La
predilección de Dios por los pobres es un hecho evidente a lo largo de toda la
Biblia y particularmente en los Evangelios que recogen el mensaje central de
Jesucristo, como se refleja en texto de
las Bienaventuranzas, que recoge el Evangelio del domingo 17 de febrero, que llama
dichosos a los pobres, a los hambrientos, a los que lloran, a los odiados, a
los excluidos, a los insultados.
Evidentemente,
no se puede ser feliz ni dichoso así.
Para entender por qué Jesús habla de esta manera hay que analizar un poco la realidad que tenía Jesús delante de sus ojos: aquellas gentes eran una multitud de pobres, de hambrientos, de enfermos, de discapacitados físicos y mentales, de esclavos, de marginados, de maltratados por Roma y por la religión judía que imponía grandes cargas sobre los más débiles. Eran una multitud de gente desesperada, impotente, incapaz de salir de la opresión más absoluta.
Para entender por qué Jesús habla de esta manera hay que analizar un poco la realidad que tenía Jesús delante de sus ojos: aquellas gentes eran una multitud de pobres, de hambrientos, de enfermos, de discapacitados físicos y mentales, de esclavos, de marginados, de maltratados por Roma y por la religión judía que imponía grandes cargas sobre los más débiles. Eran una multitud de gente desesperada, impotente, incapaz de salir de la opresión más absoluta.
Estas
gentes acuden a Jesús desde toda Judea, desde Tiro, desde Sidón e incluso de la
propia Jerusalén, llevando toda clase de enfermos, buscando que Jesús los cure
de tanto sufrimiento y tanto mal. Son capaces de seguir a Jesús durante varios
días seguidos, incluso con hambre, porque encuentran en El un poco de esperanza
para sus innumerables males. Jesús cura y atiende a todos cuantos acuden a El.
No deja a nadie sin respuesta, y les pide que tengan hambre y sed de justicia,
y que incluso se arriesguen a ser perseguidos por causa de luchar por la
justicia.
Pero el
problema es que han pasado ya 20 siglos y aun seguimos con millones de
oprimidos, de hambrientos, de harapientos, de enfermos curables, de impotentes
y desesperados incapaces de salir por si mismos de la mayor miseria y
desesperación, como los 84.700 niños del Yemen muertos desde abril de 2015 por
desnutrición aguda. Hemos visto en Guatemala a Jesucristo en un hombre tan
pobre que para "cortar" el pelo entraba en una iglesia, cogía una
vela y lo iba quemando poco a poco. Vimos a Jesucristo en Ruanda en niños
abandonados, sin padre, sin madre, sin identificación, incluso en estado
vegetativo, acogidos por las Dominicas,
las misioneras de los SS. Corazones y de Vida y Paz. Como ellos, aun hay
millones de Cristos en este mundo, pero sin reconocer que Dios está realmente
en ellos, y por tanto sin asumir el compromiso de tratarlos como al mismo Dios,
porque si lo hiciéramos, tanto ellos como Dios nos resultarían muy incómodos y
comprometedores.
Son
millones de personas las que murieron a lo largo de la historia y siguen
muriendo hoy de muerte injusta y prematura, incluso muchos por luchar por un
mundo más justo. Si murieron mueren aun hoy para quedar muertos, ¿quién les va
a reparar un daño tan grande, una in justicia tan grande?. Nosotros ya no podemos
hacerlo. Ya solo Dios puede hacerlo.
Pues
bien, Jesucristo, además de ayudarles todo cuanto pudo, quiso dar a los
oprimidos de su tiempo una luz de esperanza, y por eso les dice: "alegraos
y saltad de gozo porque vuestra recompensa será grande en el cielo".
Jesús
sabía muy bien quiénes eran los culpables de tanto sufrimiento y lo son hoy:
los ricos. Los ricos eran entonces y son hoy la causa de los empobrecidos, y
por eso les dice: "¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro
consuelo! ¡Ay de
vosotros,
los que estáis saciados porque tendréis hambre!". Todos tenemos el derecho y el
deber de vivir digna y austeramente, para que haya para todos, pero a partir de
ahí, lo demás se convierte en un deber para la necesidad de los empobrecidos.
Nuestro
compromiso como seres humanos y más como creyentes es luchar para que no haya
ni ricos ni pobres, ni explotadores ni explotados, para que los opresores dejen
de oprimir y los pobres de estar oprimidos, sino que haya plena liberación para
todos, no sólo para los seres humanos sino también para la Madre Tierra que es
la base y el fundamento de la sustentación de todos y de todo, desde el sentido
profundo que da a nuestra existencia saber que el ansia de vida para siempre
que llevamos dentro tendrá su culminación más allá de la frontera de esta
orilla de la vida, porque la vida es para siempre. La muerte no rompe la vida.
La vida cambia, pero no tiene fin. Entre tanto hagamos lo que hizo Jesús:
"Yo he venido para que todos tengan vida y vida en abundancia".
Un
cordial abrazo.- Faustino
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