miércoles, 31 de octubre de 2012

Hablar de la Iglesia en primera persona



MARC VILARASSAU ALSINA, SJ

Se me pide una reflexión sobre «las grandes tentaciones que están pre­sentes en la Iglesia y que pueden llevarla a emprender de manera desen­focada» el gran proyecto de la nueva evangelización. Se espera quizás de mí una cosa que no sé si estoy en disposición de ofrecer. En un reciente cuaderno de Cristianisme i justícia que lleva por título «Vientos de cam­bio. La Iglesia ante los signos de los tiempos», Javier Vitoria responde mucho mejor que yo a esa solicitud. ¿Qué es, entonces, lo que me veo honestamente dispuesto a proponer aquí?.
Me veo con ganas de mirar no tanto lo que debería corregir «la Iglesia» cuanto lo que deberíamos co­rregir nosotros en relación con la Iglesia de la que formamos parte. ¿Cuá­les son las tentaciones que, en este sentido, nos acechan con más inten­sidad y nos paralizan más?. ¿Cómo podrían sonar en nuestros días, diri­gidas a nosotros, unas «reglas para sentirnos Iglesia» que tuviesen como horizonte la «nueva evangelización»?.

Hablar más de la Iglesia en primera persona.
La Iglesia no son «ellos», sino nosotros. A menudo, en relación con la Iglesia, damos la impresión de que la verdadera madre que tuvimos los cristianos se nos murió en el siglo tercero y que, desde Constantino, lo que tenemos es una madrastra. Y, ciertamente, no es lo mismo amar a una madre que soportar a una madrastra. No me acabo de sentir bien con esa radical separación que a menudo establecemos entre la «Curia vaticana» y los «compañeros y compañeras de mesa de Jesús», como si la Curia, por muy antipática que nos caiga, no forme parte de esa mesa en la que, supuestamente, se sienta Jesús exclusivamente con los compañe­ros y compañeras que lo merecen.
Quede claro que los que así se refieren a la Iglesia no lo hacen sin razo­nes que ellos consideren de peso: la moral de la vida, el papel de la mu­jer, la elección y designación de obispos, la democratización de las es­tructuras eclesiales, la figura histórica de los presbíteros, el modelo de evangelización y de presencia pública de la Iglesia, etc. son algunos de los aspectos «críticos» que efectivamente merecen una seria reflexión. Hasta cierto punto, pode­mos estar de acuerdo en el diagnóstico teniendo en cuenta nuestro en­torno y nuestros interlocutores; pero hay una manera de mirar crítica­mente a la Iglesia que, de tanta luz que quiere proyectar, acaba cegando.
Me dejan seco esos discursos que se sacan las pulgas de encima pensan­do que los cambios los debe hacer «la Iglesia» y no nosotros. ¡Cuánta de­magogia acabamos avalando con algunos posicionamientos precipitados sobre temas que merecerían más sosiego y una crítica probablemente más atinada...!. Entiendo que nos desconcierte el anacronismo de nues­tra Iglesia en muchos aspectos, que nos apesadumbre la disminución de­mográfica de los creyentes (y no digamos de los practicantes), que nos abrume la inmensidad de la tarea evangelizadora... Pero no entiendo que busquemos aliviar nuestro bagaje cargándole las culpas y la responsabili­dad siempre al de enfrente. Basta ya de hablar de la Iglesia como si fue­ran «ellos», los malos, los jerarcas.
El otro día, una persona compartió conmigo un enlace de Facebook que se refería a la comparación que el obispo chileno Jorge Medina Estévez hizo de los homosexuales con «un niño que nace sin un brazo». El co­mentario con el que la persona acompañaba este enlace era: «Con estos obispos que tenemos, ¿como vamos a sentirnos cuerpo?». El desacierto del cardenal Medina Estévez está claro y lo acabamos pagando todos; pe­ro el problema de esta persona amiga también está claro: ¿quiénes son «estos obispos que tenemos»? Cuando sintamos que debemos hacer una crítica, concretemos; no digamos «los obispos...», sino ¿qué obispo?, ¿qué ha dicho exactamente?, ¿en qué contexto? Y leamos antes los docu­mentos originales que los panfletos.
Tendemos a olvidar que en la Iglesia todos los carismas son necesarios: también los obispos responden a un carisma al servicio del cuerpo; pa­rece mentira que tengamos que recordarnos esto. A nosotros nos toca, en muchos frentes, mirar por ensanchar los límites de la institución eclesial para hacerla más acogedora. Pero a ellos les toca velar para que la unidad del cuerpo no se rompa y para que lo que a nosotros nos parece una am­pliación necesaria no se convierta en una fisura que acabe agrietando el edificio entero. Me parece que, cuando uno lo mira de esta manera, se­guirá estando de acuerdo o no, pero es capaz de verlo en una perspecti­va más amplia y, así, de angustiarse menos.

PARA NUESTRA REFLEXIÓN:
  • ¿Solemos también nosotros hablar de la Iglesia como si ella fuese "otra gente" que nada tiene que ver con nosotros?. ¿Por qué sucede esto en los casos en que reconocemos que así es?.
  • ¿Qué ocurre cuando "generalizamos" y metemos a TODOS en el mismo saco?. ¿Tiene pues sentido que nos tomemos en serio estas recomendaciones que nos hace Marc Vilarassau?.
  • ¿Somos nosotros perfectos?, ¿cometemos errores incluso en aquello que creemos profundamente?,... mencionemos algún ejemplo. Si nosotros que somos humanos cometemos errores, aunque prediquemos con la palabra hermosas enseñanzas, ¿no podemos comprender y aceptar que otros cristianos puedan también equivocarse o actuar de manera diferente a los demás?.
  • ¿Qué necesitamos en la Iglesia Cristiana Católica para poder mirar a todos como lo que son, como lo que somos?, ¿qué necesitamos para mirar al otro con la misma mirada con que lo haría Jesucristo?.

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