1 de enero de 1991
SI
QUIERES LA PAZ, RESPETA
LA CONCIENCIA DE CADA HOMBRE
Los
pueblos que forman la única familia humana buscan hoy, cada vez con mayor
frecuencia, el reconocimiento efectivo y la tutela jurídica de la libertad de
conciencia, la cual es esencial para la libertad de todo ser humano.
Con anterioridad he dedicado a diversos aspectos de esta libertad —que es fundamental para la paz en el mundo— dos mensajes con ocasión de la Jornada mundial de la Paz.
Con anterioridad he dedicado a diversos aspectos de esta libertad —que es fundamental para la paz en el mundo— dos mensajes con ocasión de la Jornada mundial de la Paz.
En el
de 1988 invité a reflexionar sobre la libertad religiosa, pues la garantía del
derecho a expresar públicamente y en todos los ámbitos de la vida civil las
propias convicciones religiosas constituye un elemento indispensable de la
convivencia pacífica entre los hombres. "La paz —escribí en aquella
ocasión— hunde las propias raíces en la libertad y en la apertura de las
conciencias a la verdad" (Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1988.
Introducción). Al año siguiente continué dicha reflexión proponiendo algunos
pensamientos sobre la necesidad de respetar los derechos de las minorías
civiles y religiosas, "una de las cuestiones más delicadas de la sociedad
contemporánea..., porque afecta tanto a la organización de la vida social y
civil dentro de cada país, como a la vida de la comunidad internacional"
(Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1989, n. 1). Este año deseo
considerar específicamente la importancia del respeto de la conciencia de cada
persona, como fundamento necesario para la paz en el mundo.
I.
Libertad de conciencia y paz.
Los
acontecimientos del pasado año, en efecto, han dado una nueva urgencia a la
necesidad de emprender pasos concretos con el fin de asegurar el pleno respeto
de la libertad de conciencia, tanto en el plano jurídico como en el de las
relaciones humanas. Tales cambios rápidos atestiguan de modo muy claro que la
persona no puede ser tratada como si fuera un objeto, que es movido
exclusivamente por fuerzas ajenas a su control. Por el contrario, ésta, a pesar
de su fragilidad, es capaz de buscar y de conocer libremente el bien, de
detectar y rechazar el mal, de escoger la verdad y de oponerse al error. En
efecto, Dios, creando la persona humana, ha inscrito en su corazón una ley que
cada uno puede descubrir (cf. Rm 2, 15), y la conciencia es precisamente la
capacidad de discernir y obrar según esta ley, en cuya obediencia consiste la
dignidad humana (Cf. Const. past. Gaudium et spes, 16).
Ninguna
autoridad humana tiene el derecho de intervenir en la conciencia de ningún
hombre. Esta es también testigo de la transcendencia de la persona frente a la
sociedad, y, en cuanto tal, es inviolable. Sin embargo, no es algo absoluto,
situado por encima de la verdad y el error; es más, su naturaleza íntima
implica una relación con la verdad objetiva, universal e igual para todos, la
cual todos pueden y deben buscar. En esta relación con la verdad objetiva la
libertad de conciencia encuentra su justificación, como condición necesaria
para la búsqueda de la verdad digna del hombre y para la adhesión a la misma,
cuando ha sido adecuadamente conocida. Esto implica, a su vez, que todos deben
respetar la conciencia de cada uno y no tratar de imponer a nadie la propia
"verdad", respetando el derecho de profesarla, y sin despreciar por
ello a quien piensa de modo diverso. La verdad no se impone sino en virtud de
sí misma.
Negar a
una persona la plena libertad de conciencia y, en particular, la libertad de
buscar la verdad o intentar imponer un modo particular de comprenderla, va
contra el derecho más íntimo. Además, esto provoca un agravarse de la
animosidad y de las tensiones, que corren el riesgo de desembocar o en
relaciones difíciles y hostiles dentro de la sociedad o incluso en conflicto
abierto. Es, finalmente, a nivel de conciencia como se presenta y puede
afrontarse más eficazmente el problema de asegurar una paz sólida y duradera.
II. La
verdad absoluta se encuentra sólo en Dios.
La
garantía de la existencia de la verdad objetiva está en Dios, Verdad absoluta,
y la búsqueda de la verdad se identifica, en el plano objetivo, con la búsqueda
de Dios. Bastaría esto para demostrar la estrecha relación existente entre
libertad de conciencia y libertad religiosa. Por otra parte, de este modo se
explica por qué la negación sistemática de Dios y la institución de un régimen
del que esta negación es un elemento constitutivo, son diametralmente
contrarias a la libertad de conciencia, como también a la libertad de religión.
Quien, por el contrario, reconoce la relación entre la verdad última y Dios
mismo, reconocerá también a los no creyentes el derecho —además del deber—, de
la búsqueda de la verdad, que podrá conducirlos al descubrimiento del misterio
divino y a su humilde aceptación.
III.
Formación de la conciencia.
Todo
individuo tiene el grave deber de formar la propia conciencia a la luz de la
verdad objetiva, cuyo conocimiento no es negado a nadie, ni puede ser impedido
por nadie. Reivindicar para sí mismos el derecho de obrar según la propia
conciencia, sin reconocer, al mismo tiempo, el deber de tratar de conformarla a
la verdad y a la ley inscrita en nuestros corazones por Dios mismo, quiere
decir, en realidad, hacer prevalecer la propia opinión limitada, lo cual está
muy lejos de constituir una contribución válida a la causa de la paz en el
mundo. Por el contrario, la verdad hay que perseguirla apasionadamente y
vivirla al máximo de la propia capacidad. Esta búsqueda sincera de la verdad
lleva no sólo a respetar la búsqueda de los demás, sino también al deseo de
buscarla juntos.
En la
importante tarea de la formación de la conciencia, la familia juega un papel
prioritario. Es un grave deber de los padres ayudar a los propios hijos, desde
la más tierna edad, a buscar la verdad y a vivir en conformidad con la misma, a
buscar el bien y a fomentarlo.
Además,
es fundamental para la formación de la conciencia la escuela, en la que el niño
y el joven entran en contacto con un mundo más vasto y, con frecuencia, diverso
del ambiente familiar. La educación, en efecto, nunca es moralmente
indiferente, incluso cuando intenta proclamar su "neutralidad" ética
y religiosa. El modo en que los niños y los jóvenes son formados y educados
refleja necesariamente algunos valores, que influyen sobre el modo con que
ellos se inclinan a comprender a los demás y a la sociedad entera. Por
consiguiente, en sintonía con la naturaleza y la dignidad de la persona humana
y con la ley de Dios, los jóvenes, en su itinerario escolar, deben ser ayudados
a discernir y a buscar la verdad, a aceptar las exigencias y los límites de la
verdadera libertad, y a aceptar el correspondiente derecho de los demás.
La
formación de la conciencia queda comprometida si falta una profunda educación
religiosa. ¿Cómo podrá un joven comprender plenamente las exigencias de la
dignidad humana sin hacer referencia a la fuente de esta dignidad, a Dios
creador?. A este respecto, el papel de la familia, de la Iglesia católica, de
las comunidades cristianas y de las otras instituciones religiosas continúa
siendo primordial; y el Estado, conforme a las normas y declaraciones
internacionales (Cf. Declaración de la Organización de las Naciones Unidas del
1981 sobre la eliminación de toda forma de intolerancia y de discriminación
basada en la religión o en la convicción, art. 1) debe asegurar y facilitar sus
derechos en este campo. A su vez, la familia y las comunidades religiosas deben
valorar y profundizar cada vez más su preocupación por la persona humana y sus
valores objetivos.
Entre
las otras muchas instituciones y organismos que desempeñan un papel específico
en la formación de la conciencia, hay que recordar también los medios de
comunicación social. En un mundo de comunicaciones rápidas como el actual,
estos medios pueden desempeñar un papel muy importante, y hasta esencial, en el
promover la búsqueda de la verdad, evitando presentar únicamente los intereses
limitados de esta o aquella persona, de este o aquel grupo o ideología. Tales
medios constituyen con frecuencia la única fuente de información para un número
cada vez mayor de personas. Por tanto ¡cómo deben ser usados de modo
responsable al servicio de la verdad!.
IV. La
intolerancia, una seria amenaza para la paz.
Una
seria amenaza para la paz la representa la intolerancia, que se manifiesta en
el rechazo de la libertad de conciencia de los demás. Por las vicisitudes
históricas sabemos dolorosamente los excesos a que puede conducir esta
intolerancia.
La
intolerancia puede insinuarse en cada aspecto de la vida social, manifestándose
en la marginación u opresión de las personas o minorías, que tratan de seguir
la propia conciencia en lo que se refiere a sus legítimos modos de vivir. La
intolerancia en la vida pública no deja espacio a la pluralidad de las opciones
políticas o sociales, imponiendo de esta manera a todos una visión uniforme de
la organización civil y cultural.
Por lo
que se refiere a la intolerancia religiosa, no se puede negar que, a pesar de
la enseñanza constante de la Iglesia católica, según la cual nadie debe ser
obligado a creer (Cf. Decl. Dignitatis humanae), en el curso de los siglos han
surgido no pocas dificultades y conflictos entre los cristianos y los miembros
de otras religiones (Cf. Decl. Nostra aetate, 3). El Concilio Vaticano II lo ha
reconocido formalmente afirmando que "en la vida del pueblo de Dios,
peregrino a través de los avatares de la historia humana, se ha dado a veces un
comportamiento menos conforme con el espíritu evangélico" ( Decl.
Dignitatis humanae, 12).
Todavía
hoy queda mucho por hacer para superar la intolerancia religiosa, la cual, en
diversas partes del mundo, va estrechamente ligada a la opresión de las
minorías. Por desgracia, hemos asistido a intentos de imponer una particular
convicción religiosa, bien directamente mediante un proselitismo que recurre a
medios de coacción verdadera y propia, bien indirectamente mediante la negación
de ciertos derechos civiles o políticos. Son bastante delicadas las situaciones
en las que una norma específicamente religiosa viene a ser, o trata de serlo,
ley del Estado, sin que se tenga en debida cuenta la distinción entre las
competencias de la religión y las de la sociedad política. Identificar la ley
religiosa con la civil puede, de hecho, sofocar la libertad religiosa e incluso
limitar o negar otros derechos humanos inalienables. A este respecto, deseo
repetir lo que afirmé en el mensaje para la Jornada de la Paz de 1988:
"Aun en el caso de que un Estado atribuya una especial posición jurídica a
una determinada religión, es justo que se reconozca legalmente y se respete
efectivamente el derecho de libertad de conciencia de todos los ciudadanos, así
como el de los extranjeros que residen en él, aunque sea temporalmente, por
motivos de trabajo o de otra índole". Esto vale también para los derechos
civiles y políticos de las minorías y para aquellas situaciones en que un
laicismo exasperado, en nombre del respeto de la conciencia, impide de hecho a
los creyentes profesar públicamente la propia fe.
La
intolerancia puede ser también fruto de un cierto fundamentalismo, que
constituye una tentación frecuente. Esto puede conducir fácilmente a graves
abusos, como la supresión radical de toda pública manifestación de diferencia
o, incluso, el rechazo de la libertad de expresión en cuanto tal. El
fundamentalismo puede llevar también a la exclusión del otro en la vida civil;
y, en el campo religioso, a medidas coercitivas de "conversión". Por
mucha estima que se tenga a la verdad de la propia religión, esto no da a
ninguna persona o grupo el derecho de intentar reprimir la libertad de conciencia
de quienes tienen otras convicciones religiosas o de inducirlos a falsear su
conciencia ofreciendo o negando determinados privilegios y derechos sociales si
cambian la propia religión. En otros casos se llega a impedir a las personas,
incluso con la aplicación de severas medidas penales, el poder escoger
libremente una religión diversa de aquélla a la que pertenecen. Tales
manifestaciones de intolerancia evidentemente no promueven la paz en el mundo.
Para
eliminar los efectos de la intolerancia no basta "proteger" las
minorías étnicas o religiosas, reduciéndolas así a la categoría de menores
civiles o de individuos bajo la tutela del Estado. Esto podría traducirse en
una forma de discriminación que obstaculiza, es más, que impide el desarrollo
de una sociedad armónica y pacífica. Por el contrario, ha de ser reconocido y
garantizado el derecho insoslayable de seguir la propia conciencia y de
profesar y practicar, solos o comunitariamente, la propia fe, con tal de que no
sean violadas las exigencias del orden público.
Paradójicamente,
quienes con anterioridad han sido víctimas de diversas formas de intolerancia
pueden correr el riesgo de crear, a su vez, nuevas situaciones de intolerancia.
El final de largos períodos de represión en algunas partes del mundo, durante
los cuales no ha sido respetada la conciencia de cada uno y ha sido sofocado lo
más precioso de la persona, no puede ser ocasión para nuevas formas de
intolerancia, por muy difícil que se presente la reconciliación con el antiguo
opresor.
La
libertad de conciencia, rectamente entendida, por su misma naturaleza está
siempre ordenada a la verdad. Por consiguiente, ella conduce no a la
intolerancia, sino a la tolerancia y a la reconciliación. Esta tolerancia no es
una virtud pasiva, pues tiene sus raíces en un amor operante y tiende a
transformarse y convertirse en un esfuerzo positivo para asegurar la libertad y
la paz a todos.
V. La
libertad religiosa, una fuerza para la paz.
La
importancia de la libertad religiosa me lleva a afirmar de nuevo que el derecho
a la libertad religiosa no es simplemente uno más entre los derechos humanos;
"éste es el más fundamental, porque la dignidad de cada una de las
personas tiene su fuente primera en la relación esencial con Dios Creador y
Padre, a cuya imagen y semejanza fue creada, por lo que está dotada de
inteligencia y de libertad" (Discurso a los participantes en el V Coloquio
jurídico organizado por la Pontificia Universidad Lateranense, 10 de marzo de
1984, 5. ). "La libertad religiosa, exigencia ineludible de la dignidad de
cada hombre, es una piedra angular del edificio de los derechos humanos"
(Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1988. Introducción), y, por esto,
es la expresión más profunda de la libertad de conciencia.
No se
puede negar que el derecho a la libertad religiosa concierne a la identidad
misma de la persona. Uno de los aspectos más significativos, que caracterizan
al mundo actual, es el papel de la religión en el despertar de los pueblos y en
la búsqueda de la libertad. En muchos casos ha sido la fe religiosa la que ha
mantenido intacta e incluso reforzado la identidad de pueblos enteros. En
aquellas naciones donde la religión ha sido obstaculizada o, incluso, perseguida
con el propósito de relegarla entre los fenómenos superados del pasado, esta
misma fe se ha manifestado nuevamente como potente fuerza liberadora.
La fe
religiosa es tan importante para los pueblos y los individuos, que en muchos
casos se está dispuesto a cualquier sacrificio para salvaguardarla. En efecto,
todo intento de reprimir o eliminar lo que más aprecia una persona, corre el
riesgo de terminar en rebelión abierta o latente.
VI.
Necesidad de un orden legal justo.
A pesar
de las diversas declaraciones en campo nacional e internacional que proclaman
el derecho a la libertad de conciencia y de religión, se dan todavía numerosos
intentos de represión religiosa. Sin una concomitante garantía jurídica,
mediante instrumentos apropiados, dichas declaraciones, muy a menudo están
destinadas a ser letra muerta. Son dignos de aprecio, por tanto, los renovados
esfuerzos que se están llevando a cabo para dar mayor vigor al régimen legal
existente (Cf. Declaración universal de los derechos humanos, art. 18; Acta
final de Helsinki, 1, a) VIII; Convención sobre los derechos del niño, art. 14.
) mediante la creación de instrumentos nuevos y eficaces, idóneos para la
consolidación de la libertad religiosa. Esta plena protección legal debe
excluir de modo efectivo toda forma de coacción religiosa, que es un serio
obstáculo para la paz; pues "esta libertad consiste en que todos los
hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas
particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de
tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su
conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público,
solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos" (Dignitatis
humanae, 2.).
El
momento histórico actual hace urgente el reforzamiento de los instrumentos
jurídicos adecuados para la promoción de la libertad de conciencia también en
el campo político y social. A este respecto, el desarrollo gradual y constante
de un régimen legal reconocido internacionalmente podrá constituir una de las
bases más seguras en favor de la paz y del justo progreso de la humanidad. Al
mismo tiempo, es esencial que se tomen iniciativas paralelas, a nivel nacional
y regional, con el fin de asegurar que todas las personas, donde sea que se
encuentren, estén protegidas por unas normas legales reconocidas en el ámbito
internacional.
El
Estado tiene el deber de reconocer no sólo la libertad fundamental de
conciencia, sino de promoverla, pero siempre a la luz de la ley moral natural y
de las exigencias del bien común, además del pleno respeto de la dignidad de
cada hombre. A este propósito, es útil recordar que la libertad de conciencia
no da derecho a una práctica indiscriminada de la objeción de conciencia. Cuando
una pretendida libertad se transforma en facultad o pretexto para limitar los
derechos de los demás, el Estado tiene la obligación de proteger, aun
legalmente, los derechos inalienables de sus ciudadanos contra tales abusos.
Quiero
dirigir una particular y apremiante llamada a cuantos ocupan puestos de
responsabilidad pública —ya sean jefes de Estado o de Gobierno, legisladores,
magistrados y otros— para que aseguren con los medios necesarios la auténtica
libertad de conciencia de todos los que residen en el ámbito de su
jurisdicción, con particular atención a los derechos de las minorías. Ello,
además de ser un deber de justicia, es indispensable para promover el
desarrollo de una sociedad pacífica y armónica. Por último, parece casi
superfluo volver a afirmar que los Estados tienen la estricta obligación moral
y legal de respetar los acuerdos internacionales que hayan suscrito.
VII.
Una sociedad y un mundo pluralista.
La
existencia de normas internacionales reconocidas no excluye que puedan darse
ciertos regímenes o sistemas de gobierno relativos a una específica realidad
sociocultural. Estos regímenes, no obstante, deben asegurar una plena libertad
de conciencia a todos los ciudadanos, y de ninguna manera pueden ser un
pretexto para negar o limitar los derechos reconocidos universalmente.
Esto es
tanto más cierto si se considera que en el mundo actual raramente toda la
población de un país pertenece a una misma convicción religiosa o a un mismo
grupo étnico o cultura. Las migraciones masivas y los movimientos de población
están conduciendo en diversas partes del mundo a una sociedad multicultural y
multirreligiosa. En este contexto, el respeto de la conciencia de todos asume
una nueva urgencia y presenta nuevos desafíos a la sociedad en sus sectores y estructuras,
así como a los legisladores y gobernantes.
¿Cómo
habrán de respetarse en un país las diferentes tradiciones, costumbres y modos
de vida, deberes religiosos, manteniendo la integridad de la propia cultura?. ¿Cómo una cultura socialmente dominante debe aceptar e integrar nuevos
elementos sin perder su identidad o provocar fricciones?. La respuesta a estas
arduas preguntas se puede hallar en una educación que preste particular
atención al respeto de la conciencia del otro, mediante el conocimiento de
otras culturas y religiones y la adecuada comprensión de las diversidades
existentes. ¿Qué mejor medio de unidad en la diversidad que el esfuerzo de
todos en la búsqueda común de la paz y en la solidaria afirmación de la
libertad, que ilumina y valora la conciencia de cada uno?. Es de desear también,
para una ordenada convivencia civil, que las diversas culturas existentes se
respeten y enriquezcan mutuamente. Un verdadero esfuerzo de inculturación
favorece también la comprensión recíproca entre las religiones.
En el
ámbito de esta comprensión entre las religiones se ha conseguido mucho en los
últimos años para promover una colaboración activa en las tareas que la
humanidad debe afrontar conjuntamente sobre la base de tantos valores que las
grandes religiones tienen en común. Deseo alentar esta colaboración allí donde
sea posible, así como los diálogos formales actualmente en curso entre los
representantes de los mayores grupos religiosos. A este respecto, la Santa Sede
cuenta con un organismo —el Pontificio Consejo para el diálogo interreligioso—
cuya finalidad específica es la de promover el diálogo y la colaboración con
las demás religiones, pero siempre con absoluta fidelidad a la identidad
católica y con pleno respeto a la de los otros.
Tanto
la colaboración como el diálogo interreligioso, cuando se dan en un clima de
confianza, de respeto y sinceridad, representan una contribución para la paz.
"El hombre tiene necesidad de desarrollar su espíritu y su conciencia.
Esto es lo que a menudo le falta al hombre de hoy. El olvido de los valores y
la crisis de identidad por la que atraviesa nuestro mundo nos obligan a una
superación y a un renovado esfuerzo de búsqueda y de interpelación. La luz
interior que nacerá así en nuestra conciencia permitirá dar un sentido al
desarrollo, orientarlo hacia el bien del hombre, de cada hombre y de todos los
hombres, según el plan de Dios" (Discurso a los jóvenes musulmanes,
Casablanca, 19 de agosto de 1985, 9: AAS 78 (1986) , págs. 101-102. ). Esta
búsqueda común, a la luz de la ley de la conciencia y de los preceptos de la
propia religión, afrontando también las causas de las actuales injusticias
sociales y de las guerras, pondrá una base sólida para colaborar en la búsqueda
de las soluciones necesarias.
La
Iglesia católica se ha esforzado decididamente en alentar toda forma de
colaboración leal para la promoción de la paz. Ella seguirá prestando sobre
todo su ayuda específica a esta colaboración, educando las conciencias de sus
miembros a la apertura hacia los demás, al respeto hacia el otro, a la
tolerancia, que va unida a la búsqueda de la verdad, así como a la solidaridad
(Cf. Discurso al Cuerpo diplomático, 11 de enero de 1986, 12).
VIII.
La conciencia y el cristiano.
Al
estar obligados a seguir la propia conciencia en la búsqueda de la verdad, los
discípulos de Jesucristo saben que no se debe confiar sólo en la propia
capacidad de discernimiento moral. La revelación ilumina sus conciencias y les
ayuda a conocer el gran don de Dios al hombre: la libertad (Cf. Eclo 17, 6).
Dios no sólo ha inscrito la ley natural en el corazón de cada uno, "el
núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que se siente a solas con
Dios" (Const. past. Gaudium et spes, 16), sino que ha revelado su ley en
la Escritura. En ella se halla la invitación o, más bien, el mandato de amar a
Dios y de observar su ley.
El nos
ha dado a conocer su voluntad. Nos ha revelado sus mandamientos, poniéndonos
delante "vida y felicidad, muerte y desgracia", y nos invita a
"elegir la vida...amando a Yahveh nuestro Dios, escuchando su voz,
uniéndonos a él; pues en eso está nuestra vida, así como la prolongación de
nuestros días" (Cf. Dt 30, 15. 19-20). Él, en la plenitud de su amor,
respeta la libre elección de la persona sobre los valores supremos que está
buscando y de este modo manifiesta su pleno respeto por el don precioso de la
libertad de conciencia. De ello son testigos sus mismas leyes, expresión
completa de su voluntad y de su total disconformidad con el mal moral, y con la
cual quiere orientar precisamente la búsqueda del fin último, porque tienden a
favorecer el ejercicio de la libertad, no a impedirlo.
Pero no
bastó a Dios manifestar su grande amor por la creación y por el hombre.
"Tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en
él no perezca, sino que tenga vida eterna... El que obra la verdad, va a la
luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios"
(Jn 3, 16. 21). El Hijo no dudó en proclamar que era la Verdad (Cf. Jn 14, 6),
y asegurarnos que esta Verdad nos haría libres (Cf. Jn 8, 32).
En la
búsqueda de la verdad el cristiano se orienta por la revelación divina, que en
Cristo está presente en toda su plenitud. Cristo ha confiado a la Iglesia la
misión de anunciar esta verdad y la Iglesia tiene el deber de serle fiel. Como
sucesor de Pedro, mi quehacer más grave es precisamente asegurar esta constante
fidelidad, confirmando a mis hermanos y hermanas en su propia fe (Cf. Lc 22,
32).
El
cristiano, más que cualquier otra persona, debe sentirse obligado a conformar
la propia conciencia con la verdad. Ante el esplendor del don gratuito de la
revelación de Dios en Cristo, ¡cuán humilde y atenta, por su parte, debe ser la
escucha de la voz de la conciencia!. ¡Cuánto debe desconfiar el cristiano de su
limitada luz, cuán dispuesto debe estar a aprender y qué lento en condenar!. Una
de las tentaciones que se repite en cada época —también entre los cristianos—
es la de erigirse en norma de la verdad. En una época caracterizada por el
individualismo, esta tentación puede tener diversas expresiones. La contraseña
de quien está en la verdad es, sin embargo, amar con humildad. Así lo proclama
la palabra divina: La verdad se realiza en la caridad (Cf. Ef 4, 15).
Por
tanto, por la misma verdad que profesamos, estamos llamados a promover la
unidad y no la división, la reconciliación y no el odio o la intolerancia. La
gratuidad de nuestro acceso a la verdad conlleva la responsabilidad de
proclamar sólo aquella verdad que conduce a la libertad y a la paz para todos:
la Verdad encarnada en Jesucristo.
Al
final de este mensaje, invito a todos a reflexionar sobre la necesidad de
respetar la conciencia de cada uno en el propio ambiente y a la luz de sus
responsabilidades específicas. En cada campo de la vida social, cultural y
política el respeto de la libertad de conciencia, ordenada a la verdad,
encuentra variadas, importantes e inmediatas aplicaciones. Buscando juntos la
verdad, en el respeto de la conciencia de los demás, podremos avanzar por los
caminos de la libertad, que llevan a la paz, según el designio de Dios.
Vaticano,
8 de diciembre de 1990.
JOANNES
PAULUS PP. II
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