Natividad
del Señor – C (Lc 2,1-14 / Lc 2,15-20 / Jn 1,1-8)
Evangelio
del 25 / Dic / 2018
Los
hombres terminamos por acostumbrarnos a casi todo. Con frecuencia, la costumbre
y la rutina van vaciando de vida nuestra existencia. Decía Ch. Peguy que «hay
algo peor que tener un alma perversa, y es tener un alma acostumbrada a casi
todo».
Por eso no nos puede extrañar demasiado que la celebración de la Navidad, envuelta en superficialidad y consumismo alocado, apenas diga ya nada nuevo ni gozoso a tantos hombres y mujeres de «alma acostumbrada».
Por eso no nos puede extrañar demasiado que la celebración de la Navidad, envuelta en superficialidad y consumismo alocado, apenas diga ya nada nuevo ni gozoso a tantos hombres y mujeres de «alma acostumbrada».
Estamos
acostumbrados a escuchar que «Dios ha nacido en un portal de Belén». Ya no nos
sorprende ni conmueve un Dios que se ofrece como niño. Lo dice A. Saint-Exupéry
en el prólogo de su delicioso Principito: «Todas las personas mayores han sido
niños antes. Pero pocas lo recuerdan». Se nos olvida lo que es ser niños. Y se
nos olvida que la primera mirada de Dios al acercarse al mundo ha sido una
mirada de niño.
Pero
esa es justamente la gran noticia de la Navidad. Dios es y sigue siendo
Misterio. Pero ahora sabemos que no es un ser tenebroso, inquietante y temible,
sino alguien que se nos ofrece cercano, indefenso, entrañable, desde la ternura
y la transparencia de un niño.
Y este
es el mensaje de la Navidad. Hay que salir al encuentro de ese Dios, hay que
cambiar el corazón, hacernos niños, nacer de nuevo, recuperar la transparencia
del corazón, abrirnos confiadamente a la gracia y el perdón.
A pesar
de nuestra aterradora superficialidad, nuestros escepticismos y desencantos, y,
sobre todo, nuestro inconfesable egoísmo y mezquindad de «adultos», siempre hay
en nuestro corazón un rincón íntimo en el que todavía no hemos dejado de ser
niños.
Atrevámonos
siquiera una vez a mirarnos con sencillez y sin reservas. Hagamos un poco de
silencio a nuestro alrededor. Apaguemos el televisor. Olvidemos nuestras
prisas, nerviosismos, compras y compromisos.
Escuchemos
dentro de nosotros ese «corazón de niño» que no se ha cerrado todavía a la
posibilidad de una vida más sincera, bondadosa y confiada en Dios. Es posible
que comencemos a ver nuestra vida de otra manera. «No se ve bien sino con el
corazón. Lo esencial es invisible a los ojos» (A. Saint-Exupéry).
Y,
sobre todo, es posible que escuchemos una llamada a renacer a una fe nueva. Una
fe que no anquilosa sino que rejuvenece; que no nos encierra en nosotros mismos
sino que nos abre; que no separa sino que une; que no recela sino confía; que
no entristece sino ilumina; que no teme sino que ama.
José
Antonio Pagola
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