La primera crítica sistemática y pública a la Teología de la Liberación no provino de la jerarquía vaticana, sino del ámbito político estadounidense. El Informe Rockefeller (1969), redactado tras la gira del vicepresidente Richard Nixon por América Latina, advertía que la Iglesia católica dejaba de ser un garante confiable del orden y la estabilidad social, y comenzaba a constituirse en un actor potencialmente desestabilizador. El documento sugería contrarrestar su influencia mediante el fortalecimiento de iglesias evangélicas y denominaciones protestantes más afines con los intereses geoestratégicos de Washington.
En este
mismo sentido, los Documentos de Santa Fe, redactados en mayo de 1980 por un
grupo de asesores cercanos a la futura administración Reagan, representaron un
punto de inflexión en la articulación de una política exterior explícitamente
ideologizada en clave religiosa. Bajo el título “Una nueva política interamericana para la década de 1980”, el texto proponía el retorno a la Doctrina Monroe y
recomendaba “combatir por todos los medios la Teología de la Liberación”,
además de ejercer control sobre los medios de comunicación con el objetivo de
revertir la percepción negativa de los Estados Unidos en América Latina. La
teología emergente era acusada de instrumentalizar el cristianismo como arma
ideológica contra la propiedad privada y el sistema capitalista.
En coherencia con estas directrices, en abril de 1981 se fundó el Instituto de Democracia y Religión, con el propósito de consolidar la presencia de iglesias evangélicas financiadas para difundir un discurso religioso alineado con los valores del libre mercado y el anticomunismo. Paralelamente, se ofreció respaldo financiero a prelados católicos conservadores, como el cardenal Miguel Obando y Bravo en Nicaragua, configurando una estrategia continental de contención teológica y pastoral.
La Santa
Sede, si bien mantuvo una postura más matizada, no permaneció al margen de esta
dinámica. Bajo el pontificado de Juan Pablo II, se emprendió un proceso de
revisión doctrinal de la Teología de la Liberación, encomendado a la
Congregación para la Doctrina de la Fe. De este análisis surgieron dos
documentos oficiales: la Instrucción Libertatis Nuntius (1984), centrada en
aspectos críticos del movimiento, y la Libertatis Conscientia (1986), que
abordaba la relación entre libertad cristiana y procesos de liberación. Aunque
dichos textos no constituyen una condena integral de la Teología de la
Liberación, expresan profundas reservas, especialmente respecto al uso del
análisis marxista como herramienta hermenéutica para interpretar la realidad
social.
La
Libertatis Nuntius señala que ciertos enfoques teológicos promovían una lectura
reductiva de la fe cristiana, subordinada a categorías sociopolíticas
inmanentes. No obstante, se reconocía que la opción preferencial por los pobres
no era objeto de reproche, sino el modo de fundamentarla y expresarla
teóricamente. Por su parte, la Libertatis Conscientia, en línea con la
encíclica Sollicitudo rei socialis (1987), propone una concepción integral de
la libertad humana que trasciende lo económico y se fundamenta en el desarrollo
humano, incluyendo sus dimensiones espiritual, cultural y moral. En este marco,
el acento eclesial se desplazó de la justicia social hacia el principio de
solidaridad, con un tono menos confrontativo respecto a las estructuras
socioeconómicas vigentes.
Si bien esta orientación no suprimió definitivamente la Teología de la Liberación, sí logró limitar su expansión e influencia en el interior de la Iglesia institucional. Muchos de sus principales exponentes fueron objeto de censura, desplazamiento o silenciamiento. Entre 1964 y 1985, más de un centenar de religiosos y religiosas vinculados a comunidades comprometidas con esta corriente fueron asesinados, configurando un martirologio silencioso. El drama continuó en décadas posteriores, como lo evidencia el asesinato de seis jesuitas en la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador en 1989, episodio que simboliza la persistente violencia contra quienes optaron por una Iglesia encarnada en el clamor de los pobres.
Ismael
Braun
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