Evangelio
del 25 / Dic / 2019
En
medio de felicitaciones y regalos, entre cenas y bullicio, casi oculto por
luces, árboles y estrellas, es posible todavía entrever en el centro de las
fiestas navideñas «un niño recostado en un pesebre». Lo mismo sucede en el
relato de Belén. Hay luces, ángeles y cantos, pero el corazón de esa escena
grandiosa lo ocupa un niño en un pesebre.
El
evangelista narra el nacimiento del Mesías con una sobriedad sorprendente. A
María «le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo». Ni una palabra más.
Lo que realmente parece interesarle es cómo se acoge al niño. Mientras en Belén
«no hay sitio» ni siquiera en la posada, en María encuentra una acogida
conmovedora. La madre no tiene medios, pero tiene corazón: «Lo envolvió en
pañales y lo acostó en un pesebre».
El
lector no puede continuar el relato sin expresar su primera sorpresa: ¿En este
niño se encarna Dios?. Nunca lo hubiéramos imaginado así. Nosotros pensamos en
un Dios majestuoso y omnipotente, y él se nos presenta en la fragilidad de un
niño débil e indefenso. Lo imaginamos grande y lejano, y él se nos ofrece en la
ternura de un recién nacido. ¿Cómo sentir miedo de este Dios?. Teresa de
Lisieux, declarada en 1997 doctora de la Iglesia, dice así: «Yo no puedo temer
a un Dios que se ha hecho tan pequeño por mí… ¡Yo le amo!».
El
relato ofrece una clave para acercarnos al misterio de ese Dios. Lucas insiste
hasta tres veces en la importancia del «pesebre». Es como una obsesión. María
lo acuesta en un pesebre. A los pastores no se les da otra señal: lo encontrarán
en un pesebre. Efectivamente, en el pesebre lo encuentran al llegar a Belén. El
pesebre es el primer lugar de la tierra donde descansa ese Dios hecho niño. Ese
pesebre es la señal para reconocerlo, el lugar donde hay que encontrarlo. ¿Qué
se esconde tras ese enigma?.
Lucas
está aludiendo a unas palabras del profeta Isaías en las que Dios se queja así:
«El buey conoce a su amo; el asno conoce el pesebre de su señor. Pero Israel no
me conoce, no piensa en mí» (Isaías 1,3). A Dios no hay que buscarlo en lo
admirable y maravilloso, sino en lo ordinario y cotidiano. No hay que indagar
en lo grande, sino rastrear en lo pequeño.
Los
pastores nos indican en qué dirección buscar el misterio de la Navidad:
«Vayamos a Belén». Cambiemos nuestra idea de Dios. Hagamos una relectura de
nuestro cristianismo. Volvamos al inicio y descubramos un Dios cercano y pobre.
Acojamos su ternura. Para el cristiano, celebrar la Navidad es «volver a
Belén».
José
Antonio Pagola
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