A los obispos, a los presbíteros y diáconos, a las personas consagradas y a todos los fieles laicos sobre el AMOR CRISTIANO.
INTRODUCCIÓN
1. «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1
Jn 4, 16).
Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él».
Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él».
Hemos
creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción
fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o
una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona,
que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En
su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes
palabras: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que
todos los que creen en él tengan vida eterna» (cf. 3, 16). La fe cristiana,
poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de
Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud. En efecto, el
israelita creyente reza cada día con las palabras del Libro del Deuteronomio
que, como bien sabe, compendian el núcleo de su existencia: «Escucha, Israel:
El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón,
con toda el alma, con todas las fuerzas» (6, 4-5). Jesús, haciendo de ambos un
único precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al
prójimo, contenido en el Libro del Levítico: «Amarás a tu prójimo como a ti
mismo» (19, 18; cf. Mc 12, 29- 31). Y, puesto que es Dios quien nos ha amado
primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un «mandamiento», sino
la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro.
En un
mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso
con la obligación del odio y la violencia, éste es un mensaje de gran
actualidad y con un significado muy concreto. Por eso, en mi primera Encíclica
deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos
comunicar a los demás. Quedan así delineadas las dos grandes partes de esta
Carta, íntimamente relacionadas entre sí. La primera tendrá un carácter más
especulativo, puesto que en ella quisiera precisar —al comienzo de mi
pontificado— algunos puntos esenciales sobre el amor que Dios, de manera
misteriosa y gratuita, ofrece al hombre y, a la vez, la relación intrínseca de
dicho amor con la realidad del amor humano. La segunda parte tendrá una índole
más concreta, pues tratará de cómo cumplir de manera eclesial el mandamiento
del amor al prójimo. El argumento es sumamente amplio; sin embargo, el
propósito de la Encíclica no es ofrecer un tratado exhaustivo. Mi deseo es
insistir sobre algunos elementos fundamentales, para suscitar en el mundo un
renovado dinamismo de compromiso en la respuesta humana al amor divino.
LA
UNIDAD DEL AMOR EN LA
CREACIÓN Y EN LA
HISTORIA DE LA SALVACIÓN.
Un
problema de lenguaje.
2. El
amor de Dios por nosotros es una cuestión fundamental para la vida y plantea
preguntas decisivas sobre quién es Dios y quiénes somos nosotros. A este
respecto, nos encontramos de entrada ante un problema de lenguaje. El término «amor» se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y también de
las que más se abusa, a la cual damos acepciones totalmente diferentes. Aunque
el tema de esta Encíclica se concentra en la cuestión de la comprensión y la
praxis del amor en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, no
podemos hacer caso omiso del significado que tiene este vocablo en las diversas
culturas y en el lenguaje actual.
En
primer lugar, recordemos el vasto campo semántico de la palabra «amor»: se
habla de amor a la patria, de amor por la profesión o el trabajo, de amor entre
amigos, entre padres e hijos, entre hermanos y familiares, del amor al prójimo
y del amor a Dios. Sin embargo, en toda esta multiplicidad de significados
destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en
el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le
abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en
comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor.
Se plantea, entonces, la pregunta: todas estas formas de amor ¿se unifican al
final, de algún modo, a pesar de la diversidad de sus manifestaciones, siendo
en último término uno solo, o se trata más bien de una misma palabra que
utilizamos para indicar realidades totalmente diferentes?
« Eros
» y « agapé », diferencia y unidad.
3. Los
antiguos griegos dieron el nombre de eros al amor entre hombre y mujer, que no
nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser
humano. Digamos de antemano que el Antiguo Testamento griego usa sólo dos veces
la palabra eros, mientras que el Nuevo Testamento nunca la emplea: de los tres
términos griegos relativos al amor —eros, philia (amor de amistad) y agapé—,
los escritos neotestamentarios prefieren este último, que en el lenguaje griego
estaba dejado de lado. El amor de amistad (philia), a su vez, es aceptado y
profundizado en el Evangelio de Juan para expresar la relación entre Jesús y
sus discípulos. Este relegar la palabra eros, junto con la nueva concepción del
amor que se expresa con la palabra agapé, denota sin duda algo esencial en la
novedad del cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor. En la
crítica al cristianismo que se ha desarrollado con creciente radicalismo a
partir de la Ilustración, esta novedad ha sido valorada de modo absolutamente
negativo. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al
eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en
vicio. El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy
difundida: la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso
en amargo lo más hermoso de la vida?. ¿No pone quizás carteles de prohibición
precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador,
nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?.
4.
Pero, ¿es realmente así?. El cristianismo, ¿ha destruido verdaderamente el eros?. Recordemos el mundo precristiano. Los griegos —sin duda análogamente a otras
culturas— consideraban el eros ante todo como un arrebato, una «locura divina» que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su
existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace
experimentar la dicha más alta. De este modo, todas las demás potencias entre
cielo y tierra parecen de segunda importancia: «Omnia vincit amor», dice
Virgilio en las Bucólicas —el amor todo lo vence—, y añade: «et nos cedamus
amori», rindámonos también nosotros al amor. En el campo de las religiones,
esta actitud se ha plasmado en los cultos de la fertilidad, entre los que se
encuentra la prostitución «sagrada» que se daba en muchos templos. El eros se
celebraba, pues, como fuerza divina, como comunión con la divinidad.
A esta
forma de religión que, como una fuerte tentación, contrasta con la fe en el
único Dios, el Antiguo Testamento se opuso con máxima firmeza, combatiéndola
como perversión de la religiosidad. No obstante, en modo alguno rechazó con
ello el eros como tal, sino que declaró guerra a su desviación destructora,
puesto que la falsa divinización del eros que se produce en esos casos lo priva
de su dignidad divina y lo deshumaniza. En efecto, las prostitutas que en el
templo debían proporcionar el arrobamiento de lo divino, no son tratadas como
seres humanos y personas, sino que sirven sólo como instrumentos para suscitar
la «locura divina»: en realidad, no son diosas, sino personas humanas de las
que se abusa. Por eso, el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, «éxtasis» hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así
evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no
el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo
más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser.
5. En
estas rápidas consideraciones sobre el concepto de eros en la historia y en la
actualidad sobresalen claramente dos aspectos. Ante todo, que entre el amor y
lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una
realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana.
Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no
consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una
purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar
el eros ni «envenenarlo», sino sanearlo para que alcance su verdadera
grandeza.
Esto
depende ante todo de la constitución del ser humano, que está compuesto de
cuerpo y alma. El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una
unidad íntima; el desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra
esta unificación. Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera
rechazar la carne como si fuera una herencia meramente animal, espíritu y
cuerpo perderían su dignidad. Si, por el contrario, repudia el espíritu y por
tanto considera la materia, el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra
igualmente su grandeza. El epicúreo Gassendi, bromeando, se dirigió a Descartes
con el saludo: «¡Oh Alma!». Y Descartes replicó: «¡Oh Carne!». Pero ni
la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como
criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando
ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo.
Únicamente de este modo el amor —el eros— puede madurar hasta su verdadera
grandeza.
Hoy se
reprocha a veces al cristianismo del pasado haber sido adversario de la
corporeidad y, de hecho, siempre se han dado tendencias de este tipo. Pero el
modo de exaltar el cuerpo que hoy constatamos resulta engañoso. El eros,
degradado a puro «sexo», se convierte en mercancía, en simple «objeto» que
se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía.
En realidad, éste no es propiamente el gran sí del hombre a su cuerpo. Por el
contrario, de este modo considera el cuerpo y la sexualidad solamente como la
parte material de su ser, para emplearla y explotarla de modo calculador. Una
parte, además, que no aprecia como ámbito de su libertad, sino como algo que, a
su manera, intenta convertir en agradable e inocuo a la vez. En realidad, nos
encontramos ante una degradación del cuerpo humano, que ya no está integrado en
el conjunto de la libertad de nuestra existencia, ni es expresión viva de la
totalidad de nuestro ser, sino que es relegado a lo puramente biológico. La
aparente exaltación del cuerpo puede convertirse muy pronto en odio a la
corporeidad. La fe cristiana, por el contrario, ha considerado siempre al
hombre como uno en cuerpo y alma, en el cual espíritu y materia se compenetran
recíprocamente, adquiriendo ambos, precisamente así, una nueva nobleza.
Ciertamente, el eros quiere remontarnos «en éxtasis» hacia lo divino,
llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir
un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación.
6.
¿Cómo hemos de describir concretamente este camino de elevación y purificación?. ¿Cómo se debe vivir el amor para que se realice plenamente su promesa humana y
divina?. Una primera indicación importante podemos encontrarla en uno de los
libros del Antiguo Testamento bien conocido por los místicos, el Cantar de los
Cantares. Según la interpretación hoy predominante, las poesías contenidas en
este libro son originariamente cantos de amor, escritos quizás para una fiesta
nupcial israelita, en la que se debía exaltar el amor conyugal. En este
contexto, es muy instructivo que a lo largo del libro se encuentren dos
términos diferentes para indicar el «amor». Primero, la palabra «dodim», un
plural que expresa el amor todavía inseguro, en un estadio de búsqueda
indeterminada. Esta palabra es reemplazada después por el término «ahabá»,
que la traducción griega del Antiguo Testamento denomina, con un vocablo de
fonética similar, «agapé», el cual, como hemos visto, se convirtió en la
expresión característica para la concepción bíblica del amor. En oposición al
amor indeterminado y aún en búsqueda, este vocablo expresa la experiencia del
amor que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del otro,
superando el carácter egoísta que predominaba claramente en la fase anterior.
Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a
sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el
bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más
aún, lo busca.
El
desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva
el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto
implica exclusividad —sólo esta persona—, y en el sentido del «para siempre».
El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido
también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a
lo definitivo: el amor tiende a la eternidad. Ciertamente, el amor es «éxtasis», pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente,
como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de
sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún,
hacia el descubrimiento de Dios: «El que pretenda guardarse su vida, la
perderá; y el que la pierda, la recobrará» (Lc 17, 33), dice Jesús en una
sentencia suya que, con algunas variantes, se repite en los Evangelios (cf. Mt
10, 39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; Jn 12, 25). Con estas palabras, Jesús
describe su propio itinerario, que a través de la cruz lo lleva a la
resurrección: el camino del grano de trigo que cae en tierra y muere, dando así
fruto abundante. Describe también, partiendo de su sacrificio personal y del
amor que en éste llega a su plenitud, la esencia del amor y de la existencia
humana en general.
7.
Nuestras reflexiones sobre la esencia del amor, inicialmente bastante
filosóficas, nos han llevado por su propio dinamismo hasta la fe bíblica. Al
comienzo se ha planteado la cuestión de si, bajo los significados de la palabra
amor, diferentes e incluso opuestos, subyace alguna unidad profunda o, por el
contrario, han de permanecer separados, uno paralelo al otro. Pero, sobre todo,
ha surgido la cuestión de si el mensaje sobre el amor que nos han transmitido
la Biblia y la Tradición de la Iglesia tiene algo que ver con la común
experiencia humana del amor, o más bien se opone a ella. A este propósito, nos
hemos encontrado con las dos palabras fundamentales: eros como término para el
amor «mundano» y agapé como denominación del amor fundado en la fe y plasmado
por ella. Con frecuencia, ambas se contraponen, una como amor «ascendente», y
como amor «descendente» la otra. Hay otras clasificaciones afines, como por
ejemplo, la distinción entre amor posesivo y amor oblativo (amor
concupiscentiae – amor benevolentiae), al que a veces se añade también el amor
que tiende al propio provecho.
A
menudo, en el debate filosófico y teológico, estas distinciones se han
radicalizado hasta el punto de contraponerse entre sí: lo típicamente cristiano
sería el amor descendente, oblativo, el agapé precisamente; la cultura no
cristiana, por el contrario, sobre todo la griega, se caracterizaría por el
amor ascendente, vehemente y posesivo, es decir, el eros. Si se llevara al
extremo este antagonismo, la esencia del cristianismo quedaría desvinculada de
las relaciones vitales fundamentales de la existencia humana y constituiría un
mundo del todo singular, que tal vez podría considerarse admirable, pero
netamente apartado del conjunto de la vida humana. En realidad, eros y agapé
—amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente.
Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la
única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor
en general. Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente
—fascinación por la gran promesa de felicidad—, al aproximarse la persona al
otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada
vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará «ser para» el otro. Así, el momento del agapé se inserta en el eros inicial; de
otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza. Por otro lado,
el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente.
No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto —como nos dice el Señor— que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34).
No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto —como nos dice el Señor— que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34).
En la
narración de la escalera de Jacob, los Padres han visto simbolizada de varias
maneras esta relación inseparable entre ascenso y descenso, entre el eros que
busca a Dios y el agapé que transmite el don recibido. En este texto bíblico se
relata cómo el patriarca Jacob, en sueños, vio una escalera apoyada en la
piedra que le servía de cabezal, que llegaba hasta el cielo y por la cual
subían y bajaban los ángeles de Dios (cf. Gn 28, 12; Jn 1, 51). Impresiona
particularmente la interpretación que da el Papa Gregorio Magno de esta visión
en su Regla pastoral. El pastor bueno, dice, debe estar anclado en la
contemplación. En efecto, sólo de este modo le será posible captar las necesidades
de los demás en lo más profundo de su ser, para hacerlas suyas: «per pietatis
viscera in se infirmitatem caeterorum transferat». En este contexto, san Gregorio menciona a san Pablo, que fue arrebatado hasta el tercer cielo, hasta
los más grandes misterios de Dios y, precisamente por eso, al descender, es
capaz de hacerse todo para todos (cf. 2 Co 12, 2-4; 1 Co 9, 22). También pone
el ejemplo de Moisés, que entra y sale del tabernáculo, en diálogo con Dios,
para poder de este modo, partiendo de Él, estar a disposición de su pueblo. «Dentro [del tabernáculo] se extasía en la contemplación, fuera [del
tabernáculo] se ve apremiado por los asuntos de los afligidos: intus in
contemplationem rapitur, foris infirmantium negotiis urgetur».
8.
Hemos encontrado, pues, una primera respuesta, todavía más bien genérica, a las
dos preguntas formuladas antes: en el fondo, el «amor» es una única realidad,
si bien con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar
más. Pero cuando las dos dimensiones se separan completamente una de otra, se
produce una caricatura o, en todo caso, una forma mermada del amor. También
hemos visto sintéticamente que la fe bíblica no construye un mundo paralelo o
contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el
hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al
mismo tiempo nuevas dimensiones. Esta novedad de la fe bíblica se manifiesta
sobre todo en dos puntos que merecen ser subrayados: la imagen de Dios y la imagen
del hombre.
La
novedad de la fe bíblica.
9. Ante
todo, está la nueva imagen de Dios. En las culturas que circundan el mundo de
la Biblia, la imagen de dios y de los dioses, al fin y al cabo, queda poco
clara y es contradictoria en sí misma. En el camino de la fe bíblica, por el
contrario, resulta cada vez más claro y unívoco lo que se resume en las
palabras de la oración fundamental de Israel, la Shema: «Escucha, Israel: El
Señor, nuestro Dios, es solamente uno» (Dt 6, 4). Existe un solo Dios, que es
el Creador del cielo y de la tierra y, por tanto, también es el Dios de todos
los hombres. En esta puntualización hay dos elementos singulares: que realmente
todos los otros dioses no son Dios y que toda la realidad en la que vivimos se
remite a Dios, es creación suya. Ciertamente, la idea de una creación existe
también en otros lugares, pero sólo aquí queda absolutamente claro que no se
trata de un dios cualquiera, sino que el único Dios verdadero, Él mismo, es el
autor de toda la realidad; ésta proviene del poder de su Palabra creadora. Lo
cual significa que estima a esta criatura, precisamente porque ha sido Él quien
la ha querido, quien la ha «hecho». Y así se pone de manifiesto el segundo
elemento importante: este Dios ama al hombre. La potencia divina a la cual
Aristóteles, en la cumbre de la filosofía griega, trató de llegar a través de
la reflexión, es ciertamente objeto de deseo y amor por parte de todo ser —como
realidad amada, esta divinidad mueve el mundo—, pero ella misma no necesita
nada y no ama, sólo es amada. El Dios único en el que cree Israel, sin embargo,
ama personalmente. Su amor, además, es un amor de predilección: entre todos los
pueblos, Él escoge a Israel y lo ama, aunque con el objeto de salvar
precisamente de este modo a toda la humanidad. Él ama, y este amor suyo puede
ser calificado sin duda como eros que, no obstante, es también totalmente
agapé.
Los
profetas Oseas y Ezequiel, sobre todo, han descrito esta pasión de Dios por su
pueblo con imágenes eróticas audaces. La relación de Dios con Israel es
ilustrada con la metáfora del noviazgo y del matrimonio; por consiguiente, la
idolatría es adulterio y prostitución. Con eso se alude concretamente —como
hemos visto— a los ritos de la fertilidad con su abuso del eros, pero al mismo
tiempo se describe la relación de fidelidad entre Israel y su Dios. La historia
de amor de Dios con Israel consiste, en el fondo, en que Él le da la Torah, es
decir, abre los ojos de Israel sobre la verdadera naturaleza del hombre y le
indica el camino del verdadero humanismo. Esta historia consiste en que el
hombre, viviendo en fidelidad al único Dios, se experimenta a sí mismo como
quien es amado por Dios y descubre la alegría en la verdad y en la justicia; la
alegría en Dios que se convierte en su felicidad esencial: «¿No te tengo a ti
en el cielo?; y contigo, ¿qué me importa la tierra?... Para mí lo bueno es
estar junto a Dios» (Sal 73 [72], 25. 28).
10. El
eros de Dios para con el hombre, como hemos dicho, es a la vez agapé. No sólo
porque se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también
porque es amor que perdona. Oseas, de modo particular, nos muestra la dimensión
del agapé en el amor de Dios por el hombre, que va mucho más allá de la
gratuidad. Israel ha cometido «adulterio», ha roto la Alianza; Dios debería
juzgarlo y repudiarlo. Pero precisamente en esto se revela que Dios es Dios y
no hombre: «¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me
revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi
cólera, no volveré a destruir a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo en
medio de ti» (Os 11, 8-9). El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el
hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios
contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en
esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que,
haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo,
reconcilia la justicia y el amor.
El
aspecto filosófico e histórico-religioso que se ha de subrayar en esta visión
de la Biblia es que, por un lado, nos encontramos ante una imagen estrictamente
metafísica de Dios: Dios es en absoluto la fuente originaria de cada ser; pero
este principio creativo de todas las cosas —el Logos, la razón primordial— es
al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor. Así, el eros
es sumamente ennoblecido, pero también tan purificado que se funde con el
agapé. Por eso podemos comprender que la recepción del Cantar de los Cantares
en el canon de la Sagrada Escritura se haya justificado muy pronto, porque el
sentido de sus cantos de amor describen en el fondo la relación de Dios con el
hombre y del hombre con Dios. De este modo, tanto en la literatura cristiana
como en la judía, el Cantar de los Cantares se ha convertido en una fuente de
conocimiento y de experiencia mística, en la cual se expresa la esencia de la
fe bíblica: se da ciertamente una unificación del hombre con Dios —sueño
originario del hombre—, pero esta unificación no es un fundirse juntos, un
hundirse en el océano anónimo del Divino; es una unidad que crea amor, en la
que ambos —Dios y el hombre— siguen siendo ellos mismos y, sin embargo, se
convierten en una sola cosa: «El que se une al Señor, es un espíritu con él»,
dice san Pablo (1 Co 6, 17).
11. La
primera novedad de la fe bíblica, como hemos visto, consiste en la imagen de
Dios; la segunda, relacionada esencialmente con ella, la encontramos en la
imagen del hombre. La narración bíblica de la creación habla de la soledad del
primer hombre, Adán, al cual Dios quiere darle una ayuda. Ninguna de las otras
criaturas puede ser esa ayuda que el hombre necesita, por más que él haya dado
nombre a todas las bestias salvajes y a todos los pájaros, incorporándolos así
a su entorno vital. Entonces Dios, de una costilla del hombre, forma a la
mujer. Ahora Adán encuentra la ayuda que precisa: «¡Ésta sí que es hueso de
mis huesos y carne de mi carne!» (Gn 2, 23). En el trasfondo de esta narración
se pueden considerar concepciones como la que aparece también, por ejemplo, en
el mito relatado por Platón, según el cual el hombre era originariamente esférico,
porque era completo en sí mismo y autosuficiente. Pero, en castigo por su
soberbia, fue dividido en dos por Zeus, de manera que ahora anhela siempre su
otra mitad y está en camino hacia ella para recobrar su integridad. En la
narración bíblica no se habla de castigo; pero sí aparece la idea de que el
hombre es de algún modo incompleto, constitutivamente en camino para encontrar
en el otro la parte complementaria para su integridad, es decir, la idea de que
sólo en la comunión con el otro sexo puede considerarse «completo». Así,
pues, el pasaje bíblico concluye con una profecía sobre Adán: «Por eso
abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los
dos una sola carne» (Gn 2, 24).
En esta
profecía hay dos aspectos importantes: el eros está como enraizado en la
naturaleza misma del hombre; Adán se pone a buscar y «abandona a su padre y a
su madre» para unirse a su mujer; sólo ambos conjuntamente representan a la
humanidad completa, se convierten en «una sola carne». No menor importancia
reviste el segundo aspecto: en una perspectiva fundada en la creación, el eros
orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único
y definitivo; así, y sólo así, se realiza su destino íntimo. A la imagen del
Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un
amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con
su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del
amor humano. Esta estrecha relación entre eros y matrimonio que presenta la
Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno en la literatura fuera de ella.
Jesucristo,
el amor de Dios encarnado.
12.
Aunque hasta ahora hemos hablado principalmente del Antiguo Testamento, ya se
ha dejado entrever la íntima compenetración de los dos Testamentos como única
Escritura de la fe cristiana. La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no
consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y
sangre a los conceptos: un realismo inaudito. Tampoco en el Antiguo Testamento
la novedad bíblica consiste simplemente en nociones abstractas, sino en la
actuación imprevisible y, en cierto sentido inaudita, de Dios. Este actuar de
Dios adquiere ahora su forma dramática, puesto que, en Jesucristo, el propio
Dios va tras la «oveja perdida», la humanidad doliente y extraviada. Cuando
Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la
mujer que busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y
lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su
propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra
sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor
en su forma más radical. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo,
del que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de
partida de esta Carta encíclica: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Es allí, en la
cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir
ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la
orientación de su vivir y de su amar.
13.
Jesús ha perpetuado este acto de entrega mediante la institución de la
Eucaristía durante la Última Cena. Ya en aquella hora, Él anticipa su muerte y
resurrección, dándose a sí mismo a sus discípulos en el pan y en el vino, su
cuerpo y su sangre como nuevo maná (cf. Jn 6, 31-33). Si el mundo antiguo había
soñado que, en el fondo, el verdadero alimento del hombre —aquello por lo que
el hombre vive— era el Logos, la sabiduría eterna, ahora este Logos se ha hecho
para nosotros verdadera comida, como amor. La Eucaristía nos adentra en el acto
oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado,
sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega. La imagen de las nupcias
entre Dios e Israel se hace realidad de un modo antes inconcebible: lo que
antes era estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la
participación en la entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre. La «mística»
del Sacramento, que se basa en el abajamiento de Dios hacia nosotros, tiene
otra dimensión de gran alcance y que lleva mucho más alto de lo que cualquier
elevación mística del hombre podría alcanzar.
14.
Pero ahora se ha de prestar atención a otro aspecto: la «mística» del
Sacramento tiene un carácter social, porque en la comunión sacramental yo quedo
unido al Señor como todos los demás que comulgan: «El pan es uno, y así
nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos
del mismo pan», dice san Pablo (1 Co 10, 17). La unión con Cristo es al mismo
tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a
Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que
son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y
por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos «un
cuerpo», aunados en una única existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo
están realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí. Se
entiende, pues, que el agapé se haya convertido también en un nombre de la
Eucaristía: en ella el agapé de Dios nos llega corporalmente para seguir
actuando en nosotros y por nosotros. Sólo a partir de este fundamento
cristológico-sacramental se puede entender correctamente la enseñanza de Jesús
sobre el amor. El paso desde la Ley y los Profetas al doble mandamiento del
amor de Dios y del prójimo, el hacer derivar de este precepto toda la
existencia de fe, no es simplemente moral, que podría darse autónomamente,
paralelamente a la fe en Cristo y a su actualización en el Sacramento: fe,
culto y ethos se compenetran recíprocamente como una sola realidad, que se
configura en el encuentro con el agapé de Dios. Así, la contraposición usual
entre culto y ética simplemente desaparece. En el «culto» mismo, en la
comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los
otros. Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es
fragmentaria en sí misma. Viceversa —como hemos de considerar más
detalladamente aún—, el «mandamiento» del amor es posible sólo porque no es
una mera exigencia: el amor puede ser «mandado» porque antes es dado.
15. Las
grandes parábolas de Jesús han de entenderse también a partir de este
principio. El rico epulón (cf. Lc 16, 19-31) suplica desde el lugar de los
condenados que se advierta a sus hermanos de lo que sucede a quien ha ignorado
frívolamente al pobre necesitado. Jesús, por decirlo así, acoge este grito de
ayuda y se hace eco de él para ponernos en guardia, para hacernos volver al
recto camino. La parábola del buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37) nos lleva
sobre todo a dos aclaraciones importantes. Mientras el concepto de «prójimo»
hasta entonces se refería esencialmente a los conciudadanos y a los extranjeros
que se establecían en la tierra de Israel, y por tanto a la comunidad compacta
de un país o de un pueblo, ahora este límite desaparece. Mi prójimo es cualquiera
que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de
prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los hombres,
el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco
exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y ahora. La
Iglesia tiene siempre el deber de interpretar cada vez esta relación entre
lejanía y proximidad, con vistas a la vida práctica de sus miembros. En fin, se
ha de recordar de modo particular la gran parábola del Juicio final (cf. Mt 25,
31-46), en el cual el amor se convierte en el criterio para la decisión
definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana. Jesús se
identifica con los pobres: los hambrientos y sedientos, los forasteros, los
desnudos, enfermos o encarcelados. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos
mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40). Amor a Dios y amor
al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en
Jesús encontramos a Dios.
Amor a
Dios y amor al prójimo.
16.
Después de haber reflexionado sobre la esencia del amor y su significado en la
fe bíblica, queda aún una doble cuestión sobre cómo podemos vivirlo: ¿Es
realmente posible amar a Dios aunque no se le vea?. Y, por otro lado: ¿Se puede
mandar el amor?. En estas preguntas se manifiestan dos objeciones contra el
doble mandamiento del amor. Nadie ha visto a Dios jamás, ¿cómo podremos amarlo?. Y además, el amor no se puede mandar; a fin de cuentas es un sentimiento que
puede tenerse o no, pero que no puede ser creado por la voluntad. La Escritura
parece respaldar la primera objeción cuando afirma: «Si alguno dice: ‘‘amo a
Dios'', y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su
hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 20). Pero
este texto en modo alguno excluye el amor a Dios, como si fuera un imposible;
por el contrario, en todo el contexto de la Primera carta de Juan apenas
citada, el amor a Dios es exigido explícitamente. Lo que se subraya es la
inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan
estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una
mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia. El versículo de Juan
se ha de interpretar más bien en el sentido de que el amor del prójimo es un
camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo nos
convierte también en ciegos ante Dios.
17. En
efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no
es del todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance.
Dios nos ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este
amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues «Dios
envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4, 9).
Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De
hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra
la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la
Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del
Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los
Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha
estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro
encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su
Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de la
Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos
el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a
reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue
amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor.
Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos.
Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este «antes» de Dios
puede nacer también en nosotros el amor como respuesta.
En el
desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es
solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una
maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio
hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros
llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de
la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las
potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su
integridad. El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios
puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la
experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra
voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una
vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento,
voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un
proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por «concluido» y
completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por
ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y
rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico
contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y
desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente
en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del
sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada
vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos
me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado
que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el
abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28).
SEGUNDA
PARTE:
CARITAS, EL
EJERCICIO DEL AMOR POR
PARTE DE LA IGLESIA COMO «COMUNIDAD DE AMOR».
La
caridad de la Iglesia como manifestación del
amor trinitario.
El
Espíritu es también la fuerza que transforma el corazón de la Comunidad
eclesial para que sea en el mundo testigo del amor del Padre, que quiere hacer
de la humanidad, en su Hijo, una sola familia. Toda la actividad de la Iglesia
es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano: busca su
evangelización mediante la Palabra y los Sacramentos, empresa tantas veces
heroica en su realización histórica; y busca su promoción en los diversos
ámbitos de la actividad humana. Por tanto, el amor es el servicio que presta la
Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y las necesidades, incluso
materiales, de los hombres. Es este aspecto, este servicio de la caridad, al
que deseo referirme en esta parte de la Encíclica.
La
caridad como tarea de la Iglesia.
20. El
amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada
fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas sus
dimensiones: desde la comunidad local a la Iglesia particular, hasta abarcar a
la Iglesia universal en su totalidad. También la Iglesia en cuanto comunidad ha
de poner en práctica el amor. En consecuencia, el amor necesita también una
organización, como presupuesto para un servicio comunitario ordenado. La
Iglesia ha sido consciente de que esta tarea ha tenido una importancia
constitutiva para ella desde sus comienzos: «Los creyentes vivían todos unidos
y lo tenían todo en común; vendían sus posesiones y bienes y lo repartían entre
todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2, 44-45). Lucas nos relata esto
relacionándolo con una especie de definición de la Iglesia, entre cuyos
elementos constitutivos enumera la adhesión a la «enseñanza de los Apóstoles», a la «comunión» (koinonia), a la «fracción del pan» y a la «oración»
(cf. Hch 2, 42). La «comunión» (koinonia), mencionada inicialmente sin
especificar, se concreta después en los versículos antes citados: consiste
precisamente en que los creyentes tienen todo en común y en que, entre ellos,
ya no hay diferencia entre ricos y pobres (cf. también Hch 4, 32-37). A decir
verdad, a medida que la Iglesia se extendía, resultaba imposible mantener esta
forma radical de comunión material. Pero el núcleo central ha permanecido: en
la comunidad de los creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se
niegue a alguien los bienes necesarios para una vida decorosa.
21. Un
paso decisivo en la difícil búsqueda de soluciones para realizar este principio
eclesial fundamental se puede ver en la elección de los siete varones, que fue
el principio del ministerio diaconal (cf. Hch 6, 5-6). En efecto, en la Iglesia
de los primeros momentos, se había producido una disparidad en el suministro
cotidiano a las viudas entre la parte de lengua hebrea y la de lengua griega.
Los Apóstoles, a los que estaba encomendado sobre todo «la oración»
(Eucaristía y Liturgia) y el «servicio de la Palabra», se sintieron
excesivamente cargados con el «servicio de la mesa»; decidieron, pues,
reservar para sí su oficio principal y crear para el otro, también necesario en
la Iglesia, un grupo de siete personas. Pero este grupo tampoco debía limitarse
a un servicio meramente técnico de distribución: debían ser hombres «llenos de
Espíritu y de sabiduría» (cf. Hch 6, 1-6). Lo cual significa que el servicio
social que desempeñaban era absolutamente concreto, pero sin duda también
espiritual al mismo tiempo; por tanto, era un verdadero oficio espiritual el
suyo, que realizaba un cometido esencial de la Iglesia, precisamente el del
amor bien ordenado al prójimo. Con la formación de este grupo de los Siete, la
«diaconía» —el servicio del amor al prójimo ejercido comunitariamente y de
modo orgánico— quedaba ya instaurada en la estructura fundamental de la Iglesia
misma.
22. Con
el paso de los años y la difusión progresiva de la Iglesia, el ejercicio de la
caridad se confirmó como uno de sus ámbitos esenciales, junto con la
administración de los Sacramentos y el anuncio de la Palabra: practicar el amor
hacia las viudas y los huérfanos, los presos, los enfermos y los necesitados de
todo tipo, pertenece a su esencia tanto como el servicio de los Sacramentos y
el anuncio del Evangelio. La Iglesia no puede descuidar el servicio de la
caridad, como no puede omitir los Sacramentos y la Palabra. Para demostrarlo,
basten algunas referencias. El mártir Justino († ca. 155), en el contexto de la
celebración dominical de los cristianos, describe también su actividad
caritativa, unida con la Eucaristía misma. Los que poseen, según sus posibilidades
y cada uno cuanto quiere, entregan sus ofrendas al Obispo; éste, con lo
recibido, sustenta a los huérfanos, a las viudas y a los que se encuentran en
necesidad por enfermedad u otros motivos, así como también a los presos y
forasteros. El gran escritor cristiano Tertuliano († después de 220),
cuenta cómo la solicitud de los cristianos por los necesitados de cualquier
tipo suscitaba el asombro de los paganos. Y cuando Ignacio de Antioquía (†
ca. 117) llamaba a la Iglesia de Roma como la que «preside en la caridad
(agapé)», se puede pensar que con esta definición quería expresar de algún
modo también la actividad caritativa concreta.
23. En
este contexto, puede ser útil una referencia a las primitivas estructuras
jurídicas del servicio de la caridad en la Iglesia. Hacia la mitad del siglo
IV, se va formando en Egipto la llamada «diaconía»; es la estructura que en
cada monasterio tenía la responsabilidad sobre el conjunto de las actividades
asistenciales, el servicio de la caridad precisamente. A partir de esto, se
desarrolla en Egipto hasta el siglo VI una corporación con plena capacidad
jurídica, a la que las autoridades civiles confían incluso una cantidad de
grano para su distribución pública. No sólo cada monasterio, sino también cada
diócesis llegó a tener su diaconía, una institución que se desarrolla
sucesivamente, tanto en Oriente como en Occidente. El Papa Gregorio Magno (†
604) habla de la diaconía de Nápoles; por lo que se refiere a Roma, las
diaconías están documentadas a partir del siglo VII y VIII; pero, naturalmente,
ya antes, desde los comienzos, la actividad asistencial a los pobres y
necesitados, según los principios de la vida cristiana expuestos en los Hechos
de los Apóstoles, era parte esencial en la Iglesia de Roma. Esta función se
manifiesta vigorosamente en la figura del diácono Lorenzo († 258). La
descripción dramática de su martirio fue conocida ya por san Ambrosio († 397)
y, en lo esencial, nos muestra seguramente la auténtica figura de este Santo. A
él, como responsable de la asistencia a los pobres de Roma, tras ser apresados
sus compañeros y el Papa, se le concedió un cierto tiempo para recoger los
tesoros de la Iglesia y entregarlos a las autoridades. Lorenzo distribuyó el
dinero disponible a los pobres y luego presentó a éstos a las autoridades como
el verdadero tesoro de la Iglesia. Cualquiera que sea la fiabilidad
histórica de tales detalles, Lorenzo ha quedado en la memoria de la Iglesia
como un gran exponente de la caridad eclesial.
24. Una
alusión a la figura del emperador Juliano el Apóstata († 363) puede ilustrar
una vez más lo esencial que era para la Iglesia de los primeros siglos la
caridad ejercida y organizada. A los seis años, Juliano asistió al asesinato de
su padre, de su hermano y de otros parientes a manos de los guardias del
palacio imperial; él imputó esta brutalidad —con razón o sin ella— al emperador
Constancio, que se tenía por un gran cristiano. Por eso, para él la fe
cristiana quedó desacreditada definitivamente. Una vez emperador, decidió
restaurar el paganismo, la antigua religión romana, pero también reformarlo, de
manera que fuera realmente la fuerza impulsora del imperio. En esta
perspectiva, se inspiró ampliamente en el cristianismo. Estableció una
jerarquía de metropolitas y sacerdotes. Los sacerdotes debían promover el amor
a Dios y al prójimo. Escribía en una de sus cartas que el único aspecto
que le impresionaba del cristianismo era la actividad caritativa de la Iglesia.
Así pues, un punto determinante para su nuevo paganismo fue dotar a la nueva
religión de un sistema paralelo al de la caridad de la Iglesia. Los «Galileos» —así los llamaba— habían logrado con ello su popularidad. Se les debía emular
y superar. De este modo, el emperador confirmaba, pues, cómo la caridad era una
característica determinante de la comunidad cristiana, de la Iglesia.
25.
Llegados a este punto, tomamos de nuestras reflexiones dos datos esenciales:
- La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia.[Apostolorum Successores].
- La Iglesia es la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario. Pero, al mismo tiempo, la caritas-agapé supera los confines de la Iglesia; la parábola del buen Samaritano sigue siendo el criterio de comportamiento y muestra la universalidad del amor que se dirige hacia el necesitado encontrado «casualmente» (cf. Lc 10, 31), quienquiera que sea. No obstante, quedando a salvo la universalidad del amor, también se da la exigencia específicamente eclesial de que, precisamente en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad. En este sentido, siguen teniendo valor las palabras de la Carta a los Gálatas: «Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe» (6, 10).
Justicia
y caridad.
26.
Desde el siglo XIX se ha planteado una objeción contra la actividad caritativa
de la Iglesia, desarrollada después con insistencia sobre todo por el
pensamiento marxista. Los pobres, se dice, no necesitan obras de caridad, sino
de justicia. Las obras de caridad —la limosna— serían en realidad un modo para
que los ricos eludan la instauración de la justicia y acallen su conciencia,
conservando su propia posición social y despojando a los pobres de sus
derechos. En vez de contribuir con obras aisladas de caridad a mantener las
condiciones existentes, haría falta crear un orden justo, en el que todos
reciban su parte de los bienes del mundo y, por lo tanto, no necesiten ya las obras
de caridad. Se debe reconocer que en esta argumentación hay algo de verdad,
pero también bastantes errores. Es cierto que una norma fundamental del Estado
debe ser perseguir la justicia y que el objetivo de un orden social justo es
garantizar a cada uno, respetando el principio de subsidiaridad, su parte de
los bienes comunes. Eso es lo que ha subrayado también la doctrina cristiana
sobre el Estado y la doctrina social de la Iglesia. La cuestión del orden justo
de la colectividad, desde un punto de vista histórico, ha entrado en una nueva
fase con la formación de la sociedad industrial en el siglo XIX. El surgir de
la industria moderna ha desbaratado las viejas estructuras sociales y, con la
masa de los asalariados, ha provocado un cambio radical en la configuración de
la sociedad, en la cual la relación entre el capital y el trabajo se ha
convertido en la cuestión decisiva, una cuestión que, en estos términos, era
desconocida hasta entonces. Desde ese momento, los medios de producción y el
capital eran el nuevo poder que, estando en manos de pocos, comportaba para las
masas obreras una privación de derechos contra la cual había que rebelarse.
27. Se
debe admitir que los representantes de la Iglesia percibieron sólo lentamente
que el problema de la estructura justa de la sociedad se planteaba de un modo
nuevo. No faltaron pioneros: uno de ellos, por ejemplo, fue el Obispo Ketteler
de Maguncia († 1877). Para hacer frente a las necesidades concretas surgieron
también círculos, asociaciones, uniones, federaciones y, sobre todo, nuevas
Congregaciones religiosas, que en el siglo XIX se dedicaron a combatir la
pobreza, las enfermedades y las situaciones de carencia en el campo educativo.
En 1891, se interesó también el magisterio pontificio con la Encíclica Rerum novarum de León XIII. Siguió con la Encíclica de Pío XI Quadragesimo anno, en
1931. En 1961, el beato Papa Juan XXIII publicó la Encíclica Mater et Magistra,
mientras que Pablo VI, en la Encíclica Populorum progressio (1967) y en la
Carta apostólica Octogesima adveniens (1971), afrontó con insistencia la
problemática social que, entre tanto, se había agudizado sobre todo en
Latinoamérica. Mi gran predecesor Juan Pablo II nos ha dejado una trilogía de
Encíclicas sociales: Laborem exercens (1981), Sollicitudo rei socialis (1987) y
Centesimus annus (1991). Así pues, cotejando situaciones y problemas nuevos
cada vez, se ha ido desarrollando una doctrina social católica, que en 2004 ha
sido presentada de modo orgánico en el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, redactado por el Consejo Pontificio Iustitia et Pax. El marxismo había
presentado la revolución mundial y su preparación como la panacea para los
problemas sociales: mediante la revolución y la consiguiente colectivización de
los medios de producción —se afirmaba en dicha doctrina— todo iría
repentinamente de modo diferente y mejor. Este sueño se ha desvanecido. En la
difícil situación en la que nos encontramos hoy, a causa también de la
globalización de la economía, la doctrina social de la Iglesia se ha convertido
en una indicación fundamental, que propone orientaciones válidas mucho más allá
de sus confines: estas orientaciones —ante el avance del progreso— se han de
afrontar en diálogo con todos los que se preocupan seriamente por el hombre y su
mundo.
28.
Para definir con más precisión la relación entre el compromiso necesario por la
justicia y el servicio de la caridad, hay que tener en cuenta dos situaciones
de hecho:
a) El
orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política.
Un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de
ladrones, dijo una vez Agustín: «Remota itaque iustitia quid sunt regna nisi
magna latrocinia?». Es propio de la estructura fundamental del
cristianismo la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf.
Mt 22, 21), esto es, entre Estado e Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano II, el reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales [Gaudium et spes]. El
Estado no puede imponer la religión, pero tiene que garantizar su libertad y la
paz entre los seguidores de las diversas religiones; la Iglesia, como expresión
social de la fe cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su forma
comunitaria basada en la fe, que el Estado debe respetar. Son dos esferas
distintas, pero siempre en relación recíproca.
La
justicia es el objeto y, por tanto, también la medida intrínseca de toda
política. La política es más que una simple técnica para determinar los
ordenamientos públicos: su origen y su meta están precisamente en la justicia,
y ésta es de naturaleza ética. Así, pues, el Estado se encuentra
inevitablemente de hecho ante la cuestión de cómo realizar la justicia aquí y
ahora. Pero esta pregunta presupone otra más radical: ¿qué es la justicia?. Éste
es un problema que concierne a la razón práctica; pero para llevar a cabo
rectamente su función, la razón ha de purificarse constantemente, porque su
ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la
deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente.
En este
punto, política y fe se encuentran. Sin duda, la naturaleza específica de la fe
es la relación con el Dios vivo, un encuentro que nos abre nuevos horizontes
mucho más allá del ámbito propio de la razón. Pero, al mismo tiempo, es una
fuerza purificadora para la razón misma. Al partir de la perspectiva de Dios,
la libera de su ceguera y la ayuda así a ser mejor ella misma. La fe permite a
la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le
es propio. En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende
otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que
no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea
simplemente contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda
para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto
también en práctica.
La
doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es
decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano. Y
sabe que no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer políticamente
esta doctrina: quiere servir a la formación de las conciencias en la política y
contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la
justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun
cuando esto estuviera en contraste con situaciones de intereses personales.
Esto significa que la construcción de un orden social y estatal justo, mediante
el cual se da a cada uno lo que le corresponde, es una tarea fundamental que
debe afrontar de nuevo cada generación. Tratándose de un quehacer político,
esto no puede ser un cometido inmediato de la Iglesia. Pero, como al mismo
tiempo es una tarea humana primaria, la Iglesia tiene el deber de ofrecer,
mediante la purificación de la razón y la formación ética, su contribución
específica, para que las exigencias de la justicia sean comprensibles y
políticamente realizables.
La
Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de
realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado.
Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe
insertarse en ella a través de la argumentación racional y debe despertar las
fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también
renuncias, no puede afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser obra
de la Iglesia, sino de la política. No obstante, le interesa sobremanera
trabajar por la justicia esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a
las exigencias del bien.
b) El
amor —caritas— siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay
orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor.
Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en
cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre
habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en
las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo [Apostolorum Successores]. El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte
en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más
esencial que el hombre afligido —cualquier ser humano— necesita: una entrañable
atención personal. Lo que hace falta no es un Estado que regule y domine todo,
sino que generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de
subsidiaridad, las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales y
que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio.
La Iglesia es una de estas fuerzas vivas: en ella late el dinamismo del amor
suscitado por el Espíritu de Cristo. Este amor no brinda a los hombres sólo
ayuda material, sino también sosiego y cuidado del alma, un ayuda con
frecuencia más necesaria que el sustento material. La afirmación según la cual
las estructuras justas harían superfluas las obras de caridad, esconde una
concepción materialista del hombre: el prejuicio de que el hombre vive «sólo
de pan» (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3), una concepción que humilla al hombre e ignora
precisamente lo que es más específicamente humano.
29. De
este modo podemos ahora determinar con mayor precisión la relación que existe
en la vida de la Iglesia entre el empeño por el orden justo del Estado y la
sociedad, por un lado y, por otro, la actividad caritativa organizada. Ya se ha
dicho que el establecimiento de estructuras justas no es un cometido inmediato
de la Iglesia, sino que pertenece a la esfera de la política, es decir, de la
razón auto-responsable. En esto, la tarea de la Iglesia es mediata, ya que le
corresponde contribuir a la purificación de la razón y reavivar las fuerzas
morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas, ni éstas pueden ser
operativas a largo plazo.
El
deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad es más bien
propio de los fieles laicos. Como ciudadanos del Estado, están llamados a
participar en primera persona en la vida pública. Por tanto, no pueden eximirse
de la «multiforme y variada acción económica, social, legislativa,
administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente
el bien común» [Christifideles laici ]. La misión de los fieles es, por tanto, configurar
rectamente la vida social, respetando su legítima autonomía y cooperando con
los otros ciudadanos según las respectivas competencias y bajo su propia
responsabilidad [Compromiso y conducta de los católicos en la vida pública]. Aunque las manifestaciones de la caridad eclesial nunca
pueden confundirse con la actividad del Estado, sigue siendo verdad que la
caridad debe animar toda la existencia de los fieles laicos y, por tanto, su
actividad política, vivida como «caridad social» [Catecismo de la Iglesia Católica, 1939].
Las
organizaciones caritativas de la Iglesia, sin embargo, son un opus proprium
suyo, un cometido que le es congenial, en el que ella no coopera
colateralmente, sino que actúa como sujeto directamente responsable, haciendo
algo que corresponde a su naturaleza. La Iglesia nunca puede sentirse
dispensada del ejercicio de la caridad como actividad organizada de los
creyentes y, por otro lado, nunca habrá situaciones en las que no haga falta la
caridad de cada cristiano individualmente, porque el hombre, más allá de la
justicia, tiene y tendrá siempre necesidad de amor.
Las
múltiples estructuras de servicio caritativo en el
contexto social actual.
30.
Antes de intentar definir el perfil específico de la actividad eclesial al
servicio del hombre, quisiera considerar ahora la situación general del
compromiso por la justicia y el amor en el mundo actual.
a) Los
medios de comunicación de masas han como empequeñecido hoy nuestro planeta,
acercando rápidamente a hombres y culturas muy diferentes. Si bien este «estar
juntos» suscita a veces incomprensiones y tensiones, el hecho de que ahora se
conozcan de manera mucho más inmediata las necesidades de los hombres es
también una llamada sobre todo a compartir situaciones y dificultades. Vemos
cada día lo mucho que se sufre en el mundo a causa de tantas formas de miseria
material o espiritual, no obstante los grandes progresos en el campo de la
ciencia y de la técnica. Así pues, el momento actual requiere una nueva
disponibilidad para socorrer al prójimo necesitado. El Concilio Vaticano II lo
ha subrayado con palabras muy claras: «Al ser más rápidos los medios de
comunicación, se ha acortado en cierto modo la distancia entre los hombres y
todos los habitantes del mundo [...]. La acción caritativa puede y debe abarcar
hoy a todos los hombres y todas sus necesidades» [Apostolicam actuositatem].
Por
otra parte —y éste es un aspecto provocativo y a la vez estimulante del proceso
de globalización—, ahora se puede contar con innumerables medios para prestar
ayuda humanitaria a los hermanos y hermanas necesitados, como son los modernos
sistemas para la distribución de comida y ropa, así como también para ofrecer
alojamiento y acogida. La solicitud por el prójimo, pues, superando los
confines de las comunidades nacionales, tiende a extender su horizonte al mundo
entero. El Concilio Vaticano II ha hecho notar oportunamente que «entre los
signos de nuestro tiempo es digno de mención especial el creciente e
inexcusable sentido de solidaridad entre todos los pueblos» [Apostolicam actuositatem]. Los
organismos del Estado y las asociaciones humanitarias favorecen iniciativas
orientadas a este fin, generalmente mediante subsidios o desgravaciones
fiscales en un caso, o poniendo a disposición considerables recursos, en otro.
De este modo, la solidaridad expresada por la sociedad civil supera de manera
notable a la realizada por las personas individualmente.
b) En
esta situación han surgido numerosas formas nuevas de colaboración entre
entidades estatales y eclesiales, que se han demostrado fructíferas. Las
entidades eclesiales, con la transparencia en su gestión y la fidelidad al
deber de testimoniar el amor, podrán animar cristianamente también a las
instituciones civiles, favoreciendo una coordinación mutua que seguramente
ayudará a la eficacia del servicio caritativo [Apostolorum Successores]. También se han formado en
este contexto múltiples organizaciones con objetivos caritativos o
filantrópicos, que se esfuerzan por lograr soluciones satisfactorias desde el
punto de vista humanitario a los problemas sociales y políticos existentes. Un
fenómeno importante de nuestro tiempo es el nacimiento y difusión de muchas
formas de voluntariado que se hacen cargo de múltiples servicios [Christifideles laici]. A este propósito,
quisiera dirigir una palabra especial de aprecio y gratitud a todos los que
participan de diversos modos en estas actividades. Esta labor tan difundida es
una escuela de vida para los jóvenes, que educa a la solidaridad y a estar
disponibles para dar no sólo algo, sino a sí mismos. De este modo, frente a la
anticultura de la muerte, que se manifiesta por ejemplo en la droga, se
contrapone el amor, que no se busca a sí mismo, sino que, precisamente en la
disponibilidad a «perderse a sí mismo» (cf. Lc 17, 33 y par.) en favor del
otro, se manifiesta como cultura de la vida.
También
en la Iglesia católica y en otras Iglesias y Comunidades eclesiales han
aparecido nuevas formas de actividad caritativa y otras antiguas han resurgido
con renovado impulso. Son formas en las que frecuentemente se logra establecer
un acertado nexo entre evangelización y obras de caridad. Deseo corroborar aquí
expresamente lo que mi gran predecesor Juan Pablo II dijo en su Encíclica
Sollicitudo rei socialis, cuando declaró la disponibilidad de la Iglesia
católica a colaborar con las organizaciones caritativas de estas Iglesias y
Comunidades, puesto que todos nos movemos por la misma motivación fundamental y
tenemos los ojos puestos en el mismo objetivo: un verdadero humanismo, que
reconoce en el hombre la imagen de Dios y quiere ayudarlo a realizar una vida
conforme a esta dignidad. La Encíclica Ut unum sint destacó después, una vez
más, que para un mejor desarrollo del mundo es necesaria la voz común de los
cristianos, su compromiso «para que triunfe el respeto de los derechos y de
las necesidades de todos, especialmente de los pobres, los marginados y los
indefensos». Quisiera expresar mi alegría por el hecho de que este deseo
haya encontrado amplio eco en numerosas iniciativas en todo el mundo.
El
perfil específico de la actividad caritativa de la Iglesia.
31. En
el fondo, el aumento de organizaciones diversificadas que trabajan en favor del
hombre en sus diversas necesidades, se explica por el hecho de que el imperativo
del amor al prójimo ha sido grabado por el Creador en la naturaleza misma del
hombre. Pero es también un efecto de la presencia del cristianismo en el mundo,
que reaviva continuamente y hace eficaz este imperativo, a menudo tan empañado
a lo largo de la historia. La mencionada reforma del paganismo intentada por el
emperador Juliano el Apóstata, es sólo un testimonio inicial de dicha eficacia.
En este sentido, la fuerza del cristianismo se extiende mucho más allá de las
fronteras de la fe cristiana. Por tanto, es muy importante que la actividad
caritativa de la Iglesia mantenga todo su esplendor y no se diluya en una
organización asistencial genérica, convirtiéndose simplemente en una de sus
variantes. Pero, ¿cuáles son los elementos que constituyen la esencia de la
caridad cristiana y eclesial?.
a)
Según el modelo expuesto en la parábola del buen Samaritano, la caridad
cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en
una determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos
vestidos, los enfermos atendidos para que se recuperen, los prisioneros
visitados, etc. Las organizaciones caritativas de la Iglesia, comenzando por
Cáritas (diocesana, nacional, internacional), han de hacer lo posible para
poner a disposición los medios necesarios y, sobre todo, los hombres y mujeres
que desempeñan estos cometidos. Por lo que se refiere al servicio que se ofrece
a los que sufren, es preciso que sean competentes profesionalmente: quienes
prestan ayuda han de ser formados de manera que sepan hacer lo más apropiado y
de la manera más adecuada, asumiendo el compromiso de que se continúe después
las atenciones necesarias. Un primer requisito fundamental es la competencia
profesional, pero por sí sola no basta. En efecto, se trata de seres humanos, y
los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención sólo técnicamente
correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial. Cuantos trabajan en
las instituciones caritativas de la Iglesia deben distinguirse por no limitarse
a realizar con destreza lo más conveniente en cada momento, sino por su
dedicación al otro con una atención que sale del corazón, para que el otro
experimente su riqueza de humanidad. Por eso, dichos agentes, además de la
preparación profesional, necesitan también y sobre todo una «formación del
corazón»: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que
suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos,
el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera,
sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad
(cf. Ga 5, 6).
c)
Además, la caridad no ha de ser un medio en función de lo que hoy se considera
proselitismo. El amor es gratuito; no se practica para obtener otros
objetivos [Apostolorum Successores]. Pero esto no significa que la acción caritativa deba, por
decirlo así, dejar de lado a Dios y a Cristo. Siempre está en juego todo el
hombre. Con frecuencia, la raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la
ausencia de Dios. Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará
de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su
pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos
impulsa a amar. El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo
es oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor. Sabe que Dios es
amor (1 Jn 4, 8) y que se hace presente justo en los momentos en que no se hace
más que amar. Y, sabe —volviendo a las preguntas de antes— que el desprecio del
amor es vilipendio de Dios y del hombre, es el intento de prescindir de Dios.
En consecuencia, la mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en
el amor. Las organizaciones caritativas de la Iglesia tienen el cometido de
reforzar esta conciencia en sus propios miembros, de modo que a través de su
actuación —así como por su hablar, su silencio, su ejemplo— sean testigos
creíbles de Cristo.
Los
responsables de la acción caritativa de la Iglesia.
32.
Finalmente, debemos dirigir nuestra atención a los responsables de la acción
caritativa de la Iglesia ya mencionados. En las reflexiones precedentes se ha
visto claro que el verdadero sujeto de las diversas organizaciones católicas
que desempeñan un servicio de caridad es la Iglesia misma, y eso a todos los
niveles, empezando por las parroquias, a través de las Iglesias particulares,
hasta llegar a la Iglesia universal. Por esto fue muy oportuno que mi venerado
predecesor Pablo VI instituyera el Consejo Pontificio Cor unum como organismo
de la Santa Sede responsable para la orientación y coordinación entre las
organizaciones y las actividades caritativas promovidas por la Iglesia
católica. Además, es propio de la estructura episcopal de la Iglesia que los
obispos, como sucesores de los Apóstoles, tengan en las Iglesias particulares
la primera responsabilidad de cumplir, también hoy, el programa expuesto en los
Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 42-44): la Iglesia, como familia de Dios, debe
ser, hoy como ayer, un lugar de ayuda recíproca y al mismo tiempo de
disponibilidad para servir también a cuantos fuera de ella necesitan ayuda.
Durante el rito de la ordenación episcopal, el acto de consagración propiamente
dicho está precedido por algunas preguntas al candidato, en las que se expresan
los elementos esenciales de su oficio y se le recuerdan los deberes de su
futuro ministerio. En este contexto, el ordenando promete expresamente que
será, en nombre del Señor, acogedor y misericordioso para con los más pobres y
necesitados de consuelo y ayuda. El Código de Derecho Canónico, en los
cánones relativos al ministerio episcopal, no habla expresamente de la caridad
como un ámbito específico de la actividad episcopal, sino sólo, de modo
general, del deber del Obispo de coordinar las diversas obras de apostolado
respetando su propia índole. Recientemente, no obstante, el Directorio parael ministerio pastoral de los obispos ha profundizado más concretamente el
deber de la caridad como cometido intrínseco de toda la Iglesia y del Obispo en
su diócesis, y ha subrayado que el ejercicio de la caridad es una actividad
de la Iglesia como tal y que forma parte esencial de su misión originaria, al
igual que el servicio de la Palabra y los Sacramentos.
33. Por
lo que se refiere a los colaboradores que desempeñan en la práctica el servicio
de la caridad en la Iglesia, ya se ha dicho lo esencial: no han de inspirarse
en los esquemas que pretenden mejorar el mundo siguiendo una ideología, sino
dejarse guiar por la fe que actúa por el amor (cf. Ga 5, 6). Han de ser, pues,
personas movidas ante todo por el amor de Cristo, personas cuyo corazón ha sido
conquistado por Cristo con su amor, despertando en ellos el amor al prójimo. El
criterio inspirador de su actuación debería ser lo que se dice en la Segunda
carta a los Corintios: «Nos apremia el amor de Cristo» (5, 14). La conciencia
de que, en Él, Dios mismo se ha entregado por nosotros hasta la muerte, tiene
que llevarnos a vivir no ya para nosotros mismos, sino para Él y, con Él, para
los demás. Quien ama a Cristo ama a la Iglesia y quiere que ésta sea cada vez
más expresión e instrumento del amor que proviene de Él. El colaborador de toda
organización caritativa católica quiere trabajar con la Iglesia y, por tanto,
con el Obispo, con el fin de que el amor de Dios se difunda en el mundo. Por su
participación en el servicio de amor de la Iglesia, desea ser testigo de Dios y
de Cristo y, precisamente por eso, hacer el bien a los hombres gratuitamente.
34. La
apertura interior a la dimensión católica de la Iglesia ha de predisponer al
colaborador a sintonizar con las otras organizaciones en el servicio a las
diversas formas de necesidad; pero esto debe hacerse respetando la fisonomía
específica del servicio que Cristo pidió a sus discípulos. En su himno a la
caridad (cf. 1 Co 13), san Pablo nos enseña que ésta es siempre algo más que
una simple actividad: «Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun
dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve» (v. 3). Este himno
debe ser la Carta Magna de todo el servicio eclesial; en él se resumen todas
las reflexiones que he expuesto sobre el amor a lo largo de esta Carta
encíclica. La actuación práctica resulta insuficiente si en ella no se puede percibir
el amor por el hombre, un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo. La
íntima participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se
convierte así en un darme a mí mismo: para que el don no humille al otro, no
solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como
persona.
35.
Éste es un modo de servir que hace humilde al que sirve. No adopta una posición
de superioridad ante el otro, por miserable que sea momentáneamente su
situación. Cristo ocupó el último puesto en el mundo —la cruz—, y precisamente
con esta humildad radical nos ha redimido y nos ayuda constantemente. Quien es
capaz de ayudar reconoce que, precisamente de este modo, también él es ayudado;
el poder ayudar no es mérito suyo ni motivo de orgullo. Esto es gracia. Cuanto
más se esfuerza uno por los demás, mejor comprenderá y hará suya la palabra de
Cristo: «Somos unos pobres siervos» (Lc 17,10). En efecto, reconoce que no
actúa fundándose en una superioridad o mayor capacidad personal, sino porque el
Señor le concede este don. A veces, el exceso de necesidades y lo limitado de
sus propias actuaciones le harán sentir la tentación del desaliento. Pero,
precisamente entonces, le aliviará saber que, en definitiva, él no es más que
un instrumento en manos del Señor; se liberará así de la presunción de tener
que mejorar el mundo —algo siempre necesario— en primera persona y por sí solo.
Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al
Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos
nuestro servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas. Sin
embargo, hacer todo lo que está en nuestras manos con las capacidades que
tenemos, es la tarea que mantiene siempre activo al siervo bueno de Jesucristo:
«Nos apremia el amor de Cristo» (2 Co 5, 14).
36. La
experiencia de la inmensa necesidad puede, por un lado, inclinarnos hacia la
ideología que pretende realizar ahora lo que, según parece, no consigue el
gobierno de Dios sobre el mundo: la solución universal de todos los problemas.
Por otro, puede convertirse en una tentación a la inercia ante la impresión de
que, en cualquier caso, no se puede hacer nada. En esta situación, el contacto
vivo con Cristo es la ayuda decisiva para continuar en el camino recto: ni caer
en una soberbia que desprecia al hombre y en realidad nada construye, sino que
más bien destruye, ni ceder a la resignación, la cual impediría dejarse guiar
por el amor y así servir al hombre. La oración se convierte en estos momentos
en una exigencia muy concreta, como medio para recibir constantemente fuerzas
de Cristo. Quien reza no desperdicia su tiempo, aunque todo haga pensar en una
situación de emergencia y parezca impulsar sólo a la acción. La piedad no
escatima la lucha contra la pobreza o la miseria del prójimo. La beata Teresa de Calcuta es un ejemplo evidente de que el tiempo dedicado a Dios en la
oración no sólo deja de ser un obstáculo para la eficacia y la dedicación al
amor al prójimo, sino que es en realidad una fuente inagotable para ello. En su
carta para la Cuaresma de 1996 la beata escribía a sus colaboradores laicos: «Nosotros necesitamos esta unión íntima con Dios en nuestra vida cotidiana. Y
¿cómo podemos conseguirla?. A través de la oración».
37. Ha
llegado el momento de reafirmar la importancia de la oración ante el activismo
y el secularismo de muchos cristianos comprometidos en el servicio caritativo.
Obviamente, el cristiano que reza no pretende cambiar los planes de Dios o
corregir lo que Dios ha previsto. Busca más bien el encuentro con el Padre de
Jesucristo, pidiendo que esté presente, con el consuelo de su Espíritu, en él y
en su trabajo. La familiaridad con el Dios personal y el abandono a su voluntad
impiden la degradación del hombre, lo salvan de la esclavitud de doctrinas
fanáticas y terroristas. Una actitud auténticamente religiosa evita que el
hombre se erija en juez de Dios, acusándolo de permitir la miseria sin sentir
compasión por sus criaturas. Pero quien pretende luchar contra Dios apoyándose
en el interés del hombre, ¿con quién podrá contar cuando la acción humana se
declare impotente?.
38. Es
cierto que Job puede quejarse ante Dios por el sufrimiento incomprensible y
aparentemente injustificable que hay en el mundo. Por eso, en su dolor, dice: «¡Quién me diera saber encontrarle, poder llegar a su morada!... Sabría las
palabras de su réplica, comprendería lo que me dijera. ¿Precisaría gran fuerza
para disputar conmigo?... Por eso estoy, ante él, horrorizado, y cuanto más lo
pienso, más me espanta. Dios me ha enervado el corazón, el Omnipotente me ha
aterrorizado» (23, 3.5-6.15-16). A menudo no se nos da a conocer el motivo por
el que Dios frena su brazo en vez de intervenir. Por otra parte, Él tampoco nos
impide gritar como Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?» (Mt 27, 46). Deberíamos permanecer con esta pregunta ante su
rostro, en diálogo orante: «¿Hasta cuándo, Señor, vas a estar sin hacer
justicia, tú que eres santo y veraz?» (cf. Ap 6, 10). San Agustín da a este
sufrimiento nuestro la respuesta de la fe: «Si comprehendis, non est Deus»,
si lo comprendes, entonces no es Dios. Nuestra protesta no quiere desafiar
a Dios, ni insinuar en Él algún error, debilidad o indiferencia. Para el
creyente no es posible pensar que Él sea impotente, o bien que «tal vez esté
dormido» (1 R 18, 27). Es cierto, más bien, que incluso nuestro grito es, como
en la boca de Jesús en la cruz, el modo extremo y más profundo de afirmar
nuestra fe en su poder soberano. En efecto, los cristianos siguen creyendo, a
pesar de todas las incomprensiones y confusiones del mundo que les rodea, en la
«bondad de Dios y su amor al hombre» (Tt 3, 4). Aunque estén inmersos como
los demás hombres en las dramáticas y complejas vicisitudes de la historia,
permanecen firmes en la certeza de que Dios es Padre y nos ama, aunque su
silencio siga siendo incomprensible para nosotros.
39. Fe,
esperanza y caridad están unidas. La esperanza se relaciona prácticamente con
la virtud de la paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fracaso
aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él
incluso en la oscuridad. La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y
así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es
amor. De este modo transforma nuestra impaciencia y nuestras dudas en la
esperanza segura de que el mundo está en manos de Dios y que, no obstante las
oscuridades, al final vencerá Él, como luminosamente muestra el Apocalipsis
mediante sus imágenes sobrecogedoras. La fe, que hace tomar conciencia del amor
de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez
el amor. El amor es una luz —en el fondo la única— que ilumina constantemente a
un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y
nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de
Dios. Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo: a esto quisiera
invitar con esta Encíclica.
CONCLUSIÓN.
40.
Contemplemos finalmente a los Santos, a quienes han ejercido de modo ejemplar
la caridad. Pienso particularmente en Martín de Tours († 397), que primero fue
soldado y después monje y obispo: casi como un icono, muestra el valor
insustituible del testimonio individual de la caridad. A las puertas de Amiens
compartió su manto con un pobre; durante la noche, Jesús mismo se le apareció
en sueños revestido de aquel manto, confirmando la perenne validez de las
palabras del Evangelio: «Estuve desnudo y me vestisteis... Cada vez que lo
hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt
25, 36. 40). Pero ¡cuántos testimonios más de caridad pueden citarse en la
historia de la Iglesia!. Particularmente todo el movimiento monástico, desde sus
comienzos con san Antonio Abad († 356), muestra un servicio ingente de caridad
hacia el prójimo. Al confrontarse «cara a cara» con ese Dios que es Amor, el
monje percibe la exigencia apremiante de transformar toda su vida en un
servicio al prójimo, además de servir a Dios. Así se explican las grandes
estructuras de acogida, hospitalidad y asistencia surgidas junto a los
monasterios. Se explican también las innumerables iniciativas de promoción
humana y de formación cristiana destinadas especialmente a los más pobres de
las que se han hecho cargo las Órdenes monásticas y Mendicantes primero, y
después los diversos Institutos religiosos masculinos y femeninos a lo largo de
toda la historia de la Iglesia. Figuras de Santos como Francisco de Asís,
Ignacio de Loyola, Juan de Dios, Camilo de Lelis, Vicente de Paúl, Luisa de
Marillac, José B. Cottolengo, Juan Bosco, Luis Orione, Teresa de Calcuta —por
citar sólo algunos nombres— siguen siendo modelos insignes de caridad social
para todos los hombres de buena voluntad. Los Santos son los verdaderos
portadores de luz en la historia, porque son hombres y mujeres de fe, esperanza
y amor.
41.
Entre los Santos, sobresale María, Madre del Señor y espejo de toda santidad.
El Evangelio de Lucas la muestra atareada en un servicio de caridad a su prima
Isabel, con la cual permaneció «unos tres meses» (1, 56) para atenderla
durante el embarazo. «Magnificat anima mea Dominum», dice con ocasión de esta
visita —«proclama mi alma la grandeza del Señor»— (Lc 1, 46), y con ello
expresa todo el programa de su vida: no ponerse a sí misma en el centro, sino
dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio
al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno. María es grande precisamente
porque quiere enaltecer a Dios en lugar de a sí misma. Ella es humilde: no
quiere ser sino la sierva del Señor (cf. Lc 1, 38. 48). Sabe que contribuye a
la salvación del mundo, no con una obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a
disposición de la iniciativa de Dios. Es una mujer de esperanza: sólo porque
cree en las promesas de Dios y espera la salvación de Israel, el ángel puede
presentarse a ella y llamarla al servicio total de estas promesas. Es una mujer
de fe: «¡Dichosa tú, que has creído!», le dice Isabel (Lc 1, 45). El
Magníficat —un retrato de su alma, por decirlo así— está completamente tejido
por los hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios. Así se
pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la
cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios;
la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la
Palabra de Dios.
Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada. María es, en fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser de otro modo?. Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama. Lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la infancia. Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y lo hace presente a Jesús. Lo vemos en la humildad con que acepta ser como olvidada en el período de la vida pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de la Madre llegará solamente en el momento de la cruz, que será la verdadera hora de Jesús (cf. Jn 2, 4; 13, 1). Entonces, cuando los discípulos hayan huido, ella permanecerá al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25-27); más tarde, en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a ella en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14).
Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada. María es, en fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser de otro modo?. Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama. Lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la infancia. Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y lo hace presente a Jesús. Lo vemos en la humildad con que acepta ser como olvidada en el período de la vida pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de la Madre llegará solamente en el momento de la cruz, que será la verdadera hora de Jesús (cf. Jn 2, 4; 13, 1). Entonces, cuando los discípulos hayan huido, ella permanecerá al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25-27); más tarde, en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a ella en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14).
42. La
vida de los Santos no comprende sólo su biografía terrena, sino también su vida
y actuación en Dios después de la muerte. En los Santos es evidente que, quien
va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a
ellos. En nadie lo vemos mejor que en María. La palabra del Crucificado al
discípulo —a Juan y, por medio de él, a todos los discípulos de Jesús: «Ahí
tienes a tu madre» (Jn 19, 27)— se hace de nuevo verdadera en cada generación.
María se ha convertido efectivamente en Madre de todos los creyentes. A su
bondad materna, así como a su pureza y belleza virginal, se dirigen los hombres
de todos los tiempos y de todas las partes del mundo en sus necesidades y
esperanzas, en sus alegrías y contratiempos, en su soledad y en su convivencia.
Y siempre experimentan el don de su bondad; experimentan el amor inagotable que
derrama desde lo más profundo de su corazón. Los testimonios de gratitud, que
le manifiestan en todos los continentes y en todas las culturas, son el
reconocimiento de aquel amor puro que no se busca a sí mismo, sino que
sencillamente quiere el bien. La devoción de los fieles muestra al mismo tiempo
la intuición infalible de cómo es posible este amor: se alcanza merced a la
unión más íntima con Dios, en virtud de la cual se está embargado totalmente de
Él, una condición que permite a quien ha bebido en el manantial del amor de
Dios convertirse a sí mismo en un manantial «del que manarán torrentes de agua
viva» (Jn 7, 38). María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor y
dónde tiene su origen, su fuerza siempre nueva. A ella confiamos la Iglesia, su
misión al servicio del amor:
tú has
dado al mundo la verdadera luz,
Jesús,
tu Hijo, el Hijo de Dios.
Te has
entregado por completo
a la
llamada de Dios
y te
has convertido así en fuente
de la
bondad que mana de Él.
Muéstranos
a Jesús. Guíanos hacia Él.
Enséñanos
a conocerlo y amarlo,
para
que también nosotros
podamos
llegar a ser capaces
de un
verdadero amor
y ser
fuentes de agua viva
en
medio de un mundo sediento.
Dado en
Roma, junto a San Pedro, 25 de diciembre, solemnidad de la Natividad del Señor,
del año 2005, primero de mi Pontificado.
BENEDICTO
XVI
PARA AMPLIAR Y FOMENTAR LA REFLEXIÓN:
PARA AMPLIAR Y FOMENTAR LA REFLEXIÓN:
- Encíclica "Deus caritas est".
- Presentación de la encíclica "Deus caritas est".
- "Deus caritas est". El amor, clave de la existencia cristiana.
- Guía de lectura de la "Deus caritas est".
- Guía para la lectura de la "Deus caritas est".
PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO COMUNITARIO:
DINÁMICA:
- Se invita a toda la asamblea parroquial, comunidad religiosa, movimiento cristiano,... la lectura personal de la "Deus caritas est" ayudándose, si se quiere, de los "enlaces para ampliar" anotados en esta entrada u otras ayudas que se crean convenientes y se les emplaza para un día en que se reunirán todos para trabajar esta encíclica.
- En primera sesión grupal se propone al grupo o asamblea parroquial, comunidad religiosa, movimiento cristiano,... formar 9 grupos y asignando luego a cada subgrupo los 42 puntos de esta encíclica repartidos de la siguiente manera:
- A)- Puntos 1 a 8.
- B)- Puntos 9 a 11.
- C)- Puntos 12 a 15.
- D)- Puntos 16 a 18.
- E)- Puntos 19 a 25.
- F)- Puntos 26 a 29.
- G)- Puntos 30 y 31.
- H)- Puntos 32 a 39.
- I)- Puntos 40 a 42.
- Cada subgrupo hace una primera lectura de los puntos que le correspondieron y hacen una síntesis:
- ¿Qué ideas claras hemos hallado en los textos que hemos leído, dialogado y reflexionado juntos?.
- ¿Qué dudas se nos presentan?, ¿qué preguntas nos surgen?.
- En segunda sesión grupal cada subgrupo (siguiendo el orden expuesto: desde A) hasta I):
- Van exponiendo sus conclusiones (ideas claras y dudas) -pueden elegir para ello el formato que quieran-.
- Se establece finalmente un amplio diálogo/debate entre toda la asamblea
- Se obtienen conclusiones en cuanto a "ideas claras" obtenidas y también en cuanto a "preguntas o dudas" que quedan por resolver o profundizar para trabajarlas en próxima sesión.
- Todos se comprometen a buscar respuesta a esas cuestiones y hallar CONCLUSIONES PRÁCTICAS respecto a esta encíclica.
- En tercera sesión grupal se exponen las aportaciones de todos:
- Preguntas/dudas y las respuestas que consideren adecuadas. Diálogo posterior y conclusiones.
- CONCLUSIONES PRÁCTICAS a partir de la reflexión sobre esta encíclica y propuesta de compromisos comunitarios a adoptar para vivir su contenido.
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Las tres cosas que te alejan y
Las tres que te acercan a Dios
- El exceso de alcohol te aleja de Dios
- El exceso de drogas te aleja de Dios
- El exceso de sexo sin amor también te aleja de Dios
Las tres que te acercan a Dios
- Ama a tu prójimo como a tí mismo
- Aprende a perdonar y
- A ser humilde
Eternamente
Joaquín Gorreta Martínez 62 años