva en sí una «gramática» que indica
finalidad y criterios para un uso inteligente, no instrumental y arbitrario.
Hoy, muchos perjuicios al desarrollo provienen en realidad de estas maneras de
pensar distorsionadas. Reducir completamente la naturaleza a un conjunto de
simples datos fácticos acaba siendo fuente de violencia para con el ambiente,
provocando además conductas que no respetan la naturaleza del hombre mismo.
Ésta, en cuanto se compone no sólo de materia, sino también de espíritu, y por
tanto rica de significados y fines trascendentes, tiene un carácter normativo
incluso para la cultura. El hombre interpreta y modela el ambiente natural
mediante la cultura, la cual es orientada a su vez por la libertad responsable,
atenta a los dictámenes de la ley moral. Por tanto, los proyectos para un
desarrollo humano integral no pueden ignorar a las generaciones sucesivas, sino
que han de caracterizarse por la solidaridad y la justicia intergeneracional,
teniendo en cuenta múltiples aspectos, como el ecológico, el jurídico, el
económico, el político y el cultural.
49.
Hoy, las cuestiones relacionadas con el cuidado y salvaguardia del ambiente han
de tener debidamente en cuenta los problemas energéticos. En efecto, el
acaparamiento por parte de algunos estados, grupos de poder y empresas de
recursos energéticos no renovables, es un grave obstáculo para el desarrollo de
los países pobres. Éstos no tienen medios económicos ni para acceder a las
fuentes energéticas no renovables ya existentes ni para financiar la búsqueda
de fuentes nuevas y alternativas. La acumulación de recursos naturales, que en
muchos casos se encuentran precisamente en países pobres, causa explotación y
conflictos frecuentes entre las naciones y en su interior. Dichos conflictos se
producen con frecuencia precisamente en el territorio de esos países, con
graves consecuencias de muertes, destrucción y mayor degradación aún. La
comunidad internacional tiene el deber imprescindible de encontrar los modos
institucionales para ordenar el aprovechamiento de los recursos no renovables,
con la participación también de los países pobres, y planificar así
conjuntamente el futuro.
En este
sentido, hay también una urgente necesidad moral de una renovada solidaridad,
especialmente en las relaciones entre países en vías de desarrollo y países
altamente industrializados [Mensaje para la Paz 1990, 10]. Las sociedades tecnológicamente avanzadas
pueden y deben disminuir el propio gasto energético, bien porque las
actividades manufactureras evolucionan, bien porque entre sus ciudadanos se
difunde una mayor sensibilidad ecológica. Además, se debe añadir que hoy se
puede mejorar la eficacia energética y al mismo tiempo progresar en la búsqueda
de energías alternativas. Pero es también necesaria una redistribución
planetaria de los recursos energéticos, de manera que también los países que no
los tienen puedan acceder a ellos. Su destino no puede dejarse en manos del primero
que llega o depender de la lógica del más fuerte. Se trata de problemas
relevantes que, para ser afrontados de manera adecuada, requieren por parte de
todos una responsable toma de conciencia de las consecuencias que afectarán a
las nuevas generaciones, y sobre todo a los numerosos jóvenes que viven en los
pueblos pobres, los cuales «reclaman tener su parte activa en la construcción
de un mundo mejor» [Populorum progressio, 65].
50.
Esta responsabilidad es global, porque no concierne sólo a la energía, sino a
toda la creación, para no dejarla a las nuevas generaciones empobrecida en sus
recursos. Es lícito que el hombre gobierne responsablemente la naturaleza para
custodiarla, hacerla productiva y cultivarla también con métodos nuevos y
tecnologías avanzadas, de modo que pueda acoger y alimentar dignamente a la
población que la habita. En nuestra tierra hay lugar para todos: en ella toda
la familia humana debe encontrar los recursos necesarios para vivir dignamente,
con la ayuda de la naturaleza misma, don de Dios a sus hijos, con el tesón del
propio trabajo y de la propia inventiva. Pero debemos considerar un deber muy
grave el dejar la tierra a las nuevas generaciones en un estado en el que
puedan habitarla dignamente y seguir cultivándola. Eso comporta «el compromiso
de decidir juntos después de haber ponderado responsablemente la vía a seguir,
con el objetivo de fortalecer esa alianza entre ser humano y medio ambiente que
ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual
caminamos» [Mensaje para la Paz 2008, 7]. Es de desear que la comunidad internacional y cada gobierno
sepan contrarrestar eficazmente los modos de utilizar el ambiente que le sean
nocivos. Y también las autoridades competentes han de hacer los esfuerzos
necesarios para que los costes económicos y sociales que se derivan del uso de
los recursos ambientales comunes se reconozcan de manera transparente y sean
sufragados totalmente por aquellos que se benefician, y no por otros o por las
futuras generaciones. La protección del entorno, de los recursos y del clima
requiere que todos los responsables internacionales actúen conjuntamente y
demuestren prontitud para obrar de buena fe, en el respeto de la ley y la
solidaridad con las regiones más débiles del planeta [Discurso]. Una de las mayores
tareas de la economía es precisamente el uso más eficaz de los recursos, no el
abuso, teniendo siempre presente que el concepto de eficiencia no es
axiológicamente neutral.
51. El
modo en que el hombre trata el ambiente influye en la manera en que se trata a
sí mismo, y viceversa. Esto exige que la sociedad actual revise seriamente su
estilo de vida que, en muchas partes del mundo, tiende al hedonismo y al
consumismo, despreocupándose de los daños que de ello se derivan [Mensaje para la Paz 1990, 13]. Es
necesario un cambio efectivo de mentalidad que nos lleve a adoptar nuevos
estilos de vida, «a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza
y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento
común sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros
y de las inversiones» [Centesimus annus, 36]. Cualquier menoscabo de la solidaridad y del civismo
produce daños ambientales, así como la degradación ambiental, a su vez, provoca
insatisfacción en las relaciones sociales. La naturaleza, especialmente en
nuestra época, está tan integrada en la dinámica social y cultural que
prácticamente ya no constituye una variable independiente. La desertización y
el empobrecimiento productivo de algunas áreas agrícolas son también fruto del
empobrecimiento de sus habitantes y de su atraso. Cuando se promueve el
desarrollo económico y cultural de estas poblaciones, se tutela también la
naturaleza. Además, muchos recursos naturales quedan devastados con las
guerras. La paz de los pueblos y entre los pueblos permitiría también una mayor
salvaguardia de la naturaleza. El acaparamiento de los recursos, especialmente
del agua, puede provocar graves conflictos entre las poblaciones afectadas. Un
acuerdo pacífico sobre el uso de los recursos puede salvaguardar la naturaleza
y, al mismo tiempo, el bienestar de las sociedades interesadas.
La
Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y la debe hacer valer
en público. Y, al hacerlo, no sólo debe defender la tierra, el agua y el aire
como dones de la creación que pertenecen a todos. Debe proteger sobre todo al
hombre contra la destrucción de sí mismo. Es necesario que exista una especie
de ecología del hombre bien entendida. En efecto, la degradación de la
naturaleza está estrechamente unida a la cultura que modela la convivencia humana:
cuando se respeta la «ecología humana» [Mensaje para la Paz 2007, 8] en la sociedad, también la ecología
ambiental se beneficia. Así como las virtudes humanas están interrelacionadas,
de modo que el debilitamiento de una pone en peligro también a las otras, así
también el sistema ecológico se apoya en un proyecto que abarca tanto la sana
convivencia social como la buena relación con la naturaleza.
Para
salvaguardar la naturaleza no basta intervenir con incentivos o desincentivos
económicos, y ni siquiera basta con una instrucción adecuada. Éstos son
instrumentos importantes, pero el problema decisivo es la capacidad moral
global de la sociedad. Si no se respeta el derecho a la vida y a la muerte
natural, si se hace artificial la concepción, la gestación y el nacimiento del
hombre, si se sacrifican embriones humanos a la investigación, la conciencia
común acaba perdiendo el concepto de ecología humana y con ello de la ecología
ambiental. Es una contradicción pedir a las nuevas generaciones el respeto al
ambiente natural, cuando la educación y las leyes no las ayudan a respetarse a
sí mismas. El libro de la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que
concierne a la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones
sociales, en una palabra, el desarrollo humano integral. Los deberes que
tenemos con el ambiente están relacionados con los que tenemos para con la
persona considerada en sí misma y en su relación con los otros. No se pueden
exigir unos y conculcar otros. Es una grave antinomia de la mentalidad y de la
praxis actual, que envilece a la persona, trastorna el ambiente y daña a la
sociedad.
52. La
verdad, y el amor que ella desvela, no se pueden producir, sólo se pueden
acoger. Su última fuente no es, ni puede ser, el hombre, sino Dios, o sea Aquel
que es Verdad y Amor. Este principio es muy importante para la sociedad y para
el desarrollo, en cuanto que ni la Verdad ni el Amor pueden ser sólo productos
humanos; la vocación misma al desarrollo de las personas y de los pueblos no se
fundamenta en una simple deliberación humana, sino que está inscrita en un
plano que nos precede y que para todos nosotros es un deber que ha de ser
acogido libremente. Lo que nos precede y constituye —el Amor y la Verdad
subsistentes— nos indica qué es el bien y en qué consiste nuestra felicidad.
Nos señala así el camino hacia el verdadero desarrollo.
CAPÍTULO QUINTO.
La colaboración de la familia humana.
53. Una
de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad.
Ciertamente, también las otras pobrezas, incluidas las materiales, nacen del
aislamiento, del no ser amados o de la dificultad de amar. Con frecuencia, son
provocadas por el rechazo del amor de Dios, por una tragedia original de
cerrazón del hombre en sí mismo, pensando ser autosuficiente, o bien un mero
hecho insignificante y pasajero, un «extranjero» en un universo que se ha
formado por casualidad. El hombre está alienado cuando vive solo o se aleja de
la realidad, cuando renuncia a pensar y creer en un Fundamento [Centesimus annus, 41]. Toda la
humanidad está alienada cuando se entrega a proyectos exclusivamente humanos, a
ideologías y utopías falsas. Hoy la humanidad aparece mucho más
interactiva que antes: esa mayor vecindad debe transformarse en verdadera
comunión. El desarrollo de los pueblos depende sobre todo de que se reconozcan
como parte de una sola familia, que colabora con verdadera comunión y está
integrada por seres que no viven simplemente uno junto al otro [Evangelium vitae, 20].
Pablo VI señalaba que «el mundo se encuentra en un lamentable vacío de ideas» [Populorum progressio, 85].
La afirmación contiene una constatación, pero sobre todo una aspiración: es
preciso un nuevo impulso del pensamiento para comprender mejor lo que implica
ser una familia; la interacción entre los pueblos del planeta nos urge a dar
ese impulso, para que la integración se desarrolle bajo el signo de la
solidaridad [Mensaje para la Paz 1998, 3] en vez del de la marginación. Dicho pensamiento obliga a una
profundización crítica y valorativa de la categoría de la relación. Es un
compromiso que no puede llevarse a cabo sólo con las ciencias sociales, dado
que requiere la aportación de saberes como la metafísica y la teología, para
captar con claridad la dignidad trascendente del hombre.
La
criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las
relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más
madura también en la propia identidad personal. El hombre se valoriza no
aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios. Por tanto, la
importancia de dichas relaciones es fundamental. Esto vale también para los
pueblos. Consiguientemente, resulta muy útil para su desarrollo una visión
metafísica de la relación entre las personas. A este respecto, la razón
encuentra inspiración y orientación en la revelación cristiana, según la cual la
comunidad de los hombres no absorbe en sí a la persona anulando su autonomía,
como ocurre en las diversas formas del totalitarismo, sino que la valoriza más
aún porque la relación entre persona y comunidad es la de un todo hacia otro
todo. De la misma manera que la comunidad familiar no anula en su seno a
las personas que la componen, y la Iglesia misma valora plenamente la «criatura
nueva» (Ga 6,15; 2 Co 5,17), que por el bautismo se inserta en su Cuerpo vivo,
así también la unidad de la familia humana no anula de por sí a las personas,
los pueblos o las culturas, sino que los hace más transparentes los unos con
los otros, más unidos en su legítima diversidad.
54. El
tema del desarrollo coincide con el de la inclusión relacional de todas las
personas y de todos los pueblos en la única comunidad de la familia humana, que
se construye en la solidaridad sobre la base de los valores fundamentales de la
justicia y la paz. Esta perspectiva se ve iluminada de manera decisiva por la
relación entre las Personas de la Trinidad en la única Sustancia divina. La
Trinidad es absoluta unidad, en cuanto las tres Personas divinas son
relacionalidad pura. La transparencia recíproca entre las Personas divinas es
plena y el vínculo de una con otra total, porque constituyen una absoluta
unidad y unicidad. Dios nos quiere también asociar a esa realidad de comunión:
«para que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La Iglesia es signo e
instrumento de esta unidad [Lumen gentium, 1]. También las relaciones entre los hombres a lo
largo de la historia se han beneficiado de la referencia a este Modelo divino.
En particular, a la luz del misterio revelado de la Trinidad, se comprende que
la verdadera apertura no significa dispersión centrífuga, sino compenetración
profunda. Esto se manifiesta también en las experiencias humanas comunes del
amor y de la verdad. Como el amor sacramental une a los esposos espiritualmente
en «una sola carne» (Gn 2,24; Mt 19,5; Ef 5,31), y de dos que eran hace de
ellos una unidad relacional y real, de manera análoga la verdad une los
espíritus entre sí y los hace pensar al unísono, atrayéndolos y uniéndolos en
ella.
55. La
revelación cristiana sobre la unidad del género humano presupone una
interpretación metafísica del humanum, en la que la relacionalidad es elemento
esencial. También otras culturas y otras religiones enseñan la fraternidad y la
paz y, por tanto, son de gran importancia para el desarrollo humano integral.
Sin embargo, no faltan actitudes religiosas y culturales en las que no se asume
plenamente el principio del amor y de la verdad, terminando así por frenar el
verdadero desarrollo humano e incluso por impedirlo. El mundo de hoy está
siendo atravesado por algunas culturas de trasfondo religioso, que no llevan al
hombre a la comunión, sino que lo aíslan en la búsqueda del bienestar
individual, limitándose a gratificar las expectativas psicológicas. También una
cierta proliferación de itinerarios religiosos de pequeños grupos, e incluso de
personas individuales, así como el sincretismo religioso, pueden ser factores
de dispersión y de falta de compromiso. Un posible efecto negativo del proceso
de globalización es la tendencia a favorecer dicho sincretismo [Discurso],
alimentando formas de «religión» que alejan a las personas unas de otras, en
vez de hacer que se encuentren, y las apartan de la realidad. Al mismo tiempo,
persisten a veces parcelas culturales y religiosas que encasillan la sociedad
en castas sociales estáticas, en creencias mágicas que no respetan la dignidad
de la persona, en actitudes de sumisión a fuerzas ocultas. En esos contextos,
el amor y la verdad encuentran dificultad para afianzarse, perjudicando el
auténtico desarrollo.
Por
este motivo, aunque es verdad que, por un lado, el desarrollo necesita de las
religiones y de las culturas de los diversos pueblos, por otro lado, sigue
siendo verdad también que es necesario un adecuado discernimiento. La libertad
religiosa no significa indiferentismo religioso y no comporta que todas las
religiones sean iguales [Dominus Iesus]. El discernimiento sobre la contribución de las
culturas y de las religiones es necesario para la construcción de la comunidad
social en el respeto del bien común, sobre todo para quien ejerce el poder
político. Dicho discernimiento deberá basarse en el criterio de la caridad y de
la verdad. Puesto que está en juego el desarrollo de las personas y de los
pueblos, tendrá en cuenta la posibilidad de emancipación y de inclusión en la
óptica de una comunidad humana verdaderamente universal. El criterio para
evaluar las culturas y las religiones es también «todo el hombre y todos los
hombres». El cristianismo, religión del «Dios que tiene un rostro humano» [Spe salvi, 31],
lleva en sí mismo un criterio similar.
56. La
religión cristiana y las otras religiones pueden contribuir al desarrollo
solamente si Dios tiene un lugar en la esfera pública, con específica
referencia a la dimensión cultural, social, económica y, en particular,
política. La doctrina social de la Iglesia ha nacido para reivindicar esa
«carta de ciudadanía» [Centesimus annus, 5] de la religión cristiana. La negación del derecho a
profesar públicamente la propia religión y a trabajar para que las verdades de
la fe inspiren también la vida pública, tiene consecuencias negativas sobre el
verdadero desarrollo. La exclusión de la religión del ámbito público, así como,
el fundamentalismo religioso por otro lado, impiden el encuentro entre las
personas y su colaboración para el progreso de la humanidad. La vida pública se
empobrece de motivaciones y la política adquiere un aspecto opresor y agresivo.
Se corre el riesgo de que no se respeten los derechos humanos, bien porque se
les priva de su fundamento trascendente, bien porque no se reconoce la libertad
personal. En el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un
diálogo fecundo y de una provechosa colaboración entre la razón y la fe
religiosa. La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale
también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la
religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su
auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy
gravoso para el desarrollo de la humanidad.
57. El
diálogo fecundo entre fe y razón hace más eficaz el ejercicio de la caridad en
el ámbito social y es el marco más apropiado para promover la colaboración
fraterna entre creyentes y no creyentes, en la perspectiva compartida de
trabajar por la justicia y la paz de la humanidad. Los Padres conciliares
afirmaban en la Constitución pastoral Gaudium et spes: «Según la opinión casi
unánime de creyentes y no creyentes, todo lo que existe en la tierra debe
ordenarse al hombre como su centro y su culminación». Para los creyentes,
el mundo no es fruto de la casualidad ni de la necesidad, sino de un proyecto
de Dios. De ahí nace el deber de los creyentes de aunar sus esfuerzos con todos
los hombres y mujeres de buena voluntad de otras religiones, o no creyentes,
para que nuestro mundo responda efectivamente al proyecto divino: vivir como
una familia, bajo la mirada del Creador. Sin duda, el principio desubsidiaridad [Centesimus annus, 48], expresión de la inalienable libertad, es una manifestación
particular de la caridad y criterio guía para la colaboración fraterna de
creyentes y no creyentes. La subsidiaridad es ante todo una ayuda a la persona,
a través de la autonomía de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se ofrece
cuando la persona y los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí
mismos, implicando siempre una finalidad emancipadora, porque favorece la
libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades. La
subsidiaridad respeta la dignidad de la persona, en la que ve un sujeto siempre
capaz de dar algo a los otros. La subsidiaridad, al reconocer que la
reciprocidad forma parte de la constitución íntima del ser humano, es el
antídoto más eficaz contra cualquier forma de asistencialismo paternalista.
Ella puede dar razón tanto de la múltiple articulación de los niveles y, por
ello, de la pluralidad de los sujetos, como de su coordinación. Por tanto, es
un principio particularmente adecuado para gobernar la globalización y
orientarla hacia un verdadero desarrollo humano. Para no abrir la puerta a un
peligroso poder universal de tipo monocrático, el gobierno de la globalización
debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples niveles y planos
diversos, que colaboren recíprocamente. La globalización necesita ciertamente
una autoridad, en cuanto plantea el problema de la consecución de un bien común
global; sin embargo, dicha autoridad deberá estar organizada de modo
subsidiario y con división de poderes [Pacem in terris], tanto para no herir la libertad
como para resultar concretamente eficaz.
58. El
principio de subsidiaridad debe mantenerse íntimamente unido al principio de la solidaridad y viceversa, porque así como la subsidiaridad sin la solidaridad
desemboca en el particularismo social, también es cierto que la solidaridad sin
la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo que humilla al necesitado. Esta
regla de carácter general se ha de tener muy en cuenta incluso cuando se
afrontan los temas sobre las ayudas internacionales al desarrollo. Éstas, por
encima de las intenciones de los donantes, pueden mantener a veces a un pueblo
en un estado de dependencia, e incluso favorecer situaciones de dominio local y
de explotación en el país que las recibe. Las ayudas económicas, para que lo
sean de verdad, no deben perseguir otros fines. Han de ser concedidas implicando
no sólo a los gobiernos de los países interesados, sino también a los agentes
económicos locales y a los agentes culturales de la sociedad civil, incluidas
las Iglesias locales.
Los programas de ayuda han de adaptarse cada vez más a la forma de los programas integrados y compartidos desde la base. En efecto, sigue siendo verdad que el recurso humano es el más valioso de los países en vías de desarrollo: éste es el auténtico capital que se ha de potenciar para asegurar a los países más pobres un futuro verdaderamente autónomo. Conviene recordar también que, en el campo económico, la ayuda principal que necesitan los países en vías de desarrollo es permitir y favorecer cada vez más el ingreso de sus productos en los mercados internacionales, posibilitando así su plena participación en la vida económica internacional. En el pasado, las ayudas han servido con demasiada frecuencia sólo para crear mercados marginales de los productos de esos países. Esto se debe muchas veces a una falta de verdadera demanda de estos productos: por tanto, es necesario ayudar a esos países a mejorar sus productos y a adaptarlos mejor a la demanda. Además, algunos han temido con frecuencia la competencia de las importaciones de productos, normalmente agrícolas, provenientes de los países económicamente pobres. Sin embargo, se ha de recordar que la posibilidad de comercializar dichos productos significa a menudo garantizar su supervivencia a corto o largo plazo. Un comercio internacional justo y equilibrado en el campo agrícola puede reportar beneficios a todos, tanto en la oferta como en la demanda. Por este motivo, no sólo es necesario orientar comercialmente esos productos, sino establecer reglas comerciales internacionales que los sostengan, y reforzar la financiación del desarrollo para hacer más productivas esas economías.
Los programas de ayuda han de adaptarse cada vez más a la forma de los programas integrados y compartidos desde la base. En efecto, sigue siendo verdad que el recurso humano es el más valioso de los países en vías de desarrollo: éste es el auténtico capital que se ha de potenciar para asegurar a los países más pobres un futuro verdaderamente autónomo. Conviene recordar también que, en el campo económico, la ayuda principal que necesitan los países en vías de desarrollo es permitir y favorecer cada vez más el ingreso de sus productos en los mercados internacionales, posibilitando así su plena participación en la vida económica internacional. En el pasado, las ayudas han servido con demasiada frecuencia sólo para crear mercados marginales de los productos de esos países. Esto se debe muchas veces a una falta de verdadera demanda de estos productos: por tanto, es necesario ayudar a esos países a mejorar sus productos y a adaptarlos mejor a la demanda. Además, algunos han temido con frecuencia la competencia de las importaciones de productos, normalmente agrícolas, provenientes de los países económicamente pobres. Sin embargo, se ha de recordar que la posibilidad de comercializar dichos productos significa a menudo garantizar su supervivencia a corto o largo plazo. Un comercio internacional justo y equilibrado en el campo agrícola puede reportar beneficios a todos, tanto en la oferta como en la demanda. Por este motivo, no sólo es necesario orientar comercialmente esos productos, sino establecer reglas comerciales internacionales que los sostengan, y reforzar la financiación del desarrollo para hacer más productivas esas economías.
59. La
cooperación para el desarrollo no debe contemplar solamente la dimensión
económica; ha de ser una gran ocasión para el encuentro cultural y humano. Si
los sujetos de la cooperación de los países económicamente desarrollados, como
a veces sucede, no tienen en cuenta la identidad cultural propia y ajena, con
sus valores humanos, no podrán entablar diálogo alguno con los ciudadanos de
los países pobres. Si éstos, a su vez, se abren con indiferencia y sin discernimiento
a cualquier propuesta cultural, no estarán en condiciones de asumir la
responsabilidad de su auténtico desarrollo [Populorum progressio, 10.41]. Las sociedades
tecnológicamente avanzadas no deben confundir el propio desarrollo tecnológico
con una presunta superioridad cultural, sino que deben redescubrir en sí mismas
virtudes a veces olvidadas, que las han hecho florecer a lo largo de su
historia. Las sociedades en crecimiento deben permanecer fieles a lo que hay de
verdaderamente humano en sus tradiciones, evitando que superpongan
automáticamente a ellas las formas de la civilización tecnológica globalizada.
En todas las culturas se dan singulares y múltiples convergencias éticas,
expresiones de una misma naturaleza humana, querida por el Creador, y que la
sabiduría ética de la humanidad llama ley natural [Discurso]. Dicha ley moral
universal es fundamento sólido de todo diálogo cultural, religioso y político,
ayudando al pluralismo multiforme de las diversas culturas a que no se alejen
de la búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios. Por tanto, la adhesión a
esa ley escrita en los corazones es la base de toda colaboración social
constructiva. En todas las culturas hay costras que limpiar y sombras que
despejar. La fe cristiana, que se encarna en las culturas trascendiéndolas,
puede ayudarlas a crecer en la convivencia y en la solidaridad universal, en
beneficio del desarrollo comunitario y planetario.
60. En
la búsqueda de soluciones para la crisis económica actual, la ayuda al
desarrollo de los países pobres debe considerarse un verdadero instrumento de
creación de riqueza para todos. ¿Qué proyecto de ayuda puede prometer un
crecimiento de tan significativo valor —incluso para la economía mundial— como la ayuda a poblaciones que se encuentran
todavía en una fase inicial o poco avanzada de su proceso de desarrollo
económico?. En esta perspectiva, los estados económicamente más desarrollados
harán lo posible por destinar mayores porcentajes de su producto interior bruto
para ayudas al desarrollo, respetando los compromisos que se han tomado sobre
este punto en el ámbito de la comunidad internacional. Lo podrán hacer también
revisando sus políticas internas de asistencia y de solidaridad social,
aplicando a ellas el principio de subsidiaridad y creando sistemas de seguridad
social más integrados, con la participación activa de las personas y de la
sociedad civil. De esta manera, es posible también mejorar los servicios
sociales y asistenciales y, al mismo tiempo, ahorrar recursos, eliminando
derroches y rentas abusivas, para destinarlos a la solidaridad internacional.
Un sistema de solidaridad social más participativo y orgánico, menos
burocratizado pero no por ello menos coordinado, podría revitalizar muchas
energías hoy adormecidas en favor también de la solidaridad entre los pueblos.
Una
posibilidad de ayuda para el desarrollo podría venir de la aplicación eficaz de
la llamada subsidiaridad fiscal, que permitiría a los ciudadanos decidir sobre
el destino de los porcentajes de los impuestos que pagan al Estado. Esto puede
ayudar, evitando degeneraciones particularistas, a fomentar formas de
solidaridad social desde la base, con obvios beneficios también desde el punto
de vista de la solidaridad para el desarrollo.
61. Una
solidaridad más amplia a nivel internacional se manifiesta ante todo en seguir
promoviendo, también en condiciones de crisis económica, un mayor acceso a la
educación que, por otro lado, es una condición esencial para la eficacia de la
cooperación internacional misma. Con el término «educación» no nos referimos
sólo a la instrucción o a la formación para el trabajo, que son dos causas
importantes para el desarrollo, sino a la formación completa de la persona. A
este respecto, se ha de subrayar un aspecto problemático: para educar es
preciso saber quién es la persona humana, conocer su naturaleza. Al afianzarse
una visión relativista de dicha naturaleza plantea serios problemas a la
educación, sobre todo a la educación moral, comprometiendo su difusión
universal. Cediendo a este relativismo, todos se empobrecen más, con
consecuencias negativas también para la eficacia de la ayuda a las poblaciones
más necesitadas, a las que no faltan sólo recursos económicos o técnicos, sino
también modos y medios pedagógicos que ayuden a las personas a lograr su plena
realización humana.
Un
ejemplo de la importancia de este problema lo tenemos en el fenómeno del
turismo internacional [Discurso], que puede ser un notable factor de desarrollo
económico y crecimiento cultural, pero que en ocasiones puede transformarse en
una forma de explotación y degradación moral. La situación actual ofrece
oportunidades singulares para que los aspectos económicos del desarrollo, es
decir, los flujos de dinero y la aparición de experiencias empresariales
locales significativas, se combinen con los culturales, y en primer lugar el
educativo. En muchos casos es así, pero en muchos otros el turismo
internacional es una experiencia deseducativa, tanto para el turista como para
las poblaciones locales. Con frecuencia, éstas se encuentran con conductas
inmorales, y hasta perversas, como en el caso del llamado turismo sexual, al
que se sacrifican tantos seres humanos, incluso de tierna edad. Es doloroso
constatar que esto ocurre muchas veces con el respaldo de gobiernos locales,
con el silencio de aquellos otros de donde proceden los turistas y con la
complicidad de tantos operadores del sector. Aún sin llegar a ese extremo, el
turismo internacional se plantea con frecuencia de manera consumista y
hedonista, como una evasión y con modos de organización típicos de los países
de origen, de forma que no se favorece un verdadero encuentro entre personas y
culturas. Hay que pensar, pues, en un turismo distinto, capaz de promover un
verdadero conocimiento recíproco, que nada quite al descanso y a la sana
diversión: hay que fomentar un turismo así, también a través de una relación
más estrecha con las experiencias de cooperación internacional y de iniciativas
empresariales para el desarrollo.
62.
Otro aspecto digno de atención, hablando del desarrollo humano integral, es el
fenómeno de las migraciones. Es un fenómeno que impresiona por sus grandes
dimensiones, por los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y
religiosos que suscita, y por los dramáticos desafíos que plantea a las
comunidades nacionales y a la comunidad internacional. Podemos decir que
estamos ante un fenómeno social que marca época, que requiere una fuerte y
clarividente política de cooperación internacional para afrontarlo debidamente.
Esta política hay que desarrollarla partiendo de una estrecha colaboración
entre los países de procedencia y de destino de los emigrantes; ha de ir
acompañada de adecuadas normativas internacionales capaces de armonizar los
diversos ordenamientos legislativos, con vistas a salvaguardar las exigencias y
los derechos de las personas y de las familias emigrantes, así como las de las
sociedades de destino. Ningún país por sí solo puede ser capaz de hacer frente
a los problemas migratorios actuales. Todos podemos ver el sufrimiento, el
disgusto y las aspiraciones que conllevan los flujos migratorios. Como es
sabido, es un fenómeno complejo de gestionar; sin embargo, está comprobado que
los trabajadores extranjeros, no obstante las dificultades inherentes a su
integración, contribuyen de manera significativa con su trabajo al desarrollo
económico del país que los acoge, así como a su país de origen a través de las
remesas de dinero. Obviamente, estos trabajadores no pueden ser considerados
como una mercancía o una mera fuerza laboral. Por tanto no deben ser tratados como
cualquier otro factor de producción. Todo emigrante es una persona humana que,
en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser
respetados por todos y en cualquier situación [Erga migrantes caritas Christi].
63. Al
considerar los problemas del desarrollo, se ha de resaltar la relación entre
pobreza y desocupación. Los pobres son en muchos casos el resultado de la
violación de la dignidad del trabajo humano, bien porque se limitan sus
posibilidades (desocupación, subocupación), bien porque se devalúan «los derechos
que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad
de la persona del trabajador y de su familia» [Laborem exercens, 8]. Por esto, ya el 1 de mayo
de 2000, mi predecesor Juan Pablo II, de venerada memoria, con ocasión del
Jubileo de los Trabajadores, lanzó un llamamiento para «una coalición mundial a
favor del trabajo decente» [Jubileo], alentando la estrategia de la Organización Internacional del Trabajo. De esta manera, daba un fuerte apoyo moral a este
objetivo, como aspiración de las familias en todos los países del mundo. Pero
¿qué significa la palabra «decente» aplicada al trabajo?. Significa un trabajo
que, en cualquier sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo
hombre o mujer: un trabajo libremente elegido, que asocie efectivamente a los
trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad; un trabajo que,
de este modo, haga que los trabajadores sean respetados, evitando toda
discriminación; un trabajo que permita satisfacer las necesidades de las
familias y escolarizar a los hijos sin que se vean obligados a trabajar; un
trabajo que consienta a los trabajadores organizarse libremente y hacer oír su
voz; un trabajo que deje espacio para reencontrarse adecuadamente con las
propias raíces en el ámbito personal, familiar y espiritual; un trabajo que
asegure una condición digna a los trabajadores que llegan a la jubilación.
65.
Además, se requiere que las finanzas mismas, que han de renovar necesariamente
sus estructuras y modos de funcionamiento tras su mala utilización, que ha
dañado la economía real, vuelvan a ser un instrumento encaminado a producir
mejor riqueza y desarrollo. Toda la economía y todas las finanzas, y no sólo
algunos de sus sectores, en cuanto instrumentos, deben ser utilizados de manera
ética para crear las condiciones adecuadas para el desarrollo del hombre y de
los pueblos. Es ciertamente útil, y en algunas circunstancias indispensable,
promover iniciativas financieras en las que predomine la dimensión humanitaria.
Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar que todo el sistema financiero ha de
tener como meta el sostenimiento de un verdadero desarrollo. Sobre todo, es
preciso que el intento de hacer el bien no se contraponga al de la capacidad
efectiva de producir bienes. Los agentes financieros han de redescubrir el
fundamento ético de su actividad para no abusar de aquellos instrumentos
sofisticados con los que se podría traicionar a los ahorradores. Recta
intención, transparencia y búsqueda de los buenos resultados son compatibles y
nunca se deben separar. Si el amor es inteligente, sabe encontrar también los
modos de actuar según una conveniencia previsible y justa, como muestran de
manera significativa muchas experiencias en el campo del crédito cooperativo.
Tanto
una regulación del sector capaz de salvaguardar a los sujetos más débiles e
impedir escandalosas especulaciones, como la experimentación de nuevas formas
de finanzas destinadas a favorecer proyectos de desarrollo, son experiencias
positivas que se han de profundizar y alentar, reclamando la propia
responsabilidad del ahorrador. También la experiencia de la microfinanciación,
que hunde sus raíces en la reflexión y en la actuación de los humanistas
civiles —pienso sobre todo en el origen de los Montes de Piedad—, ha de ser
reforzada y actualizada, sobre todo en estos momentos en que los problemas
financieros pueden resultar dramáticos para los sectores más vulnerables de la
población, que deben ser protegidos de la amenaza de la usura y la
desesperación. Los más débiles deben ser educados para defenderse de la usura,
así como los pueblos pobres han de ser educados para beneficiarse realmente del
microcrédito, frenando de este modo posibles formas de explotación en estos dos
campos. Puesto que también en los países ricos se dan nuevas formas de pobreza,
la microfinanciación puede ofrecer ayudas concretas para crear iniciativas y
sectores nuevos que favorezcan a las capas más débiles de la sociedad, también
ante una posible fase de empobrecimiento de la sociedad.
66. La
interrelación mundial ha hecho surgir un nuevo poder político, el de los
consumidores y sus asociaciones. Es un fenómeno en el que se debe profundizar,
pues contiene elementos positivos que hay que fomentar, como también excesos
que se han de evitar. Es bueno que las personas se den cuenta de que comprar es
siempre un acto moral, y no sólo económico. El consumidor tiene una
responsabilidad social específica, que se añade a la responsabilidad social de
la empresa. Los consumidores deben ser constantemente educados [Centesimus annus, 36] para el papel
que ejercen diariamente y que pueden desempeñar respetando los principios
morales, sin que disminuya la racionalidad económica intrínseca en el acto de
comprar. También en el campo de las compras, precisamente en momentos como los
que se están viviendo, en los que el poder adquisitivo puede verse reducido y
se deberá consumir con mayor sobriedad, es necesario abrir otras vías como, por
ejemplo, formas de cooperación para las adquisiciones, como ocurre con las
cooperativas de consumo, que existen desde el s. XIX, gracias también a la
iniciativa de los católicos. Además, es conveniente favorecer formas nuevas de
comercialización de productos provenientes de áreas deprimidas del planeta para
garantizar una retribución decente a los productores, a condición de que se
trate de un mercado transparente, que los productores reciban no sólo mayores
márgenes de ganancia sino también mayor formación, profesionalidad y tecnología
y, finalmente, que dichas experiencias de economía para el desarrollo no estén
condicionadas por visiones ideológicas partidistas. Es de desear un papel más
incisivo de los consumidores como factor de democracia económica, siempre que
ellos mismos no estén manipulados por asociaciones escasamente representativas.
67.
Ante el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en
presencia de una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de la
reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura
económica y financiera internacional, para que se dé una concreción real al
concepto de familia de naciones. Y se siente la urgencia de encontrar formas
innovadoras para poner en práctica el principio de la responsabilidad de
proteger [Discurso] y dar también una voz eficaz en las decisiones comunes a las
naciones más pobres. Esto aparece necesario precisamente con vistas a un
ordenamiento político, jurídico y económico que incremente y oriente la
colaboración internacional hacia el desarrollo solidario de todos los pueblos.
Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la
crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes,
para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz,
para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios,
urge la presencia de una verdadera Autoridad política mundial, como fue ya
esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá estar
regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien
común [Pacem in terris], comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano
integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad. Dicha Autoridad,
además, deberá estar reconocida por todos, gozar de poder efectivo para
garantizar a cada uno la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto
de los derechos [Gaudium et spes, 82]. Obviamente, debe tener la facultad de hacer respetar sus
propias decisiones a las diversas partes, así como las medidas de coordinación
adoptadas en los diferentes foros internacionales. En efecto, cuando esto
falta, el derecho internacional, no obstante los grandes progresos alcanzados
en los diversos campos, correría el riesgo de estar condicionado por los
equilibrios de poder entre los más fuertes. El desarrollo integral de los
pueblos y la colaboración internacional exigen el establecimiento de un grado
superior de ordenamiento internacional de tipo subsidiario para el gobierno de
la globalización [Sollicitudo rei socialis, 43], que se lleve a cabo finalmente un orden social conforme
al orden moral, así como esa relación entre esfera moral y social, entre
política y mundo económico y civil, ya previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas.
CAPÍTULO SEXTO.
El desarrollo de los pueblos y la técnica.
68. El
tema del desarrollo de los pueblos está íntimamente unido al del desarrollo de
cada hombre. La persona humana tiende por naturaleza a su propio desarrollo.
Éste no está garantizado por una serie de mecanismos naturales, sino que cada
uno de nosotros es consciente de su capacidad de decidir libre y
responsablemente. Tampoco se trata de un desarrollo a merced de nuestro
capricho, ya que todos sabemos que somos un don y no el resultado de una
autogeneración. Nuestra libertad está originariamente caracterizada por nuestro
ser, con sus propias limitaciones. Ninguno da forma a la propia conciencia de
manera arbitraria, sino que todos construyen su propio «yo» sobre la base de un
«sí mismo» que nos ha sido dado. No sólo las demás personas se nos presentan
como no disponibles, sino también nosotros para nosotros mismos. El desarrollo
de la persona se degrada cuando ésta pretende ser la única creadora de sí
misma. De modo análogo, también el desarrollo de los pueblos se degrada cuando
la humanidad piensa que puede recrearse utilizando los «prodigios» de la
tecnología. Lo mismo ocurre con el desarrollo económico, que se manifiesta
ficticio y dañino cuando se apoya en los «prodigios» de las finanzas para
sostener un crecimiento antinatural y consumista. Ante esta pretensión
prometeica, hemos de fortalecer el aprecio por una libertad no arbitraria, sino
verdaderamente humanizada por el reconocimiento del bien que la precede. Para
alcanzar este objetivo, es necesario que el hombre entre en sí mismo para
descubrir las normas fundamentales de la ley moral natural que Dios ha inscrito
en su corazón.
69. El
problema del desarrollo en la actualidad está estrechamente unido al progreso
tecnológico y a sus aplicaciones deslumbrantes en campo biológico. La técnica —
conviene subrayarlo — es un hecho profundamente humano, vinculado a la
autonomía y libertad del hombre. En la técnica se manifiesta y confirma el
dominio del espíritu sobre la materia. «Siendo éste [el espíritu] “menos esclavo
de las cosas, puede más fácilmente elevarse a la adoración y a la contemplación
del Creador”» [Populorum progressio, 41]. La técnica permite dominar la materia, reducir los riesgos,
ahorrar esfuerzos, mejorar las condiciones de vida. Responde a la misma
vocación del trabajo humano: en la técnica, vista como una obra del propio
talento, el hombre se reconoce a sí mismo y realiza su propia humanidad. La
técnica es el aspecto objetivo del actuar humano [Laborem exercens, 5], cuyo origen y razón de
ser está en el elemento subjetivo: el hombre que trabaja. Por eso, la técnica
nunca es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus
aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la
superación gradual de ciertos condicionamientos materiales. La técnica, por lo
tanto, se inserta en el mandato de cultivar y custodiar la tierra (cf. Gn
2,15), que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza
entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios.
70. El
desarrollo tecnológico puede alentar la idea de la autosuficiencia de la
técnica, cuando el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar
los porqués que lo impulsan a actuar. Por eso, la técnica tiene un rostro
ambiguo. Nacida de la creatividad humana como instrumento de la libertad de la
persona, puede entenderse como elemento de una libertad absoluta, que desea
prescindir de los límites inherentes a las cosas. El proceso de globalización
podría sustituir las ideologías por la técnica [Octogesima adveniens, 29], transformándose ella misma
en un poder ideológico, que expondría a la humanidad al riesgo de encontrarse
encerrada dentro de un a priori del cual no podría salir para encontrar el ser
y la verdad. En ese caso, cada uno de nosotros conocería, evaluaría y decidiría
los aspectos de su vida desde un horizonte cultural tecnocrático, al que
perteneceríamos estructuralmente, sin poder encontrar jamás un sentido que no
sea producido por nosotros mismos. Esta visión refuerza mucho hoy la mentalidad
tecnicista, que hace coincidir la verdad con lo factible. Pero cuando el único
criterio de verdad es la eficiencia y la utilidad, se niega automáticamente el
desarrollo. En efecto, el verdadero desarrollo no consiste principalmente en
hacer. La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de entender la
técnica y de captar el significado plenamente humano del quehacer del hombre,
según el horizonte de sentido de la persona considerada en la globalidad de su
ser. Incluso cuando el hombre opera a través de un satélite o de un impulso
electrónico a distancia, su actuar permanece siempre humano, expresión de una
libertad responsable. La técnica atrae fuertemente al hombre, porque lo rescata
de las limitaciones físicas y le amplía el horizonte. Pero la libertad humana
es ella misma sólo cuando responde a esta atracción de la técnica con
decisiones que son fruto de la responsabilidad moral. De ahí la necesidad
apremiante de una formación para un uso ético y responsable de la técnica.
Conscientes de esta atracción de la técnica sobre el ser humano, se debe
recuperar el verdadero sentido de la libertad, que no consiste en la seducción
de una autonomía total, sino en la respuesta a la llamada del ser, comenzando
por nuestro propio ser.
71.
Esta posible desviación de la mentalidad técnica de su originario cauce
humanista se muestra hoy de manera evidente en la tecnificación del desarrollo
y de la paz. El desarrollo de los pueblos es considerado con frecuencia como un
problema de ingeniería financiera, de apertura de mercados, de bajadas de
impuestos, de inversiones productivas, de reformas institucionales, en
definitiva como una cuestión exclusivamente técnica. Sin duda, todos estos
ámbitos tienen un papel muy importante, pero deberíamos preguntarnos por qué
las decisiones de tipo técnico han funcionado hasta ahora sólo en parte. La
causa es mucho más profunda. El desarrollo nunca estará plenamente garantizado
por fuerzas que en gran medida son automáticas e impersonales, ya provengan de
las leyes de mercado o de políticas de carácter internacional. El desarrollo es
imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que
sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común. Se necesita
tanto la preparación profesional como la coherencia moral. Cuando predomina la
absolutización de la técnica se produce una confusión entre los fines y los
medios, el empresario considera como único criterio de acción el máximo
beneficio en la producción; el político, la consolidación del poder; el
científico, el resultado de sus descubrimientos. Así, bajo esa red de
relaciones económicas, financieras y políticas persisten frecuentemente
incomprensiones, malestar e injusticia; los flujos de conocimientos técnicos
aumentan, pero en beneficio de sus propietarios, mientras que la situación real
de las poblaciones que viven bajo y casi siempre al margen de estos flujos,
permanece inalterada, sin posibilidades reales de emancipación.
72.
También la paz corre a veces el riesgo de ser considerada como un producto de
la técnica, fruto exclusivamente de los acuerdos entre los gobiernos o de
iniciativas tendentes a asegurar ayudas económicas eficaces. Es cierto que la
construcción de la paz necesita una red constante de contactos diplomáticos,
intercambios económicos y tecnológicos, encuentros culturales, acuerdos en
proyectos comunes, como también que se adopten compromisos compartidos para
alejar las amenazas de tipo bélico o cortar de raíz las continuas tentaciones
terroristas. No obstante, para que esos esfuerzos produzcan efectos duraderos,
es necesario que se sustenten en valores fundamentados en la verdad de la vida.
Es decir, es preciso escuchar la voz de las poblaciones interesadas y tener en
cuenta su situación para poder interpretar de manera adecuada sus expectativas.
Todo esto debe estar unido al esfuerzo anónimo de tantas personas que trabajan
decididamente para fomentar el encuentro entre los pueblos y favorecer la
promoción del desarrollo partiendo del amor y de la comprensión recíproca.
Entre estas personas encontramos también fieles cristianos, implicados en la
gran tarea de dar un sentido plenamente humano al desarrollo y la paz.
73. El
desarrollo tecnológico está relacionado con la influencia cada vez mayor de los
medios de comunicación social. Es casi imposible imaginar ya la existencia de
la familia humana sin su presencia. Para bien o para mal, se han introducido de
tal manera en la vida del mundo, que parece realmente absurda la postura de
quienes defienden su neutralidad y, consiguientemente, reivindican su autonomía
con respecto a la moral de las personas. Muchas veces, tendencias de este tipo,
que enfatizan la naturaleza estrictamente técnica de estos medios, favorecen de
hecho su subordinación a los intereses económicos, al dominio de los mercados,
sin olvidar el deseo de imponer parámetros culturales en función de proyectos
de carácter ideológico y político. Dada la importancia fundamental de los
medios de comunicación en determinar los cambios en el modo de percibir y de
conocer la realidad y la persona humana misma, se hace necesaria una seria
reflexión sobre su influjo, especialmente sobre la dimensión ético-cultural de
la globalización y el desarrollo solidario de los pueblos. Al igual que ocurre
con la correcta gestión de la globalización y el desarrollo, el sentido y la
finalidad de los medios de comunicación debe buscarse en su fundamento
antropológico. Esto quiere decir que pueden ser ocasión de humanización no sólo
cuando, gracias al desarrollo tecnológico, ofrecen mayores posibilidades para
la comunicación y la información, sino sobre todo cuando se organizan y se
orientan bajo la luz de una imagen de la persona y el bien común que refleje
sus valores universales. El mero hecho de que los medios de comunicación social
multipliquen las posibilidades de interconexión y de circulación de ideas, no
favorece la libertad ni globaliza el desarrollo y la democracia para todos.
Para alcanzar estos objetivos se necesita que los medios de comunicación estén
centrados en la promoción de la dignidad de las personas y de los pueblos, que
estén expresamente animados por la caridad y se pongan al servicio de la
verdad, del bien y de la fraternidad natural y sobrenatural. En efecto, la
libertad humana está intrínsecamente ligada a estos valores superiores. Los
medios pueden ofrecer una valiosa ayuda al aumento de la comunión en la familia
humana y al ethos de la sociedad, cuando se convierten en instrumentos que
promueven la participación universal en la búsqueda común de lo que es justo.
74. En
la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha
cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el
que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano e integral. Éste es un
ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática
la cuestión fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende
de Dios. Los descubrimientos científicos en este campo y las posibilidades de
una intervención técnica han crecido tanto que parecen imponer la elección
entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia o una
razón encerrada en la inmanencia. Estamos ante un aut aut decisivo. Pero la
racionalidad del quehacer técnico centrada sólo en sí misma se revela como
irracional, porque comporta un rechazo firme del sentido y del valor. Por ello,
la cerrazón a la trascendencia tropieza con la dificultad de pensar cómo es
posible que de la nada haya surgido el ser y de la casualidad la
inteligencia [Discurso]. Ante estos problemas tan dramáticos, razón y fe se ayudan
mutuamente. Sólo juntas salvarán al hombre. Atraída por el puro quehacer
técnico, la razón sin la fe se ve avocada a perderse en la ilusión de su propia
omnipotencia. La fe sin la razón corre el riesgo de alejarse de la vida
concreta de las personas [Dignitas personae].
75.
Pablo VI había percibido y señalado ya el alcance mundial de la cuestión
social [Populorum progressio, 3]. Siguiendo esta línea, hoy es preciso afirmar que la cuestión
social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica, en el
sentido de que implica no sólo el modo mismo de concebir, sino también de
manipular la vida, cada día más expuesta por la biotecnología a la intervención
del hombre. La fecundación in vitro, la investigación con embriones, la
posibilidad de la clonación y de la hibridación humana nacen y se promueven en
la cultura actual del desencanto total, que cree haber desvelado cualquier
misterio, puesto que se ha llegado ya a la raíz de la vida. Es aquí donde el
absolutismo de la técnica encuentra su máxima expresión. En este tipo de
cultura, la conciencia está llamada únicamente a tomar nota de una mera
posibilidad técnica. Pero no han de minimizarse los escenarios inquietantes
para el futuro del hombre, ni los nuevos y potentes instrumentos que la
«cultura de la muerte» tiene a su disposición. A la plaga difusa, trágica, del
aborto, podría añadirse en el futuro, aunque ya subrepticiamente in nuce, una
sistemática planificación eugenésica de los nacimientos. Por otro lado, se va
abriendo paso una mens eutanásica, manifestación no menos abusiva del dominio sobre
la vida, que en ciertas condiciones ya no se considera digna de ser vivida.
Detrás de estos escenarios hay planteamientos culturales que niegan la dignidad
humana. A su vez, estas prácticas fomentan una concepción materialista y
mecanicista de la vida humana. ¿Quién puede calcular los efectos negativos
sobre el desarrollo de esta mentalidad?. ¿Cómo podemos extrañarnos de la
indiferencia ante tantas situaciones humanas degradantes, si la indiferencia
caracteriza nuestra actitud ante lo que es humano y lo que no lo es?. Sorprende
la selección arbitraria de aquello que hoy se propone como digno de respeto.
Muchos, dispuestos a escandalizarse por cosas secundarias, parecen tolerar
injusticias inauditas. Mientras los pobres del mundo siguen llamando a la puerta
de la opulencia, el mundo rico corre el riesgo de no escuchar ya estos golpes a
su puerta, debido a una conciencia incapaz de reconocer lo humano. Dios revela
el hombre al hombre; la razón y la fe colaboran a la hora de mostrarle el bien,
con tal que lo quiera ver; la ley natural, en la que brilla la Razón creadora,
indica la grandeza del hombre, pero también su miseria, cuando desconoce el
reclamo de la verdad moral.
76. Uno
de los aspectos del actual espíritu tecnicista se puede apreciar en la propensión
a considerar los problemas y los fenómenos que tienen que ver con la vida
interior sólo desde un punto de vista psicológico, e incluso meramente
neurológico. De esta manera, la interioridad del hombre se vacía y el ser
conscientes de la consistencia ontológica del alma humana, con las
profundidades que los Santos han sabido sondear, se pierde progresivamente. El
problema del desarrollo está estrechamente relacionado con el concepto que
tengamos del alma del hombre, ya que nuestro yo se ve reducido muchas veces a
la psique, y la salud del alma se confunde con el bienestar emotivo. Estas
reducciones tienen su origen en una profunda incomprensión de lo que es la vida
espiritual y llevan a ignorar que el desarrollo del hombre y de los pueblos
depende también de las soluciones que se dan a los problemas de carácter
espiritual. El desarrollo debe abarcar, además de un progreso material, uno
espiritual, porque el hombre es «uno en cuerpo y alma» [Gaudium et spes, 14], nacido del amor
creador de Dios y destinado a vivir eternamente. El ser humano se desarrolla
cuando crece espiritualmente, cuando su alma se conoce a sí misma y la verdad
que Dios ha impreso germinalmente en ella, cuando dialoga consigo mismo y con
su Creador. Lejos de Dios, el hombre está inquieto y se hace frágil. La
alienación social y psicológica, y las numerosas neurosis que caracterizan las
sociedades opulentas, remiten también a este tipo de causas espirituales. Una
sociedad del bienestar, materialmente desarrollada, pero que oprime el alma, no
está en sí misma bien orientada hacia un auténtico desarrollo. Las nuevas
formas de esclavitud, como la droga, y la desesperación en la que caen tantas
personas, tienen una explicación no sólo sociológica o psicológica, sino
esencialmente espiritual. El vacío en que el alma se siente abandonada,
contando incluso con numerosas terapias para el cuerpo y para la psique, hace
sufrir. No hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien
espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo.
77. El
absolutismo de la técnica tiende a producir una incapacidad de percibir todo
aquello que no se explica con la pura materia. Sin embargo, todos los hombres
tienen experiencia de tantos aspectos inmateriales y espirituales de su vida.
Conocer no es sólo un acto material, porque lo conocido esconde siempre algo
que va más allá del dato empírico. Todo conocimiento, hasta el más simple, es
siempre un pequeño prodigio, porque nunca se explica completamente con los
elementos materiales que empleamos. En toda verdad hay siempre algo más de lo
que cabía esperar, en el amor que recibimos hay siempre algo que nos sorprende.
Jamás deberíamos dejar de sorprendernos ante estos prodigios. En todo
conocimiento y acto de amor, el alma del hombre experimenta un «más» que se
asemeja mucho a un don recibido, a una altura a la que se nos lleva. También el
desarrollo del hombre y de los pueblos alcanza un nivel parecido, si
consideramos la dimensión espiritual que debe incluir necesariamente el
desarrollo para ser auténtico. Para ello se necesitan unos ojos nuevos y un
corazón nuevo, que superen la visión materialista de los acontecimientos
humanos y que vislumbren en el desarrollo ese «algo más» que la técnica no
puede ofrecer. Por este camino se podrá conseguir aquel desarrollo humano e
integral, cuyo criterio orientador se halla en la fuerza impulsora de la
caridad en la verdad.
78. Sin
Dios el hombre no sabe adonde ir ni tampoco logra entender quién es. Ante los
grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al
desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de
Jesucristo, que nos hace saber: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Y nos
anima: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo» (Mt
28,20). Ante el ingente trabajo que queda por hacer, la fe en la presencia de
Dios nos sostiene, junto con los que se unen en su nombre y trabajan por la
justicia. Pablo VI nos ha recordado en la Populorum progressio que el hombre no
es capaz de gobernar por sí mismo su propio progreso, porque él solo no puede
fundar un verdadero humanismo. Sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente
y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos
capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de
un humanismo íntegro y verdadero. Por tanto, la fuerza más poderosa al servicio
del desarrollo es un humanismo cristiano, que vivifique la caridad y que
se deje guiar por la verdad, acogiendo una y otra como un don permanente de
Dios. La disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con los
hermanos y una vida entendida como una tarea solidaria y gozosa. Al contrario,
la cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y
corre el peligro de olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como
uno de los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye a
Dios es un humanismo inhumano. Solamente un humanismo abierto al Absoluto nos
puede guiar en la promoción y realización de formas de vida social y civil —en
el ámbito de las estructuras, las instituciones, la cultura y el ethos—,
protegiéndonos del riesgo de quedar apresados por las modas del momento. La
conciencia del amor indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y
apasionante compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre
éxitos y fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a las
realidades humanas. El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y
no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos,
aun cuando no se realice inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros,
las autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre menos de lo que
anhelamos [Spe salvi, 35]. Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al bien
común, porque Él es nuestro Todo, nuestra esperanza más grande.
79. El
desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración,
cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, caritas in veritate, del
que procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de nuestro esfuerzo
sino un don. Por ello, también en los momentos más difíciles y complejos,
además de actuar con sensatez, hemos de volvernos ante todo a su amor. El
desarrollo conlleva atención a la vida espiritual, tener en cuenta seriamente
la experiencia de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza
en la Providencia y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de renuncia a
uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de paz. Todo esto es
indispensable para transformar los «corazones de piedra» en «corazones de
carne» (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más «divina» y por tanto más
digna del hombre. Todo esto es del hombre, porque el hombre es sujeto de su
existencia; y a la vez es de Dios, porque Dios es el principio y el fin de todo
lo que tiene valor y nos redime: «el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo
futuro. Todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1 Co 3,22-23).
El anhelo del cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como
«Padre nuestro». Que junto al Hijo unigénito, todos los hombres puedan aprender
a rezar al Padre y a suplicarle con las palabras que el mismo Jesús nos ha
enseñado, que sepamos santificarlo viviendo según su voluntad, y tengamos
también el pan necesario de cada día, comprensión y generosidad con los que nos
ofenden, que no se nos someta excesivamente a las pruebas y se nos libre del
mal (cf. Mt 6,9-13).
Al
concluir el Año Paulino, me complace expresar este deseo con las mismas
palabras del Apóstol en su carta a los Romanos: «Que vuestra caridad no sea una
farsa: aborreced lo malo y apegaos a lo bueno. Como buenos hermanos, sed
cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo» (12,9-10).
Que la Virgen María, proclamada por Pablo VI Mater Ecclesiae y honrada por el pueblo
cristiano como Speculum iustitiae y Regina pacis, nos proteja y nos obtenga por
su intercesión celestial la fuerza, la esperanza y la alegría necesaria para
continuar generosamente la tarea en favor del «desarrollo de todo el hombre y
de todos los hombres» [Populorum progressio, 42].
Dado en
Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, solemnidad de San Pedro y San Pablo,
del año 2009, quinto de mi Pontificado.
BENEDICTO
XVI
PARA AMPLIAR Y FOMENTAR LA REFLEXIÓN:
PARA AMPLIAR Y FOMENTAR LA REFLEXIÓN:
- Encíclica "Caritas in veritate".
- Principales ideas de la "Caritas in veritate".
- Dossier "Caritas in veritate".
- "Caritas in veritate": fundamentos para enfocar los problemas sociales de nuestro tiempo.
- "Caritas in veritate", una propuesta humanista.
- Temas de formación: "Caritas in veritate".
- Resumen de la "Caritas in veritate".
- Esquemas sobre documentos de la D.S.I.
PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO COMUNITARIO:
DINÁMICA (Es una simple propuesta entre muchas posibles; es cada comunidad o grupo humano quien debe determinar cómo quieren hacer esta labor):
- Primera sesión grupal: Reunida la asamblea parroquial, comunidad religiosa, movimiento cristiano,... para iniciar el conocimiento, estudio y reflexión acerca de la encíclica "Caritas in veritate":
- Se pregunta a la asamblea "qué ideas o conceptos tenemos todos sobre dicha encíclica" y qué preguntas o cuestiones nos planteamos sobre ella.
- Se ofrece a todos un resumen-síntesis de las ideas esenciales de la misma (no más de 15' su exposición) (puede ayudar un power point, vídeo, mural,... cuanto más gráfico y con pocas palabras mejor).
- Se plantea un método de estudio y reflexión sobre tal encíclica "repartiendo" todo su contenido en 8 bloques y, por lo tanto, en 8 grupos:
- A)- Introducción (1-9).
- B)- El mensaje de la Populorum progressio (10-20).
- C)- El desarrollo humano en nuestro tiempo (21-33).
- D)- Fraternidad, desarrollo económico y sociedad civil (34-42).
- E)- Desarrollo de los pueblos, derechos y deberes, ambiente (43-52).
- F)- La colaboración de la familia humana (53-67).
- G)- El desarrollo de los pueblos y la técnica (68-77).
- H)- Conclusión (78-79).
- Se acuerda un calendario/horario para próximos encuentros y metodología que todos consideren más adecuada para un buen conocimiento de esta encíclica y para poder llegar a CONCLUSIONES PRÁCTICAS.
- Segunda, tercera y cuarta sesiones grupales: Intervienen los 3 primeros grupos (A-C) en la 2ª sesión; los 2 siguientes grupos (D-E) en la 3ª sesión y los 3 siguientes grupos (F-H) en la 4ª sesión, a un promedio por cada grupo en una exposición que no debiera exceder de los 15-20' utilizando para ello la dinámica y actividades que crean más convenientes destacando:
- Ideas principales y las posibles implicaciones prácticas para la comunidad y el pueblo cristiano en general.
- Dudas o preguntas que la reflexión sobre los textos les han generado y que quieren compartir con la comunidad.
- Se establece un DIÁLOGO ABIERTO entre todos llegando por una parte a unas conclusiones teóricas que respondan a la realidad que se contempla en la encíclica y también a un esbozo de las consecuencias prácticas que se derivan de llevar esas ideas a la práctica personal y comunitaria.
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