Mensaje del Papa BENEDICTO XVI para la celebración de la XXXIX JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 de enero de 2006
EN VERDAD, LA PAZ
1 de enero de 2006
EN VERDAD, LA PAZ
1. Con el tradicional Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz, al principio del nuevo año, deseo hacer llegar un
afectuoso saludo a todos los hombres y a todas las mujeres del mundo, de modo
especial a los que sufren a causa de la violencia y de los conflictos armados.
Es también un deseo lleno de esperanza por un mundo más sereno, en el que
aumente el número de quienes, tanto individual como comunitariamente, se
esfuerzan por seguir las vías de la justicia y la paz.
2. Antes de nada, quisiera rendir un homenaje
agradecido a mis amados predecesores, los grandes Pontífices Pablo VI y Juan
Pablo II, inspirados artífices de paz. Animados por el espíritu de las
Bienaventuranzas, supieron leer en los numerosos acontecimientos históricos que
marcaron sus respectivos pontificados la intervención providencial de Dios, que
nunca olvida la suerte del género humano. Como incansables mensajeros del
Evangelio, invitaron repetidamente a todos a reemprender desde Dios la promoción
de una convivencia pacífica en todas las regiones de la tierra. Mi primer
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz sigue la línea de esta noble
enseñanza: con él, deseo confirmar una vez más la firme voluntad de la Santa
Sede de continuar sirviendo a la causa de la paz. El nombre mismo de Benedicto,
que adopté el día en que fui elegido para la Cátedra de Pedro, quiere indicar mi
firme decisión de trabajar por la paz. En efecto, he querido hacer referencia
tanto al Santo Patrono de Europa, inspirador de una civilización pacificadora de
todo el Continente, así como al Papa Benedicto XV, que condenó la primera Guerra
Mundial como una «matanza inútil» y se
esforzó para que todos reconocieran las razones superiores de la paz.
3. El tema de reflexión de este año —«En la
verdad, la paz»— expresa la convicción de que, donde y cuando el hombre se
deja iluminar por el resplandor de la verdad, emprende de modo casi natural el
camino de la paz. La Constitución pastoral Gaudium
et spes del Concilio Ecuménico Vaticano II, clausurado hace ahora 40
años, afirma que la humanidad no conseguirá construir «un mundo más humano para
todos los hombres, en todos los lugares de la tierra, a no ser que todos, con
espíritu renovado, se conviertan a la verdad de la paz». Pero, ¿a qué nos referimos al utilizar la expresión «verdad de la paz»?. Para contestar adecuadamente a esta pregunta se ha de tener
presente que la paz no puede reducirse a la simple ausencia de conflictos
armados, sino que debe entenderse como «el fruto de un orden asignado a la
sociedad humana por su divino Fundador», un orden «que los hombres, siempre
sedientos de una justicia más perfecta, han de llevar a cabo». En cuanto resultado de un orden diseñado y querido por el
amor de Dios, la paz tiene su verdad intrínseca e inapelable, y corresponde «a
un anhelo y una esperanza que nosotros tenemos de manera imborrable».
4. La paz, concebida de este modo, es un don
celestial y una gracia divina, que exige a todos los niveles el ejercicio de una
responsabilidad mayor: la de conformar —en la verdad, en la justicia, en la
libertad y en el amor— la historia humana con el orden divino. Cuando falta la
adhesión al orden trascendente de la realidad, o bien el respeto de aquella «gramática» del diálogo que es la ley moral universal, inscrita en el corazón
del hombre; cuando se obstaculiza y se
impide el desarrollo integral de la persona y la tutela de sus derechos
fundamentales; cuando muchos pueblos se ven obligados a sufrir injusticias y
desigualdades intolerables, ¿cómo se puede esperar la consecución del bien de la
paz?. En efecto, faltan los elementos esenciales que constituyen la verdad de
dicho bien. San Agustín definía la paz como «tranquillitas ordinis», la tranquilidad del orden, es decir, aquella
situación que permite en definitiva respetar y realizar por completo la verdad
del hombre.
5. Entonces, ¿quién y qué puede impedir la
consecución de la paz?. A este propósito, la Sagrada Escritura, en su primer
Libro, el Génesis, resalta la mentira pronunciada al principio de la
historia por el ser de lengua bífida, al que el evangelista Juan califica como «padre de la mentira» (Jn 8,44). La mentira es también uno de los pecados
que recuerda la Biblia en el capítulo final de su último Libro, el
Apocalipsis, indicando la exclusión de los mentirosos de la Jerusalén
celeste: «¡Fuera... todo el que ame y practique la mentira!» (22,15). La
mentira está relacionada con el drama del pecado y sus consecuencias perversas,
que han causado y siguen causando efectos devastadores en la vida de los
individuos y de las naciones. Baste pensar en todo lo que ha sucedido en el
siglo pasado, cuando sistemas ideológicos y políticos aberrantes han
tergiversado de manera programada la verdad y han llevado a la explotación y al
exterminio de un número impresionante de hombres y mujeres, e incluso de
familias y comunidades enteras. Después de tales experiencias, ¿cómo no
preocuparse seriamente ante las mentiras de nuestro tiempo, que son como el
telón de fondo de escenarios amenazadores de muerte en diversas regiones del
mundo?. La auténtica búsqueda de la paz requiere tomar conciencia de que el
problema de la verdad y la mentira concierne a cada hombre y a cada mujer, y que
es decisivo para un futuro pacífico de nuestro planeta.
6. La paz es un anhelo imborrable en el corazón de
cada persona, por encima de las identidades culturales específicas. Precisamente
por esto, cada uno ha de sentirse comprometido en el servicio de un bien tan
precioso, procurando que ningún tipo de falsedad contamine las relaciones. Todos
los hombres pertenecen a una misma y única familia. La exaltación exasperada de
las propias diferencias contrasta con esta verdad de fondo. Hay que recuperar la
conciencia de estar unidos por un mismo destino, trascendente en última
instancia, para poder valorar mejor las propias diferencias históricas y
culturales, buscando la coordinación, en vez de la contraposición, con los
miembros de otras culturas. Estas simples verdades son las que hacen posible la
paz; y son fácilmente comprensibles cuando se escucha al propio corazón con
pureza de intención. Entonces la paz se presenta de un modo nuevo: no como
simple ausencia de guerra, sino como convivencia de todos los ciudadanos en una
sociedad gobernada por la justicia, en la cual se realiza en lo posible, además,
el bien para cada uno de ellos. La verdad de la paz llama a todos a cultivar
relaciones fecundas y sinceras, estimula a buscar y recorrer la vía del perdón y
la reconciliación, a ser transparentes en las negociaciones y fieles a la
palabra dada. En concreto, el discípulo de Cristo, que se ve acechado por el mal
y por eso necesitado de la intervención liberadora del divino Maestro, se dirige
a Él con confianza, consciente de que «Él no cometió pecado ni encontraron
engaño en su boca» (1 P 2,22; cf. Is 53,9). En efecto, Jesús se
presentó como la Verdad en persona y, hablando en una visión al vidente del
Apocalipsis, manifestó un rechazo total a «todo el que ame y practique la
mentira» (Ap 22,15). Él es quien revela la plena verdad del hombre y de
la historia. Con la fuerza de su gracia es posible estar en la verdad y vivir de
la verdad, porque sólo Él es absolutamente sincero y fiel. Jesús es la verdad
que nos da la paz.
7. La verdad de la paz ha de tener un valor en sí
misma y hacer valer su luz beneficiosa, incluso en las situaciones trágicas de
guerra. Los Padres del Concilio Ecuménico Vaticano II, en la Constitución
pastoral Gaudium
et spes, subrayan que «una vez estallada desgraciadamente la guerra, no
todo es lícito entre los contendientes». La Comunidad Internacional ha elaborado un derecho internacional humanitario
para limitar lo más posible las consecuencias devastadoras de la guerra, sobre
todo entre la población civil. La Santa Sede ha expresado en numerosas ocasiones
y de diversas formas su apoyo a este derecho humanitario, animando a respetarlo
y aplicarlo con diligencia, convencida de que, incluso en la guerra, existe la
verdad de la paz. El derecho internacional humanitario se ha de considerar una
de las manifestaciones más felices y eficaces de las exigencias que se derivan
de la verdad de la paz. Precisamente por eso, se impone como un deber para todos
los pueblos respetar este derecho. Se ha de apreciar su valor y es preciso
garantizar su correcta aplicación, actualizándolo con normas concretas capaces
de hacer frente a los escenarios variables de los actuales conflictos armados,
así como al empleo de armamentos nuevos y cada vez más sofisticados.
8. Pienso con gratitud en las Organizaciones
Internacionales y en todos los que trabajan con esfuerzo constante para aplicar
el derecho internacional humanitario. ¿Cómo podría olvidar, a este respecto, a
tantos soldados empeñados en delicadas operaciones para controlar los conflictos
y restablecer las condiciones necesarias para lograr la paz?. A ellos deseo
recordar también las palabras del Concilio Vaticano II: «Los que, destinados al
servicio de la patria, se encuentran en el ejército, deben considerarse a sí
mismos como servidores de la seguridad y de la libertad de los pueblos, y
mientras desempeñan correctamente esta función, contribuyen realmente al
establecimiento de la paz». En esta
apremiante perspectiva se sitúa la acción pastoral de los Obispados castrenses
de la Iglesia católica: dirijo mi aliento tanto a los Ordinarios como a los
capellanes castrenses para que sigan siendo, en todo ámbito y situación, fieles
evangelizadores de la verdad de la paz.
9. Hoy en día, la verdad de la paz sigue estando en
peligro y negada de manera dramática por el terrorismo que, con sus amenazas y
acciones criminales, es capaz de tener al mundo en estado de ansiedad e
inseguridad. Mis Predecesores Pablo VI y Juan Pablo II intervinieron en muchas
ocasiones para denunciar la terrible responsabilidad de los terroristas y
condenar la insensatez de sus planes de muerte. En efecto, estos planes se
inspiran con frecuencia en un nihilismo trágico y sobrecogedor, que el Papa Juan
Pablo II describió con estas palabras: «Quien mata con atentados terroristas
cultiva sentimientos de desprecio hacia la humanidad, manifestando desesperación
ante la vida y el futuro; desde esta perspectiva, se puede odiar y destruir todo». Pero no sólo el nihilismo, sino también
el fanatismo religioso, que hoy se llama frecuentemente fundamentalismo, puede
inspirar y alimentar propósitos y actos terroristas. Intuyendo desde el
principio el peligro destructivo que representa el fundamentalismo fanático,
Juan Pablo II lo denunció enérgicamente, llamando la atención sobre quienes
pretenden imponer con la violencia la propia convicción acerca de la verdad, en
vez de proponerla a la libre aceptación de los demás. Y añadía: «Pretender
imponer a otros con la violencia lo que se considera como la verdad, significa
violar la dignidad del ser humano y, en definitiva, ultrajar a Dios, del cual es
imagen».
10. Bien mirado, tanto el nihilismo como el
fundamentalismo mantienen una relación errónea con la verdad: los nihilistas
niegan la existencia de cualquier verdad, los fundamentalistas tienen la
pretensión de imponerla con la fuerza. Aun cuando tienen orígenes diferentes y
sus manifestaciones se producen en contextos culturales distintos, el nihilismo
y el fundamentalismo coinciden en un peligroso desprecio del hombre y de su vida
y, en última instancia, de Dios mismo. En efecto, en la base de tan trágico
resultado común está, en último término, la tergiversación de la plena verdad de
Dios: el nihilismo niega su existencia y su presencia providente en la historia;
el fundamentalismo fanático desfigura su rostro benevolente y misericordioso,
sustituyéndolo con ídolos hechos a su propia imagen. En el análisis de las
causas del fenómeno contemporáneo del terrorismo es deseable que, además de las
razones de carácter político y social, se tengan en cuenta también las más
hondas motivaciones culturales, religiosas e ideológicas.
11. Ante los riesgos que vive la humanidad en nuestra
época, es tarea de todos los católicos intensificar en todas las partes del
mundo el anuncio y el testimonio del «Evangelio de la paz», proclamando que el
reconocimiento de la plena verdad de Dios es una condición previa e
indispensable para la consolidación de la verdad de la paz. Dios es Amor que
salva, Padre amoroso que desea ver cómo sus hijos se reconocen entre ellos como
hermanos, responsablemente dispuestos a poner los diversos talentos al servicio
del bien común de la familia humana. Dios es fuente inagotable de la esperanza
que da sentido a la vida personal y colectiva. Dios, sólo Dios, hace eficaz cada
obra de bien y de paz. La historia ha demostrado con creces que luchar contra
Dios para extirparlo del corazón de los hombres lleva a la humanidad, temerosa y
empobrecida, hacia opciones que no tienen futuro. Esto ha de impulsar a los
creyentes en Cristo a ser testigos convincentes de Dios, que es verdad y amor al
mismo tiempo, poniéndose al servicio de la paz, colaborando ampliamente en el
ámbito ecuménico, así como con las otras religiones y con todos los hombres de
buena voluntad.
12. Al observar el actual contexto mundial, podemos
constatar con agrado algunas señales prometedoras en el camino de la
construcción de la paz. Pienso, por ejemplo, en la disminución numérica de los
conflictos armados. Ciertamente, se trata todavía de pasos muy tímidos en el
camino de la paz, pero que permiten vislumbrar ya un futuro de mayor serenidad,
en particular para las poblaciones tan castigadas de Palestina, la tierra de
Jesús, y para los habitantes de algunas regiones de África y de Asia, que
esperan desde hace años una conclusión positiva de los procesos de pacificación
y reconciliación emprendidos. Son signos consoladores, que necesitan ser
confirmados y consolidados mediante una acción concorde e infatigable, sobre
todo por parte de la Comunidad Internacional y de sus Organismos, encargados de
prevenir los conflictos y dar una solución pacífica a los actuales.
13. No obstante, todo esto no debe inducir a un
optimismo ingenuo. En efecto, no se puede olvidar que, por desgracia, existen
todavía sangrientas contiendas fratricidas y guerras desoladoras que siembran
lágrimas y muerte en vastas zonas de la tierra. Hay situaciones en las que el
conflicto, encubierto como el fuego bajo la ceniza, puede estallar de nuevo
causando una destrucción de imprevisible magnitud. Las autoridades que, en lugar
de hacer lo que está en sus manos para promover eficazmente la paz, fomentan en
los ciudadanos sentimientos de hostilidad hacia otras naciones, asumen una
gravísima responsabilidad: ponen en peligro, en zonas ya de riesgo, los
delicados equilibrios alcanzados a costa de laboriosas negociaciones,
contribuyendo así a hacer más inseguro y sombrío el futuro de la humanidad. ¿Qué
decir, además, de los gobiernos que se apoyan en las armas nucleares para
garantizar la seguridad de su país?. Junto con innumerables personas de buena
voluntad, se puede afirmar que este planteamiento, además de funesto, es
totalmente falaz. En efecto, en una guerra nuclear no habría vencedores, sino
sólo víctimas. La verdad de la paz exige que todos —tanto los gobiernos que de
manera declarada u oculta poseen armas nucleares, como los que quieren
procurárselas— inviertan conjuntamente su orientación con opciones claras y
firmes, encaminándose hacia un desarme nuclear progresivo y concordado. Los
recursos ahorrados de este modo podrían emplearse en proyectos de desarrollo en
favor de todos los habitantes y, en primer lugar, de los más pobres.
14. A este propósito, se han de mencionar con
amargura los datos sobre un aumento preocupante de los gastos militares y del
comercio siempre próspero de las armas, mientras se quedan como estancadas en el
pantano de una indiferencia casi general el proceso político y jurídico
emprendido por la Comunidad Internacional para consolidar el camino del desarme.
¿Qué futuro de paz será posible si se continúa invirtiendo en la producción de
armas y en la investigación dedicada a desarrollar otras nuevas?. El anhelo que
brota desde lo más profundo del corazón es que la Comunidad Internacional sepa
encontrar la valentía y la cordura de impulsar nuevamente, de manera decidida y
conjunta, el desarme, aplicando concretamente el derecho a la paz, que es propio
de cada hombre y de cada pueblo. Los diversos Organismos de la Comunidad
Internacional, comprometiéndose a salvaguardar el bien de la paz, obtendrían la
autoridad moral que es indispensable para hacer creíbles e incisivas sus
iniciativas.
15. Los primeros beneficiarios de una valiente opción
por el desarme serán los países pobres que, después de tantas promesas, reclaman
justamente la realización concreta del derecho al desarrollo. Este derecho
también ha sido reafirmado solemnemente en la reciente Asamblea General de la
Organización de las Naciones Unidas, que ha celebrado este año el 60 aniversario
de su fundación.
La Iglesia católica, a la vez que confirma su confianza en esta Organización internacional, desea su renovación institucional y operativa que la haga capaz de responder a las nuevas exigencias de la época actual, caracterizada por el fenómeno difuso de la globalización. La Organización de las Naciones Unidas ha de llegar a ser un instrumento cada vez más eficiente para promover en el mundo los valores de la justicia, de la solidaridad y de la paz. La Iglesia, por su parte, fiel a la misión que ha recibido de su Fundador, no deja de proclamar por doquier el «Evangelio de la paz». Animada por su firme convicción de prestar un servicio indispensable a cuantos se dedican a promover la paz, recuerda a todos que, para que la paz sea auténtica y duradera, ha de estar construida sobre la roca de la verdad de Dios y de la verdad del hombre. Sólo esta verdad puede sensibilizar los ánimos hacia la justicia, abrirlos al amor y a la solidaridad, y alentar a todos a trabajar por una humanidad realmente libre y solidaria. Ciertamente, sólo sobre la verdad de Dios y del hombre se construyen los fundamentos de una auténtica paz.
La Iglesia católica, a la vez que confirma su confianza en esta Organización internacional, desea su renovación institucional y operativa que la haga capaz de responder a las nuevas exigencias de la época actual, caracterizada por el fenómeno difuso de la globalización. La Organización de las Naciones Unidas ha de llegar a ser un instrumento cada vez más eficiente para promover en el mundo los valores de la justicia, de la solidaridad y de la paz. La Iglesia, por su parte, fiel a la misión que ha recibido de su Fundador, no deja de proclamar por doquier el «Evangelio de la paz». Animada por su firme convicción de prestar un servicio indispensable a cuantos se dedican a promover la paz, recuerda a todos que, para que la paz sea auténtica y duradera, ha de estar construida sobre la roca de la verdad de Dios y de la verdad del hombre. Sólo esta verdad puede sensibilizar los ánimos hacia la justicia, abrirlos al amor y a la solidaridad, y alentar a todos a trabajar por una humanidad realmente libre y solidaria. Ciertamente, sólo sobre la verdad de Dios y del hombre se construyen los fundamentos de una auténtica paz.
16. Al concluir este mensaje, quiero dirigirme de
modo particular a los creyentes en Cristo, para renovarles la invitación a ser
discípulos atentos y disponibles del Señor. Escuchando el Evangelio, queridos
hermanos y hermanas, aprendemos a fundamentar la paz en la verdad de una
existencia cotidiana inspirada en el mandamiento del amor. Es necesario que cada
comunidad se entregue a una labor intensa y capilar de educación y de
testimonio, que ayude a cada uno a tomar conciencia de que urge descubrir cada
vez más a fondo la verdad de la paz. Al mismo tiempo, pido que se intensifique
la oración, porque la paz es ante todo don de Dios que se ha de suplicar
continuamente. Gracias a la ayuda divina, resultará ciertamente más convincente
e iluminador el anuncio y el testimonio de la verdad de la paz. Dirijamos con
confianza y filial abandono la mirada hacia María, la Madre del Príncipe de la
Paz. Al principio de este nuevo año le pedimos que ayude a todo el Pueblo de
Dios a ser en toda situación agente de paz, dejándose iluminar por la Verdad que
nos hace libres (cf. Jn 8,32). Que por su intercesión la humanidad
incremente su aprecio por este bien fundamental y se comprometa a consolidar su
presencia en el mundo, para legar un futuro más sereno y más seguro a las
generaciones venideras.
Vaticano, 8 de diciembre de 2005.
BENEDICTO PP. XVI
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BIBLIOGRAFÍA:
- "10 Mensajes para la paz 1999-2008".
Editado por CÁRITAS ESPAÑOLA y Justicia y Paz.
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