Exhortación Apostólica DILEXI TE del Papa LEÓN XIV sobre EL
AMOR HACIA LOS POBRES.1. «Te he
amado» (Ap 3,9), dice el Señor a una comunidad cristiana que, a diferencia de
otras, no tenía ninguna relevancia ni recursos y estaba expuesta a la violencia
y al desprecio: «A pesar de tu debilidad […] obligaré […] a que se postren
delante de ti» (Ap 3,8-9). Este texto evoca las palabras del cántico de María:
«Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a
los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías» (Lc 1,52-53).
2. La
declaración de amor del Apocalipsis remite al misterio inextinguible que el
Papa Francisco ha profundizado en la encíclica Dilexit nos sobre el amor divino
y humano del Corazón de Cristo. En ella hemos admirado el modo en el que Jesús
se identifica «con los más pequeños de la sociedad» y cómo con su amor,
entregado hasta el final, muestra la dignidad de cada ser humano, sobre todo
cuando es «más débil, miserable y sufriente» [Dilexit nos, 170, 171]. Contemplar el amor de Cristo
«nos ayuda a prestar más atención al sufrimiento y a las carencias de los
demás, nos hace fuertes para participar en su obra de liberación, como
instrumentos para la difusión de su amor».
3. Por
esta razón, en continuidad con la encíclica Dilexit nos, el Papa Francisco
estaba preparando, en los últimos meses de su vida, una exhortación apostólica
sobre el cuidado de la Iglesia por los pobres y con los pobres, titulada Dilexi
te, imaginando que Cristo se dirigiera a cada uno de ellos diciendo: no tienes
poder ni fuerza, pero «yo te he amado» (Ap 3,9). Habiendo recibido como
herencia este proyecto, me alegra hacerlo mío —añadiendo algunas reflexiones— y
proponerlo al comienzo de mi pontificado, compartiendo el deseo de mi amado
predecesor de que todos los cristianos puedan percibir la fuerte conexión que
existe entre el amor de Cristo y su llamada a acercarnos a los pobres. De
hecho, también yo considero necesario insistir sobre este camino de
santificación, porque en el «llamado a reconocerlo en los pobres y sufrientes
se revela el mismo corazón de Cristo, sus sentimientos y opciones más
profundas, con las cuales todo santo intenta configurarse» [Gaudete et exsultate, 96].
CAPÍTULO PRIMERO.Algunas palabras indispensables.4. Los
discípulos de Jesús criticaron a la mujer que le había derramado un perfume muy
valioso sobre su cabeza: «¿Para qué este derroche? —decían— Se hubiera podido
vender el perfume a buen precio para repartir el dinero entre los pobres». Pero
el Señor les dijo: «A los pobres los tendrán siempre con ustedes, pero a mí no
me tendrán siempre» (Mt 26,8-9.11). Aquella mujer había comprendido que Jesús
era el Mesías humilde y sufriente sobre el que debía derramar su amor. ¡Qué
consuelo ese ungüento sobre aquella cabeza que algunos días después sería
atormentada por las espinas!. Era un gesto insignificante, ciertamente, pero
quien sufre sabe cuán importante es un pequeño gesto de afecto y cuánto alivio
puede causar. Jesús lo comprende y sanciona su perennidad: «Allí donde se
proclame esta Buena Noticia, en todo el mundo, se contará también en su memoria
lo que ella hizo» (Mt 26,13). La sencillez de este gesto revela algo grande.
Ningún gesto de afecto, ni siquiera el más pequeño, será olvidado, especialmente
si está dirigido a quien vive en el dolor, en la soledad o en la necesidad,
como se encontraba el Señor en aquel momento.
5. Y es
precisamente en esta perspectiva que el afecto por el Señor se une al afecto
por los pobres. Aquel Jesús que dice: «A los pobres los tendrán siempre con
ustedes» (Mt 26,11) expresa el mismo concepto que cuando promete a los
discípulos: «Yo estaré siempre con ustedes» (Mt 28,20). Y al mismo tiempo nos
vienen a la mente aquellas palabras del Señor: «Cada vez que lo hicieron con el
más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40). No estamos en el
horizonte de la beneficencia, sino de la Revelación; el contacto con quien no
tiene poder ni grandeza es un modo fundamental de encuentro con el Señor de la
historia. En los pobres Él sigue teniendo algo que decirnos.
San
Francisco.6. El
Papa Francisco, recordando la elección de su nombre, contó que, después de
haber sido elegido, un cardenal amigo lo abrazó, lo besó y le dijo: «¡No te
olvides de los pobres!» [Encuentro]. Se trata de la misma recomendación hecha a san
Pablo por las autoridades de la Iglesia cuando subió a Jerusalén para confirmar
su misión (cf. Ga 2,1-10). Años más tarde, el Apóstol pudo afirmar que fue esto
lo que siempre había tratado de hacer (cf. v. 10). Y fue también la opción de
san Francisco de Asís: en el leproso fue Cristo mismo quien lo abrazó,
cambiándole la vida. La figura luminosa del Poverello nunca dejará de
inspirarnos.
7. Fue
él, hace ocho siglos, quien provocó un renacimiento evangélico entre los
cristianos y en la sociedad de su tiempo. Al joven Francisco, antes rico y
arrogante, le impactó encontrarse con la realidad de los marginados. El impulso
que provocó no cesa de movilizar el ánimo de los creyentes y de muchos no
creyentes, y «ha cambiado la historia». El mismo Concilio Vaticano II,
según las palabras de san Pablo VI, se encuentra en este camino: «la antigua
historia del buen samaritano ha sido el paradigma de la espiritualidad del
Concilio». Estoy convencido de que la opción preferencial por los pobres
genera una renovación extraordinaria tanto en la Iglesia como en la sociedad,
cuando somos capaces de liberarnos de la autorreferencialidad y conseguimos
escuchar su grito.
El grito
de los pobres.
8. A este
respecto, hay un texto de la Sagrada Escritura al que siempre es necesario
volver. Se trata de la revelación de Dios a Moisés junto a la zarza ardiente:
«Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos
de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos.
Por eso he bajado a librarlo […]. Ahora ve, yo te envío» (Ex 3,7-8.10). [Evangelii gaudium,187]
Dios se muestra solícito hacia la necesidad de los pobres: «clamaron al Señor,
y él hizo surgir un salvador» (Jc 3,15). Por eso, escuchando el grito del
pobre, estamos llamados a identificarnos con el corazón de Dios, que es
premuroso con las necesidades de sus hijos y especialmente de los más
necesitados. Permaneciendo, por el contrario, indiferentes a este grito, el
pobre apelaría al Señor contra nosotros y seríamos culpables de un pecado (cf.
Dt 15,9), alejándonos del corazón mismo de Dios.
9. La
condición de los pobres representa un grito que, en la historia de la
humanidad, interpela constantemente nuestra vida, nuestras sociedades, los
sistemas políticos y económicos, y especialmente a la Iglesia. En el rostro
herido de los pobres encontramos impreso el sufrimiento de los inocentes y, por
tanto, el mismo sufrimiento de Cristo. Al mismo tiempo, deberíamos hablar
quizás más correctamente de los numerosos rostros de los pobres y de la
pobreza, porque se trata de un fenómeno variado; en efecto, existen muchas
formas de pobreza: aquella de los que no tienen medios de sustento material, la
pobreza del que está marginado socialmente y no tiene instrumentos para dar voz
a su dignidad y a sus capacidades, la pobreza moral y espiritual, la pobreza
cultural, la del que se encuentra en una condición de debilidad o fragilidad
personal o social, la pobreza del que no tiene derechos, ni espacio, ni
libertad.

10. En
este sentido, se puede decir que el compromiso en favor de los pobres y con el
fin de remover las causas sociales y estructurales de la pobreza, aun siendo
importante en los últimos decenios, sigue siendo insuficiente. Esto también
porque vivimos en una sociedad que a menudo privilegia algunos criterios de
orientación de la existencia y de la política marcados por numerosas
desigualdades y, por tanto, a las viejas pobrezas de las que hemos tomado
conciencia y que se intenta contrastar, se agregan otras nuevas, en ocasiones
más sutiles y peligrosas. Desde este punto de vista, es encomiable el hecho de
que las Naciones Unidas hayan puesto la erradicación de la pobreza como uno de
los objetivos del Milenio.11. Al
compromiso concreto por los pobres también es necesario asociar un cambio de
mentalidad que pueda incidir en la transformación cultural. En efecto, la
ilusión de una felicidad que deriva de una vida acomodada mueve a muchas
personas a tener una visión de la existencia basada en la acumulación de la
riqueza y del éxito social a toda costa, que se ha de conseguir también en
detrimento de los demás y beneficiándose de ideales sociales y sistemas
políticos y económicos injustos, que favorecen a los más fuertes. De ese modo,
en un mundo donde los pobres son cada vez más numerosos, paradójicamente,
también vemos crecer algunas élites de ricos, que viven en una burbuja muy
confortable y lujosa, casi en otro mundo respecto a la gente común. Eso
significa que todavía persiste —a veces bien enmascarada— una cultura que
descarta a los demás sin advertirlo siquiera y tolera con indiferencia que
millones de personas mueran de hambre o sobrevivan en condiciones indignas del
ser humano. Hace algunos años, la foto de un niño tendido sin vida en una playa
del Mediterráneo provocó un gran impacto y, lamentablemente, aparte de alguna
emoción momentánea, hechos similares se están volviendo cada vez más
irrelevantes, reduciéndose a noticias marginales.
12. No
debemos bajar la guardia respecto a la pobreza. Nos preocupan particularmente
las graves condiciones en las que se encuentran muchísimas personas a causa de
la falta de comida y de agua. Cada día mueren varios miles de personas por
causas vinculadas a la malnutrición. En los países ricos las cifras relativas
al número de pobres tampoco son menos preocupantes. En Europa hay cada vez más
familias que no logran llegar a fin de mes. En general, se percibe que han
aumentado las distintas manifestaciones de la pobreza. Esta ya no se configura
como una única condición homogénea, más bien se traduce en múltiples formas de
empobrecimiento económico y social, reflejando el fenómeno de las crecientes
desigualdades también en contextos generalmente acomodados. Recordemos que
«doblemente pobres son las mujeres que sufren situaciones de exclusión,
maltrato y violencia, porque frecuentemente se encuentran con menores
posibilidades de defender sus derechos. Sin embargo, también entre ellas
encontramos constantemente los más admirables gestos de heroísmo cotidiano en
la defensa y el cuidado de la fragilidad de sus familias» [Evangelii gaudium,212]. Si bien en
algunos países se observan cambios importantes, «la organización de las
sociedades en todo el mundo todavía está lejos de reflejar con claridad que las
mujeres tienen exactamente la misma dignidad e idénticos derechos que los
varones. Se afirma algo con las palabras, pero las decisiones y la realidad
gritan otro mensaje» [Fratelli tutti,23] sobre todo si pensamos en las mujeres más pobres.

Prejuicios
ideológicos.13. Más
allá de los datos —que a veces son “interpretados” en modo tal de convencernos
que la situación de los pobres no es tan grave—, la realidad general es
bastante clara: «Hay reglas económicas que resultaron eficaces para el
crecimiento, pero no así para el desarrollo humano integral. Aumentó la
riqueza, pero con inequidad, y así lo que ocurre es que “nacen nuevas
pobrezas”. Cuando dicen que el mundo moderno redujo la pobreza, lo hacen
midiéndola con criterios de otras épocas no comparables con la realidad actual.
Porque en otros tiempos, por ejemplo, no tener acceso a la energía eléctrica no
era considerado un signo de pobreza ni generaba angustia. La pobreza siempre se
analiza y se entiende en el contexto de las posibilidades reales de un momento
histórico concreto». [Fratelli tutti,21] Sin embargo, más allá de las situaciones específicas
y contextuales, en un documento de la Comunidad Europea, en 1984, se afirmaba
que «se entiende por personas pobres los individuos, las familias y los grupos
de personas cuyos recursos (materiales, culturales y sociales) son tan escasos
que no tienen acceso a las condiciones de vida mínimas aceptables en el Estado
miembro en que viven». Pero si reconocemos que todos los seres humanos
tienen la misma dignidad, independientemente del lugar de nacimiento, no se
deben ignorar las grandes diferencias que existen entre los países y las
regiones.
14. Los
pobres no están por casualidad o por un ciego y amargo destino. Menos aún la
pobreza, para la mayor parte de ellos, es una elección. Y, sin embargo, todavía
hay algunos que se atreven a afirmarlo, mostrando ceguera y crueldad.
Obviamente entre los pobres hay también quien no quiere trabajar, quizás porque
sus antepasados, que han trabajado toda la vida, han muerto pobres. Pero hay
muchos —hombres y mujeres— que de todas maneras trabajan desde la mañana hasta
la noche, a veces recogiendo cartones o haciendo otras actividades de ese tipo,
aunque este esfuerzo sólo les sirva para sobrevivir y nunca para mejorar
verdaderamente su vida. No podemos decir que la mayor parte de los pobres lo
son porque no hayan obtenido “méritos”, según esa falsa visión de la
meritocracia en la que parecería que sólo tienen méritos aquellos que han
tenido éxito en la vida.
15.
También los cristianos, en muchas ocasiones, se dejan contagiar por actitudes
marcadas por ideologías mundanas o por posicionamientos políticos y económicos
que llevan a injustas generalizaciones y a conclusiones engañosas. El hecho de
que el ejercicio de la caridad resulte despreciado o ridiculizado, como si se
tratase de la fijación de algunos y no del núcleo incandescente de la misión
eclesial, me hace pensar que siempre es necesario volver a leer el Evangelio,
para no correr el riesgo de sustituirlo con la mentalidad mundana. No es
posible olvidar a los pobres si no queremos salir fuera de la corriente viva de
la Iglesia que brota del Evangelio y fecunda todo momento histórico.
CAPÍTULO SEGUNDO.
Dios opta por los pobres.La opción
por los pobres.
16. Dios
es amor misericordioso y su proyecto de amor, que se extiende y se realiza en
la historia, es ante todo su descenso y su venida entre nosotros para
liberarnos de la esclavitud, de los miedos, del pecado y del poder de la
muerte. Con una mirada misericordiosa y el corazón lleno de amor, Él se dirigió
a sus criaturas, haciéndose cargo de su condición humana y, por tanto, de su
pobreza. Precisamente para compartir los límites y las fragilidades de nuestra
naturaleza humana, Él mismo se hizo pobre, nació en carne como nosotros, lo
hemos conocido en la pequeñez de un niño colocado en un pesebre y en la extrema
humillación de la cruz, allí compartió nuestra pobreza radical, que es la
muerte. Se comprende bien, entonces, por qué se puede hablar también
teológicamente de una opción preferencial de Dios por los pobres, una expresión
nacida en el contexto del continente latinoamericano y en particular en la
Asamblea de Puebla, pero que ha sido bien integrada en el magisterio de la
Iglesia sucesivo [Audiencia JPII]. Esta “preferencia” no indica nunca un exclusivismo o una
discriminación hacia otros grupos, que en Dios serían imposibles; esta desea
subrayar la acción de Dios que se compadece ante la pobreza y la debilidad de
toda la humanidad y, queriendo inaugurar un Reino de justicia, fraternidad y
solidaridad, se preocupa particularmente de aquellos que son discriminados y
oprimidos, pidiéndonos también a nosotros, su Iglesia, una opción firme y
radical en favor de los más débiles.
17. Se
comprenden en esta perspectiva las numerosas páginas del Antiguo Testamento en
las que Dios es presentado como amigo y liberador de los pobres, Aquel que
escucha el grito del pobre e interviene para liberarlo (cf. Sal 34,7). Dios,
refugio del pobre, por medio de los profetas —recordemos en particular a Amós e
Isaías— denuncia las iniquidades en perjuicio de los más débiles y dirige a
Israel la exhortación a renovar también el culto desde dentro, porque no se
puede rezar ni ofrecer sacrificios mientras se oprime a los más débiles y a los
más pobres. Desde el comienzo, la Escritura manifiesta con mucha intensidad el
amor de Dios a través de la protección de los débiles y de los que menos
tienen, hasta el punto de poder hablar de una auténtica “debilidad” de Dios
para con ellos. «El corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres
[…]. Todo el camino de nuestra redención está signado por los pobres» [Evangelii gaudium,197].
Jesús,
Mesías pobre.
18. Toda
la historia veterotestamentaria de la predilección de Dios por los pobres y el
deseo divino de escuchar su grito —que he evocado brevemente— encuentra en
Jesús de Nazaret su plena realización [V Jornada Pobres,3]. En su encarnación, Él «se anonadó a
sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los
hombres. Y presentándose con aspecto humano» ( Flp 2,7), de esa forma nos trajo
la salvación. Se trata de una pobreza radical, fundada sobre su misión de
revelar el verdadero rostro del amor divino (cf. Jn 1,18; 1 Jn 4,9). Por tanto,
con una de sus admirables síntesis, san Pablo puede afirmar: «Ya conocen la
generosidad de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por
nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8,9).

19. En
efecto, el Evangelio muestra que esta pobreza incidió en cada aspecto de su
vida. Desde su llegada al mundo, Jesús experimentó las dificultades relativas
al rechazo. El evangelista Lucas, narrando la llegada a Belén de José y María,
ya próxima a dar a luz, observa con amargura: «No había lugar para ellos en el
albergue» (Lc 2,7). Jesús nació en condiciones humildes; recién nacido fue
colocado en un pesebre y, muy pronto, para salvarlo de la muerte, sus padres
huyeron a Egipto (cf. Mt 2,13-15). Al inicio de la vida pública, fue expulsado
de Nazaret después de haber anunciado que en Él se cumple el año de gracia del
que se alegran los pobres (cf. Lc 4,14-30). No hubo un lugar acogedor ni
siquiera a la hora de su muerte, ya que lo condujeron fuera de Jerusalén para
crucificarlo (cf. Mc 15,22). En esta condición se puede resumir claramente la
pobreza de Jesús. Se trata de la misma exclusión que caracteriza la definición
de los pobres: ellos son los excluidos de la sociedad. Jesús es la revelación
de este privilegium pauperum. Él se presenta al mundo no sólo como Mesías pobre
sino como Mesías de los pobres y para los pobres.20. Hay
algunos indicios a propósito de la condición social de Jesús. En primer lugar,
Él realizaba el oficio de artesano o carpintero, téktōn (cf. Mc 6,3). Se trata
de una categoría de personas que vivían de su trabajo manual. Además, al no
poseer tierras, eran considerados inferiores respecto a los campesinos. Cuando
el pequeño Jesús fue presentado en el Templo por José y María, sus progenitores
ofrecieron una pareja de tórtolas o de pichones (cf. Lc 2,22-24), que según las
prescripciones del libro del Levítico (cf. 12,8) era la ofrenda de los pobres.
Un episodio evangélico significativo es el que relata cómo Jesús, junto con sus
discípulos, arrancaban espigas para comer mientras atravesaban los campos (cf.
Mc 2,23-28), y esto —espigar los sembrados— sólo le era permitido a los pobres.
Jesús mismo, luego, dice de sí: «Los zorros tienen sus cuevas y las aves del
cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt
8,20; Lc 9,58). Él, en efecto, es un maestro itinerante, cuya pobreza y
precariedad es signo de su vínculo con el Padre y es lo que se le pide también
a quien quiere seguirlo en el camino del discipulado, precisamente para que la
renuncia a los bienes, a las riquezas y a las seguridades de este mundo sean
signo visible de la confianza en Dios y en su providencia.
21. Al
comienzo de su ministerio público, Jesús se presenta en la sinagoga de Nazaret
leyendo el libro del profeta Isaías y aplicándose a sí mismo la palabra del
profeta: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la
unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres» (Lc 4,18; cf. Is
61,1). Él, por tanto, se presenta como Aquel que viene a manifestar en el hoy
de la historia la cercanía amorosa de Dios, que es ante todo obra de liberación
para quienes son prisioneros del mal, para los débiles y los pobres. Los signos
que acompañan la predicación de Jesús son manifestación del amor y de la
compasión con la que Dios mira a los enfermos, a los pobres y a los pecadores
que, en virtud de su condición, eran marginados por la sociedad, pero también
por la religión. Él abre los ojos a los ciegos, cura a los leprosos, resucita a
los muertos y anuncia la buena noticia a los pobres; Dios se acerca, Dios los
ama (cf. Lc 7,22). Esto explica por qué Él proclama: «¡Felices ustedes, los
pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!» (Lc 6,20). En efecto, Dios
muestra predilección hacia los pobres, a ellos se dirige la palabra de
esperanza y de liberación del Señor y, por eso, aun en la condición de pobreza
o debilidad, ya ninguno debe sentirse abandonado. Y la Iglesia, si quiere ser
de Cristo, debe ser la Iglesia de las Bienaventuranzas, una Iglesia que hace
espacio a los pequeños y camina pobre con los pobres, un lugar en el que los
pobres tienen un sitio privilegiado (cf. St 2,2-4).

22. Los indigentes
y enfermos, incapaces de procurarse lo necesario para vivir, se encontraban
muchas veces obligados a la mendicidad. A esto se añadía el peso de la
vergüenza social, alimentado por la convicción de que la enfermedad y la
pobreza estuvieran vinculadas a algún pecado personal. Jesús se opuso con
firmeza a ese modo de pensar, afirmando que Dios «hace salir el sol sobre malos
y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Es más, dio
un vuelco completo a esa concepción, como queda bien ejemplificado en la
parábola del rico epulón y del pobre Lázaro: «Hijo mío, […] recuerda que has
recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él
encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento» (Lc 16,25).23.
Entonces es claro que «de nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a
los pobres y excluidos, brota la preocupación por el desarrollo integral de los
más abandonados de la sociedad» [Evangelii gaudium,186] .Muchas veces me pregunto por qué, aun
cuando las Sagradas Escrituras son tan precisas a propósito de los pobres,
muchos continúan pensando que pueden excluir a los pobres de sus atenciones.
Por el momento, sigamos aún en el ámbito bíblico e intentando reflexionar sobre
nuestra relación con los últimos de la sociedad y su lugar fundamental en el
pueblo de Dios.
La
misericordia hacia los pobres en la Biblia.
24. El
apóstol Juan escribe: «¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a
su hermano, a quien ve?» (1 Jn 4,20). Del mismo modo, en su réplica al doctor
de la ley, Jesús retoma los dos antiguos mandamientos: «Amarás al Señor, tu
Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5) y
«amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18) fundiéndolos en un único
mandamiento. El evangelista Marcos recoge la respuesta de Jesús en estos
términos: «El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único
Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma,
con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos» (Mc
12,29-31).
25. El
pasaje citado del Levítico exhorta a honrar al conciudadano, mientras en otros
textos se encuentra una enseñanza que también invita al respeto —por no decir
incluso al amor— del enemigo: «Si encuentras perdido el buey o el asno de tu
enemigo, se los llevarás inmediatamente. Si ves al asno del que te aborrece,
caído bajo el peso de su carga, no lo dejarás abandonado; más aún, acudirás a
auxiliarlo junto con su dueño» (Ex 23,4-5). De todo esto se trasluce el valor
intrínseco del respeto a la persona: cualquiera, incluso el enemigo, si se
encuentra en dificultad, merece siempre nuestra ayuda.

26. Es
innegable que el primado de Dios en la enseñanza de Jesús va acompañado de otro
punto fijo: no se puede amar a Dios sin extender el propio amor a los pobres.
El amor al prójimo representa la prueba tangible de la autenticidad del amor a
Dios, como asevera el apóstol Juan: «Nadie ha visto nunca a Dios: si nos amamos
los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a
su plenitud en nosotros. […] Dios es amor, y el que permanece en el amor
permanece en Dios, y Dios permanece en él» (1 Jn 4,12.16). Son dos amores
distintos, pero inseparables. Incluso en los casos en los que la relación con
Dios no es explícita, el Señor mismo nos enseña que todo acto de amor hacia el
prójimo es de algún modo un reflejo de la caridad divina: «Les aseguro que cada
vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo»
(Mt 25,40).27. Por
esta razón se recomiendan las obras de misericordia, como signo de la
autenticidad del culto que, mientras alaba a Dios, tiene la tarea de
disponernos a la transformación que el Espíritu puede realizar en nosotros,
para que seamos todos imagen de Cristo y de su misericordia hacia los más
débiles. En este sentido, la relación con el Señor, que se expresa en el culto,
pretende también liberarnos del riesgo de vivir nuestras relaciones en la
lógica del cálculo y del interés, para abrirnos a la gratuidad que circula
entre aquellos que se aman y que, por eso, ponen todo en común. A este
respecto, Jesús aconseja: «Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus
amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea
que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa. Al contrario, cuando
des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los
ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte!» (Lc 14,12-14).
28. La
llamada del Señor a la misericordia para con los pobres ha encontrado una
expresión plena en la gran parábola del juicio final (cf. Mt 25,31-46), que es
también una descripción gráfica de la bienaventuranza de los misericordiosos.
Allí el Señor nos ofrece la clave para alcanzar nuestra plenitud, porque «si
buscamos esa santidad que agrada a los ojos de Dios, en este texto hallamos
precisamente un protocolo sobre el cual seremos juzgados» [Gaudete et exsultate, 95]. Las palabras
fuertes y claras del Evangelio deberían ser vividas «sin comentario, sin
elucubraciones y excusas que les quiten fuerza. El Señor nos dejó bien claro
que la santidad no puede entenderse ni vivirse al margen de estas exigencias
suyas» [Gaudete et exsultate, 97].
29. En la
primera comunidad cristiana el programa de caridad no derivaba de análisis o de
proyectos, sino directamente del ejemplo de Jesús, de las mismas palabras del
Evangelio. La Carta de Santiago dedica mucho espacio al problema de la relación
entre ricos y pobres, lanzando a los creyentes dos enérgicos llamados que
cuestionan su fe: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe,
si no tiene obras?. ¿Acaso esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno de
ustedes, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento
necesario, les dice: “Vayan en paz, caliéntense y coman”, y no les da lo que
necesitan para su cuerpo?. Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las
obras, está completamente muerta» (St 2,14-17).

30. «Su
oro y su plata se han herrumbrado, y esa herrumbre dará testimonio contra
ustedes y devorará sus cuerpos como un fuego. ¡Ustedes han amontonado riquezas,
ahora que es el tiempo final! Sepan que el salario que han retenido a los que
trabajaron en sus campos está clamando, y el clamor de los cosechadores ha
llegado a los oídos del Señor del universo. Ustedes llevaron en este mundo una
vida de lujo y de placer, y se han cebado a sí mismos para el día de la
matanza» (St 5,3-5). ¡Qué fuerza tienen estas palabras, aunque prefiramos
hacernos los sordos! En la Primera Carta de san Juan encontramos una
exhortación parecida: «Si alguien vive en la abundancia, y viendo a su hermano
en la necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo permanecerá en él el amor de
Dios?» (1 Jn 3,17).31. Lo
que dice la Palabra revelada «es un mensaje tan claro, tan directo, tan simple
y elocuente, que ninguna hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo.
La reflexión de la Iglesia sobre estos textos no debería oscurecer o debilitar
su sentido exhortativo, sino más bien ayudar a asumirlos con valentía y fervor.
¿Para qué complicar lo que es tan simple?. Los aparatos conceptuales están para
favorecer el contacto con la realidad que pretenden explicar, y no para
alejarnos de ella» [Evangelii gaudium,194].
32. Por
otra parte, un claro ejemplo eclesial de compartir los bienes y asistir a los
pobres lo encontramos en la vida cotidiana y en el estilo de la primera
comunidad cristiana. Podemos recordar en particular el modo en el que fue
resuelta la cuestión de la distribución cotidiana de ayuda a las viudas (cf.
Hch 6,1-6). Se trataba de un problema difícil de resolver, porque algunas de
estas viudas, que provenían de otros países, eran desatendidas por ser
extranjeras. De hecho, el episodio relatado por los Hechos de los Apóstoles
pone de manifiesto un cierto descontento por parte de los helenistas, que eran
judíos de cultura griega. Los apóstoles no responden con un discurso doctrinal
abstracto, sino que, volviendo a poner en el centro la caridad hacia todos,
reorganizan la asistencia a las viudas pidiendo a la comunidad que busquen
personas sabias y estimadas a quienes confiar el servicio de las mesas,
mientras ellos se ocupaban de la predicación de la Palabra.
33.
Cuando Pablo fue a Jerusalén a consultar a los apóstoles para asegurarse de
«que no corría o no había corrido en vano» (Ga 2,2), le pidieron que no se
olvidase de los pobres (cf. Ga 2,10). Por esta razón, organizó varias colectas
para ayudar a las comunidades necesitadas. Entre las motivaciones que ofrece
para este gesto se debe resaltar la siguiente: «Dios ama al que da con alegría»
(2 Co 9,7). A aquellos entre nosotros que somos poco propensos a gestos
gratuitos, sin ningún interés, la Palabra de Dios nos indica que la generosidad
para con los pobres es un verdadero bien para quien la practica; de hecho,
comportándonos así, somos amados por Dios de modo especial. En efecto, las
promesas bíblicas dirigidas a quien da con generosidad son muchas: «El que se
apiada del pobre presta al Señor, y él le devolverá el bien que hizo» (Pr
19,17). «Den, y se les dará. […] Porque la medida con que ustedes midan también
se usará para ustedes» (Lc 6,38). «Entonces despuntará tu luz como la aurora y
tu llaga no tardará en cicatrizar» (Is 58,8). Los primeros cristianos estaban
convencidos de ello.

34. La
vida de las primeras comunidades eclesiales, narrada en el canon bíblico y que
ha llegado a nosotros como Palabra revelada, se nos ofrece como ejemplo a
imitar y como testimonio de la fe que obra por medio de la caridad, y que
continúa como exhortación permanente para las generaciones venideras. A lo
largo de los siglos, estas páginas han interpelado los corazones de los
cristianos a amar y a realizar obras de caridad, como semillas fecundas que no
cesan de producir fruto.CAPÍTULO TERCERO.Una Iglesia para los pobres.35. Tres
días después de su elección, mi predecesor expresó a los representantes de los
medios de comunicación su deseo de que la Iglesia mostrara más claramente su
cuidado y atención hacia los pobres: «¡Ah, cómo quisiera una Iglesia pobre y
para los pobres!» [Encuentro MCS 105].
36. Este
deseo refleja la conciencia de que la Iglesia «reconoce en los pobres y en los
que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar
sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo» [Lumen gentium,8]. En efecto, habiendo
sido llamada a configurarse con los últimos, en ella «no deben quedar dudas ni
caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro [...]. Hay que decir
sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres».
[Evangelii gaudium,48] .A este respecto, tenemos abundantes testimonios a lo largo de los casi dos
mil años de historia de los discípulos de Jesús.
La
verdadera riqueza de la Iglesia.
37. San
Pablo refiere que entre los fieles de la naciente comunidad cristiana no había
«muchos sabios, ni muchos poderosos, ni muchos nobles» (1 Co 1,26). Sin
embargo, a pesar de su propia pobreza, los primeros cristianos tienen clara
conciencia de la necesidad de acudir a aquellos que sufren mayores privaciones.
Ya en los albores del cristianismo los apóstoles impusieron las manos sobre
siete hombres elegidos por la comunidad y, en cierta medida, los integraron en
su propio ministerio, instituyéndolos para el servicio —en griego, diakonía— de
los más pobres (cf. Hch 6,1-5). Es significativo que el primer discípulo en dar
testimonio de su fe en Cristo con el derramamiento de su propia sangre fuera
san Esteban, que formaba parte de este grupo. En él se unen el testimonio de
vida en la atención a los necesitados y el martirio.
38. Poco
más de dos siglos después, otro diácono manifestará su adhesión a Jesucristo en
modo semejante, uniendo en su vida el servicio a los pobres y el martirio: san Lorenzo. Del relato de san Ambrosio comprendemos que Lorenzo, diácono en
Roma en el pontificado del Papa Sixto II, al ser obligado por las autoridades
romanas a entregar los tesoros de la Iglesia, «al día siguiente trajo consigo a
los pobres. Cuando le preguntaron dónde estaban los tesoros que había
prometido, les mostró a los pobres, diciendo: “Estos son los tesoros de la
Iglesia”». Al narrar este episodio, Ambrosio pregunta: «¿Qué mejores
tesoros tendría Cristo que aquellos en los que él mismo dijo que estaba?». Y, recordando que los ministros de la Iglesia nunca deben descuidar el cuidado
de los pobres y, menos aún, acumular bienes en beneficio propio, afirma: «Es
necesario que cada uno de nosotros cumpla con esta obligación con fe sincera y
providencia perspicaz. Sin duda, si alguien desvía algo para su propio
beneficio, eso es un delito; pero si lo da a los pobres, si rescata al cautivo,
eso es misericordia».

Los
Padres de la Iglesia y los pobres.39. Desde
los primeros siglos, los Padres de la Iglesia reconocieron en el pobre un
acceso privilegiado a Dios, un modo especial para encontrarlo. La caridad hacia
los necesitados no se entendía como una simple virtud moral, sino como
expresión concreta de la fe en el Verbo encarnado. La comunidad de fieles,
sostenida por la fuerza del Espíritu Santo, se encuentra arraigada en la
cercanía a los pobres, que en ella no son un apéndice, sino parte esencial de
su cuerpo vivo. San Ignacio de Antioquía, por ejemplo, camino del martirio,
exhortaba a los fieles de la comunidad de Esmirna a no descuidar el deber de la
caridad para con los más necesitados, advirtiéndoles que no procedieran como
los que se oponían a Dios: «Considerad a los que tienen una opinión diferente
sobre la gracia de Jesucristo, que vino a nosotros: ¡cómo se oponen al
pensamiento de Dios! No se preocupan por el amor, ni por la viuda, ni por el
huérfano, ni por el oprimido, ni por el prisionero o el liberto, ni por el
hambriento o el sediento». El obispo de Esmirna, Policarpo, recomendaba
precisamente a los ministros de la Iglesia que cuidaran de los pobres: «Los
presbíteros también sean compasivos, misericordiosos con todos. Traigan de
vuelta a los descarriados, visiten a todos los enfermos, no descuiden a la
viuda, al huérfano y al pobre, sino que sean siempre solícitos en el bien ante
Dios y los hombres». A partir de estos dos testimonios, constatamos que la
Iglesia aparece como madre de los pobres, lugar de acogida y de justicia.
40. San Justino, por su parte, en su primera Apología, dirigida al emperador Adriano,
al Senado y al pueblo romano, explicaba que los cristianos llevaban a los
necesitados todo lo que podían, porque veían en ellos hermanos y hermanas en
Cristo. Al escribir sobre la asamblea de oración del primer día de la semana,
destacaba que, en el centro de la liturgia cristiana, no se puede separar el
culto a Dios de la atención a los pobres. En efecto, en un momento determinado
de la celebración, «los que tienen algo y quieren, cada uno según su libre
voluntad, dan lo que les parece bien, y lo que se ha recogido se entrega al
presidente. Él lo distribuye a los huérfanos y viudas, a los que por enfermedad
u otra causa están necesitados, a los que están en las cárceles, a los
extranjeros de paso, en una palabra, se convierte en el proveedor de todos los
que se encuentran indigentes». Así, se da testimonio de que la Iglesia
naciente no separaba el creer de la acción social: la fe que no iba acompañada
del testimonio de las obras, como había enseñado Santiago, se consideraba
muerta (cf. St 2,17).
San Juan
Crisóstomo.
41. Entre
los Padres orientales, quizá el predicador más ardiente de la justicia social
sea san Juan Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla entre los siglos IV y V.
En sus homilías, exhortaba a los fieles a reconocer a Cristo en los
necesitados: «¿Quieres honrar el Cuerpo de Cristo? No permitas que sea
despreciado en sus miembros, es decir, en los pobres que no tienen qué vestir,
ni lo honres aquí en el templo con vestiduras de seda, mientras fuera lo
abandonas al frío y a la desnudez [...]. En el templo, el Cuerpo de Cristo no
necesita mantos, sino almas puras; pero en la persona de los pobres, Él
necesita todo nuestro cuidado. Aprendamos, pues, a reflexionar y a honrar a
Cristo como Él quiere. Cuando queremos honrar a alguien, debemos prestarle el
honor que él prefiere y no el que más nos gusta [...]. Así también tú debes
prestarle el honor que Él mismo ha ordenado, distribuyendo tus riquezas entre
los pobres. Dios no necesita vasos de oro, sino almas de oro». Afirmando
con claridad meridiana que si los fieles no encuentran a Cristo en los pobres a
su puerta, tampoco lo encontrarán en el altar, continúa: «¿De qué serviría, al
fin y al cabo, adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si Él muere de
hambre en la persona de los pobres? Primero da de comer al que tiene hambre y
luego adorna su mesa con lo que sobra». Entendía la Eucaristía, por tanto,
también como una expresión sacramental de la caridad y la justicia que la
precedían, la acompañaban y debían darle continuidad en el amor y la atención a
los pobres.

42. Así
pues, la caridad no es una vía opcional, sino el criterio del verdadero culto.
Crisóstomo denunciaba con vehemencia el lujo exacerbado, que convivía con la
indiferencia hacia los pobres. La atención que se les debe prestar, más que una
mera exigencia social, es una condición para la salvación, lo que atribuye a la
riqueza injusta un peso de condena: «Hace mucho frío y el pobre yace en
harapos, moribundo y helado, castañeteando los dientes, con un aspecto y un
atuendo que deberían conmoverte. Tú, sin embargo, calentito y ebrio, pasas de
largo. ¿Y cómo quieres que Dios te libre de la infelicidad? [...] A menudo
adornas con muchas vestiduras variadas y doradas un cadáver insensible, que ya
no percibe el honor. Sin embargo, desprecias a aquel que siente dolor, que está
desgarrado, torturado, atormentado por el hambre y el frío, y te preocupa más
la vanagloria que el temor de Dios». Este profundo sentido de la justicia
social le lleva a afirmar que «no dar a los pobres es robarles, es defraudarles
la vida, porque lo que poseemos les pertenece».San
Agustín.
43.
Agustín tuvo como maestro espiritual a san Ambrosio, que insistía en la
exigencia ética de compartir los bienes: «Lo que das al pobre no es tuyo, es
suyo. Porque te has apropiado de lo que fue dado para uso común». Para el
obispo de Milán, la limosna es justicia restaurada, no un gesto paternalista.
En sus sermones, la misericordia adquiere un carácter profético: denuncia las
estructuras de acumulación y reafirma la comunión como vocación eclesial.
44.
Formado en esta tradición, el santo obispo de Hipona enseñó a su vez el amor
preferencial por los pobres. Pastor vigilante y teólogo de rara clarividencia,
comprendió que la verdadera comunión eclesial se expresa también en la comunión
de los bienes. En sus Comentarios a los Salmos, recuerda que los verdaderos
cristianos no dejan de lado el amor a los más necesitados: «Atended a vuestros
hermanos, si necesitan algo; dad, si Cristo está en vosotros, incluso a los
extranjeros». Este compartir los bienes brota, por tanto, de la caridad
teologal y tiene como fin último el amor a Cristo. Para Agustín, el pobre no es
sólo alguien a quien se ayuda, sino la presencia sacramental del Señor.
45. El
Doctor de la Gracia veía en el cuidado a los pobres una prueba concreta de la
sinceridad de la fe. Quien dice amar a Dios y no se compadece de los
necesitados, miente (cf. 1 Jn 4,20). Al comentar el encuentro de Jesús con el
joven rico y el «tesoro en el cielo» que está reservado a quienes dan sus
bienes a los pobres (cf. Mt 19,21), Agustín pone en boca del Señor las
siguientes palabras: «Recibí tierra y daré el cielo. Recibí cosas temporales y
daré a cambio bienes eternos. Recibí pan, daré la vida. […] He recibido
alojamiento y daré una casa. He sido visitado en la enfermedad y daré salud.
Fui visitado en la cárcel y daré libertad. El pan que se dio a mis pobres se
consumió; el pan que yo daré restaura las fuerzas, sin acabarse nunca». El
Altísimo no se deja vencer en generosidad por aquellos que le sirven en los más
necesitados; cuanto mayor es el amor a los pobres, mayor es la recompensa por
parte de Dios.

46. Esta
mirada cristocéntrica y profundamente eclesial lleva a sostener que las
ofrendas, cuando nacen del amor, no sólo alivian la necesidad del hermano, sino
que también purifican el corazón de quien da y está dispuesto a la conversión,
«pues las limosnas pueden servirte para redimir los pecados de la vida pasada,
si cambias de vida». Son, por así decirlo, el camino ordinario de
conversión de quien desea seguir a Cristo con corazón indiviso.47. En
una Iglesia que reconoce en los pobres el rostro de Cristo y en los bienes el
instrumento de la caridad, el pensamiento agustiniano sigue siendo una luz
segura. Hoy, la fidelidad a las enseñanzas de Agustín exige no sólo el estudio
de sus obras, sino la disposición a vivir con radicalidad su llamada a la
conversión, que incluye necesariamente el servicio de la caridad.
48.
Muchos otros Padres de la Iglesia, tanto orientales como occidentales, se
pronunciaron sobre la primacía de la atención a los pobres en la vida y misión
de cada fiel cristiano. Sobre este aspecto, en resumen, se puede afirmar que la
teología patrística fue práctica, apuntando a una Iglesia pobre y para los
pobres, recordando que el Evangelio sólo se anuncia bien cuando llega a tocar la
carne de los últimos, y advirtiendo que el rigor doctrinal sin misericordia es
una palabra vacía.
Cuidar a
los enfermos.
49. La
compasión cristiana se ha manifestado de manera peculiar en el cuidado de los
enfermos y los que sufren. A partir de los signos presentes en el ministerio
público de Jesús —que curaba a ciegos, leprosos y paralíticos—, la Iglesia
entiende como parte importante de su misión el cuidado de los enfermos, en los
que con facilidad reconoce al Señor crucificado. San Cipriano, durante una
peste en la ciudad de Cartago, donde era obispo, recordaba a los cristianos la
importancia del cuidado de los infectados al afirmar: «Esta epidemia que parece
tan horrible y funesta pone a prueba la justicia de cada uno y examina el
espíritu de los hombres, verificando si los sanos sirven a los enfermos, si los
parientes se aman sinceramente, si los señores tienen piedad de los siervos
enfermos, si los médicos no abandonan a los enfermos que imploran». La
tradición cristiana de visitar a los enfermos, de lavar sus heridas, de
consolar a los afligidos no se reduce a una mera obra de filantropía, sino que
es una acción eclesial a través de la cual, en los enfermos, los miembros de la
Iglesia «tocan la carne sufriente de Cristo» [XXX Jornada Enfermo,3].
50. En el
siglo XVI, san Juan de Dios, al fundar la Orden Hospitalaria que lleva su
nombre, creó hospitales modelo que acogían a todos, independientemente de su
condición social o económica. Su famosa expresión “¡Haced el bien, hermanos!”
se convirtió en el lema de la caridad activa con los enfermos.
Contemporáneamente, san Camilo de Lelis fundó la Orden de los Ministros de los Enfermos —los camilos—, asumiendo como misión servir a los enfermos con total
dedicación. Su regla ordena que «cada uno solicite al Señor la gracia de tener
un afecto maternal hacia su prójimo para poderlo servir con todo amor
caritativo, en el alma y el cuerpo; porque deseamos —con la gracia de Dios—
servir a todos los enfermos con el mismo afecto que una madre amorosa suele
asistir a su único hijo enfermo». En hospitales, campos de batalla,
prisiones y calles, los camilos encarnaron la misericordia de Cristo Médico.

51.
Cuidando a los enfermos con cariño maternal, como una madre cuida de su hijo,
muchas mujeres consagradas desempeñaron un papel aún más difundido en la
atención sanitaria de los pobres. Las Hijas de la Caridad de San Vicente dePaúl, las Hermanas Hospitalarias, las Pequeñas Siervas de la Divina Providencia
y tantas otras Congregaciones femeninas se convirtieron en una presencia maternal
y discreta en los hospitales, asilos y residencias de ancianos. Llevaban
medicinas, escucha, presencia y, sobre todo, ternura. Construyeron, a menudo
con sus propias manos, estructuras sanitarias en zonas sin asistencia médica.
Enseñaban higiene, atendían partos, medicaban con sabiduría natural y fe
profunda. Sus casas se convertían en oasis de dignidad donde nadie era
excluido. El toque de la compasión era el primer remedio. Santa Luisa de Marillac escribía a sus hermanas, las Hijas de la Caridad, recordándoles que
habían «recibido una bendición especial de Dios para servir a los pobres
enfermos en los hospitales».52. Hoy,
ese legado continúa en los hospitales católicos, los puestos de salud en las
regiones periféricas, las misiones sanitarias en las selvas, los centros de
acogida para toxicómanos y los hospitales de campaña en las zonas de guerra. La
presencia cristiana junto a los enfermos revela que la salvación no es una idea
abstracta, sino una acción concreta. En el gesto de limpiar una herida, la
Iglesia proclama que el Reino de Dios comienza entre los más vulnerables. Y, al
hacerlo, permanece fiel a Aquel que dijo: «Estaba […] enfermo, y me visitaron»
(Mt 25,35.36). Cuando la Iglesia se arrodilla junto a un leproso, a un niño
desnutrido o a un moribundo anónimo, realiza su vocación más profunda: amar al
Señor allí donde Él está más desfigurado.
El
cuidado de los pobres en la vida monástica.
53. La
vida monástica, nacida en el silencio de los desiertos, fue desde sus inicios
un testimonio de solidaridad. Los monjes lo dejaban todo —riqueza, prestigio,
familia— no sólo por despreciar las riquezas del mundo — contemptus mundi—,
sino para encontrar, en este despojo radical, al Cristo pobre. San Basilio Magno, en su Regla, no veía contradicción entre la vida de oración y
recogimiento de los monjes y la acción en favor de los pobres. Para él, la
hospitalidad y el cuidado de los necesitados eran parte integrante de la
espiritualidad monástica, y los monjes, incluso después de haberlo dejado todo para
abrazar la pobreza, debían ayudar a los más pobres con su trabajo, ya que «para
poder socorrer a los necesitados, es evidente que debemos trabajar con
diligencia [...]. Este modo de vida es provechoso no sólo para someter el
cuerpo, sino también por la caridad hacia el prójimo, para que, por medio de
nosotros, Dios provea lo suficiente a los hermanos más débiles».
54.
Construyó en Cesarea, donde era obispo, un lugar conocido como Basilíades, que
incluía alojamientos, hospitales y escuelas para los pobres y los enfermos. El
monje, por lo tanto, no era sólo un asceta, sino un servidor. Basilio
demostraba así que para estar cerca de Dios hay que estar cerca de los pobres.
El amor concreto era criterio de santidad. Orar y cuidar, contemplar y curar,
escribir y acoger: todo era expresión del mismo amor a Cristo.

55. En
Occidente, san Benito de Nursia elaboró una Regla que se convertiría en la
columna vertebral de la espiritualidad monástica europea. En ella, la acogida
de los pobres y los peregrinos ocupa un lugar de honor: «Mostrad sobre todo un
cuidado solícito en la recepción de los pobres y los peregrinos, porque sobre
todo en ellos se recibe a Cristo». No se trataba sólo de palabras: los
monasterios benedictinos fueron, durante siglos, lugares de refugio para
viudas, niños abandonados, peregrinos y mendigos. Para Benito, la vida
comunitaria era una escuela de caridad. El trabajo manual no sólo tenía una
función práctica, sino que también formaba el corazón para el servicio. El
compartir entre los monjes, la atención a los enfermos y la escucha de los más
frágiles preparaban para acoger a Cristo, que llega en la persona del pobre y
el extranjero. La hospitalidad monástica benedictina permanece hasta hoy como
signo de una Iglesia que abre las puertas, que acoge sin preguntar, que cura
sin exigir nada a cambio.56. Los
monasterios benedictinos, con el tiempo, se convirtieron en lugares que
contrastaban la cultura de la exclusión. Los monjes cultivaban la tierra,
producían alimentos, preparaban medicinas y los ofrecían, con sencillez, a los
más necesitados. Su trabajo silencioso fue fermento de una nueva civilización, donde
los pobres no eran un problema que resolver, sino hermanos y hermanas que
acoger. La regla del compartir, del trabajo común y de la asistencia a los
vulnerables estructuraba una economía solidaria, en contraste con la lógica de
la acumulación. El testimonio de los monjes mostraba que la pobreza voluntaria,
lejos de ser miseria, es camino de libertad y comunión. No sólo ayudaban a los
pobres: se hacían cercanos a ellos, hermanos en el mismo Señor. En las celdas y
claustros se formaba una mística de la presencia de Dios en los pequeños.
57.
Además de la asistencia material, los monasterios desempeñaron un papel
fundamental en la formación cultural y espiritual de los más humildes. En
tiempos de peste, guerra o hambre, eran lugares donde el necesitado encontraba
pan y remedios, pero también dignidad y palabra. Allí se educaba a los
huérfanos, se formaba a los aprendices y se instruía a los campesinos en
técnicas agrícolas y en la lectura. El saber se compartía como don y
responsabilidad. El abad era a la vez maestro y padre, y la escuela monástica
era un lugar de liberación por la verdad. Porque, como escribe Juan Casiano, el
monje debe caracterizarse por «la humildad de corazón […], que no conduce a la
ciencia que hincha, sino a la que ilumina por medio de la plenitud de la
caridad». Al formar conciencias y transmitir sabiduría, los monjes
contribuyeron a una pedagogía cristiana de inclusión. La cultura, marcada por
la fe, se compartía con sencillez. El saber, cuando está iluminado por la
caridad, se convierte en servicio. De ese modo, la vida monástica se revelaba
como un estilo de santidad y una forma concreta de transformación de la
sociedad.
58. La
tradición monástica enseña, por tanto, que la oración y la caridad, el silencio
y el servicio, las celdas y los hospitales, forman un único tejido espiritual.
El monasterio es lugar de escucha y de acción, de adoración y de compartir. San Bernardo de Claraval, gran reformador de la Orden Cisterciense, «reclamó con
decisión la necesidad de una vida sobria y moderada, tanto en la mesa como en
la indumentaria y en los edificios monásticos, recomendando la sustentación y
la solicitud por los pobres» [Catequesis,32]. Para él, la compasión no era una opción
accesoria, sino el camino real para seguir a Cristo. La vida monástica, por lo
tanto, cuando es fiel a su vocación original, muestra que la Iglesia sólo será
plenamente esposa del Señor cuando sea también hermana de los pobres. El
claustro no es un mero refugio del mundo, sino una escuela en la que se aprende
a servirlo mejor. Allí donde los monjes abrieron sus puertas a los pobres, la
Iglesia reveló con humildad y firmeza que la contemplación no excluye la
misericordia, sino que la exige como su fruto más puro.

Liberar a
los cautivos.59. Desde
los tiempos apostólicos, la Iglesia ha visto en la liberación de los oprimidos
un signo del Reino de Dios. Jesús mismo, al iniciar su misión pública,
proclamó: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la
unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la
liberación a los cautivos» (Lc 4,18). Los primeros cristianos, incluso en
condiciones precarias, rezaban y asistían a los hermanos y hermanas
encarcelados, como atestiguan los Hechos de los Apóstoles (cf. 12,5; 24,23) y
diversos escritos de los Padres. Esta misión liberadora se prolongó a lo largo
de los siglos mediante acciones concretas, especialmente cuando el drama de la
esclavitud y el cautiverio marcó sociedades enteras.
60. Entre
finales del siglo XII y principios del XIII, cuando muchos cristianos eran
capturados en el Mediterráneo o esclavizados en las guerras, surgieron dos
Órdenes religiosas: la Orden de la Santísima Trinidad, Redención de Cautivos
(trinitarios), fundada por san Juan de Mata y san Félix de Valois, y la Orden de la Bienaventurada Virgen María de la Merced (mercedarios), fundada por san Pedro Nolasco con el apoyo de san Raimundo de Peñafort, dominico. Estas
comunidades de consagrados nacieron con el carisma específico de liberar a los
cristianos esclavizados, poniendo a disposición sus bienes [46] y a menudo
ofreciendo su propia vida a cambio. Los trinitarios, con el lema Gloria Tibi
Trinitas et captivis libertas (Gloria a Ti, Trinidad, y a los cautivos
libertad), y los mercedarios, que añaden un cuarto voto a los votos
religiosos de pobreza, obediencia y castidad, dieron testimonio de que la
caridad puede ser heroica. La liberación de los cautivos era expresión del amor
trinitario: un Dios que libera no sólo de la esclavitud espiritual, sino
también de la opresión concreta. El gesto de rescatar de la esclavitud y de la
prisión se considera una prolongación del sacrificio redentor de Cristo, cuya
sangre es el precio de nuestro rescate (cf. 1 Co 6,20).
61. La
espiritualidad original de estas Órdenes estaba profundamente arraigada en la
contemplación de la cruz. Cristo es el Redentor de los cautivos por excelencia,
y la Iglesia, su cuerpo, prolonga este misterio en el tiempo. Los
religiosos no veían en el rescate una acción política o económica, sino un acto
casi litúrgico, una ofrenda sacramental de sí mismos. Muchos entregaron sus
propios cuerpos para sustituir a los prisioneros, cumpliendo literalmente el
mandamiento: «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (Jn
15,13). La tradición de estas Órdenes no cesó. Al contrario, inspiró nuevas
formas de acción frente a las esclavitudes modernas: la trata de personas, el
trabajo forzoso, la explotación sexual, las distintas adicciones. La
caridad cristiana, cuando se encarna, se convierte en liberadora. Y la misión
de la Iglesia, cuando es fiel a su Señor, es siempre proclamar la liberación.
Aún en nuestros días, en los que existen «millones de personas —niños, hombres
y mujeres de todas las edades— privados de su libertad y obligados a vivir en
condiciones similares a la esclavitud», [Mensaje paz,3] dicha herencia es continuada por
estas Órdenes y por otras Instituciones y Congregaciones que actúan en las
periferias urbanas, las zonas de conflicto y los corredores migratorios. Cuando
la Iglesia se arrodilla para romper las nuevas cadenas que aprisionan a los
pobres, se convierte en signo de la Pascua.

62. No se
puede concluir esta reflexión sobre las personas privadas de libertad sin
mencionar a los reclusos que se encuentran en los distintos centros penitenciarios
de preventivos y de penados. A este respecto, cabe recordar las palabras que el
Papa Francisco dirigió a un grupo de ellos: «Para mí, entrar en una cárcel es
siempre un momento importante, porque la cárcel es un lugar de gran humanidad
[…]. De humanidad probada, a veces fatigada por dificultades, sentimientos de
culpa, juicios, incomprensiones, sufrimientos, pero al mismo tiempo cargada de
fuerza, de deseo de perdón, de deseo de rescate» [Encuentro]. Este deseo, entre otros,
también fue asumido por las Órdenes redentoras como un servicio preferencial a
la Iglesia. Como proclamaba san Pablo: «Esta es la libertad que nos ha dado
Cristo» ( Ga 5,1). Y esa libertad no es sólo interior: se manifiesta en la
historia como amor que cuida y libera de todas las ataduras.Testigos
de la pobreza evangélica.
63. En el
siglo XIII, ante el crecimiento de las ciudades, la concentración de riquezas y
la aparición de nuevas formas de pobreza, el Espíritu Santo suscitó en la
Iglesia un nuevo tipo de consagración: las Órdenes mendicantes. A diferencia
del modelo monástico estable, los mendicantes adoptaron una vida itinerante,
sin propiedades personales ni comunitarias, confiando plenamente en la
Providencia. No sólo servían a los pobres: se hacían pobres con ellos. Consideraban
la ciudad como un nuevo desierto y a los marginados como nuevos maestros
espirituales. Estas Órdenes, como los franciscanos, los dominicos, los
agustinos y los carmelitas, representaron una revolución evangélica, en la que
el estilo de vida sencillo y pobre se convierte en un signo profético para la
misión, reviviendo la experiencia de la primera comunidad cristiana (cf. Hch
4,32). El testimonio de los mendicantes desafiaba tanto la opulencia clerical
como la frialdad de la sociedad urbana.
64. San Francisco de Asís se convirtió en el icono de esta primavera espiritual. Tomando la
pobreza como esposa, quiso imitar al Cristo pobre, desnudo y crucificado. En su
Regla, pide a los hermanos que de «nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa
alguna. Y como peregrinos y forasteros en este siglo, sirviendo al Señor en
pobreza y humildad, vayan por limosna confiadamente, y no deben avergonzarse,
porque el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo». Su vida fue un
continuo despojarse: del palacio al leproso, de la elocuencia al silencio, de
la posesión al don total. Francisco no fundó un servicio social, sino una
fraternidad evangélica. Entre los pobres veía hermanos e imágenes vivas del
Señor. Su misión era estar con ellos, por una solidaridad que superaba las
distancias, por un amor compasivo. Su pobreza era relacional: lo llevaba a
hacerse cercano, igual, más aún, menor. Su santidad brotaba de la convicción de
que sólo se recibe verdaderamente a Cristo en la entrega generosa de sí mismo a
los hermanos.

65. Santa Clara de Asís, inspirada por Francisco, fundó la Orden de las Damas Pobres, más
tarde llamadas clarisas. Su lucha espiritual consistió en mantener fielmente el
ideal de la pobreza radical. Rechazó los privilegios pontificios que podrían
garantizar la seguridad material de su monasterio y, con firmeza, obtuvo del
Papa Gregorio IX el llamado Privilegium Paupertatis, que garantizaba el derecho
a vivir sin poseer ningún bien material. Esta opción expresaba la
confianza total en Dios y la conciencia de que la pobreza voluntaria era una
forma de libertad y de profecía. Clara enseñaba a sus hermanas que Cristo era
su única herencia y que nada debía oscurecer la comunión con Él. Su vida orante
y oculta fue un grito contra la mundanidad y una defensa silenciosa de los
pobres y olvidados.66. Santo Domingo de Guzmán, contemporáneo de Francisco, fundó la Orden de Predicadores
con otro carisma, pero con la misma radicalidad. Deseaba anunciar el Evangelio
con la autoridad que brota de una vida pobre, convencido de que la Verdad
necesita testigos coherentes. El ejemplo de la pobreza de vida acompañaba la
Palabra predicada. Libres del peso de los bienes terrenos, los frailes
dominicos podían dedicarse mejor a la obra principal, es decir, a la predicación.
Iban a las ciudades, sobre todo a aquellas universitarias, para enseñar la
verdad de Dios. Al depender de los demás, demostraban que la fe no se
impone, sino que se ofrece. Y, al vivir entre los pobres, aprendían la verdad
del Evangelio “desde abajo”, como discípulos del Cristo humillado.
67. Las
Órdenes mendicantes fueron, así, una respuesta viva a la exclusión y la
indiferencia. No propusieron expresamente reformas sociales, sino una
conversión personal y comunitaria a la lógica del Reino. La pobreza, en ellos,
no era consecuencia de la escasez de bienes, sino una elección libre: hacerse
pequeños para acoger a los pequeños. Como dijo Tomás de Celano sobre Francisco:
«Se deja ver en él el primer amador de los pobres, [...] despojándose de sus
vestidos, viste con ellos a los pobres, a quienes, si no todavía de hecho, sí
de todo corazón intenta asemejarse». Los mendicantes se han convertido en
un signo de una Iglesia peregrina, humilde y fraterna, que vive entre los
pobres no por estrategia proselitista, sino por identidad. Enseñan que la
Iglesia es luz sólo cuando se despoja de todo, y que la santidad pasa por un
corazón humilde y volcado en los pequeños.
La
Iglesia y la educación de los pobres.
68.
Dirigiéndose a algunos educadores, el Papa Francisco recordó que la educación
ha sido siempre una de las expresiones más altas de la caridad cristiana: «La
vuestra es una misión llena de obstáculos pero también de alegrías. […] Una
misión de amor, porque no se puede enseñar sin amar» [Discurso,2]. En este sentido,
desde los primeros tiempos, los cristianos se dieron cuenta de que el saber
libera, dignifica y acerca a la verdad. Para la Iglesia, enseñar a los pobres
era un acto de justicia y de fe. Inspirada en el ejemplo del Maestro, que
enseñaba a la gente las verdades divinas y humanas, la Iglesia asumió la misión
de formar a los niños y a los jóvenes, especialmente a los más pobres, en la
verdad y el amor. Esta misión tomó forma con la fundación de Congregaciones
dedicadas a la educación popular.
69. En el
siglo XVI, san José de Calasanz, impresionado por la falta de instrucción y
formación de los jóvenes pobres de la ciudad de Roma, en unas salas anejas a la
iglesia de Santa Dorotea en el Trastevere, creó la primera escuela pública
popular gratuita de Europa. Era la simiente de la que después se desarrollaría,
no sin dificultades, la Orden de Clérigos Regulares Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías, llamados escolapios, con el fin de transmitir a los
jóvenes «la ciencia profana, al igual que la sabiduría del Evangelio,
enseñándoles a descubrir en sus acontecimientos personales y en la historia la
acción amorosa de Dios creador y redentor» [Discurso,2]. De hecho, podemos considerar a
este valiente sacerdote como «el verdadero fundador de la escuela católica
moderna, que busca la formación integral del hombre y está abierta a todos». Animado por la misma sensibilidad, en el siglo XVII san Juan Bautista de La Salle, dándose cuenta de la injusticia causada por la exclusión de los hijos
de obreros y campesinos del sistema educativo de Francia en aquel tiempo, fundó
los Hermanos de las Escuelas Cristianas, con el ideal de ofrecerles educación
gratuita, una sólida formación y un ambiente fraternal. La Salle veía el aula
como un lugar para el desarrollo humano, pero también para la conversión. Sus
escuelas combinaban la oración, el método, la disciplina y el compartir. Cada
niño era considerado un don único de Dios y el acto de enseñar un servicio al
Reino de Dios.

70. Ya en
el siglo XIX, también en Francia, san Marcelino Champagnat fundó el Institutode los Hermanos Maristas de las Escuelas, «sensible a las necesidades
espirituales y educativas de su época, especialmente a la ignorancia religiosa
y a las situaciones de abandono que vivía particularmente la juventud»[Homilía], dedicándose de lleno, en una época en la que el acceso a la educación era
todavía privilegio de unos pocos, a la misión de educar y evangelizar a los
niños y jóvenes, sobre todo a los más necesitados. Con el mismo espíritu, en
Turín, san Juan Bosco inició la obra salesiana, basada en los tres principios
del “sistema preventivo” —razón, religión y amor— [Carta Iuvenum,9] y el beato Antonio Rosmini fundó el Instituto de la Caridad, en el que la “caridad intelectual”
—junto con la “material” y, en la cúspide, la “espiritual-pastoral”— se
presentaba como una dimensión indispensable para cualquier acción caritativa
que mirase al bien y al desarrollo integral de la persona [Discurso].71.
Muchas Congregaciones femeninas fueron también protagonistas de esta revolución
pedagógica. Las ursulinas, las monjas de la Orden de la Compañía de María Nuestra Señora, las Maestras Pías y muchas otras fundadas especialmente en los
siglos XVIII y XIX ocuparon espacios donde el Estado estaba ausente. Crearon
escuelas en pequeños pueblos, en los suburbios y en los barrios obreros. La
educación de las niñas, en particular, se convirtió en una prioridad. Las
religiosas alfabetizaban, evangelizaban, trataban de cuestiones prácticas de la
vida cotidiana, elevaban el espíritu a través del cultivo de las artes y, sobre
todo, formaban conciencias. Su pedagogía era sencilla: cercanía, paciencia,
dulzura. Enseñaban a través de la vida, antes que con palabras. En tiempos de
analfabetismo generalizado y de exclusión estructural, estas mujeres
consagradas eran faros de esperanza. Su misión era formar el corazón, enseñar a
pensar, promover la dignidad. Combinando una vida de piedad y dedicación al
prójimo, combatieron el abandono con la ternura de quien educa en nombre de
Cristo.
72. Para
la fe cristiana, la educación de los pobres no es un favor, sino un deber. Los
pequeños tienen derecho a la sabiduría, como exigencia básica para el
reconocimiento de la dignidad humana. Enseñarles es afirmar su valor, darles
las herramientas para transformar su realidad. La tradición cristiana entiende
que el conocimiento es un don de Dios y una responsabilidad comunitaria. La
educación cristiana forma no sólo profesionales, sino personas abiertas al
bien, a la belleza y a la verdad. Por eso, la escuela católica, cuando es fiel
a su nombre, se convierte en un espacio de inclusión, formación integral y
promoción humana. Así, conjugando fe y cultura, se siembra futuro, se honra la
imagen de Dios y se construye una sociedad mejor.
Acompañar
a los migrantes.73. La
experiencia de la migración acompaña la historia del pueblo de Dios. Abraham
parte sin saber adónde va; Moisés conduce a un pueblo peregrino por el
desierto; María y José huyen con el Niño a Egipto. El mismo Cristo, que «vino a
los suyos, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11), vivió entre nosotros como extranjero.
Por eso, la Iglesia siempre ha reconocido en los migrantes una presencia viva
del Señor, que en el día del juicio dirá a los que estén a su derecha: «Estaba
de paso, y me alojaron» (Mt 25,35).
74. En el
siglo XIX, cuando millones de europeos emigraban en busca de mejores
condiciones de vida, dos grandes santos se destacaron en la atención pastoral
de los migrantes: san Juan Bautista Scalabrini y santa Francisca Javier Cabrini. Scalabrini, obispo de Piacenza, fundó los Misioneros de San Carlos para
acompañar a los migrantes en sus comunidades de destino, ofreciéndoles
asistencia espiritual, jurídica y material. Veía en los migrantes destinatarios
de una nueva evangelización, alertando sobre los riesgos de la explotación y la
pérdida de la fe en tierra extranjera. Respondiendo con generosidad al carisma
que el Señor le había concedido, «Scalabrini miraba más allá, miraba hacia el
futuro, hacia un mundo y una Iglesia sin barreras, sin extranjeros» [Homilía], Santa
Francisca Cabrini, nacida en Italia y naturalizada estadounidense, se convirtió
en la primera ciudadana de los Estados Unidos en ser canonizada. Para cumplir
su misión de atender a los emigrantes, cruzó el Atlántico varias veces e
«impulsada por una singular audacia, empezó de la nada la construcción de
escuelas, hospitales y orfanatos para multitud de desheredados que se
aventuraban a buscar trabajo en el nuevo mundo, sin conocer la lengua y sin
medios que les permitieran una inserción digna en la sociedad norteamericana,
en la que a menudo eran víctimas de personas sin escrúpulos. Su corazón
materno, que no se resignaba jamás, llegaba a ellos dondequiera que se
encontraran: en los tugurios, en las cárceles y en las minas» [Mensaje]. En el Año
Santo de 1950, el Papa Pío XII la proclamó patrona de todos los migrantes [S.i.a.].
75. La
tradición de la actividad de la Iglesia con y para los migrantes continúa y hoy
ese servicio se expresa en iniciativas como los centros de acogida para
refugiados, las misiones en las fronteras y los esfuerzos de Cáritas Internacional
y otras instituciones. El Magisterio contemporáneo reafirma claramente este
compromiso. El Papa Francisco recordaba que la misión de la Iglesia junto a los
migrantes y refugiados es aún más amplia, insistiendo en que «la respuesta al
desafío planteado por las migraciones contemporáneas se puede resumir en cuatro
verbos: acoger, proteger, promover e integrar. Pero estos verbos no se aplican
sólo a los migrantes y a los refugiados. Expresan la misión de la Iglesia en
relación a todos los habitantes de las periferias existenciales, que deben ser
acogidos, protegidos, promovidos e integrados» [Mensaje para la CV J. M.M.]. Y añadía: «Cada ser humano
es hijo de Dios. En él está impresa la imagen de Cristo. Se trata, entonces, de
que nosotros seamos los primeros en verlo y así podamos ayudar a los otros a
ver en el emigrante y en el refugiado no sólo un problema que debe ser
afrontado, sino un hermano y una hermana que deben ser acogidos, respetados y
amados, una ocasión que la Providencia nos ofrece para contribuir a la construcción
de una sociedad más justa, una democracia más plena, un país más solidario, un
mundo más fraterno y una comunidad cristiana más abierta, de acuerdo con el
Evangelio» [Mensaje C J.M.M.]. La Iglesia, como madre, camina con los que caminan. Donde el
mundo ve una amenaza, ella ve hijos; donde se levantan muros, ella construye
puentes. Sabe que el anuncio del Evangelio sólo es creíble cuando se traduce en
gestos de cercanía y de acogida; y que en cada migrante rechazado, es Cristo
mismo quien llama a las puertas de la comunidad.

Al lado
de los últimos.76. La
santidad cristiana florece, con frecuencia, en los lugares más olvidados y
heridos de la humanidad. Los más pobres entre los pobres —los que no sólo
carecen de bienes, sino también de voz y de reconocimiento de su dignidad—
ocupan un lugar especial en el corazón de Dios. Son los preferidos del
Evangelio, los herederos del Reino (cf. Lc 6,20). Es en ellos donde Cristo
sigue sufriendo y resucitando. Es en ellos donde la Iglesia redescubre la
llamada a mostrar su realidad más auténtica.
77. Santa Teresa de Calcuta, canonizada en 2016, se convirtió en un icono universal de la
caridad vivida hasta el extremo en favor de los más indigentes, descartados por
la sociedad. Fundadora de las Misioneras de la Caridad, dedicó su vida a los
moribundos abandonados en las calles de la India. Recogía a los rechazados,
lavaba sus heridas y los acompañaba hasta el momento de la muerte con una
ternura que era oración. Su amor por los más pobres entre los pobres la llevaba
no sólo a atender sus necesidades materiales, sino también a anunciarles la
buena noticia del Evangelio: «Queremos proclamar la buena nueva a los pobres de
que Dios les ama, de que nosotros les amamos, de que ellos son alguien para
nosotros, de que ellos también han sido creados por la misma mano amorosa de
Dios, para amar y ser amados. Nuestros pobres son grandes personas, son
personas muy queribles, no necesitan nuestra lástima y simpatía, necesitan
nuestro amor comprensivo. Necesitan nuestro respeto, necesitan que les tratemos
con dignidad». Todo esto nacía de una profunda espiritualidad que veía el
servicio a los más pobres como fruto de la oración y del amor, que generan la
verdadera paz, como recordaba el Papa Juan Pablo II a los peregrinos que habían
acudido a Roma para su beatificación: «¿Dónde encontró la madre Teresa la
fuerza para ponerse completamente al servicio de los demás?. La encontró en la
oración y en la contemplación silenciosa de Jesucristo, de su santo Rostro y de
su Sagrado Corazón. Lo dijo ella misma: “El fruto del silencio es la oración;
el fruto de la oración es la fe; el fruto de la fe es el amor; el fruto del
amor es el servicio; y el fruto del servicio es la paz” [...]. La oración colmó
su corazón de la paz de Cristo y le permitió irradiarla a los demás» [Discurso]. Teresa no se consideraba una filántropa ni una activista, sino esposa de Cristo
crucificado, a quien servía con amor total en los hermanos que sufrían.
78. En
Brasil, santa Dulce de los Pobres, conocida como “el ángel bueno de Bahía”,
encarnó el mismo espíritu evangélico con rasgos brasileños. Refiriéndose a ella
y a otras dos religiosas canonizadas en la misma celebración, el Papa Francisco
recordó el amor que profesaban a los más marginados de la sociedad y afirmó que
las nuevas santas «nos muestran que la vida consagrada es un camino de amor en
las periferias existenciales del mundo» [Homilía]. La hermana Dulce enfrentó la
precariedad con creatividad, los obstáculos con ternura, la carencia con fe
inquebrantable. Comenzó acogiendo a enfermos en un gallinero, y desde allí
fundó una de las mayores obras sociales del país. Atendía a miles de personas
al día, sin perder nunca su dulzura. Se hizo pobre con los pobres por amor al
sumamente Pobre. Vivía con poco, rezaba con fervor y servía con alegría. Su fe
no la alejaba del mundo, sino que la sumía aún más profundamente en los dolores
de los últimos.

79. Se
podría recordar también a san Benito Menni y las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús, junto a las personas con discapacidades; a san Carlos de Foucauld entre las comunidades del Sahara; a santa Katharine Drexel, junto a
los grupos más desfavorecidos de Norteamérica; a la hermana Emmanuelle con los
recolectores de basura en el barrio de Ezbet El Nakhl, en la ciudad de El
Cairo; y a muchísimos más. Cada uno a su manera descubrió que los más pobres no
son meros objetos de compasión, sino maestros del Evangelio. No se trata de
“llevarles a Dios”, sino de encontrarlo entre ellos. Todos estos ejemplos
enseñan que servir a los pobres no es un gesto de arriba hacia abajo, sino un
encuentro entre iguales, donde Cristo se revela y es adorado. San Juan Pablo II
nos recordaba que «en la persona de los pobres hay una presencia especial [de
Cristo], que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos» [Carta ap. Novo millennio ineunte,49]. Por
lo tanto, cuando la Iglesia se inclina hasta el suelo para cuidar de los
pobres, asume su postura más elevada.Movimientos
populares.
80.
Debemos reconocer también que, a lo largo de la historia cristiana, la ayuda a
los pobres y la lucha por sus derechos no han implicado sólo a los individuos,
a algunas familias, a las instituciones o a las comunidades religiosas. Han
existido, y existen, varios movimientos populares, integrados por laicos y
guiados por líderes populares, muchas veces bajo sospecha o incluso
perseguidos. Me refiero a un «conjunto de personas que no caminan como
individuos sino como el entramado de una comunidad de todos y para todos, que
no puede dejar que los más pobres y débiles se queden atrás. […] Los líderes
populares, entonces, son aquellos que tienen la capacidad de incorporar a
todos. […] No les tienen asco ni miedo a los jóvenes lastimados y
crucificados» [Christus vivit,231].
81. Estos
líderes populares saben que la solidaridad «también es luchar contra las causas
estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, la tierra y
la vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los
destructores efectos del imperio del dinero […]. La solidaridad, entendida en
su sentido más hondo, es un modo de hacer historia y eso es lo que hacen los
movimientos populares» [Discurso]. Por esta razón, cuando las distintas instituciones
piensan en las necesidades de los pobres se requiere «que incluyan a los
movimientos populares y animen las estructuras de gobierno locales, nacionales
e internacionales con ese torrente de energía moral que surge de la
incorporación de los excluidos en la construcción del destino común». Los
movimientos populares, efectivamente, nos invitan a superar «esa idea de las
políticas sociales concebidas como una política hacia los pobres pero nunca con
los pobres, nunca de los pobres y mucho menos inserta en un proyecto que
reunifique a los pueblos» [Discurso]. Si los políticos y los profesionales no los
escuchan, «la democracia se atrofia, se convierte en un nominalismo, una
formalidad, pierde representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al
pueblo en su lucha cotidiana por la dignidad, en la construcción de su
destino». Lo mismo se debe decir de las instituciones de la Iglesia.
CAPÍTULO CUARTO.Una historia que continúa.El siglo
de la Doctrina Social de la Iglesia.
82. La
aceleración de las transformaciones tecnológicas y sociales de los últimos dos
siglos, llena de trágicas contradicciones, no sólo ha sido sufrida, sino
también afrontada y pensada por los pobres. Los movimientos de trabajadores, de
mujeres y de jóvenes, así como la lucha contra la discriminación racial, han
dado lugar a una nueva conciencia de la dignidad de los marginados. También el
aporte de la Doctrina Social de la Iglesia tiene en sí esta raíz popular que no
se debe olvidar; sería inimaginable su relectura de la revelación cristiana en
las modernas circunstancias sociales, laborales, económicas y culturales sin
los laicos cristianos lidiando con los desafíos de su tiempo. A su lado
trabajaron religiosas y religiosos, testigos de una Iglesia en salida de los
caminos ya recorridos. El cambio de época que estamos afrontando hace hoy aún
más necesaria la continua interacción entre los bautizados y el Magisterio,
entre los ciudadanos y los expertos, entre el pueblo y las instituciones. En
particular, se reconoce nuevamente que la realidad se ve mejor desde los
márgenes y que los pobres son sujetos de una inteligencia específica,
indispensable para la Iglesia y la humanidad.
83. El
Magisterio de los últimos ciento cincuenta años ofrece una auténtica fuente de
enseñanzas referidas a los pobres. De ese modo, los Obispos de Roma se han
hecho voz de nuevas conciencias, tomadas en consideración para el
discernimiento eclesial. Por ejemplo, en la carta encíclica Rerum novarum
(1891), León XIII afrontó la cuestión del trabajo, poniendo al descubierto la
situación intolerable de muchos obreros de la industria, proponiendo la
instauración de un orden social justo. Otros pontífices también se han
expresado en esta misma línea. Con la encíclica Mater et Magistra (1961) sanJuan XXIII se hizo promotor de una justicia de dimensiones mundiales: los
países ricos no podían permanecer indiferentes ante los países oprimidos por el
hambre y la miseria, sino que estaban llamados a socorrerlos generosamente con
todos sus recursos.
84. El
Concilio Vaticano II representa una etapa fundamental en el discernimiento
eclesial en relación a los pobres, a la luz de la Revelación. Si bien en los
documentos preparatorios este tema fue marginal, desde el radiomensaje del 11
de septiembre de 1962, a un mes de la apertura del Concilio, san Juan XXIII
centró la atención sobre el mismo con palabras inolvidables: «La Iglesia se
presenta como es y como quiere ser, como Iglesia de todos, en particular como
la Iglesia de los pobres» [Radiomensaje]. Fue pues el gran trabajo de obispos, teólogos y
expertos preocupados por la renovación de la Iglesia ―con el apoyo del mismo
san Juan XXIII― lo que reorientó el Concilio. Es fundamental la naturaleza
cristocéntrica, es decir, doctrinal y no sólo social, de tal fermento.
Numerosos padres conciliares, en efecto, favorecieron la consolidación de la
conciencia, bien expresada por el cardenal Lercaro en su memorable intervención
del 6 de diciembre de 1962, de que «el misterio de Cristo en la Iglesia es
siempre, pero sobre todo hoy, el misterio de Cristo en los pobres», y de
que «no se trata de un tema más, sino que en cierto sentido es el único tema de
todo el Vaticano II». El arzobispo de Bolonia, preparando el texto de esta
intervención, anotaba: «Esta es la hora de los pobres, de los millones de
pobres que están en toda la tierra, esta es la hora del misterio de la Iglesia
madre de los pobres, esta es la hora del misterio de Cristo sobre todo en el
pobre». Se perfilaba de ese modo la necesidad de una nueva forma eclesial,
más sencilla y sobria, que implicase a todo el pueblo de Dios y a su figura
histórica. Una Iglesia más semejante a su Señor que a las potencias mundanas,
dirigida a estimular en toda la humanidad un compromiso concreto para resolver
el gran problema de la pobreza en el mundo.
85.
San Pablo VI, con ocasión de la apertura de la segunda sesión del Concilio, retomó
el tema planteado por su predecesor respecto a la Iglesia que mira con
particular interés «a los pobres, a los necesitados, a los afligidos, a los
hambrientos, a los enfermos, a los encarcelados, es decir, mira a toda la
humanidad que sufre y que llora; ésta le pertenece por derecho evangélico» [Alocución]. En la Audiencia general del 11 de noviembre de 1964, subrayó que «el pobre
es representante de Cristo» y, acercando la imagen del Señor en los últimos a la
que se manifiesta en el Papa, afirmó: «La representación de Cristo en el pobre
es universal, todo pobre refleja a Cristo; la del Papa es personal. […] El
pobre y Pedro pueden coincidir, pueden ser la misma persona, revestida de una
doble representación: la de la pobreza y la de la autoridad» [Catequesis]. De ese modo,
el vínculo intrínseco entre la Iglesia y los pobres era expresado
simbólicamente con una original claridad.86. En la
constitución pastoral Gaudium et spes, actualizando la herencia de los Padres dela Iglesia, el Concilio afirmó con fuerza el destino universal de los bienes de la tierra y la función social de la propiedad que deriva de ello: «Dios ha
destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y
pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos […]. Por
tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que
legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el
sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás. Por
lo demás, el derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y
para sus familias es un derecho que a todos corresponde. […] Quien se halla en
situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo
necesario para sí. […] La misma propiedad privada tiene también, por su misma
naturaleza, una índole social, cuyo fundamento reside en el destino común de
los bienes. Cuando esta índole social es descuidada, la propiedad muchas veces
se convierte en ocasión de ambiciones y graves desórdenes» [G.S. 69.71]. Esta
convicción fue impulsada nuevamente por san Pablo VI en la encíclica Populorum progressio, donde leemos que nadie puede considerarse autorizado a «reservarse
en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad cuando a los demás les
falta lo necesario» [P.P. 23]. En su intervención en las Naciones Unidas, el Papa
Montini se presentó como el abogado de los pueblos pobres, solicitando a
la comunidad internacional la edificación de un mundo solidario.
87. Con san Juan Pablo II se consolida, al menos en el ámbito doctrinal, la relación preferencial de la Iglesia con los pobres. Su magisterio ha reconocido, en efecto, que la opción por los pobres es una «forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia». [Sollicitudo rei socialis,42] En la encíclica Sollicitudo rei socialis escribe también que hoy, vista la dimensión mundial que ha adquirido la cuestión social, «este amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor: no se puede olvidar la existencia de esta realidad. Ignorarlo significaría parecernos al “rico epulón” que fingía no conocer al mendigo Lázaro, postrado a su puerta (cf. Lc 16,19-31)». Su enseñanza sobre el trabajo adquiere importancia cuando queremos pensar en el rol activo de los pobres en la renovación de la Iglesia y de la sociedad, dejando atrás el paternalismo de la mera asistencia de sus necesidades inmediatas. En la encíclica Laborem exercens afirma que «el trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social».

88.
Frente a las múltiples crisis que han caracterizado el comienzo del tercer
milenio, la lectura de Benedicto XVI se hace más marcadamente política. Así, en
la carta encíclica Caritas in veritate afirma que «se ama al prójimo tanto más
eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus
necesidades reales» [Caritas in veritate,7,27]. Además, observa que «el hambre no depende tanto de la
escasez material, cuanto de la insuficiencia de recursos sociales, el más
importante de los cuales es de tipo institucional. Es decir, falta un sistema
de instituciones económicas capaces, tanto de asegurar que se tenga acceso al
agua y a la comida de manera regular y adecuada desde el punto de vista
nutricional, como de afrontar las exigencias relacionadas con las necesidades
primarias y con las emergencias de crisis alimentarias reales, provocadas por
causas naturales o por la irresponsabilidad política nacional e internacional».89. El
Papa Francisco ha reconocido cómo, además del magisterio de los Obispos de
Roma, en los últimos decenios se han hecho cada vez más frecuentes los
posicionamientos adoptados por las Conferencias episcopales nacionales y
regionales al respecto. Por ejemplo, él pudo testimoniar en primera persona el
compromiso particular del episcopado latinoamericano al reflexionar sobre la
relación de la Iglesia con los pobres. En el período postconciliar, en casi
todos los países de América Latina se sintió fuertemente la identificación de
la Iglesia con los pobres y la participación activa en su rescate. Fue el
corazón mismo de la Iglesia el que se conmovió ante tanta gente pobre que
sufría desempleo, subempleo, salarios inicuos y estaba obligada a vivir en
condiciones miserables. El martirio de san Óscar Romero, arzobispo de San
Salvador, fue al mismo tiempo un testimonio y una exhortación viva para la
Iglesia. Él sintió como propio el drama de la gran mayoría de sus fieles y los
hizo el centro de su opción pastoral. Las Conferencias del Episcopado
Latinoamericano en Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida constituyen
etapas significativas también para toda la Iglesia. Yo mismo, misionero durante
largos años en Perú, debo mucho a este camino de discernimiento eclesial, que
el Papa Francisco ha sabido unir sabiamente al de otras Iglesias particulares,
especialmente las del Sur global. Ahora quisiera referirme a dos temas
específicos de este magisterio episcopal.
Estructuras
de pecado que causan pobreza y desigualdades extremas.
90. En
Medellín, los obispos se pronunciaron en favor de la opción preferencial por
los pobres: «Cristo nuestro Salvador, no sólo amó a los pobres, sino que
“siendo rico se hizo pobre”, vivió en la pobreza, centró su misión en el
anuncio a los pobres de su liberación y fundó su Iglesia como signo de esa
pobreza entre los hombres. [...] La pobreza de tantos hermanos clama justicia,
solidaridad, testimonio, compromiso, esfuerzo y superación para el cumplimiento
pleno de la misión salvífica encomendada por Cristo». Los obispos
afirmaron con fuerza que la Iglesia, para ser plenamente fiel a su vocación, no
sólo debe compartir la condición de los pobres, sino también ponerse de su
lado, comprometiéndose diligentemente en su promoción integral. La Conferencia
de Puebla, ante el agravamiento de la pobreza en América Latina, confirmó la
decisión de Medellín con una opción franca y profética en favor de los pobres,
y calificó las estructuras de injusticia como “pecado social”.

91. La
caridad es una fuerza que cambia la realidad, una auténtica potencia histórica
de cambio. Es la fuente a la que debe hacer referencia todo compromiso para
«resolver las causas estructurales de la pobreza» [Evangelii gaudium,202], y llevarlo a cabo
urgentemente. Hago votos, por lo tanto, para «que crezca el número de políticos
capaces de entrar en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar
las raíces profundas y no la apariencia de los males de nuestro mundo», porque «se trata de escuchar el clamor de pueblos enteros, de los pueblos más
pobres de la tierra» [Evangelii gaudium,205,190].92. Por
lo tanto, es preciso seguir denunciando la “dictadura de una economía que mata”
y reconocer que «mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente,
las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría
feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía
absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el
derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se
instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma
unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas» [Evangelii gaudium,56]. Aunque no faltan
diferentes teorías que intentan justificar el estado actual de las cosas, o
explicar que la racionalidad económica nos exige que esperemos a que las
fuerzas invisibles del mercado resuelvan todo, la dignidad de cada persona
humana debe ser respetada ahora, no mañana, y la situación de miseria de muchas
personas a quienes esta dignidad se niega debe ser una llamada constante para
nuestra conciencia.
93. En la
encíclica Dilexit nos, el Papa Francisco ha recordado cómo el pecado social
toma la forma de “estructura de pecado” en la sociedad, que «muchas veces […]
se inserta en una mentalidad dominante que considera normal o racional lo que
no es más que egoísmo e indiferencia. Este fenómeno se puede definir
“alienación social”» [Dilexit nos,183]. Se vuelve normal ignorar a los pobres y vivir como
si no existieran. Se presenta como elección racional organizar la economía pidiendo
sacrificios al pueblo, para alcanzar ciertos objetivos que interesan a los
poderosos; mientras que a los pobres sólo les quedan promesas de “gotas” que
caerán, hasta que una nueva crisis global los lleve de regreso a la situación
anterior. Es una auténtica alienación aquella que lleva sólo a encontrar
excusas teóricas y no a tratar de resolver hoy los problemas concretos de los
que sufren. Lo decía ya san Juan Pablo II: «Está alienada una sociedad que, en
sus formas de organización social, de producción y consumo, hace más difícil la
realización de esta donación y la formación de esa solidaridad interhumana» [Centesimus annus,41].

94.
Debemos comprometernos cada vez más para resolver las causas estructurales de
la pobreza. Es una urgencia que «no puede esperar, no sólo por una exigencia
pragmática de obtener resultados y de ordenar la sociedad, sino para sanarla de
una enfermedad que la vuelve frágil e indigna y que sólo podrá llevarla a
nuevas crisis. Los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo
deberían pensarse como respuestas pasajeras» [Evangelii gaudium,202]. La falta de equidad «es raíz
de los males sociales». En efecto, «muchas veces se percibe que, de hecho,
los derechos humanos no son iguales para todos» [Fratelli tutti,22].95.
Resulta que «en el vigente modelo “exitista” y “privatista” no parece tener
sentido invertir para que los lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse
camino en la vida» [Evangelii gaudium,209]. La pregunta recurrente es siempre la misma: ¿los
menos dotados no son personas humanas?. ¿Los débiles no tienen nuestra misma
dignidad?. ¿Los que nacieron con menos posibilidades valen menos como seres
humanos, y sólo deben limitarse a sobrevivir?. De nuestra respuesta a estos
interrogantes depende el valor de nuestras sociedades y también nuestro futuro.
O reconquistamos nuestra dignidad moral y espiritual, o caemos como en un pozo
de suciedad. Si no nos detenemos a tomar las cosas en serio continuaremos así,
de manera explícita o disimulada, legitimando «el modelo distributivo actual,
donde una minoría se cree con el derecho de consumir en una proporción que
sería imposible generalizar, porque el planeta no podría ni siquiera contener
los residuos de semejante consumo» [Laudato si’,50].
96. Entre
las cuestiones estructurales —que no es posible imaginar que se resuelvan de lo
alto y que requieren ser asumidas lo antes posible— está el tema de los
lugares, los espacios, las casas y las ciudades donde los pobres viven y
transitan. Lo sabemos, «¡qué hermosas son las ciudades que superan la
desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa
integración un nuevo factor de desarrollo!. ¡Qué lindas son las ciudades que,
aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan,
relacionan, favorecen el reconocimiento del otro!» [Evangelii gaudium,210]. Al mismo tiempo, «no
podemos dejar de considerar los efectos de la degradación ambiental, del actual
modelo de desarrollo y de la cultura del descarte en la vida de las personas» [Laudato si’,43]. De hecho, «el deterioro del ambiente y el de la sociedad afectan de un
modo especial a los más débiles del planeta» [Laudato si’,107].
97. Por
consiguiente, es responsabilidad de todos los miembros del pueblo de Dios hacer
oír, de diferentes maneras, una voz que despierte, que denuncie y que se
exponga, aun a costo de parecer “estúpidos”. Las estructuras de injusticia
deben ser reconocidas y destruidas con la fuerza del bien, a través de un
cambio de mentalidad, pero también con la ayuda de las ciencias y la técnica,
mediante el desarrollo de políticas eficaces en la transformación de la
sociedad. Siempre debe recordarse que la propuesta del Evangelio no es sólo la
de una relación individual e íntima con el Señor. La propuesta es más amplia:
«es el Reino de Dios (cf. Lc 4,43); se trata de amar a Dios que reina en el
mundo. En la medida en que Él logre reinar entre nosotros, la vida social será
ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos. Entonces,
tanto el anuncio como la experiencia cristiana tienden a provocar consecuencias
sociales. Buscamos su Reino» [Evangelii gaudium,180].

98. En
fin, un documento que al principio no fue bien acogido por algunos, nos ofrece
una reflexión siempre actual: «A los defensores de “la ortodoxia”, se dirige a
veces el reproche de pasividad, de indulgencia o de complicidad culpables
respecto a situaciones de injusticia intolerables y de los regímenes políticos
que las mantienen. La conversión espiritual, la intensidad del amor a Dios y al
prójimo, el celo por la justicia y la paz, el sentido evangélico de los pobres
y de la pobreza, son requeridos a todos, y especialmente a los pastores y a los
responsables. La preocupación por la pureza de la fe ha de ir unida a la
preocupación por aportar, con una vida teologal integral, la respuesta de un
testimonio eficaz de servicio al prójimo, y particularmente al pobre y al
oprimido» [Instrucción].Los
pobres como sujetos.
99. Un
don fundamental para el camino de la Iglesia universal está representado por el
discernimiento de la Conferencia de Aparecida, donde los obispos
latinoamericanos explicitaron que la opción preferencial de la Iglesia por los
pobres «está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho
pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza» [Discurso]. En el documento
se contextualiza la misión en la actual situación del mundo globalizado, con
sus nuevos y dramáticos desequilibrios, y los obispos, en el mensaje
final, escriben: «Las agudas diferencias entre ricos y pobres nos invitan a
trabajar con mayor empeño en ser discípulos que saben compartir la mesa de la
vida, mesa de todos los hijos e hijas del Padre, mesa abierta, incluyente, en
la que no falte nadie. Por eso reafirmamos nuestra opción preferencial y
evangélica por los pobres».
100. Al
mismo tiempo, el documento —profundizando un tema ya presente en las
Conferencias precedentes del episcopado de América Latina— insiste en la
necesidad de considerar a las comunidades marginadas como sujetos capaces de
crear su propia cultura, más que como objetos de beneficencia. Esto implica que
dichas comunidades tienen el derecho de vivir el Evangelio, de celebrar y comunicar
la fe según los valores presentes en su cultura. La experiencia de la pobreza
les da la capacidad para reconocer aspectos de la realidad que otros no son
capaces de ver, y por esta razón la sociedad necesita escucharlos. Lo mismo
vale para la Iglesia, que debe valorizar positivamente la manera “popular” que
ellos tienen de vivir la fe. Un hermoso texto del documento final de Aparecida
nos ayuda a reflexionar sobre este punto, para encontrar la actitud correcta:
«Sólo la cercanía que nos hace amigos nos permite apreciar profundamente los
valores de los pobres de hoy, sus legítimos anhelos y su modo propio de vivir
la fe. [...] Día a día, los pobres se hacen sujetos de la evangelización y de
la promoción humana integral: educan a sus hijos en la fe, viven una constante
solidaridad entre parientes y vecinos, buscan constantemente a Dios y dan vida
al peregrinar de la Iglesia. A la luz del Evangelio reconocemos su inmensa
dignidad y su valor sagrado a los ojos de Cristo, pobre como ellos y excluido
entre ellos. Desde esta experiencia creyente, compartiremos con ellos la
defensa de sus derechos».

101. Todo
esto comporta la presencia de un aspecto en la opción por los pobres que
debemos recordar constantemente: esta opción, en efecto, exige de nuestra parte
«una atención puesta en el otro […]. Esta atención amante es el inicio de una
verdadera preocupación por su persona, a partir de la cual deseo buscar
efectivamente su bien. Esto implica valorar al pobre en su bondad propia, con
su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe. El verdadero amor
siempre es contemplativo, nos permite servir al otro no por necesidad o por
vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia. […] Sólo desde
esta cercanía real y cordial podemos acompañarlos adecuadamente en su camino de
liberación» [Evangelii gaudium,199]. Por esta razón, dirijo un sincero agradecimiento a todos los
que han escogido vivir entre los pobres; es decir, a aquellos que no van a
visitarlos de vez en cuando, sino que viven con ellos y como ellos. Esta es una
opción que debe encontrar lugar entre las formas más altas de vida evangélica.102. En
esta perspectiva, aparece claramente la necesidad de que «todos nos dejemos
evangelizar» por los pobres, y que todos reconozcamos «la misteriosa
sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos». Crecidos en la
extrema precariedad, aprendiendo a sobrevivir en medio de las condiciones más
difíciles, confiando en Dios con la certeza de que nadie más los toma en serio,
ayudándose mutuamente en los momentos más oscuros, los pobres han aprendido
muchas cosas que conservan en el misterio de su corazón. Aquellos entre
nosotros que no han experimentado situaciones similares, de una vida vivida en
el límite, seguramente tienen mucho que recibir de esa fuente de sabiduría que
constituye la experiencia de los pobres. Sólo comparando nuestras quejas con
sus sufrimientos y privaciones, es posible recibir un reproche que nos invite a
simplificar nuestra vida.
CAPÍTULO QUINTO.Un desafío permanente.
103. He
decidido recordar esta bimilenaria historia de atención eclesial a los pobres y
con los pobres para mostrar que ésta forma parte esencial del camino
ininterrumpido de la Iglesia. El cuidado de los pobres forma parte de la gran
Tradición de la Iglesia, como un faro de luz que, desde el Evangelio, ha
iluminado los corazones y los pasos de los cristianos de todos los tiempos. Por
tanto, debemos sentir la urgencia de invitar a todos a sumergirse en este río
de luz y de vida que proviene del reconocimiento de Cristo en el rostro de los
necesitados y de los que sufren. El amor a los pobres es un elemento esencial
de la historia de Dios con nosotros y, desde el corazón de la Iglesia,
prorrumpe como una llamada continua en los corazones de los creyentes, tanto en
las comunidades como en cada uno de los fieles. La Iglesia, en cuanto Cuerpo de
Cristo, siente como su propia “carne” la vida de los pobres, que son parte
privilegiada del pueblo que va en camino. Por esta razón, el amor a los que son
pobres —en cualquier modo en que se manifieste dicha pobreza— es la garantía
evangélica de una Iglesia fiel al corazón de Dios. De hecho, cada renovación
eclesial ha tenido siempre como prioridad la atención preferencial por los
pobres, que se diferencia, tanto en las motivaciones como en el estilo, de las
actividades de cualquier otra organización humanitaria.

104. El
cristiano no puede considerar a los pobres sólo como un problema social; estos
son una “cuestión familiar”, son “de los nuestros”. Nuestra relación con ellos
no se puede reducir a una actividad o a una oficina de la Iglesia. Como enseña
la Conferencia de Aparecida, «se nos pide dedicar tiempo a los pobres,
prestarles una amable atención, escucharlos con interés, acompañarlos en los
momentos más difíciles, eligiéndolos para compartir horas, semanas o años de
nuestra vida, y buscando, desde ellos, la transformación de su situación. No
podemos olvidar que el mismo Jesús lo propuso con su modo de actuar y con sus
palabras».El buen
samaritano de nuevo.
105. La
cultura dominante de los inicios de este milenio instiga a abandonar a los
pobres a su propio destino, a no juzgarlos dignos de atención y mucho menos de
aprecio. En la encíclica Fratelli tutti el Papa Francisco nos invitaba a
reflexionar sobre la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,25-37),
precisamente para profundizar en este punto. En dicha parábola vemos que,
frente a aquel hombre herido y abandonado en el camino, las actitudes de
aquellos que pasan son distintas. Sólo el buen samaritano se ocupa de cuidarlo.
Entonces vuelve la pregunta que interpela a cada uno en primera persona: «¿Con
quién te identificas?. Esta pregunta es cruda, directa y determinante. ¿A cuál
de ellos te pareces?. Nos hace falta reconocer la tentación que nos circunda de
desentendernos de los demás; especialmente de los más débiles. Digámoslo, hemos
crecido en muchos aspectos, aunque somos analfabetos en acompañar, cuidar y
sostener a los más frágiles y débiles de nuestras sociedades desarrolladas. Nos
acostumbramos a mirar para el costado, a pasar de lado, a ignorar las
situaciones hasta que estas nos golpean directamente».[Fratelli tutti,64].
106. Y
nos hace mucho bien descubrir que aquella escena del buen samaritano se repite
también hoy. Recordemos esta situación de nuestros días: «Cuando encuentro a
una persona durmiendo a la intemperie, en una noche fría, puedo sentir que ese
bulto es un imprevisto que me interrumpe, un delincuente ocioso, un estorbo en
mi camino, un aguijón molesto para mi conciencia, un problema que deben
resolver los políticos, y quizá hasta una basura que ensucia el espacio
público. O puedo reaccionar desde la fe y la caridad, y reconocer en él a un
ser humano con mi misma dignidad, a una creatura infinitamente amada por el
Padre, a una imagen de Dios, a un hermano redimido por Jesucristo. ¡Eso es ser
cristianos! ¿O acaso puede entenderse la santidad al margen de este
reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano?» [Gaudete et exsultate,98] .¿Qué hizo el
buen samaritano?.
107. La
pregunta se vuelve urgente, porque nos ayuda a darnos cuenta de una grave falta
en nuestras sociedades y también en nuestras comunidades cristianas. El hecho
es que muchas formas de indiferencia que hoy encontramos «son signos de un
estilo de vida generalizado, que se manifiesta de diversas maneras, quizás más
sutiles. Además, como todos estamos muy concentrados en nuestras propias
necesidades, ver a alguien sufriendo nos molesta, nos perturba, porque no
queremos perder nuestro tiempo por culpa de los problemas ajenos. Estos son
síntomas de una sociedad enferma, porque busca construirse de espaldas al
dolor. Mejor no caer en esa miseria. Miremos el modelo del buen samaritano» [Fratelli tutti,65-66]. Las últimas palabras de la parábola evangélica —«Ve, y procede tú de la
misma manera» (Lc 10,37)— son un mandamiento que un cristiano debe oír resonar
cada día en su corazón.
Un
desafío ineludible para la Iglesia de hoy.108. En
una época particularmente difícil para la Iglesia de Roma, cuando las
instituciones imperiales estaban colapsando bajo la presión de los bárbaros,
san Gregorio Magno amonestaba a sus fieles de este modo: «Todos los días, si lo
buscamos, hallamos a Lázaro, y, aunque no lo busquemos, le tenemos a la vista.
Ved que a todas horas se presentan los pobres y que ahora nos piden ellos, que
luego vendrán como intercesores nuestros. [...] No perdáis el tiempo de la
misericordia; no hagáis caso omiso de los remedios que habéis recibido». No sin valentía, él desafiaba los prejuicios generalizados hacia los pobres,
como los de quienes los consideraban responsables de su propia miseria: «Cuando
veis que algunos pobres hacen algunas cosas reprensibles: no los despreciéis,
no desconfiéis, porque tal vez la fragua de la pobreza purifica el exceso de
alguna maldad pequeñísima que los mancha». No pocas veces, la riqueza nos
vuelve ciegos, hasta el punto de pensar que nuestra felicidad sólo puede
realizarse si logramos prescindir de los demás. En esto, los pobres pueden ser
para nosotros como maestros silenciosos, devolviendo nuestro orgullo y
arrogancia a una justa humildad.
109. Si
es verdad que los pobres son sostenidos por quienes tienen medios económicos,
también se puede afirmar con certeza lo contrario. Esta es una sorprendente
experiencia corroborada por la misma tradición cristiana y que se vuelve un
verdadero punto de inflexión en nuestra vida personal, cuando caemos en la
cuenta de que justamente los pobres son quienes nos evangelizan. ¿De qué
manera?. Los pobres, en el silencio de su misma condición, nos colocan frente a
la realidad de nuestra debilidad. El anciano, por ejemplo, con la debilidad de
su cuerpo, nos recuerda nuestra vulnerabilidad, aun cuando buscamos esconderla
detrás del bienestar o de la apariencia. Además, los pobres nos hacen
reflexionar sobre la precariedad de aquel orgullo agresivo con el que
frecuentemente afrontamos las dificultades de la vida. En esencia, ellos
revelan nuestra fragilidad y el vacío de una vida aparentemente protegida y
segura. Al respecto, volvemos a escuchar estas palabras de san Gregorio Magno:
«Nadie, pues, se cuente seguro diciendo: Ea, yo no robo lo ajeno, sino que
disfruto buenamente de los bienes que he recibido; porque este rico no fue
castigado precisamente por robar lo ajeno, sino porque malamente reservó para
sí solo los bienes que había recibido. También le llevó al infierno esto: el no
vivir temeroso en medio de su felicidad, el hacer servir a su arrogancia los
dones recibidos, el no tener entrañas de caridad».
110. Para
nosotros cristianos, la cuestión de los pobres conduce a lo esencial de nuestra
fe. La opción preferencial por los pobres, es decir, el amor de la Iglesia
hacia ellos, como enseñaba san Juan Pablo II, «es determinante y pertenece a su
constante tradición, la impulsa a dirigirse al mundo en el cual, no obstante el
progreso técnico-económico, la pobreza amenaza con alcanzar formas
gigantescas» [Centesimus annus,57]. La realidad es que los pobres para los cristianos no son
una categoría sociológica, sino la misma carne de Cristo. En efecto, no es
suficiente limitarse a enunciar en modo general la doctrina de la encarnación
de Dios; para adentrarse en serio en este misterio, en cambio, es necesario especificar
que el Señor se hace carne, carne que tiene hambre, que tiene sed, que está
enferma, encarcelada. «Una Iglesia pobre para los pobres empieza con ir hacia
la carne de Cristo. Si vamos hacia la carne de Cristo, comenzamos a entender
algo, a entender qué es esta pobreza, la pobreza del Señor. Y esto no es
fácil» [Vigilia].

111. El
corazón de la Iglesia, por su misma naturaleza, es solidario con aquellos que
son pobres, excluidos y marginados, con aquellos que son considerados un
“descarte” de la sociedad. Los pobres están en el centro de la Iglesia, porque
es desde la «fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y
excluidos, [que] brota la preocupación por el desarrollo integral de los más
abandonados de la sociedad» [Evangelii gaudium,186
]. En el corazón de cada fiel se encuentra «la
exigencia de escuchar este clamor [que] brota de la misma obra liberadora de la
gracia en cada uno de nosotros, por lo cual no se trata de una misión reservada
sólo a algunos» [Evangelii gaudium,188
].112. A
veces se percibe en algunos movimientos o grupos cristianos la carencia o
incluso la ausencia del compromiso por el bien común de la sociedad y, en
particular, por la defensa y la promoción de los más débiles y desfavorecidos.
A este respecto, es necesario recordar que la religión, especialmente la
cristiana, no puede limitarse al ámbito privado, como si los fieles no tuvieran
que preocuparse también de los problemas relativos a la sociedad civil y de los
acontecimientos que afectan a los ciudadanos [Evangelii gaudium,182-183].
113. En
realidad, «cualquier comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda
subsistir tranquila sin ocuparse creativamente y cooperar con eficiencia para
que los pobres vivan con dignidad y para incluir a todos, también correrá el
riesgo de la disolución, aunque hable de temas sociales o critique a los
gobiernos. Fácilmente terminará sumida en la mundanidad espiritual, disimulada
con prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos» [Evangelii gaudium,207].
114. No
estamos hablando sólo de la asistencia y del necesario compromiso por la
justicia. Los creyentes deben darse cuenta de otra forma de incoherencia
respecto a los pobres. En verdad, «la peor discriminación que sufren los pobres
es la falta de atención espiritual […]. La opción preferencial por los pobres
debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y
prioritaria» [Evangelii gaudium,200]. No obstante, esta atención espiritual hacia los pobres es
puesta en discusión por ciertos prejuicios, también por parte de cristianos,
porque nos sentimos más a gusto sin los pobres. Hay quienes siguen diciendo:
“Nuestra tarea es rezar y enseñar la verdadera doctrina”. Pero, desvinculando
este aspecto religioso de la promoción integral, agregan que sólo el gobierno
debería encargarse de ellos, o que sería mejor dejarlos en la miseria, para que
aprendan a trabajar. A veces, sin embargo, se asumen criterios pseudocientíficos
para decir que la libertad de mercado traerá espontáneamente la solución al
problema de la pobreza. O incluso, se opta por una pastoral de las llamadas
élites, argumentando que, en vez de perder el tiempo con los pobres, es mejor
ocuparse de los ricos, de los poderosos y de los profesionales, para que, por
medio de ellos, se puedan alcanzar soluciones más eficaces. Es fácil percibir
la mundanidad que se esconde detrás de estas opiniones; estas nos llevan a
observar la realidad con criterios superficiales y desprovistos de cualquier
luz sobrenatural, prefiriendo círculos sociales que nos tranquilizan o buscando
privilegios que nos acomodan.

Aún hoy,
dar.115. Es
bueno dedicar una última palabra a la limosna, que hoy no goza de buena fama, a
menudo incluso entre los creyentes. No sólo no se practica, sino que además se
desprecia. Por un lado, confirmo que la ayuda más importante para una persona
pobre es promoverla a tener un buen trabajo, para que pueda ganarse una vida
más acorde a su dignidad, desarrollando sus capacidades y ofreciendo su
esfuerzo personal. El hecho es que «la falta de trabajo es mucho más que la
falta de una fuente de ingresos para poder vivir. El trabajo es también esto,
pero es mucho, mucho más. Trabajando nosotros nos hacemos más persona, nuestra
humanidad florece, los jóvenes se convierten en adultos solamente trabajando.
La Doctrina Social de la Iglesia ha visto siempre el trabajo humano como
participación en la creación que continúa cada día, también gracias a las manos,
a la mente y al corazón de los trabajadores» [Discurso]. Por otro lado, si aún no
existe esta posibilidad concreta, no podemos correr el riesgo de dejar a una
persona abandonada a su suerte, sin lo indispensable para vivir dignamente. Y,
por tanto, la limosna sigue siendo un momento necesario de contacto, de
encuentro y de identificación con la situación de los demás.
116. Es
evidente, para quien ama de verdad, que la limosna no exime de sus
responsabilidades a las autoridades competentes, ni elimina el compromiso
organizado de las instituciones, y mucho menos sustituye la lucha legítima por
la justicia. Sin embargo, invita al menos a detenerse y a mirar al pobre a la
cara, a tocarle y compartir con él algo de lo suyo. De cualquier manera, la
limosna, por pequeña que sea, infunde pietas en una vida social en la que todos
se preocupan de su propio interés personal. Dice el libro de los Proverbios: «El hombre generoso será bendecido, porque comparte su pan con el pobre» (Pr
22,9).
117.
Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento contienen auténticos himnos a la
limosna: «Pero tú sé indulgente con el humilde y no le hagas esperar tu
limosna, […] que el tesoro encerrado en tus graneros sea la limosna, y ella te
preservará de todo mal» (Si 29,8.12). Y Jesús retoma esta enseñanza: «Vendan
sus bienes y denlos como limosna. Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen
un tesoro inagotable en el cielo» (Lc 12,33).
118. A
san Juan Crisóstomo se le atribuía esta exhortación: «La limosna es el ala de
la oración; si no le das alas a la oración, no volará». Y san Gregorio Nacianceno concluía una de sus célebres oraciones con estas palabras: «En
verdad, si en algo confiáis en mí, siervos de Cristo, hermanos y coherederos,
mientras llega el momento, visitemos a Cristo, curemos a Cristo, alimentemos a
Cristo, vistamos a Cristo, hospedemos a Cristo, honremos a Cristo; no sólo en
la mesa, como algunos; ni con perfumes, como María; no sólo en el sepulcro,
como José de Arimatea; ni con lo relativo a la sepultura, como Nicodemo, que
amaba a Cristo a medias; ni con oro, incienso y mirra, como los Magos,
anteriores a los mencionados; sino puesto que el Señor del universo quiere
misericordia y no sacrificio […], ofrezcámosle esa compasión por medio de los
necesitados y de los que ahora se encuentran arrojados por tierra, para que,
cuando salgamos de aquí abajo, seamos recibidos en las moradas eternas».

119. Hay
que alimentar el amor y las convicciones más profundas, y eso se hace con
gestos. Permanecer en el mundo de las ideas y las discusiones, sin gestos
personales, asiduos y sinceros, sería la perdición de nuestros sueños más
preciados. Por esta sencilla razón, como cristianos, no renunciamos a la
limosna. Es un gesto que se puede hacer de diferentes formas, y que podemos intentar
hacer de la manera más eficaz, pero es preciso hacerlo. Y siempre será mejor
hacer algo que no hacer nada. En todo caso nos llegará al corazón. No será la
solución a la pobreza mundial, que hay que buscar con inteligencia, tenacidad y
compromiso social. Pero necesitamos practicar la limosna para tocar la carne
sufriente de los pobres.120. El
amor cristiano supera cualquier barrera, acerca a los lejanos, reúne a los
extraños, familiariza a los enemigos, atraviesa abismos humanamente
insuperables, penetra en los rincones más ocultos de la sociedad. Por su
naturaleza, el amor cristiano es profético, hace milagros, no tiene límites: es
para lo imposible. El amor es ante todo un modo de concebir la vida, un modo de
vivirla. Pues bien, una Iglesia que no pone límites al amor, que no conoce
enemigos a los que combatir, sino sólo hombres y mujeres a los que amar, es la
Iglesia que el mundo necesita hoy.
121. Ya
sea a través del trabajo que ustedes realizan, o de su compromiso por cambiar
las estructuras sociales injustas, o por medio de esos gestos sencillos de
ayuda, muy cercanos y personales, será posible para aquel pobre sentir que las
palabras de Jesús son para él: «Yo te he amado» (Ap 3,9).
Dado en
Roma, junto a San Pedro, el 4 de octubre, memoria de san Francisco de Asís, del
año 2025, primero de mi Pontificado.
LEÓN PP.
XIV
Fuente original: https://www.vatican.va/content/leo-xiv/es/apost_exhortations/documents/20251004-dilexi-te.html