ntre los principales actores
eclesiales de la transición política y religiosa en España suele destacarse al
cardenal Tarancón, y creo que con razón, pero, si queremos ser justos con la
historia, hay que citar a otros protagonistas, colectivos unos, personalidades
individuales, otras. Entre los primeros están los movimientos apostólicos
comprometidos con la clase trabajadora, con el mundo juvenil y estudiantil, las
comunidades de base como alternativa de Iglesia, las parroquias populares, los
sacerdotes obreros, los religiosos y las religiosas en barrios, etc.
Entre las personalidades que ocuparon un lugar relevante en aquella –corta, todo hay que decirlo-primavera de la Iglesia católica española se encuentra Alberto Iniesta, obispo auxiliar de Madrid, fallecido el pasado 3 de enero, un día antes de cumplir 90 años.
Entre las personalidades que ocuparon un lugar relevante en aquella –corta, todo hay que decirlo-primavera de la Iglesia católica española se encuentra Alberto Iniesta, obispo auxiliar de Madrid, fallecido el pasado 3 de enero, un día antes de cumplir 90 años.
Los largos
años de silencio, desde poco después de su jubilación, han podido hacer olvidar
u oscurecer el significativo papel que jugó en la reforma de la Iglesia
católica española, que no acababa de poner en práctica la nueva eclesiología
del Concilio Vaticano II, ni desvincularse definitivamente de los cuarenta años
de legitimación del franquismo. Por eso, con motivo de su fallecimiento, creo
necesario hacer memoria histórica de su figura, como ejemplo y referente de un
cristianismo liberador, que tiene mucho que enseñarnos de cara al futuro.
Alberto
Iniesta fue, sin duda, uno de los testigos y protagonistas más lúcidos y
coherentes de la transición política de la dictadura a la democracia y de la
transición religiosa de la Iglesia nacionalcatólica a la del Concilio Vaticano
II, y uno de los obispos que puso en práctica la reforma conciliar de manera
más auténtica y desafió al franquismo en los momentos finales de la vida del
dictador. Esto sucedió con la homilía del 4 de octubre de 1975 en la que
denunció, junto con el papa Pablo VI, la ejecución de cinco condenados, pidió
la supresión de la pena de muerte de la legislación española y reprobó el uso
de torturas para conseguir declaraciones de los reos, “lo cual –dijo- ha
ocurrido recientemente en nuestro país”. Para protegerse de la indignación del
gobierno y de las amenazas de muerte de la extrema derecha que provocó la
homilía, se vio obligado a huir a Roma, donde contó con el apoyo de Pablo VI.
Iniesta
entendía la Iglesia como pueblo de Dios, comunidad de creyentes codirigida por
los laicos, comprometida con los sectores más vulnerables de la sociedad y
conciencia crítica del poder. Con esa orientación participó activamente en la
Asamblea Conjunta Obispos-Sacerdotes celebrada en Madrid en 1971, que hizo
autocrítica por su alianza con la dictadura, denunció los enormes
desequilibrios económicos y la ausencia de derechos humanos, rompió con el
franquismo y defendió la democracia. Dentro del clima de reconciliación que
reinaba entonces en la Iglesia católica, apoyó una de las conclusiones más
conflictivas que contó con un amplio apoyo de los sacerdotes y obispos, pero no
fue aprobada por no contar con los dos tercios requeridos: la que pedía perdón
por no haber sido testigos de la reconciliación en la guerra entre hermanos.
Hizo realidad
ese modelo de Iglesia en el barrio madrileño popular de Vallecas, de clase
obrera, de izquierdas y con importante presencia del Partido Comunista. Mantuvo
una estrecha relación -personal, social y eclesial- con el padre Llanos, a
quien, en el prólogo a “Confidencias y confesiones”, del propio José María de
Llanos, califica de “colaborador cercano” y de quien se consideraba “amigo entrañable”.
En su actividad pastoral y socio-política tuvo como guía la teología de la
liberación contando con las orientaciones ético-proféticas del “jesuita sin
papeles” José María Díez-Alegría y el asesoramiento de Casiano Floristán y
Julio Lois, profesores del Instituto superior de Pastoral y cualificados
representantes de dicha tendencia teológica en España, que fueron a vivir a
Vallecas coincidiendo con el nombramiento de Iniesta como obispo auxiliar de
ese distrito madrileño.
Otro buen
amigo de Iniesta fue Alfonso Carlos Comín, en su opinión uno de los principales
intelectuales en el debate sobre la posible interacción entre marxismo y
cristianismo. Lo visitó unos días antes de su muerte y le recordaba “con su
cara afilada, su barba puntiaguda, sus ojos profundos…, y con unas grandes
almohadas a su espalda, como el clásico dibujo de don Quijote en su lecho de
muerte”. Iniesta solía citarlo como ejemplo de militante comunista y de
cristiano comprometido, casi con las mismas palabras del título de uno de los
libros de Comín: “Cristianos en el partido, comunistas en la Iglesia” (Laia,
Barcelona, 1977).
Sintonizó, y
mucho, con el cristianismo liberador latinoamericano. Prueba de ello fue la
asistencia como único obispo español, en representación de numerosos colectivos
cristianos de base del estado Español, al funeral y entierro del arzobispo de
San Salvador, monseñor Romero, asesinado mientras celebraba misa el 24 de marzo
de 1980. Su actitud ético-evangélica se caracterizó, en palabras suyas, por la
“opción preferencial por los pobres y por los oprimidos, a favor de la
justicia, la fraternidad y la solidaridad, siendo la voz de los sin voz y apoyo
de los más débiles”.
Conformó la
Vicaría de Vallecas al modo asambleario, con la celebración de la Asamblea
Conjunta de la Iglesia de Vallecas, cuyo final se vio truncado por la
prohibición gubernamental, y en clave comunitaria, con el reconocimiento de los
numerosos movimientos cristianos de base, más cercanos a la experiencia de la
Iglesia de los orígenes que a la organización jerárquico-patriarcal actual.
Iniesta fue,
uno de los redactores, junto con los obispos progresistas Teodoro Úbeda, Ramón
Echarren y Javier Osés, del documento “Servicio pastoral a las pequeñas
comunidades cristianas”, de 1982, que reconoce humildemente la posibilidad de
equivocarse -“y hasta pecar”-, de los obispos, así como su ausencia habitual
del vivir cotidiano de dichas comunidades cristianas, al tiempo que expresa la
necesidad de abrirse a las críticas, defiende la eclesialidad de las pequeñas
comunidades y propone como compromiso preferente de los obispos la promoción de
nuevas comunidades. Este documento fue uno de los pocos gestos de aproximación
y de comprensión hacia las comunidades de base por parte de la jerarquía
católica española, que, desde su nacimiento, las vio con recelo, cuando era una
de las experiencias eclesiales más auténticas que surgieron en continuidad con
el Vaticano II.
En su libro “Convicciones
y recuerdos”, prologado por el obispo auxiliar, ya emérito, Alberto Iniesta,
Casiano Floristán, que fue su compañero de estudios de teología en la década de
los 50 del siglo pasado en Salamanca y, luego, colaborador en Vallecas,
recuerda que el cardenal Tarancón no estuvo presente en el momento de la
prohibición gubernamental de la Asamblea Conjunta de Vallecas, lo que provocó
“gran sorpresa e irritación de la feligresía vallecana”. Quizá se debiera a
que, como el mismo Casiano afirma, aun reconociendo que “fue el cardenal de la
transición, a Tarancón le faltó una punta de profetismo y le sobró
concordismo”. Con Alberto Iniesta se hizo realidad, si bien por poco tiempo, la
utopía de Otra Iglesia Posible en un barrio popular de Madrid con una amplia
proyección y gran influencia en otros lugares de nuestro país. ¿Por qué no va a
hacerse realidad hoy?.
Juan José
Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones
“Ignacio Ellacuría”, de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de
Invitación a la utopía. Estudio histórico para tiempos de crisis (Trotta, 2012)
Vaya mi reconocimiento más sincero a la Vida y labor de este Gran Obispo.
ResponderEliminar