4
Cuaresma – C (Lc 15,1-3.11-32)
Evangelio
del 31 / Mar / 2019
Para no
pocos, Dios es cualquier cosa menos alguien capaz de poner alegría en su vida.
Pensar en él les trae malos recuerdos: en su interior se despierta la idea de
un ser amenazador y exigente, que hace la vida más fastidiosa, incómoda y
peligrosa.
Poco a
poco han prescindido de él. La fe ha quedado «reprimida» en su interior. Hoy no
saben si creen o no creen. Se han quedado sin caminos hacia Dios. Algunos
recuerdan todavía «la parábola del hijo pródigo», pero nunca la han escuchado
en su corazón.
El
verdadero protagonista de esta parábola es el padre. Por dos veces repite el
mismo grito de alegría: «Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida:
estaba perdido y lo hemos encontrado». Este grito revela lo que hay en su
corazón de padre.
A este
padre no le preocupa su honor, sus intereses, ni el trato que le dan sus hijos.
No emplea nunca un lenguaje moral. Sólo piensa en la vida de su hijo: que no
quede destruido, que no siga muerto, que no viva perdido sin conocer la alegría
de la vida.
El
relato describe con todo detalle el encuentro sorprendente del padre con el
hijo que abandonó el hogar. Estando todavía lejos, el padre «lo vio» venir
hambriento y humillado, y «se conmovió» hasta las entrañas. Esta mirada buena,
llena de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios nos mira así.
Enseguida
«echa a correr». No es el hijo quien vuelve a casa. Es el padre el que sale corriendo
y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. «Se le echó al cuello y se
puso a besarlo». Así está siempre Dios. Corriendo con los brazos abiertos hacia
quienes vuelven a él.
El hijo
comienza su confesión: la ha preparado largamente en su interior. El padre le
interrumpe para ahorrarle más humillaciones. No le impone castigo alguno, no le
exige ningún rito de expiación; no le pone condición alguna para acogerlo en
casa. Solo Dios acoge y protege así a los pecadores.
El
padre solo piensa en la dignidad de su hijo. Hay que actuar de prisa. Manda
traer el mejor vestido, el anillo de hijo y las sandalias para entrar en casa.
Así será recibido en un banquete que se celebra en su honor. El hijo ha de
conocer junto a su padre la vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar
lejos de él.
Quien
oiga esta parábola desde fuera, no entenderá nada. Seguirá caminando por la
vida sin Dios. Quien la escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y
agradecimiento. Sentirá por vez primera que el Misterio último de la vida es
Alguien que nos acoge y nos perdona porque solo quiere nuestra alegría.
José
Antonio Pagola
No hay comentarios:
Publicar un comentario