MARC VILARASSAU ALSINA, SJ
Se me pide una reflexión sobre «las grandes tentaciones
que están presentes en la Iglesia y que pueden llevarla a emprender de
manera desenfocada» el gran proyecto de la
nueva evangelización. Se espera quizás
de mí una cosa que no sé si estoy en
disposición de ofrecer. En un reciente cuaderno
de Cristianisme i justícia que lleva por título «Vientos de cambio. La Iglesia ante los signos de los tiempos»,
Javier Vitoria responde mucho mejor que yo a esa solicitud. ¿Qué es,
entonces, lo que me veo honestamente
dispuesto a proponer aquí?.
Me veo con ganas de mirar no tanto lo que debería corregir «la Iglesia» cuanto lo que deberíamos corregir nosotros en relación con la Iglesia de la que formamos parte. ¿Cuáles son las tentaciones que, en este sentido, nos acechan con más intensidad y nos paralizan más?. ¿Cómo podrían sonar en nuestros días, dirigidas a nosotros, unas «reglas para sentirnos Iglesia» que tuviesen como horizonte la «nueva evangelización»?.
Me veo con ganas de mirar no tanto lo que debería corregir «la Iglesia» cuanto lo que deberíamos corregir nosotros en relación con la Iglesia de la que formamos parte. ¿Cuáles son las tentaciones que, en este sentido, nos acechan con más intensidad y nos paralizan más?. ¿Cómo podrían sonar en nuestros días, dirigidas a nosotros, unas «reglas para sentirnos Iglesia» que tuviesen como horizonte la «nueva evangelización»?.
Hablar más de la
Iglesia en primera persona.
La Iglesia no son «ellos», sino nosotros. A menudo, en
relación con la Iglesia, damos la impresión de que la verdadera madre que
tuvimos los cristianos se nos murió en el
siglo tercero y que, desde Constantino, lo que tenemos es una madrastra. Y,
ciertamente, no es lo mismo amar a una madre que soportar a una madrastra. No
me acabo de sentir bien con esa radical separación que a menudo
establecemos entre la «Curia vaticana» y los «compañeros y compañeras de mesa
de Jesús», como si la Curia, por muy
antipática que nos caiga, no forme parte de esa mesa en la que, supuestamente, se sienta Jesús
exclusivamente con los compañeros y compañeras que lo merecen.
Quede claro que los que así se refieren a la Iglesia no
lo hacen sin razones que ellos consideren de peso: la
moral de la vida, el papel de la mujer, la elección y designación de
obispos, la democratización de las estructuras eclesiales, la figura histórica
de los presbíteros, el modelo de evangelización
y de presencia pública de la Iglesia, etc. son algunos de los aspectos
«críticos» que efectivamente merecen una seria reflexión. Hasta cierto punto,
podemos estar de acuerdo en el diagnóstico teniendo en cuenta nuestro
entorno y nuestros interlocutores; pero hay
una manera de mirar críticamente a
la Iglesia que, de tanta luz que quiere proyectar, acaba cegando.
Me dejan seco esos discursos que se sacan las pulgas de
encima pensando que los cambios los debe hacer
«la Iglesia» y no nosotros. ¡Cuánta demagogia acabamos
avalando con algunos posicionamientos precipitados sobre temas que merecerían más sosiego y una crítica probablemente más atinada...!. Entiendo que nos desconcierte el
anacronismo de nuestra Iglesia en
muchos aspectos, que nos apesadumbre la disminución demográfica de los
creyentes (y no digamos de los practicantes), que nos abrume la inmensidad de la tarea evangelizadora... Pero no entiendo que busquemos aliviar nuestro bagaje cargándole las
culpas y la responsabilidad siempre
al de enfrente. Basta ya de hablar de la Iglesia como si fueran
«ellos», los malos, los jerarcas.
El otro día, una persona compartió conmigo un enlace de Facebook
que se refería a la comparación que el obispo chileno Jorge
Medina Estévez hizo de los homosexuales con «un niño que nace sin un
brazo». El comentario con el que la persona acompañaba este enlace era: «Con
estos obispos que tenemos, ¿como vamos a
sentirnos cuerpo?». El desacierto del cardenal Medina Estévez está claro
y lo acabamos pagando todos; pero el
problema de esta persona amiga también está claro: ¿quiénes son «estos
obispos que tenemos»? Cuando sintamos que debemos hacer una crítica, concretemos; no digamos «los obispos...»,
sino ¿qué obispo?, ¿qué ha dicho
exactamente?, ¿en qué contexto? Y leamos antes los documentos originales que los panfletos.
Tendemos
a olvidar que en la Iglesia todos los carismas son necesarios: también los obispos responden a un carisma al
servicio del cuerpo; parece mentira
que tengamos que recordarnos esto. A nosotros nos toca, en muchos
frentes, mirar por ensanchar los límites de la institución eclesial para
hacerla más acogedora. Pero a ellos les toca velar para que la unidad del cuerpo no se rompa y para que lo que a
nosotros nos parece una ampliación necesaria no se convierta en una
fisura que acabe agrietando el edificio
entero. Me parece que, cuando uno lo mira de esta manera, seguirá estando de acuerdo o no, pero es capaz de
verlo en una perspectiva más amplia
y, así, de angustiarse menos.
PARA NUESTRA REFLEXIÓN:
PARA NUESTRA REFLEXIÓN:
- ¿Solemos también nosotros hablar de la Iglesia como si ella fuese "otra gente" que nada tiene que ver con nosotros?. ¿Por qué sucede esto en los casos en que reconocemos que así es?.
- ¿Qué ocurre cuando "generalizamos" y metemos a TODOS en el mismo saco?. ¿Tiene pues sentido que nos tomemos en serio estas recomendaciones que nos hace Marc Vilarassau?.
- ¿Somos nosotros perfectos?, ¿cometemos errores incluso en aquello que creemos profundamente?,... mencionemos algún ejemplo. Si nosotros que somos humanos cometemos errores, aunque prediquemos con la palabra hermosas enseñanzas, ¿no podemos comprender y aceptar que otros cristianos puedan también equivocarse o actuar de manera diferente a los demás?.
- ¿Qué necesitamos en la Iglesia Cristiana Católica para poder mirar a todos como lo que son, como lo que somos?, ¿qué necesitamos para mirar al otro con la misma mirada con que lo haría Jesucristo?.
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