SI QUIERES PROMOVER LA
PAZ, PROTEGE LA CREACIÓN
1. Con ocasión del
comienzo del Año Nuevo, quisiera dirigir mis más fervientes deseos de paz a
todas las comunidades cristianas, a los responsables de las Naciones, a los
hombres y mujeres de buena voluntad de todo el mundo.
El tema que he elegido para esta XLIII Jornada Mundial de la Paz es: Si quieres promover la paz, protege la creación. El respeto a lo que ha sido creado tiene gran importancia, puesto que «la creación es el comienzo y el fundamento de todas las obras de Dios», y su salvaguardia se ha hecho hoy esencial para la convivencia pacífica de la humanidad. En efecto, aunque es cierto que, a causa de la crueldad del hombre con el hombre, hay muchas amenazas a la paz y al auténtico desarrollo humano integral —guerras, conflictos internacionales y regionales, atentados terroristas y violaciones de los derechos humanos—, no son menos preocupantes los peligros causados por el descuido, e incluso por el abuso que se hace de la tierra y de los bienes naturales que Dios nos ha dado. Por este motivo, es indispensable que la humanidad renueve y refuerce «esa alianza entre ser humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual caminamos» [Mensaje para la paz 2008].
El tema que he elegido para esta XLIII Jornada Mundial de la Paz es: Si quieres promover la paz, protege la creación. El respeto a lo que ha sido creado tiene gran importancia, puesto que «la creación es el comienzo y el fundamento de todas las obras de Dios», y su salvaguardia se ha hecho hoy esencial para la convivencia pacífica de la humanidad. En efecto, aunque es cierto que, a causa de la crueldad del hombre con el hombre, hay muchas amenazas a la paz y al auténtico desarrollo humano integral —guerras, conflictos internacionales y regionales, atentados terroristas y violaciones de los derechos humanos—, no son menos preocupantes los peligros causados por el descuido, e incluso por el abuso que se hace de la tierra y de los bienes naturales que Dios nos ha dado. Por este motivo, es indispensable que la humanidad renueve y refuerce «esa alianza entre ser humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual caminamos» [Mensaje para la paz 2008].
2. En la Encíclica Caritas
in veritate he subrayado
que el desarrollo humano integral está estrechamente relacionado con los
deberes que se derivan de la relación
del hombre con el entorno natural, considerado como un don de Dios para
todos, cuyo uso comporta una responsabilidad común respecto a toda la
humanidad, especialmente a los pobres y a las generaciones futuras. He
señalado, además, que cuando se considera a la naturaleza, y al ser humano en
primer lugar, simplemente como fruto del azar o del determinismo evolutivo, se
corre el riesgo de que disminuya en las personas la conciencia de la
responsabilidad. En cambio,
valorar la creación como un don de Dios a la humanidad nos ayuda a comprender
la vocación y el valor del hombre. En efecto, podemos proclamar llenos de
asombro con el Salmista: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna
y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él,
el ser humano, para darle poder?» (Sal.8,4-5). Contemplar la belleza de
la creación es un estímulo para reconocer el amor del Creador, ese amor que
«mueve el sol y las demás estrellas».
3. Hace veinte años, al
dedicar el Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz al tema Paz con Dios creador, paz con toda la creación, el Papa Juan Pablo II llamó
la atención sobre la relación que nosotros, como criaturas de Dios, tenemos con
el universo que nos circunda. «En nuestros días aumenta cada vez más la convicción
—escribía— de que la paz mundial está amenazada, también [...] por la falta del
debido respeto a la naturaleza», añadiendo que la conciencia ecológica «no debe ser obstaculizada, sino más
bien favorecida, de manera que se desarrolle y madure encontrando una adecuada
expresión en programas e iniciativas concretas». También otros
Predecesores míos habían hecho referencia anteriormente a la relación entre el
hombre y el medio ambiente. Pablo VI, por ejemplo, con
ocasión del octogésimo aniversario de
la Encíclica Rerum Novarum de León XIII, en
1971, señaló que «debido a una explotación inconsiderada de la naturaleza, [el
hombre] corre el riesgo de destruirla y de ser a su vez víctima de esta
degradación». Y añadió también que, en este caso, «no sólo el ambiente físico
constituye una amenaza permanente: contaminaciones y desechos, nuevas
enfermedades, poder destructor absoluto; es el propio consorcio humano el que
el hombre no domina ya, creando de esta manera para el mañana un ambiente que
podría resultarle intolerable. Problema social de envergadura que incumbe a la
familia humana toda entera» [Octogésima adveniens 21].
4. Sin entrar en la
cuestión de soluciones técnicas específicas, la Iglesia, «experta en
humanidad», se preocupa de llamar la atención con energía sobre la relación
entre el Creador, el ser humano y la creación. En 1990, Juan Pablo II habló de
«crisis ecológica» y, destacando que ésta tiene un carácter predominantemente
ético, hizo notar «la urgente necesidad moral de una nueva solidaridad». Este
llamamiento se hace hoy todavía más apremiante ante las crecientes
manifestaciones de una crisis, que sería irresponsable no tomar en seria
consideración. ¿Cómo permanecer indiferentes ante los problemas que se derivan
de fenómenos como el cambio climático, la desertificación, el deterioro y la
pérdida de productividad de amplias zonas agrícolas, la contaminación de los
ríos y de las capas acuíferas, la pérdida de la biodiversidad, el aumento de
sucesos naturales extremos, la deforestación de las áreas ecuatoriales y
tropicales?. ¿Cómo descuidar el creciente fenómeno de los llamados «prófugos
ambientales», personas que deben abandonar el ambiente en que viven —y con
frecuencia también sus bienes— a causa de su deterioro, para afrontar los
peligros y las incógnitas de un desplazamiento forzado?. ¿Cómo no reaccionar
ante los conflictos actuales, y ante otros potenciales, relacionados con el
acceso a los recursos naturales?. Todas éstas son cuestiones que tienen una
repercusión profunda en el ejercicio de los derechos humanos como, por ejemplo,
el derecho a la vida, a la alimentación, a la salud y al desarrollo.
5. No obstante, se ha de
tener en cuenta que no se puede valorar la crisis ecológica separándola de las
cuestiones ligadas a ella, ya que está estrechamente vinculada al concepto
mismo de desarrollo y a la visión del hombre y su relación con sus semejantes y
la creación. Por tanto, resulta sensato hacer una revisión profunda y con visión de
futuro del modelo de desarrollo, reflexionando además sobre el sentido de
la economía y su finalidad, para corregir sus disfunciones y distorsiones. Lo
exige el estado de salud ecológica del planeta; lo requiere también, y sobre
todo, la crisis cultural y moral del hombre, cuyos síntomas son patentes desde
hace tiempo en todas las partes del mundo [Caritas in veritate, 32]. La humanidad necesita una profunda
renovación cultural; necesita redescubrir
esos valores que constituyen el fundamento sólido sobre el cual construir un futuro
mejor para todos. Las situaciones de crisis por las que está actualmente
atravesando —ya sean de carácter económico, alimentario, ambiental o social—
son también, en el fondo, crisis morales relacionadas entre sí. Éstas obligan a
replantear el camino común de los hombres. Obligan, en particular, a un modo de
vivir caracterizado por la sobriedad y la solidaridad, con nuevas reglas y
formas de compromiso, apoyándose con confianza y valentía en las experiencias
positivas que ya se han realizado y rechazando con decisión las negativas. Sólo
de este modo la crisis actual se convierte en ocasión
de discernimiento y de nuevas proyecciones.
6. ¿Acaso no es cierto que
en el origen de lo que, en sentido cósmico, llamamos «naturaleza», hay «un
designio de amor y de verdad»?. El mundo «no es producto de una necesidad
cualquiera, de un destino ciego o del azar [...]. Procede de la voluntad libre
de Dios que ha querido hacer participar a las criaturas de su ser, de su
sabiduría y de su bondad». El Libro del Génesis nos remite en sus primeras páginas al
proyecto sapiente del cosmos, fruto del pensamiento de Dios, en cuya cima se
sitúan el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza del Creador para
«llenar la tierra» y «dominarla» como «administradores» de Dios mismo (cf. Gn 1,28). La armonía entre el Creador, la
humanidad y la creación que describe la Sagrada Escritura, se ha roto por el
pecado de Adán y Eva, del hombre y la mujer, que pretendieron ponerse en el
lugar de Dios, negándose a reconocerse criaturas suyas. La consecuencia es que
se ha distorsionado también el encargo de «dominar» la tierra, de «cultivarla y
guardarla», y así surgió un conflicto entre ellos y el resto de la creación
(cf. Gn 3,17-19). El ser humano se ha dejado
dominar por el egoísmo, perdiendo el sentido del mandato de Dios, y en su
relación con la creación se ha comportado como explotador, queriendo ejercer
sobre ella un dominio absoluto. Pero el verdadero sentido del mandato original
de Dios, perfectamente claro en el Libro
del Génesis, no consistía en una simple concesión de autoridad, sino más
bien en una llamada a la responsabilidad.
Por lo demás, la sabiduría de los antiguos reconocía que la naturaleza no está a nuestra disposición como si fuera un «montón de desechos esparcidos al azar», mientras que la Revelación bíblica nos ha hecho comprender que la naturaleza es un don del Creador, el cual ha inscrito en ella su orden intrínseco para que el hombre pueda descubrir en él las orientaciones necesarias para «cultivarla y guardarla» (cf. Gn 2,15) [Caritas in veritate, 48]. Todo lo que existe pertenece a Dios, que lo ha confiado a los hombres, pero no para que dispongan arbitrariamente de ello. Por el contrario, cuando el hombre, en vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios, lo suplanta, termina provocando la rebelión de la naturaleza, «más bien tiranizada que gobernada por él» [Centesimus annus, 37]. Así, pues, el hombre tiene el deber de ejercer un gobierno responsable sobre la creación, protegiéndola y cultivándola [Caritas in veritate, 50].
Por lo demás, la sabiduría de los antiguos reconocía que la naturaleza no está a nuestra disposición como si fuera un «montón de desechos esparcidos al azar», mientras que la Revelación bíblica nos ha hecho comprender que la naturaleza es un don del Creador, el cual ha inscrito en ella su orden intrínseco para que el hombre pueda descubrir en él las orientaciones necesarias para «cultivarla y guardarla» (cf. Gn 2,15) [Caritas in veritate, 48]. Todo lo que existe pertenece a Dios, que lo ha confiado a los hombres, pero no para que dispongan arbitrariamente de ello. Por el contrario, cuando el hombre, en vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios, lo suplanta, termina provocando la rebelión de la naturaleza, «más bien tiranizada que gobernada por él» [Centesimus annus, 37]. Así, pues, el hombre tiene el deber de ejercer un gobierno responsable sobre la creación, protegiéndola y cultivándola [Caritas in veritate, 50].
8. En efecto, parece
urgente lograr una leal solidaridad
intergeneracional. Los costes que se derivan de la utilización de los
recursos ambientales comunes no pueden dejarse a cargo de las generaciones
futuras: «Herederos de generaciones pasadas y beneficiándonos del trabajo de
nuestros contemporáneos, estamos obligados para con todos y no podemos
desinteresarnos de los que vendrán a aumentar todavía más el círculo de la
familia humana. La solidaridad universal, que es un hecho y beneficio para
todos, es también un deber. Se
trata de una
responsabilidad que las generaciones presentes tienen respecto a las futuras,
una responsabilidad que incumbe también a cada Estado y a la Comunidad
internacional» [Populorum progressiol, 17].
El uso de los recursos naturales debería hacerse de modo que las ventajas
inmediatas no tengan consecuencias negativas para los seres vivientes, humanos
o no, del presente y del futuro; que la tutela de la propiedad privada no
entorpezca el destino universal de los bienes [Centesimus annus, 30-31. 43];
que la intervención del hombre no comprometa la fecundidad de la tierra, para
ahora y para el mañana. Además de la leal solidaridad intergeneracional, se ha
de reiterar la urgente necesidad moral de una renovada solidaridad
intrageneracional, especialmente en las relaciones entre países en vías de
desarrollo y aquellos altamente industrializados: «la comunidad internacional
tiene el deber imprescindible de encontrar los modos institucionales para
ordenar el aprovechamiento de los recursos no renovables, con la participación
también de los países pobres, y planificar así conjuntamente el futuro» [Caritas in veritate, 49]. La crisis ecológica muestra la
urgencia de una solidaridad que se proyecte en el espacio y el tiempo. En
efecto, entre las causas de la crisis ecológica actual, es importante reconocer
la responsabilidad histórica de los países industrializados. No obstante,
tampoco los países menos industrializados, particularmente aquellos emergentes,
están eximidos de la propia responsabilidad respecto a la creación, porque el
deber de adoptar gradualmente medidas y políticas ambientales eficaces incumbe
a todos. Esto podría lograrse más fácilmente si no hubiera tantos cálculos
interesados en la asistencia y la transferencia de conocimientos y tecnologías
más limpias.
9. Es indudable que uno de
los principales problemas que ha de afrontar la comunidad internacional es el de
los recursos energéticos, buscando estrategias compartidas y sostenibles para
satisfacer las necesidades de energía de esta generación y de las futuras. Para
ello, es necesario que las sociedades tecnológicamente avanzadas estén
dispuestas a favorecer comportamientos caracterizados por la sobriedad,
disminuyendo el propio consumo de energía y mejorando las condiciones de su
uso. Al mismo tiempo, se ha de promover la búsqueda y las aplicaciones de
energías con menor impacto ambiental, así como la «redistribución planetaria de
los recursos energéticos, de manera que también los países que no los tienen
puedan acceder a ellos».
La crisis ecológica, pues, brinda una oportunidad histórica para elaborar una
respuesta colectiva orientada a cambiar el modelo de desarrollo global
siguiendo una dirección más respetuosa con la creación y de un desarrollo humano
integral, inspirado en los valores propios de la caridad en la verdad. Por
tanto, desearía que se adoptara un modelo de desarrollo basado en el papel
central del ser humano, en la promoción y participación en el bien común, en la
responsabilidad, en la toma de conciencia de la necesidad de cambiar el estilo
de vida y en la prudencia, virtud que indica lo que se ha de hacer hoy, en
previsión de lo que puede ocurrir mañana.
10. Para llevar a la
humanidad hacia una gestión del medio ambiente y los recursos del planeta que
sea sostenible en su conjunto, el hombre está llamado a emplear su inteligencia
en el campo de la investigación científica y tecnológica y en la aplicación de
los descubrimientos que se derivan de ella. La «nueva solidaridad» propuesta
por Juan Pablo II en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990,
y la «solidaridad global», que he mencionado en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2009,
son actitudes esenciales para orientar el compromiso de tutelar la creación,
mediante un sistema de gestión de los recursos de la tierra mejor coordinado en
el ámbito internacional, sobre todo en un momento en el que va apareciendo cada
vez de manera más clara la estrecha interrelación que hay entre la lucha contra
el deterioro ambiental y la promoción del desarrollo humano integral. Se trata
de una dinámica imprescindible, en cuanto «el desarrollo integral del hombre no
puede darse sin el desarrollo solidario de la humanidad»[Populorum progressio, 43].
Hoy son muchas las oportunidades científicas y las potenciales vías
innovadoras, gracias a las cuales se pueden obtener soluciones satisfactorias y
armoniosas para la relación entre el hombre y el medio ambiente. Por ejemplo,
es preciso favorecer la investigación orientada a determinar el modo más eficaz
para aprovechar la gran potencialidad de la energía solar. También merece
atención la cuestión, que se ha hecho planetaria, del agua y el sistema
hidrogeológico global, cuyo ciclo tiene una importancia de primer orden para la
vida en la tierra, y cuya estabilidad puede verse amenazada gravemente por los
cambios climáticos.
Se han de explorar, además, estrategias apropiadas de
desarrollo rural centradas en los pequeños agricultores y sus familias, así
como es preciso preparar políticas idóneas para la gestión de los bosques, para
el tratamiento de los desperdicios y para la valorización de las sinergias que
se dan entre los intentos de contrarrestar los cambios climáticos y la lucha
contra la pobreza. Hacen falta políticas nacionales ambiciosas, completadas por
un necesario compromiso internacional que aporte beneficios importantes, sobre
todo a medio y largo plazo. En definitiva, es necesario superar la lógica del
mero consumo para promover formas de producción agrícola e industrial que
respeten el orden de la creación y satisfagan las necesidades primarias de
todos.
La cuestión ecológica no se ha de afrontar sólo por las perspectivas escalofriantes que se perfilan en el horizonte a causa del deterioro ambiental; el motivo ha de ser sobre todo la búsqueda de una auténtica solidaridad de alcance mundial, inspirada en los valores de la caridad, la justicia y el bien común. Por otro lado, como ya he tenido ocasión de recordar, «la técnica nunca es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales. La técnica, por lo tanto, se inserta en el mandato de cultivar y guardar la tierra (cf. Gn 2,15), que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios» [Caritas in veritate, 69].
La cuestión ecológica no se ha de afrontar sólo por las perspectivas escalofriantes que se perfilan en el horizonte a causa del deterioro ambiental; el motivo ha de ser sobre todo la búsqueda de una auténtica solidaridad de alcance mundial, inspirada en los valores de la caridad, la justicia y el bien común. Por otro lado, como ya he tenido ocasión de recordar, «la técnica nunca es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales. La técnica, por lo tanto, se inserta en el mandato de cultivar y guardar la tierra (cf. Gn 2,15), que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios» [Caritas in veritate, 69].
11. Cada vez se ve con
mayor claridad que el tema del deterioro ambiental cuestiona los
comportamientos de cada uno de nosotros, los estilos de vida y los modelos de
consumo y producción actualmente dominantes, con frecuencia insostenibles desde
el punto de vista social, ambiental e incluso económico. Ha llegado el momento
en que resulta indispensable un cambio de mentalidad efectivo, que lleve a
todos a adoptar nuevos estilos
de vida, «a tenor de los cuales, la búsqueda de la verdad, de la belleza y
del bien, así como la comunión con los demás hombres para un desarrollo común,
sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de
las inversiones» [Centesimus annus, 36].
Se ha de educar cada vez más para construir la paz a partir de opciones de gran
calado en el ámbito personal, familiar, comunitario y político. Todos somos
responsables de la protección y el cuidado de la creación. Esta responsabilidad
no tiene fronteras. Según el principio de subsidiaridad, es importante que todos se comprometan en el ámbito que
les corresponda, trabajando para superar el predominio de los intereses
particulares. Un papel de sensibilización y formación corresponde
particularmente a los diversos sujetos de la sociedad civil y las
Organizaciones no gubernativas, que se mueven con generosidad y determinación
en favor de una responsabilidad ecológica, que debería estar cada vez más
enraizada en el respeto de la «ecología humana». Además, se ha de requerir la
responsabilidad de los medios de comunicación social en este campo, con el fin
de proponer modelos positivos en los que inspirarse. Por tanto, ocuparse del
medio ambiente exige una visión amplia y global del mundo; un esfuerzo común y
responsable para pasar de una lógica centrada en el interés nacionalista
egoísta a una perspectiva que abarque siempre las necesidades de todos los
pueblos. No se puede permanecer indiferentes ante lo que ocurre en nuestro
entorno, porque la degradación de cualquier parte del planeta afectaría a
todos. Las relaciones entre las personas, los grupos sociales y los Estados, al
igual que los lazos entre el hombre y el medio ambiente, están llamadas a
asumir el estilo del respeto y de la «caridad en la verdad». En este contexto
tan amplio, es deseable más que nunca que los esfuerzos de la comunidad
internacional por lograr un desarme progresivo y un mundo sin armas nucleares,
que sólo con su mera existencia amenazan la vida del planeta, así como por un
proceso de desarrollo integral de la humanidad de hoy y del mañana, sean de
verdad eficaces y correspondidos adecuadamente.
12. La Iglesia tiene una
responsabilidad respecto a la creación y
se siente en el deber de ejercerla también en el ámbito público, para defender
la tierra, el agua y el aire, dones de Dios Creador para todos, y sobre todo
para proteger al hombre frente al peligro de la destrucción de sí mismo. En efecto, la degradación de la
naturaleza está estrechamente relacionada con la cultura que modela la
convivencia humana, por lo que «cuando se respeta la “ecología humana” en la
sociedad, también la ecología ambiental se beneficia» [Caritas in veritate, 51].
No se puede pedir a los jóvenes que respeten el medio ambiente, si no se les
ayuda en la familia y en la sociedad a respetarse a sí mismos: el libro de la
naturaleza es único, tanto en lo que concierne al ambiente como a la ética
personal, familiar y social.
Los deberes respecto al ambiente se derivan de los deberes para con la persona,
considerada en sí misma y en su relación con los demás. Por eso, aliento de
buen grado la educación de una responsabilidad ecológica que, como he dicho en
la Encíclica Caritas
in veritate, salvaguarde una auténtica «ecología humana» y, por tanto,
afirme con renovada convicción la inviolabilidad de la vida humana en cada una
de sus fases, y en cualquier condición en que se encuentre, la dignidad de la
persona y la insustituible misión de la familia, en la cual se educa en el amor
al prójimo y el respeto por la naturaleza [Centesimus annus, 38.39]. Es preciso salvaguardar el patrimonio
humano de la sociedad. Este patrimonio de valores tiene su origen y está
inscrito en la ley moral natural, que fundamenta el respeto de la persona
humana y de la creación.
13. Tampoco se ha de
olvidar el hecho, sumamente elocuente, de que muchos encuentran tranquilidad y
paz, se sienten renovados y fortalecidos, al estar en contacto con la belleza y
la armonía de la naturaleza. Así, pues, hay una cierta forma de reciprocidad:
al cuidar la creación, vemos que Dios, a través de ella, cuida de nosotros. Por
otro lado, una correcta concepción de la relación del hombre con el medio
ambiente no lleva a absolutizar la naturaleza ni a considerarla más importante
que la persona misma. El Magisterio de la Iglesia manifiesta reservas ante una
concepción del mundo que nos rodea inspirada en el ecocentrismo y el biocentrismo,
porque dicha concepción elimina la diferencia ontológica y axiológica entre la
persona humana y los otros seres vivientes. De este modo, se anula en la
práctica la identidad y el papel superior del hombre, favoreciendo una visión
igualitarista de la «dignidad» de todos los seres vivientes. Se abre así paso a
un nuevo panteísmo con acentos neopaganos, que hace derivar la salvación del
hombre exclusivamente de la naturaleza, entendida en sentido puramente
naturalista. La Iglesia invita en cambio a plantear la cuestión de manera
equilibrada, respetando la «gramática» que el Creador ha inscrito en su obra,
confiando al hombre el papel de guardián y administrador responsable de la
creación, papel del que ciertamente no debe abusar, pero del cual tampoco puede
abdicar. En efecto, también la posición contraria de absolutizar la técnica y
el poder humano termina por atentar gravemente, no sólo contra la naturaleza,
sino también contra la misma dignidad humana [Caritas in veritate, 70].
14. Si quieres promover la paz, protege
la creación. La búsqueda de
la paz por parte de todos los hombres de buena voluntad se verá facilitada sin
duda por el reconocimiento común de la relación inseparable que existe entre
Dios, los seres humanos y toda la creación. Los cristianos ofrecen su propia
aportación, iluminados por la divina Revelación y siguiendo la Tradición de la
Iglesia. Consideran el cosmos y sus maravillas a la luz de la obra creadora del
Padre y de la redención de Cristo, que, con su muerte y resurrección, ha
reconciliado con Dios «todos los seres: los del cielo y los de la tierra» (Col 1,20). Cristo, crucificado y
resucitado, ha entregado a la humanidad su Espíritu santificador, que guía el
camino de la historia, en espera del día en que, con la vuelta gloriosa del
Señor, serán inaugurados «un cielo nuevo y una tierra nueva» (2 P 3,13), en los que habitarán por
siempre la justicia y la paz. Por tanto, proteger el entorno natural para
construir un mundo de paz es un deber de cada persona. He aquí un desafío
urgente que se ha de afrontar de modo unánime con un renovado empeño; he aquí
una oportunidad providencial para legar a las nuevas generaciones la
perspectiva de un futuro mejor para todos. Que los responsables de las naciones
sean conscientes de ello, así como los que, en todos los ámbitos, se interesan
por el destino de la humanidad: la salvaguardia de la creación y la consecución
de la paz son realidades íntimamente relacionadas entre sí. Por eso, invito a
todos los creyentes a elevar una ferviente oración a Dios, Creador todopoderoso
y Padre de misericordia, para que en el corazón de cada hombre y de cada mujer
resuene, se acoja y se viva el apremiante llamamiento: Si quieres promover la paz, protege
la creación.
Vaticano, 8 de diciembre
de 2009
BENEDICTUS PP. XVI
No hay comentarios:
Publicar un comentario