Una Iglesia pobre.
El
nombramiento del nuevo papa, Francisco I, ha despertado en millones de personas
de todo el mundo esperanzas e ilusiones sobre la posible reforma de la Iglesia.
Por otra parte estamos celebrando el cincuentenario del Concilio Vaticano II,
donde a pesar del deseo de Juan XXIII y aunque la idea se trató de forma
tangencial en varios documentos, no se expresó de forma explícita el tema de
una Iglesia pobre y al servicio de los pobres. Por ello al final del Concilio
un grupo de padres conciliares reunidos en la Catacumba de Santa Domitila
suscribió lo que se llamó el Pacto de las Catacumbas. Creo que es útil recordar
este documento que nos puede servir tanto para recordar el Concilio como para
abrir nuevas expectativas para la renovación de la Iglesia.
El pacto de las catacumbas: una
Iglesia servidora y pobre.
“Nosotros,
obispos, reunidos en el Concilio Vaticano II, conscientes de las deficiencias
de nuestra vida de pobreza según el evangelio; motivados los unos por los otros
en una iniciativa en la que cada uno de nosotros ha evitado el sobresalir y la
presunción; unidos a todos nuestros hermanos en el episcopado; contando, sobre
todo, con la gracia y la fuerza de nuestro Señor Jesucristo, con la oración de
los fieles y de los sacerdotes de nuestras respectivas diócesis; poniéndonos
con el pensamiento y con la oración ante la Trinidad, ante la Iglesia de Cristo
y ante los sacerdotes y los fieles de nuestras diócesis, con humildad y con
conciencia de nuestra flaqueza, pero también con toda la determinación y toda
la fuerza que Dios nos quiere dar como gracia suya, nos comprometemos a lo que
sigue:
- Procuraremos vivir según el modo ordinario de nuestra población en lo que toca a casa, comida, medios de locomoción, y a todo lo que de ahí se desprende. Cfr. Mt 5, 3; 6, 33s; 8-20.
- Renunciamos para siempre a la apariencia y la realidad de la riqueza, especialmente en el vestir (ricas vestimentas, colores llamativos) y en símbolos de metales preciosos (esos signos deben ser, ciertamente, evangélicos). Cfr. Mc 6, 9; Mt 10, 9s; Hech 3, 6. Ni oro ni plata.
- No poseeremos bienes muebles ni inmuebles, ni tendremos cuentas en el banco, etc., a nombre propio; y, si es necesario poseer algo, pondremos todo a nombre de la diócesis, o de las obras sociales o caritativas. Cfr. Mt 6, 19-21; Lc 12, 33s.
- En cuanto sea posible confiaremos la gestión financiera y material de nuestra diócesis a una comisión de laicos competentes y conscientes de su papel apostólico, para ser menos administradores y más pastores y apóstoles. Cfr. Mt 10, 8; Hech 6, 1-7.
- Rechazamos que verbalmente o por escrito nos llamen con nombres y títulos que expresen grandeza y poder (Eminencia, Excelencia, Monseñor…). Preferimos que nos llamen con el nombre evangélico de Padre. Cfr. Mt 20, 25-28; 23, 6-11; Jn 13, 12-15.
- En nuestro comportamiento y relaciones sociales evitaremos todo lo que pueda parecer concesión de privilegios, primacía o incluso preferencia a los ricos y a los poderosos (por ejemplo en banquetes ofrecidos o aceptados, en servicios religiosos). Cfr. Lc 13, 12-14; 1 Cor 9, 14-19.
- Igualmente evitaremos propiciar o adular la vanidad de quien quiera que sea, al recompensar o solicitar ayudas, o por cualquier otra razón. Invitaremos a nuestros fieles a que consideren sus dádivas como una participación normal en el culto, en el apostolado y en la acción social. Cfr. Mt 6, 2-4; Lc 15, 9-13; 2 Cor 12, 4.
- Daremos todo lo que sea necesario de nuestro tiempo, reflexión, corazón, medios, etc. al servicio apostólico y pastoral de las personas y de los grupos trabajadores y económicamente débiles y subdesarrollados, sin que eso perjudique a otras personas y grupos de la diócesis. Apoyaremos a los laicos, religiosos, diáconos o sacerdotes que el Señor llama a evangelizar a los pobres y trabajadores, compartiendo su vida y el trabajo. Cfr. Lc 4, 18s; Mc 6, 4; Mt 11, 4s; Hech 18, 3s; 20, 33-35; 1 Cor 4, 12 y 9, 1-27.
- Conscientes de las exigencias de la justicia y de la caridad, y de sus mutuas relaciones, procuraremos transformar las obras de beneficencia en obras sociales basadas en la caridad y en la justicia, que tengan en cuenta a todos y a todas, como un humilde servicio a los organismos públicos competentes. Cfr. Mt 25, 31-46; Lc 13, 12-14 y 33s.
- Haremos todo lo posible para que los responsables de nuestro gobierno y de nuestros servicios públicos decidan y pongan en práctica las leyes, estructuras e instituciones sociales que son necesarias para la justicia, la igualdad y el desarrollo armónico y total de todo el hombre y de todos los hombres, y, así, para el advenimiento de un orden social, nuevo, digno de hijos de hombres y de hijos de Dios. Cfr. Hech 2, 44s; 4, 32-35; 5, 4; 2 Cor 8 y 9; 1 Tim 5, 16.
- Porque la colegialidad de los obispos encuentra su más plena realización evangélica en el servicio en común a las mayorías en miseria física cultural y moral -dos tercios de la humanidad- nos comprometemos:
- a compartir, según nuestras posibilidades, en los proyectos urgentes de los episcopados de las naciones pobres;
- a pedir juntos, al nivel de organismos internacionales, dando siempre testimonio del evangelio, como lo hizo el papa Pablo VI en las Naciones Unidas, la adopción de estructuras económicas y culturales que no fabriquen naciones pobres en un mundo cada vez más rico, sino que permitan que las mayorías pobres salgan de su miseria.
- Nos comprometemos a compartir nuestra vida, en caridad pastoral, con nuestros hermanos en Cristo, sacerdotes, religiosos y laicos, para que nuestro ministerio constituya un verdadero servicio. Así:
- nos esforzaremos para “revisar nuestra vida” con ellos;* buscaremos colaboradores para poder ser más animadores según el Espíritu que jefes según el mundo;
- procuraremos hacernos lo más humanamente posible presentes, ser acogedores;
- nos mostraremos abiertos a todos, sea cual fuere su religión. Cfr. Mc 8, 34s; Hech 6, 1-7; 1 Tim 3, 8-10.
- Cuando regresemos a nuestras diócesis daremos a conocer estas resoluciones a nuestros diocesanos, pidiéndoles que nos ayuden con su comprensión, su colaboración y sus oraciones.
Que Dios
nos ayude a ser fieles".
(Pacto suscrito pocos días antes de la finalización del
Concilio Vaticano II -Diciembre de 1965- por cuarenta Padres Conciliares
encabezados por Dom Helder Camara, obispo de Olinda Recife en la eucaristía
celebrada en la Catacumba de Santa Domitila, Roma).
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