1 de enero de 2020
La paz,
como objeto de nuestra esperanza, es un bien precioso, al que aspira toda la
humanidad. Esperar en la paz es una actitud humana que contiene una tensión
existencial, y de este modo cualquier situación difícil «se puede vivir y
aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si
esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino» [Spe salvi]. En este sentido, la esperanza es la virtud
que nos pone en camino, nos da alas para avanzar, incluso cuando los obstáculos
parecen insuperables.
Nuestra
comunidad humana lleva, en la memoria y en la carne, los signos de las guerras
y de los conflictos que se han producido, con una capacidad destructiva
creciente, y que no dejan de afectar especialmente a los más pobres y a los más
débiles. Naciones enteras se afanan también por liberarse de las cadenas de la
explotación y de la corrupción, que alimentan el odio y la violencia. Todavía
hoy, a tantos hombres y mujeres, niños y ancianos se les niega la dignidad, la
integridad física, la libertad, incluida la libertad religiosa, la solidaridad
comunitaria, la esperanza en el futuro. Muchas víctimas inocentes cargan sobre sí
el tormento de la humillación y la exclusión, del duelo y la injusticia, por no
decir los traumas resultantes del ensañamiento sistemático contra su pueblo y
sus seres queridos.
Las
terribles pruebas de los conflictos civiles e internacionales, a menudo
agravados por la violencia sin piedad, marcan durante mucho tiempo el cuerpo y
el alma de la humanidad. En realidad, toda guerra se revela como un fratricidio
que destruye el mismo proyecto de fraternidad, inscrito en la vocación de la
familia humana.
Sabemos
que la guerra a menudo comienza por la intolerancia a la diversidad del otro,
lo que fomenta el deseo de posesión y la voluntad de dominio. Nace en el
corazón del hombre por el egoísmo y la soberbia, por el odio que instiga a
destruir, a encerrar al otro en una imagen negativa, a excluirlo y eliminarlo.
La guerra se nutre de la perversión de las relaciones, de las ambiciones
hegemónicas, de los abusos de poder, del miedo al otro y la diferencia vista
como un obstáculo; y al mismo tiempo alimenta todo esto.
Es
paradójico, como señalé durante el reciente viaje a Japón, que «nuestro mundo
vive la perversa dicotomía de querer defender y garantizar la estabilidad y la
paz en base a una falsa seguridad sustentada por una mentalidad de miedo y
desconfianza, que termina por envenenar las relaciones entre pueblos e impedir
todo posible diálogo. La paz y la estabilidad internacional son incompatibles
con todo intento de fundarse sobre el miedo a la mutua destrucción o sobre una
amenaza de aniquilación total; sólo es posible desde una ética global de
solidaridad y cooperación al servicio de un futuro plasmado por la
interdependencia y la corresponsabilidad entre toda la familia humana de hoy y
de mañana» [Discurso sobre las armas nucleares].
Cualquier
situación de amenaza alimenta la desconfianza y el repliegue en la propia
condición. La desconfianza y el miedo aumentan la fragilidad de las relaciones
y el riesgo de violencia, en un círculo vicioso que nunca puede conducir a una
relación de paz. En este sentido, incluso la disuasión nuclear no puede crear
más que una seguridad ilusoria.
Por lo
tanto, no podemos pretender que se mantenga la estabilidad en el mundo a través
del miedo a la aniquilación, en un equilibrio altamente inestable, suspendido
al borde del abismo nuclear y encerrado dentro de los muros de la indiferencia,
en el que se toman decisiones socioeconómicas, que abren el camino a los dramas
del descarte del hombre y de la creación, en lugar de protegerse los unos a los
otros [Homilía en Lampedusa]. Entonces, ¿cómo construir un camino de paz y reconocimiento mutuo?. ¿Cómo romper la lógica morbosa de la amenaza y el miedo?. ¿Cómo acabar con la
dinámica de desconfianza que prevalece actualmente?.
Debemos
buscar una verdadera fraternidad, que esté basada sobre nuestro origen común en
Dios y ejercida en el diálogo y la confianza recíproca. El deseo de paz está
profundamente inscrito en el corazón del hombre y no debemos resignarnos a nada
menos que esto.
Los
Hibakusha, los sobrevivientes de los bombardeos atómicos de Hiroshima y
Nagasaki, se encuentran entre quienes mantienen hoy viva la llama de la
conciencia colectiva, testificando a las generaciones venideras el horror de lo
que sucedió en agosto de 1945 y el sufrimiento indescriptible que continúa
hasta nuestros días. Su testimonio despierta y preserva de esta manera el
recuerdo de las víctimas, para que la conciencia humana se fortalezca cada vez
más contra todo deseo de dominación y destrucción: «No podemos permitir que las
actuales y nuevas generaciones pierdan la memoria de lo acontecido, esa memoria
que es garante y estímulo para construir un futuro más justo y más
fraterno» [Encuentro por la paz].
Como
ellos, muchos ofrecen en todo el mundo a las generaciones futuras el servicio
esencial de la memoria, que debe mantenerse no sólo para evitar cometer
nuevamente los mismos errores o para que no se vuelvan a proponer los esquemas
ilusorios del pasado, sino también para que ésta, fruto de la experiencia,
constituya la raíz y sugiera el camino para las decisiones de paz presentes y
futuras.
La
memoria es, aún más, el horizonte de la esperanza: muchas veces, en la
oscuridad de guerras y conflictos, el recuerdo de un pequeño gesto de
solidaridad recibido puede inspirar también opciones valientes e incluso
heroicas, puede poner en marcha nuevas energías y reavivar una nueva esperanza
tanto en los individuos como en las comunidades.
Abrir y
trazar un camino de paz es un desafío muy complejo, en cuanto los intereses que
están en juego en las relaciones entre personas, comunidades y naciones son
múltiples y contradictorios. En primer lugar, es necesario apelar a la
conciencia moral y a la voluntad personal y política. La paz, en efecto, brota
de las profundidades del corazón humano y la voluntad política siempre necesita
revitalización, para abrir nuevos procesos que reconcilien y unan a las
personas y las comunidades.
El
mundo no necesita palabras vacías, sino testigos convencidos, artesanos de la
paz abiertos al diálogo sin exclusión ni manipulación. De hecho, no se puede
realmente alcanzar la paz a menos que haya un diálogo convencido de hombres y
mujeres que busquen la verdad más allá de las ideologías y de las opiniones
diferentes. La paz «debe edificarse continuamente» [Gaudium et spes, 78], un camino que hacemos
juntos buscando siempre el bien común y comprometiéndonos a cumplir nuestra
palabra y respetar las leyes. El conocimiento y la estima por los demás también
pueden crecer en la escucha mutua, hasta el punto de reconocer en el enemigo el
rostro de un hermano.
Por
tanto, el proceso de paz es un compromiso constante en el tiempo. Es un trabajo
paciente que busca la verdad y la justicia, que honra la memoria de las
víctimas y que se abre, paso a paso, a una esperanza común, más fuerte que la
venganza. En un Estado de derecho, la democracia puede ser un paradigma
significativo de este proceso, si se basa en la justicia y en el compromiso de
salvaguardar los derechos de cada uno, especialmente si es débil o marginado,
en la búsqueda continua de la verdad [Discurso]. Es una construcción social y una tarea
en progreso, en la que cada uno contribuye responsablemente a todos los niveles
de la comunidad local, nacional y mundial.
Como
resaltaba san Pablo VI: «La doble aspiración hacia la igualdad y la
participación trata de promover un tipo de sociedad democrática. […] Esto
indica la importancia de la educación para la vida en sociedad, donde, además
de la información sobre los derechos de cada uno, sea recordado su necesario
correlativo: el reconocimiento de los deberes de cada uno de cara a los demás;
el sentido y la práctica del deber están mutuamente condicionados por el
dominio de sí, la aceptación de las responsabilidades y de los límites puestos
al ejercicio de la libertad de la persona individual o del grupo» [Octogesima adveniens, 24].
Por el
contrario, la brecha entre los miembros de una sociedad, el aumento de las
desigualdades sociales y la negativa a utilizar las herramientas para el
desarrollo humano integral ponen en peligro la búsqueda del bien común. En
cambio, el trabajo paciente basado en el poder de la palabra y la verdad puede
despertar en las personas la capacidad de compasión y solidaridad creativa.
En
nuestra experiencia cristiana, recordamos constantemente a Cristo, quien dio su
vida por nuestra reconciliación (cf. Rm 5,6-11). La Iglesia participa
plenamente en la búsqueda de un orden justo, y continúa sirviendo al bien común
y alimentando la esperanza de paz a través de la transmisión de los valores
cristianos, la enseñanza moral y las obras sociales y educativas.
La
Biblia, de una manera particular a través de la palabra de los profetas, llama
a las conciencias y a los pueblos a la alianza de Dios con la humanidad. Se
trata de abandonar el deseo de dominar a los demás y aprender a verse como
personas, como hijos de Dios, como hermanos. Nunca se debe encasillar al otro
por lo que pudo decir o hacer, sino que debe ser considerado por la promesa que
lleva dentro de él. Sólo eligiendo el camino del respeto será posible romper la
espiral de venganza y emprender el camino de la esperanza.
Nos
guía el pasaje del Evangelio que muestra el siguiente diálogo entre Pedro y
Jesús: «“Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo?
¿Hasta siete veces?”. Jesús le contesta: “No te digo hasta siete veces, sino
hasta setenta veces siete”» (Mt 18,21-22). Este camino de reconciliación nos
llama a encontrar en lo más profundo de nuestros corazones la fuerza del perdón
y la capacidad de reconocernos como hermanos y hermanas. Aprender a vivir en el
perdón aumenta nuestra capacidad de convertirnos en mujeres y hombres de paz.
Lo que
afirmamos de la paz en el ámbito social vale también en lo político y
económico, puesto que la cuestión de la paz impregna todas las dimensiones de
la vida comunitaria: nunca habrá una paz verdadera a menos que seamos capaces
de construir un sistema económico más justo. Como escribió hace diez años
Benedicto XVI en la Carta encíclica Caritas in veritate: «La victoria sobre el
subdesarrollo requiere actuar no sólo en la mejora de las transacciones basadas
en la compraventa, o en las transferencias de las estructuras asistenciales de
carácter público, sino sobre todo en la apertura progresiva en el contexto
mundial a formas de actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de
gratuidad y comunión» (n. 39).
4. La
paz, camino de conversión ecológica.
«Si una
mala comprensión de nuestros propios principios a veces nos ha llevado a
justificar el maltrato a la naturaleza o el dominio despótico del ser humano
sobre lo creado o las guerras, la injusticia y la violencia, los creyentes
podemos reconocer que de esa manera hemos sido infieles al tesoro de sabiduría
que debíamos custodiar» [Laudato si’, 200].
Ante
las consecuencias de nuestra hostilidad hacia los demás, la falta de respeto
por la casa común y la explotación abusiva de los recursos naturales —vistos
como herramientas útiles únicamente para el beneficio inmediato, sin respeto
por las comunidades locales, por el bien común y por la naturaleza—,
necesitamos una conversión ecológica.
El
reciente Sínodo sobre la Amazonia nos lleva a renovar la llamada a una relación
pacífica entre las comunidades y la tierra, entre el presente y la memoria,
entre las experiencias y las esperanzas.
Este
camino de reconciliación es también escucha y contemplación del mundo que Dios
nos dio para convertirlo en nuestra casa común. De hecho, los recursos
naturales, las numerosas formas de vida y la tierra misma se nos confían para
ser “cultivadas y preservadas” (cf. Gn 2,15) también para las generaciones
futuras, con la participación responsable y activa de cada uno. Además,
necesitamos un cambio en las convicciones y en la mirada, que nos abra más al
encuentro con el otro y a la acogida del don de la creación, que refleja la
belleza y la sabiduría de su Hacedor.
De aquí
surgen, en particular, motivaciones profundas y una nueva forma de vivir en la
casa común, de encontrarse unos con otros desde la propia diversidad, de
celebrar y respetar la vida recibida y compartida, de preocuparse por las
condiciones y modelos de sociedad que favorecen el florecimiento y la
permanencia de la vida en el futuro, de incrementar el bien común de toda la
familia humana.
Por lo
tanto, la conversión ecológica a la que apelamos nos lleva a tener una nueva
mirada sobre la vida, considerando la generosidad del Creador que nos dio la
tierra y que nos recuerda la alegre sobriedad de compartir. Esta conversión
debe entenderse de manera integral, como una transformación de las relaciones
que tenemos con nuestros hermanos y hermanas, con los otros seres vivos, con la
creación en su variedad tan rica, con el Creador que es el origen de toda vida.
Para el cristiano, esta pide «dejar brotar todas las consecuencias de su
encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que los rodea» [Laudato si,217].
5. Se
alcanza tanto cuanto se espera.
El
camino de la reconciliación requiere paciencia y confianza. La paz no se logra
si no se la espera.
En
primer lugar, se trata de creer en la posibilidad de la paz, de creer que el
otro tiene nuestra misma necesidad de paz. En esto, podemos inspirarnos en el
amor de Dios por cada uno de nosotros, un amor liberador, ilimitado, gratuito e
incansable.
El
miedo es a menudo una fuente de conflicto. Por lo tanto, es importante ir más
allá de nuestros temores humanos, reconociéndonos hijos necesitados, ante Aquel
que nos ama y nos espera, como el Padre del hijo pródigo (cf. Lc 15,11-24). La
cultura del encuentro entre hermanos y hermanas rompe con la cultura de la
amenaza. Hace que cada encuentro sea una posibilidad y un don del generoso amor
de Dios. Nos guía a ir más allá de los límites de nuestros estrechos
horizontes, a aspirar siempre a vivir la fraternidad universal, como hijos del
único Padre celestial.
Para
los discípulos de Cristo, este camino está sostenido también por el sacramento
de la Reconciliación, que el Señor nos dejó para la remisión de los pecados de
los bautizados. Este sacramento de la Iglesia, que renueva a las personas y a
las comunidades, nos llama a mantener la mirada en Jesús, que ha reconciliado
«todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la
sangre de su cruz» (Col 1,20); y nos pide que depongamos cualquier violencia en
nuestros pensamientos, palabras y acciones, tanto hacia nuestro prójimo como
hacia la creación.
La
gracia de Dios Padre se da como amor sin condiciones. Habiendo recibido su
perdón, en Cristo, podemos ponernos en camino para ofrecerlo a los hombres y
mujeres de nuestro tiempo. Día tras día, el Espíritu Santo nos sugiere
actitudes y palabras para que nos convirtamos en artesanos de la justicia y la
paz.
Que el
Dios de la paz nos bendiga y venga en nuestra ayuda.
Que
María, Madre del Príncipe de la paz y Madre de todos los pueblos de la tierra,
nos acompañe y nos sostenga en el camino de la reconciliación, paso a paso.
Y que
cada persona que venga a este mundo pueda conocer una existencia de paz y
desarrollar plenamente la promesa de amor y vida que lleva consigo.
Vaticano,
8 de diciembre de 2019
Francisco
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