Miércoles
1 de enero de 1975
LA RECONCILIACIÓN, CAMINO HACIA LA PAZ
A todos los hombres de buena voluntad.
He aquí nuestro Mensaje para el Año 1975. Todos lo conocéis y no
puede ser otro: Hermanos, hagamos la paz.
Nuestro mensaje es muy sencillo, pero tan serio y exigente a la
vez que pudiera parecer ofensivo: ¿no existe ya la paz?, ¿qué más se puede
añadir a lo que ya se ha hecho y se está haciendo en favor de la paz?. ¿La
historia de la humanidad no está caminando, por sus propios medios, hacia la
paz universal?.
Sí, así es; o mejor, así lo parece. Pero la paz debe ser «hecha»,
debe ser engendrada y producida continuamente; es el resultado de un equilibrio
inestable que sólo el movimiento puede asegurar. Las mismas instituciones que
en el orden jurídico y en el concierto internacional tienen la función y el
mérito de proclamar y de conservar la paz alcanzan su providencial finalidad
cuando están continuamente en acción, cuando en todo momento saben engendrar la
paz, hacer la paz.
Esta necesidad brota principalmente del devenir humano, del
incesante proceso evolutivo de la humanidad. Los hombres suceden a los hombres,
las generaciones a las generaciones. Aunque no se verificase ningún cambio en
las situaciones jurídicas e históricas existentes, sería en todo caso necesaria
una obra siempre «in fieri» para educar a la humanidad a permanecer fiel a los
derechos fundamentales de la sociedad: éstos tienen que permanecer y guiarán la
historia durante un tiempo indefinido, a condición de que los hombres que
cambian, y los jóvenes que vienen a ocupar el puesto de los ancianos que
desaparecen, sean educados sin cesar en la disciplina del orden que tutela el
bien común y en el ideal de la paz. En este sentido, hacer la paz significa
educar para la paz. Y no es una empresa pequeña ni tampoco fácil.
Pero todos sabemos que en la escena de la historia no cambian
únicamente los hombres. Lo hacen también las cosas, es decir, las cuestiones,
de cuya equilibrada solución depende la convivencia pacífica entre los hombres.
Nadie puede sostener que hoy en día la organización de la sociedad civil y del
contexto internacional es perfecta. Quedan todavía potencialmente abiertos
muchos, muchísimos problemas; quedan los de ayer y surgen los de hoy; mañana
brotarán otros nuevos, y todos esperan una solución. Esta solución, afirmamos,
no puede ni debe venir de conflictos egoístas o violentos, y tanto menos de
guerras sangrientas entre los hombres. Lo han dicho hombres sabios, estudiosos
de la historia de los Pueblos. Nos también, inerme en medio de las rivalidades
del mundo, pero fortalecido con la Palabra divina, lo hemos dicho: todos los
hombres son hermanos. Finalmente, la civilización entera ha admitido este
principio fundamental. Por lo tanto, si los hombres son hermanos, pero surgen
todavía entre ellos nuevas causas de conflicto, es necesario que la paz se
convierta en una realidad operante y orientadora. Hay que hacer la paz, hay que
producirla, hay que inventarla, hay que crearla con ingenio siempre vigilante,
con voluntad siempre nueva e incansable. Por eso estamos todos persuadidos del
principio que informa la sociedad contemporánea: la paz no puede ser ni pasiva,
ni opresiva; debe ser inventiva, preventiva, operativa.
Vemos con satisfacción que estos criterios orientadores de la vida colectiva en el mundo son universalmente reconocidos hoy día, al menos en línea de principio. De ahí que nos sintamos en el deber de dar las gracias, de hacer el elogio, de animar a los hombres responsables y a las instituciones destinadas actualmente a promover la paz en la tierra por haber escogido, como primer artículo de su programa de acción, este axioma fundamental: sólo la paz engendra la paz.
Vemos con satisfacción que estos criterios orientadores de la vida colectiva en el mundo son universalmente reconocidos hoy día, al menos en línea de principio. De ahí que nos sintamos en el deber de dar las gracias, de hacer el elogio, de animar a los hombres responsables y a las instituciones destinadas actualmente a promover la paz en la tierra por haber escogido, como primer artículo de su programa de acción, este axioma fundamental: sólo la paz engendra la paz.
Dejadnos pues, Hombres todos, repetir de manera profética el
mensaje del reciente Concilio ecuménico, hasta los confines del horizonte:
«Debemos empeñarnos con todas nuestras fuerzas a preparar una época en que, por
acuerdo de las naciones, pueda prohibirse absolutamente cualquier tipo de
recurso a la guerra... la paz ha de nacer de la mutua confianza de los pueblos
y no debe ser impuesta a las naciones por el terror de las armas».
Educar para la paz.
Educar para la paz.
«... Los que gobiernan a los pueblos, que son garantes del bien
común de la propia nación y al mismo tiempo promotores del bien de todo el
mundo, dependen enormemente de las opiniones y de los sentimientos de las
multitudes. Nada les aprovecha trabajar en la construcción de la paz mientras los
sentimientos de hostilidad, de menosprecio y de desconfianza, los odios
raciales y las ideologías obstinadas, dividen a los hombres y los enfrentan
entre sí. Es de suma urgencia proceder a una renovación en la educación de la
mentalidad y a una nueva orientación en la opinión pública».
«Los que se entregan a la tarea de la educación, principalmente de
la juventud, o forman la opinión pública, tengan como gravísima obligación la
preocupación de formar las mentes de todos en nuevos sentimientos pacíficos».
«Tenemos todos que cambiar nuestros corazones, con los ojos
puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que todos juntos podemos
llevar a cabo para que nuestra generación mejore» (Constitución Gaudium
et Spes, n. 82).
Y es precisamente con vistas a esto por lo que nuestro mensaje se
despliega en torno a su punto característico e inspirador, afirmando que la Paz
en tanto vale en cuanto aspira a ser interior antes de ser exterior. Hay que
desarmar los espíritus, si es que queremos impedir de manera eficaz el recurso
a las armas que hieren los cuerpos. Hay que proporcionar a la Paz, es decir, a
los hombres todos, las raíces espirituales de una forma común de pensar y de
amar: No basta, escribe Agustín, maestro ideador de una Ciudad nueva, no basta
para asociar a los hombres entre sí la identidad de naturaleza; se hace
necesario enseñarles a hablar un mismo lenguaje, es decir, a comprenderse, a
poseer una cultura común, a compartir los mismos sentimientos; de lo contrario,
«el hombre preferirá encontrarse con su perro antes que con un hombre extraño»
(cfr. De Civitate Dei,
XIX, VII; PL 41, 634).
Esta interiorización de la Paz es verdadero humanismo, verdadera civilización. Afortunadamente está ya en camino. Madura con el progreso del mundo. Halla su poder de persuasión en las dimensiones universales de las relaciones de toda clase que los hombres están estableciendo entre sí. Es una labor lenta y complicada, pero que, por muchas razones, se impone por sí misma: el mundo camina hacia la unidad. Sin embargo no podemos hacernos ilusiones: al mismo tiempo que la pacífica concordia entre los hombres se va difundiendo, a través del progresivo descubrimiento de la función complementaria e interdependiente de los países; de los intercambios comerciales; de la difusión de una misma visión del hombre, por lo demás siempre respetuosa de la originalidad y de los específico de las diversas culturas; a través de la facilidad de los viajes y de los medios de comunicación social, etc., debemos notar que en la actualidad se van consolidando nuevas formas de recelosos nacionalismos cerrados en sus manifestaciones, de toscas rivalidades basadas en la raza, la lengua, la tradición; hemos de notar también que permanecen situaciones tristísimas de miseria y de hambre, surgen potentes expresiones económicas multinacionales, cargadas de antagonismos egoístas; se organizan socialmente ideologías exclusivistas y dominadoras; hacen su explosión conflictos territoriales con impresionante facilidad; y sobre todo las armas mortíferas, capaces de hacer destrucciones catastróficas, aumentan de número y de potencia, imponiendo de este modo al terror el nombre de Paz. Sí, el mundo camina hacia su unidad, pero a la vez aumentan terroríficas hipótesis que proyectan un horizonte con mayor posibilidad, mayor facilidad, mayor terror de choques fatales, los cuales, bajo ciertos aspectos, son considerados inevitables y necesarios, como si los reclamara la justicia. ¿Llegará el día en que la justicia no sea hermana de la paz, sino de la guerra? (cfr. S. Agustín, ib.).
Esta interiorización de la Paz es verdadero humanismo, verdadera civilización. Afortunadamente está ya en camino. Madura con el progreso del mundo. Halla su poder de persuasión en las dimensiones universales de las relaciones de toda clase que los hombres están estableciendo entre sí. Es una labor lenta y complicada, pero que, por muchas razones, se impone por sí misma: el mundo camina hacia la unidad. Sin embargo no podemos hacernos ilusiones: al mismo tiempo que la pacífica concordia entre los hombres se va difundiendo, a través del progresivo descubrimiento de la función complementaria e interdependiente de los países; de los intercambios comerciales; de la difusión de una misma visión del hombre, por lo demás siempre respetuosa de la originalidad y de los específico de las diversas culturas; a través de la facilidad de los viajes y de los medios de comunicación social, etc., debemos notar que en la actualidad se van consolidando nuevas formas de recelosos nacionalismos cerrados en sus manifestaciones, de toscas rivalidades basadas en la raza, la lengua, la tradición; hemos de notar también que permanecen situaciones tristísimas de miseria y de hambre, surgen potentes expresiones económicas multinacionales, cargadas de antagonismos egoístas; se organizan socialmente ideologías exclusivistas y dominadoras; hacen su explosión conflictos territoriales con impresionante facilidad; y sobre todo las armas mortíferas, capaces de hacer destrucciones catastróficas, aumentan de número y de potencia, imponiendo de este modo al terror el nombre de Paz. Sí, el mundo camina hacia su unidad, pero a la vez aumentan terroríficas hipótesis que proyectan un horizonte con mayor posibilidad, mayor facilidad, mayor terror de choques fatales, los cuales, bajo ciertos aspectos, son considerados inevitables y necesarios, como si los reclamara la justicia. ¿Llegará el día en que la justicia no sea hermana de la paz, sino de la guerra? (cfr. S. Agustín, ib.).
No jugamos a las utopías, ya sean optimistas o pesimistas.
Queremos atenernos a la realidad, la cual, con esa fenomenología de esperanza
ilusoria y de lamentable desesperación, nos advierte una vez más que algo no
funciona bien en la máquina monumental de nuestra civilización; ésta podría
explotar en una indescriptible conflagración por un defecto en su construcción.
Decimos defecto y no falta; es decir, el defecto del coeficiente espiritual,
que sin embargo admitimos que está ya presente y operante en la economía
general del pacífico desarrollo de la historia contemporánea y que es digno de
todo favorable reconocimiento y aliento; ¿no hemos asignado a la UNESCO nuestro
premio que lleva el nombre del Papa Juan XXIII, autor de la Encíclica Pacem
in terris?.
Pero nos atrevemos a decir que hay que hacer más, hay que
valorizar de este forma y aplicar el coeficiente espiritual para hacerlo capaz
no sólo de impedir los conflictos entre los hombres y de predisponerlos a
sentimientos pacíficos y civiles, sino también de producir la reconciliación
entre los mismos hombres, es decir, de engendrar la Paz. No basta reprimir las
guerras, suspender las luchas, imponer treguas y armisticios, definir confines
y relaciones, crear fuentes de intereses comunes, paralizar las hipótesis de
contiendas radicales mediante el terror de inauditas destrucciones y sufrimientos;
no basta una Paz impuesta, una Paz utilitaria y provisoria; hay que tender a
una Paz amada, libre, fraterna, es decir, fundada en la reconciliación de los
ánimos.
Lo sabemos que es difícil; más difícil que cualquier otro método
pero no es imposible; no es pura fantasía. Nuestra confianza está puesta en una
bondad fundamental de los hombres y de los Pueblos. Dios ha hecho saludables
las generaciones (Sab. 1, 14). El esfuerzo inteligente y perseverante
por la mutua comprensión de los hombres, de las clases sociales, de las
Ciudades, de los Pueblos, de las civilizaciones entre sí, no es estéril.
Nos alegramos, de manera especial en vísperas del Año
Internacional de la Mujer, proclamado por las Naciones Unidas, de la
participación cada vez más amplia de las mujeres en la vida de la sociedad, a
la que ofrecen una aportación específica de gran valor, gracias a las
cualidades con que Dios las ha adornado: intuición, creatividad, sensibilidad,
sentido de piedad y de compasión, amplia capacidad de comprensión y de amor
permiten a la mujer ser, de manera muy particular, artífice de la
reconciliación dentro de las familias y de la sociedad.
Asimismo, es para Nos motivo de especial satisfacción el poder
comprobar que la educación de los jóvenes para una nueva mentalidad universal
de la convivencia humana, mentalidad no escéptica, no vil, no inepta, no
olvidadiza de la justicia, sino generosa y amorosa, ha comenzado ya y ha hecho
progresos; posee imprevisibles recursos para la reconciliación y ésta puede
indicar el camino de la Paz, en la verdad, en el honor, en la justicia, en el
amor, y por tanto en la estabilidad y en la nueva historia de la humanidad.
Reconciliación.
Reconciliación.
¡Reconciliación!. Hombres jóvenes, hombres fuertes, hombres
responsables, hombres libres, hombres buenos: ¿pensáis en ella?. ¿No podrá esta
mágica palabra entrar en el diccionario de vuestras esperanzas, de vuestros
éxitos?.
Este, éste es para vosotros nuestro mensaje de esperanza: ¡la
reconciliación es el camino hacia la paz!.
¡Para vosotros, Hombres de Iglesia!. ¡Hermanos en el Episcopado, Sacerdotes, Religiosos y Religiosas!. ¡Para vosotros, miembros de nuestro Laicado y Fieles todos!.
El mensaje sobre la reconciliación como camino hacia la Paz exige
un complemento, por más que esto vosotros ya lo sabéis y lo tenéis presente.
No es sólo una parte integrante, sino esencial de nuestro mensaje,
como sabéis. Porque nos recuerda a todos que la primera e indispensable
reconciliación que hay que conseguir es la reconciliación con Dios. Para
nosotros, los creyentes, no puede haber otro camino hacia la paz distinto de
éste; es más, en la definición de nuestra salvación coinciden reconciliación
con Dios y paz nuestra, la una es causa de la otra. Esta es la obra de Cristo.
El ha reparado la ruptura que produce el pecado en nuestras relaciones vitales
con Dios. Recordemos a este respecto, entre otras, aquellas palabras de San
Pablo: «Todo es de Dios que nos ha reconciliado con El por medio de Cristo» (2 Cor. 5, 18).
El Año Santo que estamos para comenzar quiere suscitar nuestro
interés por esta primera y feliz reconciliación: Cristo es la paz; El es el
principio de la reconciliación en la unidad de su cuerpo místico (cfr. Efes. 2, 14-16). A 10 años de
la conclusión del Concilio Vaticano II haríamos bien en meditar más
profundamente el sentido teológico y eclesiológico de estas verdades básicas de
nuestra fe y de nuestra vida cristiana.
De ahí, una consecuencia lógica y obligada, y al mismo tiempo
fácil, si de veras estamos en Cristo: debemos perfeccionar el sentido de
nuestra unidad; unidad en la Iglesia, unidad de la Iglesia; comunión mística,
constitutiva la primera (cfr. 1 Cor.
1, 10; 12, 12-27); restauración ecuménica de la unidad entre todos los
cristianos la segunda (cfr. Decreto conciliar Unitatis
redintegratio); una y otra exigen una propia reconciliación que debe
aportar a la colectividad cristiana aquella paz que es un fruto del Espíritu,
consiguiente a la caridad y a su gozo (cfr. Gal.
5 , 22).
También en estos campos debemos «hacer la paz». Llegará
ciertamente a vuestras manos el texto de nuestra «Exhortación sobre la
reconciliación dentro de la Iglesia» publicada en estos días; os pedimos en
nombre de Jesucristo que meditéis este documento y que saquéis propósitos de
reconciliación y de paz. Que nadie piense en eludir esta indeclinable exigencia
de la comunión con Cristo, la reconciliación y la paz, aferrándose a sus
habituales posturas de contestación para con la Iglesia; procuremos por el
contrario que todos y cada uno den una nueva y leal contribución a esta filial,
humilde, positiva edificación de esta Iglesia suya. ¿No recordaremos las
postreras palabras del Señor, como apología de su evangelio: «Para que alcancen
la unidad perfecta; y conozca el mundo que Tú me enviaste» (Jn. 17, 23
)?. ¿No tendremos el gozo de ver a los hermanos resentidos y lejanos que vuelven
a la antigua y gozosa concordia?.
Deberíamos orar para que este Año Santo dé a la Iglesia Católica la inefable experiencia de la restauración de la unidad de algún grupo de Hermanos, tan próximos ya al único rebaño, pero que titubean aún a traspasar el umbral. Y oraremos por los seguidores sinceros de otras Religiones para que se desarrolle el amistoso diálogo iniciado con ellos y para que juntos podamos colaborar por la paz mundial.
Deberíamos orar para que este Año Santo dé a la Iglesia Católica la inefable experiencia de la restauración de la unidad de algún grupo de Hermanos, tan próximos ya al único rebaño, pero que titubean aún a traspasar el umbral. Y oraremos por los seguidores sinceros de otras Religiones para que se desarrolle el amistoso diálogo iniciado con ellos y para que juntos podamos colaborar por la paz mundial.
Y ante todo deberemos pedir a Dios para nosotros mismos humildad y
amor, con el fin de dar a la profesión límpida y constante de nuestra fe la
virtud atrayente de la reconciliación y el carisma fortalecedor y grandioso de
la paz.
Y terminamos con este saludo de bendición: «la paz de Dios que
sobrepasa toda inteligencia guarde vuestros corazones y vuestros pensamientos
en Cristo Jesús» (Fil. 4, 7).
Vaticano, 8 de diciembre de 1974.
PAULUS
PP. VI
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